Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 6 стр.


—Las mujeres del pueblo le esperan allí, junto a la galería. Mírelas, allí están, sentadas en el suelo. Para las damas distinguidas se han habilitado dos habitaciones en la galería, pero que quedan fuera del recinto. Son aquellas ventanas que ve usted allí. El staretsse traslada a la galería por un pasillo interior, cuando su salud se lo permite. Ahora hay en estas habitaciones una dama, la señora de Khokhlakov, propietaria de Kharkhov, que quiere consultarle sobre una hija suya que está anémica. Sin duda le ha prometido que irá, aunque en estos últimos tiempos está muy débil y apenas se deja ver.

—Por lo tanto, en la ermita hay una puerta entreabierta a la parte de las damas. Me guardaré mucho de pensar mal, padre. En el monte Athos..., usted debe de saberlo..., no solamente no se permiten visitas femeninas, sino que no se admite ninguna clase de mujer ni de hembra, ni gallina, ni pava, ni ternera.

—Le dejo, Fiodor Pavlovitch. A usted le van a echar: eso se lo digo yo.

—¿Pero en qué le he molestado, Piotr Alejandrovitch?

Y cuando entraron en el recinto, exclamó de súbito:

—¡Mire, mire! Viven en un verdadero mar de rosas.

No se veían rosas, porque entonces no las había, pero sí gran difusión de flores de otoño, magníficas y raras. Sin duda las cuidaba una mano experta. Había macizos alrededor de la iglesia y de las tumbas. También estaba cercada de flores la casita de madera (una simple planta baja precedida de una galería) donde se hallaba la celda del starets.

—¿Estaba todo lo mismo en la época de Barsanufe, el precedente starets? Dicen que era un hombre poco fino y que, cuando se enfurecía, la emprendía a bastonazos incluso con las damas. ¿Es esto verdad? —indagó Fiodor Pavlovitch mientras subían los escalones del pórtico.

—Barsanufe —repuso el monje— se comportaba a veces como si hubiese perdido la razón, pero ¡cuántas falsedades se cuentan de él! Nunca dio bastonazos a nadie... Ahora, caballeros, tengan la bondad de esperar unos instantes. Voy a anunciarlos.

Entonces Miusov murmuró una vez más:

—Se lo repito, Fiodor Pavlovitch: recuerde lo convenido. Si no, allá usted.

—Me gustaría saber qué es lo que le preocupa tanto —dijo, burlón, Fiodor Pavlovitch—. ¿Son sus pecados lo que le inquietan? Dicen que el staretsZósimo lee en el alma de las personas con sólo una mirada. Pero no comprendo que usted, un parisiense, un progresista, haga caso de estas cosas. Me sorprende profundamente.

Miusov no pudo tener la satisfacción de contestar a este mordaz comentario, pues en ese momento los invitaron a pasar.

Estaba furioso, y, en su irritación, se decía:

«Sé que, con lo nervioso que soy, voy a discutir, a acalorarme..., a rebajarme y a rebajar mis ideas.»

CAPÍTULO II

Un viejo payaso

Entraron casi al mismo tiempo que el starets, el cual había salido de su dormitorio apenas llegaron los visitantes. Éstos entraron en la celda precedidos por dos religiosos de la ermita: el padre bibliotecario y el padre Pasius, hombre enfermizo a pesar de su edad poco avanzada, pero notable por su erudición, según decían. Además, había allí un joven que llevaba un redingote y que debía de frisar en los veintidós años. Era un antiguo alumno del seminario, futuro teólogo, al que protegía el monasterio. Era alto, de tez fresca, pómulos salientes y ojillos oscuros y vivos. Su rostro expresaba cortesía, pero no servilismo. No saludó a los visitantes como un igual, sino como un subalterno, y permaneció de pie durante toda la conferencia.

El staretsZósimo se presentó en compañía de un novicio y de Aliocha. Los religiosos se pusieron en pie y le hicieron una profunda reverencia, tocando el suelo con las puntas de los dedos. Después recibieron la bendición del staretsy le besaron la mano. El staretsles contestó con una reverencia igual —hasta tocar con los dedos el suelo— y les pidió lo bendijesen. Esta ceremonia, revestida de grave solemnidad y desprovista de la superficialidad de la etiqueta mundana, no carecía de emoción. Sin embargo, Miusov, que estaba delante de sus compañeros, la consideró premeditada. Cualesquiera que fuesen sus ideas, la simple educación exigía que se acercara al staretspara recibir su bendición, aunque no le besara la mano. El día anterior había decidido hacerlo así, pero ante aquel cambio de reverencias entre los monjes había variado de opinión. Se limitó a hacer una grave y digna inclinación de hombre de mundo y fue a sentarse. Fiodor Pavlovitch hizo exactamente lo mismo, o sea que imitó a Miusov como un mono. El saludo de Iván Fiodorovitch fue cortés en extremo, pero el joven mantuvo también los brazos pegados a las caderas. En lo concerniente a Kalganov, estaba tan confundido, que incluso se olvidó de saludar. El staretsdejó caer la mano que había levantado para bendecirlos y los invitó a todos a sentarse. La sangre afluyó a las mejillas de Aliocha. Estaba avergonzado: sus temores se cumplían.

