Así empezó Mitia, que se embrolló desde sus primeras palabras. Pero no repetiremos exactamente lo que dijo: nos limitaremos a resumirlo. El caso es que, tres meses atrás, Mitia había conferenciado en la capital del distrito con un abogado..., «un abogado famoso, Pavel Pavlovitch Korneplodov, del que usted debe de haber oído hablar... Frente despejada, talento comparable al de un hombre de Estado... Le conoce a usted..., tuvo para usted grandes alabanzas...». Otra vez se desvió del tema principal, pero no se detuvo por tan poca cosa, sino que siguió con ardor por el nuevo camino. Después de oír las explicaciones de Dmitri y de examinar los documentos (Mitia volvió, sin advertirlo, al tema que había dejado), el abogado opinó que se podía entablar un proceso acerca de la aldea de Tchermachnia, heredada por Dmitri de su madre, con objeto de bajar los humos al viejo energúmeno, ya que «no todos los caminos están cerrados y la justicia siempre encuentra alguna salida». En resumen, que se podía sacar a Fiodor Pavlovitch un suplemento de seis mil a siete mil rublos, «pues Tchermachnia vale lo menos veinticinco mil..., ¿qué digo veinticinco mil?..., veintiocho o treinta mil, señor Samsonov, y ese verdugo me ha dado menos de diecisiete mil. Dejé este asunto, por parecerme demasiado complicado, y, al llegar aquí, vi que se me había dirigido una reconvención —al llegar a este punto, Mitia volvió a armarse un lío y pasó a otra cosa—. En fin, respetable señor Samsonov, que estoy dispuesto a cederle todos mis derechos sobre ese monstruo sólo por tres mil rublos. ¿Acepta? Piense que no arriesga usted nada, nada absolutamente: se lo juro por mi honor. Usted percibirá seis mil o siete mil rublos por los tres mil desembolsados... Lo que más me interesa es terminar este asunto hoy mismo. Iremos a la notaría, o... En fin estoy dispuesto a todo. Le puedo entregar cuantos documentos desee, firmaré todo lo que usted quiera. Esta misma mañana formalizamos el convenio y usted me entrega los tres mil rublos. Bien puede hacerlo, ya que es uno de los hombres más acaudalados de la localidad. Así me salvará y, a la vez, me permitirá realizar un acto sublime..., pues abrigo los más nobles sentimientos acerca de una persona que usted conoce perfectamente y a la que usted rodea de una solicitud paternal. De lo contrario, no habría venido. Podemos decir que se han encontrado tres frentes, pues el destino es algo terrible, señor Samsonov. Pero como usted está fuera de combate desde hace tiempo, quedamos sólo dos frentes. Acaso no me expreso bien, pero tenga en cuenta que no soy literato. Los dos frentes son el mío y el de ese monstruo. Por lo tanto, escoja usted: el monstruo o yo. Todo está ahora en sus manos: tres destinos, dos frentes... Perdóneme: me he armado un lío. Pero usted me entiende..., leo en sus ojos que me ha comprendido... De lo contrario, ahora mismo me marcharía. Esto es todo».
Con estas palabras, Mitia cortó en seco su extravagante discurso. Se levantó y esperó una respuesta a su absurda proposición. Al pronunciar su última frase tuvo la sensación de que había fracasado y, sobre todo, de que su exposición había sido un verdadero galimatías. «Es extraño: vine aquí completamente seguro de mí mismo, y no he dado pie con bola.» Mientras él hablaba, el viejo había permanecido impasible, observándole con gesto glacial. Transcurrido un minuto, Samsonov dijo con una firmeza descorazonadora:
—Perdone. Los negocios de ese género no nos interesan.
Mitia sintió como si las piernas se le escaparan de debajo del cuerpo.
—¿Qué será de mí, señor Samsonov? —murmuró con una amarga sonrisa—. Estoy perdido.
—Perdone, pero...
Mitia, que permanecía de pie e inmóvil, observó un cambio en el rostro del viejo y se estremeció.
—Verá usted, señor —dijo el anciano—, esos negocios son peligrosos. Veo un proceso, abogado, el diablo y su corte. Pero hay una persona a la que se puede dirigir.
—¡Dios mío! —balbuceó Mitia—. ¿Quién es esa persona? Me devuelve usted la vida.
—Esa persona no está aquí en este momento. Es un campesino, un traficante de madera llamado Liagavi. Lleva ya un año tratando de llegar a un acuerdo con Fiodor Pavlovitch para la compra del bosque de Tchermachnia. No se han entendido. Seguramente habrá oído usted hablar de esos tratos. Precisamente ahora está Liagavi allí. Se hospeda en casa del padre Ilinski, en la aldea de este nombre, a doce verstas de la estación de Volovia. Me ha escrito hablándome de este asunto y pidiéndome consejo. Fiodor Pavlovitch quiere ir a verlo. Si usted va antes y hace a Liagavi la proposición que me ha hecho a mí, tal vez...