El staretsse sentó en un viejo y antiquísimo sofá de cuero e invitó a sus visitantes a instalarse frente a él, en cuatro sillas de caoba guarnecidas de cuero lleno de desolladuras. Los religiosos se colocaron uno junto a la puerta y el otro al lado de la ventana. El seminarista, Aliocha y el novicio permanecieron de pie. La celda era poco espaciosa, y su atmósfera, densa y viciada. Contenía lo más indispensable: algunos muebles y objetos toscos y pobres; dos macetas en la ventana; en un ángulo, numerosos cuadritos de imágenes y una gran Virgen, pintada, con toda seguridad, mucho antes del raskol [6]. Ante la imagen ardía una lamparilla. No lejos de ella había otros dos iconos de brillantes vestiduras, dos querubines esculpidos, huevos de porcelana, un crucifijo de marfil, al que abrazaba una Mater dolorosa, y varios grabados extranjeros, reproducciones de obras de pintores italianos famosos de siglos pasados.

Junto a estas obras de cierto valor se exhibían vulgares litografías rusas: esos retratos de santos, de mártires, de prelados, que se venden por unos cuantos copecs en todas las ferias.

Miusov paseó una rápida mirada por todas estas imágenes y después observó al starets. Creía poseer una mirada penetrante, debilidad excusable en un hombre que tenía ya cincuenta años, mucho mundo y mucho dinero. Estos hombres lo toman todo demasiado en serio, a veces sin darse cuenta.

Desde el primer momento, el staretsle desagradó. Ciertamente, había en él algo que podía despertar la antipatía no sólo de Miusov, sino de otras personas. Era un hombrecillo encorvado, de piernas débiles, que tenía sólo unos sesenta años, pero que parecía tener diez más, a causa de sus achaques. Todo su rostro reseco estaba surcado de pequeñas arrugas, especialmente alrededor de los ojos, que eran claros, pequeños, vivos y brillantes como puntos luminosos. Sólo le quedaban unos mechones de cabello gris sobre las sienes. Su barba, rala y de escasas dimensiones, terminaba en punta. Sus labios, delgados como dos cordones, sonreían a cada momento. Su puntiaguda nariz parecía el pico de un ave.

«Según todas las apariencias, es un hombre malvado, mezquino, presuntuoso», pensó Miusov, que sentía una creciente aversión hacia él.

Un pequeño reloj de péndulo dio doce campanadas, y esto rompió el hielo.

—Es la hora exacta —afirmó Fiodor Pavlovitch—, y mi hijo Dmitri Fiodorovitch no ha venido todavía. Le presento mis excusas por él, santo starets.

Al oír estas dos últimas palabras, Aliocha se estremeció.

—Yo soy siempre puntual —continuó Fiodor Pavlovitch—. Nunca me retraso más de un minuto, pues no olvido que la exactitud es la cortesía de los reyes.

—Pero usted no es rey, que yo sepa —gruñó Miusov, incapaz de contenerse.

—¡Pues es verdad! Y crea que lo sabía, Piotr Alejandrovitch: le doy mi palabra. Pero, ¿qué quiere usted?, la lengua se me va.

De pronto se encaró con el staretsy exclamó en un tono patético:

—Reverendísimo padre, tiene usted ante sí un payaso. Siempre hago así mi presentación. Es una antigua costumbre. Si digo a veces despropósitos, lo hago con toda intención, a fin de hacer reír y ser agradable. Hay que ser agradable, ¿no es cierto? Hace siete años fui a una pequeña ciudad para tratar pequeños negocios que hacía a medias con pequeños comerciantes. Fuimos a ver al ispravnik [7], al que teníamos que pedir algo e invitar a una colación. Apareció el ispravnik. Era un hombre alto, grueso, rubio y sombrío. Estos individuos son los más peligrosos en tales casos, pues la bilis los envenena. Le dije con desenvoltura de hombre de mundo: «Señor ispravnik, usted será, por decirlo así, nuestro Napravnik [8].» Él me contestó: «¿Qué Napravnik?» Vi inmediatamente, por lo serio que se quedó, que no había comprendido. Expliqué: «Ha sido una broma. Mi intención ha sido alegrar los ánimos. El señor Napravnik es un director de orquesta conocido, y para la armonía de nuestra empresa necesitamos precisamente una especie de director de orquesta...» Tanto la explicación como la comparación eran razonables, ¿no le parece? Pero él dijo: «Perdón, yo soy ispravniky no permito que se hagan chistes sobre mi profesión.» Nos volvió la espalda. Yo corrí tras él gritando: «Si, sí; usted es ispravniky no Napravnik.» Total, que se nos vino abajo el negocio. Siempre me pasa lo mismo. Ser demasiado amable me perjudica. Otra vez, hace ya muchos años, dije a un personaje importante: «Su esposa es una mujer muy cosquillosa.» Quise decir que tenía una sensibilidad muy fina. Entonces él me preguntó: «¿Usted lo ha comprobado?» Yo decidí ser amable y respondí: «Sí, señor: lo he comprobado.» Y entonces las cosquillas me las hizo él a mí... Como hace de esto mucho tiempo, no me importa contarlo. Así es como siempre me estoy perjudicando.