—¡Una idea genial! —exclamó Mitia, entusiasmado—. Es precisamente lo que necesita ese hombre. Quiere comprar, considera que el precio es excesivo, y con el documento que yo firme puede considerarse propietario del bosque. ¡Esto es magnífico!
Y Mitia lanzó una carcajada seca, inesperada, que sorprendió a Samsonov.
—¡No sé cómo agradecérselo, Kuzma Kuzmitch!
—No tiene usted que agradecerme nada —repuso Samsonov con una inclinación de cabeza.
—¡Pero si me ha salvado usted! La Providencia me ha traído aquí... Iré a visitar a ese pope.
—Le repito que no tiene usted por qué darme las gracias.
—Iré a ver a Liagavi sin pérdida de tiempo... No quiero molestarle más... Nunca olvidaré el servicio que me ha hecho. Palabra de ruso que no lo olvidaré.
Intentó apoderarse de la mano del viejo para estrecharla, pero Samsonov le miró de tal modo, que Mitia retiró la mano, aunque enseguida se reprochó a sí mismo su desconfianza, diciéndose: «Debe de estar fatigado.»
—Lo hago por ella, señor Samsonov, sólo por ella —dijo con énfasis.
Luego se inclinó, dio media vuelta y se dirigió a la puerta a grandes zancadas. Temblaba de entusiasmo. Pensaba: «Todo parecía perdido, pero mi ángel guardián me ha salvado. Cuando un hombre de negocios como Samsonov (¡qué noble es!, ¡qué empaque tiene!) me ha indicado este camino, no cabe duda de que tengo el éxito asegurado. Hay que obrar con rapidez. Volveré esta misma noche con la partida ganada... ¿Se habrá burlado de mí ese viejo?»
Así monologaba Mitia al volver a su casa. No veía más que estas dos posibilidades: o había recibido un buen consejo de un hombre experimentado que conocía a Liagavi (¡qué nombre tan chusco!), o el anciano se había burlado de él. Por desgracia, la última hipótesis era la verdadera. Mucho tiempo después de haberse producido el drama, Samsonov confesó entre risas que se había mofado del «capitán». Era un hombre burlón y de malos instintos, propenso a las aversiones morbosas. No sé lo que le indujo a obrar así, si el hecho de que Mitia hubiera creído, como se deducía de su entusiasmo, que él había tomado en serio un plan tan absurdo, o los celos que sintió al pedirle aquel loco tres mil rublos para llevarse a Gruchegnka. Pero lo cierto es que cuando Mitia permanecía ante él con las piernas temblorosas y diciendo estúpidamente que estaba perdido, él lo miró con un gesto de maldad y decidió hacerle una mala jugada.
Cuando Mitia se hubo marchado, Samsonov, pálido de cólera, se encaró con su hijo y le ordenó que tomase las medidas necesarias para que aquel bribón no volviera a poner los pies en la casa. De lo contario...
No terminó la amenaza, pero su hijo le había visto enojado muchas veces y tembló de miedo. Una hora después, el anciano estaba todavía dominado por la cólera. Al atardecer se sintió indispuesto y mandó llamar al curandero.
CAPÍTULO II
Liagavi
Pero había que «galopar», y Mitia no tenía dinero para el viaje: todo lo que le quedaba de su época de prosperidad eran veinte copecs. Tenía un viejo reloj de plata que no funcionaba desde hacía mucho tiempo. Un relojero judío que tenía una tienda en el mercado le dio siete rublos. «¡No lo esperaba!», exclamó Mitia, encantado (continuaba su euforia). Se fue enseguida a su casa, y allí completó la suma pidiendo prestados tres rublos a sus patrones, que se los dieron de buen grado aunque se quedaron sin nada, tan sincero era el afecto que sentían por su huésped. En su exaltación, Mitia les dijo que su suerte iba a decidirse y les explicó —en cuatro palabras, claro es— casi todo el plan que acababa de exponer a Samsonov, el consejo que éste le había dado, sus futuras esperanzas, etcétera. Sus patrones ya habían recibido de él muchas confidencias; le consideraban como de la familia y como un noble nada orgulloso. Mitia envió por caballos de posta para trasladarse a la estación de Volovia. De este modo se pudo comprobar, y se recordó más tarde, que veinticuatro horas antes de que se produjera cierto acontecimiento, Mitia no tenía dinero y que, para procurárselo, había tenido que vender su reloj y pedir prestados tres rublos a sus patrones, todo ello ante testigos.
Pronto se comprenderá por qué anoto estos hechos.
Mientras el coche le conducía a Volovia, Mitia se sentía feliz ante la idea de que al fin iba a resolver sus embrollados asuntos, pero también temblaba de inquietud, preguntándose qué haría Gruchegnka durante su ausencia. ¿Decidiría ir a reunirse con Fiodor Pavlovitch? Por eso se había puesto en camino sin avisarla y, además, había recomendado a sus patrones que no dijeran nada del viaje si alguien iba a preguntar por él.
«Es necesario que regrese esta misma noche —se repetía entre los vaivenes del carricoche— y que me traiga a Liagavi para que quede firmada el acta.» Pero sus deseos, ¡ay!, no se cumplirían.