—Es lo que está usted haciendo en este momento —dijo Miusov, contrariado.

El staretslos miró en silencio a los dos.

—Le aseguro que lo sabía, Piotr Alejandrovitch —repuso Fiodor Pavlovitch—. Presentía que diría cosas como éstas apenas abriese la boca, y también estaba seguro de que usted sería el primero en llamarme la atención... Reverendísimo starets, al ver que mi broma no ha tenido éxito me doy cuenta de que he llegado a la vejez. Esta costumbre de hacer reír data de mi juventud, de cuando era un parásito entre la nobleza y me ganaba el pan de este modo. Soy un payaso auténtico, innato, lo que equivale a decir inocente. Reconozco que un espíritu impuro debe de alojarse en mí, pero sin duda es muy modesto. Si fuera más importante, habría buscado otro alojamiento. Pero no se habría refugiado en usted, Piotr Alejandrovitch, porque usted no es una persona importante. Yo, en cambio, creo en Dios. Últimamente tenía mis dudas, pero ahora sólo me falta oír una frase sublime. En esto me parezco al filósofo Diderot. ¿Sabe usted, santísimo starets, cómo se presentó al metropolitano Platón [9], cuando reinaba la emperatriz Catalina? Entra y dice sin preámbulos: «¡Dios no existe!» A lo que el alto prelado responde: «¡El insensato ha dicho de todo corazón que Dios no existe!» Inmediatamente, Diderot se arroja a sus pies y exclama: «¡Creo y quiero recibir el bautismo!» Y se le bautizó en el acto. La princesa Dachkhov [10]fue la madrina, y Potemkin [11], el padrino...

—Esto es intolerable, Fiodor Pavlovitch —exclamó Miusov con voz trémula, incapaz de contenerse—. Está usted mintiendo. Y sabe muy bien que esa estúpida anécdota es falsa. No se haga el pícaro.

—Siempre he creído que era una solemne mentira —aceptó Fiodor Pavlovitch con vehemencia—. Pero ahora, señores, les diré toda la verdad. Eminente starets, perdóneme: el final, lo del bautismo de Diderot, ha sido invención mía. Jamás me había pasado por la imaginación: se me ha ocurrido para sazonar la anécdota. Si me hago el pícaro, Piotr Alejandrovitch, es por gentileza. Bien es verdad que muchas veces ni yo mismo sé por qué lo hago. En lo que concierne a Diderot, he oído contar repetidamente eso de: «El insensato ha dicho...» Me lo decían en mi juventud los terratenientes del país en cuyas casas habitaba. Una de las personas que me lo contaron, Piotr Alejandrovitch, fue su tía Mavra Fominichina. Hasta este momento todo el mundo está convencido de que el impío Diderot visitó al metropolitano—para discutir sobre la existencia de Dios.

Miusov se puso en pie. Había llegado al límite de la paciencia y estaba fuera de sí. Se sentía indignado y sabía que su indignación lo ponía en ridículo. Lo que estaba ocurriendo en la celda del staretsera verdaderamente intolerable. Desde hacía cuarenta o cincuenta años, los visitantes que entraban en ella se comportaban con profundo respeto. Casi todos los que conseguían el permiso de entrada comprendían que se les otorgaba un favor especialísimo. Muchos de ellos se arrodillaban y así permanecían durante toda su estancia en la celda. Personas de elevada condición, eruditos, e incluso librepensadores que visitaban el monasterio por curiosidad o por otra causa cualquiera, consideraban un deber testimoniar al staretsun profundo respeto durante toda la entrevista, fuera pública o privada, y más no tratándose de ningún asunto de dinero. Allí no existía más que el amor y la bondad en presencia del arrepentimiento y del anhelo de resolver un problema moral y complicado, una crisis de la vida sentimental. De aquí que las payasadas de Fiodor Pavlovitch, impropias del lugar, hubieran provocado la inquietud y el estupor de los testigos, por lo menos de la mayoría de ellos. Los religiosos permanecían impasibles, pendientes de la respuesta del starets, pero parecían dispuestos a levantarse como Miusov. Aliocha sentía deseos de llorar y tenía la cabeza baja. Todas sus esperanzas se concentraban en su hermano Iván, el único que tenía influencia sobre su padre, y le sorprendía sobremanera verle inmóvil en su asiento, con los ojos bajos, esperando con curiosidad el desenlace de la escena, como si fuese ajeno al debate por completo.

Aliocha no se atrevía a mirar a Rakitine (el seminarista), con el que tenía cierta intimidad. Él era el único del monasterio que conocía sus pensamientos.

—Perdóneme —dijo Miusov al levantarse, dirigiéndose al starets— por participar, aunque sólo sea con mi presencia, en estas bromas indignas. Me he equivocado al creer que incluso un individuo de la índole de Fiodor Pavlovitch sabría comportarse como es debido en presencia de una persona tan respetable como usted... Nunca creí que tendría que excusarme por haber venido en su compañía.

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