En primer lugar, empleó más tiempo que el previsto en el camino vecinal de Volovia, pues el recorrido no era de doce verstas, sino de dieciocho. Luego no encontró en su casa al padre Ilinski: se había marchado a la aldea vecina. Ya casi de noche y con los caballos agotados, Mitia partió en busca del pope.
El sacerdote, hombrecillo tímido y endeble, le explicó que Liagavi, al que, en efecto, había tenido hospedado en su casa, estaba entonces en Sukhoi Posielok y pasaría la noche en la isba del guardabosques, pues también traficaba en aquel lugar. Mitia le rogó insistentemente que lo condujera al lado del traficante sin pérdida de tiempo, añadiendo que de ello dependía su salvación, y el pope, tras vacilar un momento (y sintiendo cierta curiosidad), decidió acompañarlo a Sukhoi Posielok. Para desgracia suya, le aconsejó que fueran a pie, ya que no había sino poco más de una versta de camino. Mitia aceptó en el acto y, como era costumbre en él, echó a andar a largos pasos, lo que obligó al pobre padre Ilinski a hacer grandes esfuerzos para seguirlo.
El sacerdote era joven todavía y muy reservado. Mitia empezó inmediatamente a hablar de sus planes, y su boca no se cerró en todo el camino. No cesó de pedir consejos acerca de Liagavi, farfullando nerviosamente, pero el pope se limitaba a escucharle con atención, sin darle los consejos que Dmitri deseaba. Sus respuestas eran elusivas: «De eso no sé nada... ¿Cómo puedo saberlo?...» Cuando Mitia le habló de sus disputas con su padre acerca de la herencia, el sacerdote no pudo ocultar su inquietud, pues dependía en cierto modo de Fiodor Pavlovitch. Le sorprendió que Mitia llamara Liagavi al campesino Gorstkine, y le explicó que, aunque su nombre era efectivamente Liagavi, le hería profundamente que le llamaran así. «Habrá de llamarle Gorstkine si quiere que le escuche y desea obtener algo de él.»
Esto causó cierta sorpresa a Mitia, el cual explicó que Samsonov le había llamado Liagavi. Al saber esto, el pope cambió de conversación, no queriendo participar sus sospechas a Dmitri, sospechas consistentes en que el detalle de que Samsonov hubiera enviado a Mitia a ver al mujik, llamando a éste Liagavi, indicaba alguna mala intención oculta. Sin embargo, Mitia no tenía tiempo para detenerse en semejantes bagatelas. Seguía su camino, y hasta que llegó a Sukhoi Posielok no se dio cuenta de que había recorrido tres verstas en vez de poco más de una. No manifestó su contrariedad. Entraron en la isba. El guardabosques conocía al padre Ilinski. Ocupaba la mitad de la casa; en la otra mitad, separada de la primera por el vestíbulo, vivía el forastero. Se dirigieron a la habitación de éste alumbrándose con una bujía. La isba estaba excesivamente caldeada por la calefacción. En una mesa de pino había un samovar apagado, una bandeja con varias tazas, una botella de ron vacía, una garrafita de aguardiente en la que quedaba muy poco líquido y un pan blanco. El forastero descansaba en un banco, con una prenda de vestir enrollada debajo de la cabeza a modo de almohada. Roncaba; su sueño era pesado. Mitia se quedó perplejo mirándole.
—Tendré que despertarlo —murmuró, inquieto—. Es un asunto importante el que me ha traído aquí, y he venido a toda prisa porque quiero regresar hoy mismo.
Se acercó a Liagavi y lo zarandeó, pero sin conseguir despertarlo.
—Está ebrio —dijo Mitia—. ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?
Impaciente, empezó a tirarle de las manos, de los pies, a incorporarlo, a sentarlo en el banco; pero tras estas tentativas sólo consiguió oír sordos gruñidos y enérgicas aunque confusas invectivas.
—Lo mejor que puede usted hacer —dijo el sacerdote— es esperar. Ahora no logrará que le atienda.
—Se ha pasado el día bebiendo —dijo el guardabosques.
—¡Si supieran ustedes la situación en que estoy y la necesidad que tengo de hablar con él! —exclamó Mitia.
—Le aconsejo que espere a mañana para hablarle —insistió el pope.
—¿Hasta mañana? ¡Imposible!
Desazonado, se dispuso a seguir sacudiendo al traficante, pero no llegó a hacerlo, al comprender que sería inútil. El sacerdote permanecía mudo; el guardabosques se caía de sueño y su semblante era sombrío.
—¡Qué tragedias nos reserva la vida! —exclamó Mitia, desesperado.
El sudor corría por su rostro. El sacerdote aprovechó un momento en que le vio calmado para hacerle comprender que, aunque consiguiera despertar al traficante, éste, debido a su embriaguez, no estaría en condiciones de hacer ningún trato.
—Ya que el asunto que le ha traído aquí es tan importante, mejor será que lo deje tranquilo hasta mañana.