Tres días después, dejó el monasterio, de acuerdo con la voluntad del starets, que le había ordenado «permanecer en el mundo».
LIBRO VIII
MITIA
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CAPITULO PRIMERO
Kuzma Samsonov
Dmitri Fiodorovitch, al que Gruchegnka había enviado su último adiós cuando partió para una nueva vida, con el deseo de que se acordara siempre de una hora de amor, estaba en aquellos momentos luchando con graves dificultades. Como él mismo dijo más tarde, pasó dos días bajo la amenaza de una congestión cerebral. Aliocha no había conseguido verle el día anterior, y Dmitri no había acudido a la cita que tenía con Iván en la taberna. Cumpliendo sus instrucciones, los dueños del piso donde se hospedaba guardaron silencio. Durante los dos días que precedieron a la catástrofe, su estado fue francamente crítico. Según sus propias palabras, «luchó con su destino por su salvación». Incluso estuvo ausente de la ciudad varias horas para resolver un asunto inaplazable, a pesar de su temor a dejar a Gruchegnka sin vigilancia. Las investigaciones posteriores determinaron con exactitud cómo había empleado el tiempo. Nosotros nos limitaremos a registrar los hechos esenciales.
Aunque le hubiera amado durante una hora, Gruchegnka lo atormentaba despiadadamente. Al principio no pudo saber nada sobre sus propósitos. No los podía averiguar ni por medio de la dulzura ni mediante la violencia. Si hubiera utilizado uno de esos dos procedimientos, ella se habría enojado y apartado de él inmediatamente. Mitia sospechaba que Gruchegnka se debatía en la incertidumbre, sin conseguir tomar una resolución. Suponía, no sin razón, que ella lo detestaba a veces, y no sólo a él, sino también a su amor apasionado. Tal vez era así, pero Mitia no podía comprender exactamente de dónde procedía la ansiedad de Gruchegnka. En realidad, todas sus inquietudes quedaban dentro de esta alternativa: él o Fiodor Pavlovitch.
Al llegar a este punto, es conveniente anotar un hecho indudable. Dmitri estaba seguro de que su padre ofrecería el matrimonio a Gruchegnka —si no se lo había ofrecido ya— y ni por pienso creía que el viejo libertino confiara en arreglarlo todo con sólo tres mil rublos. Conocía el carácter de Gruchegnka. Por eso consideraba que su inquietud procedía de que no sabía por qué lado inclinarse, al ignorar en cuál de los dos hallaría más ventajas.
En el próximo regreso del «oficial», del hombre que había desempeñado un papel tan implacable en la vida de Gruchegnka, regreso que la joven esperaba con una mezcla de alegría y temor, Mitia —cosa extraña— no pensaba lo más mínimo. Verdad es que Gruchegnka había guardado silencio sobre este punto los últimos días. Sin embargo, Mitia estaba enterado de que, hacía un mes, su pretendida había recibido una carta de su seductor e incluso había leído parte de ella. Gruchegnka se la había enseñado en un momento de indignación, y quedó sorprendida al ver que él no le daba importancia. No es fácil comprender el motivo de esta indiferencia. Acaso era simplemente que, abrumado por la rivalidad con su padre, no podía imaginarse que hubiese nada peor en aquellos momentos. No acababa de creer en un novio salido de no se sabía dónde, después de cinco años de ausencia, ni en su próxima llegada, anunciada en términos muy vagos. La carta era confusa, enfática, sentimental, y Gruchegnka le había ocultado las últimas líneas, que hablaban más claramente del regreso. Además, Mitia recordó después la actitud desdeñosa con que Gruchegnka había recibido este comunicado de Siberia. La joven no había explicado nada más acerca de este nuevo rival. No es, pues, extraño que Mitia acabara por olvidarlo.
Mitia sólo creía en la inminencia de un conflicto con Fiodor Pavlovitch. En el colmo de la ansiedad, esperaba a cada momento la resolución de Gruchegnka, y opinaba que surgiría pronto, como una inspiración. Si Gruchegnka se presentaba a él y le decía: «Aquí me tienes; soy tuya para siempre», todo habría terminado. Se la llevaría lo más lejos posible, si no al fin del mundo, sí al fin de Rusia. Se casarían y vivirían donde nadie les conociera, ignorados de todos. Entonces él empezaría una nueva vida, virtuosa, de regeneración, sueño que acariciaba ávidamente. El cenagal en que se había hundido voluntariamente le producía verdadero horror y, como tantos otros de los que están en su caso, deseaba sobre todo cambiar de ambiente. Alejarse de la gente que lo rodeaba, de la atmósfera en que vivía, perder de vista aquel lugar maldito, sería una renovación completa, una existencia transformada. He aquí los pensamientos que le absorbían.
El caso tenía otra solución posible, otro desenlace, éste espantoso para él. Si ella le decía de pronto: «Vete. He escogido a Fiodor Pavlovitch. Me casaré con él. No te necesito...», entonces..., entonces... Mitia ignoraba lo que entonces podría suceder. Y lo ignoró hasta el último momento; hay que reconocerlo, hay que hacerle justicia. No tenía ningún propósito definido: el crimen no fue premeditado. Se conformaba con acechar, con espiar. Se atormentaba, pero preveía un feliz desenlace. Todas las demás ideas las rechazaba. Entonces empezó una nueva tortura, entonces surgió una nueva circunstancia, secundaria, pero fatídica, insoluble...
En caso de que Gruchegnka le dijese: «Soy para ti. Llévame contigo», ¿cómo se las compondría para llevársela? Las rentas que obtenía de las entregas que regularmente le hacía su padre se habían agotado. Cierto que Gruchegnka tenía dinero, pero, sobre este particular, Mitia era de un amor propio inflexible. Quería llevársela y empezar una nueva vida con sus propios recursos, no con los de su amada. La simple idea de recurrir al capital de Gruchegnka le producía un profundo malestar. No me extenderé sobre este hecho, no lo analizaré: me limito a anotarlo para que se sepa cuál era su estado de ánimo en aquellos momentos.
Este estado de ánimo podía proceder del secreto remordimiento que experimentaba por haberse apropiado del dinero de Catalina Ivanovna. «Para Catalina soy un miserable —se decía—. También lo seré para Gruchegnka.» Así lo confesó más tarde. «Si Gruchegnka se entera —añadía para su fuero interno—, no querrá saber nada de un individuo como yo. Por lo tanto, he de obtener ese dinero. ¿Pero de dónde lo sacaré? Si no lo consigo, me hundiré en el fracaso. ¡Qué vergüenza!»
Tal vez sabía dónde podía encontrar el dinero. Por ahora no diré nada más sobre este punto. Todo se aclarará cuando llegue el momento. Lo que sí quiero explicar, aunque sea en un breve resumen, es en qué consistía para él la peor dificultad. Para procurarse los recursos que necesitaba, para tener derecho a apropiárselos, lo primero que tenía que hacer era devolver a Catalina Ivanovna sus tres mil rublos. «De lo contrario seré un estafador, un bribón, y no quiero empezar así mi nueva vida.» Y decidió alterar todos sus planes si era necesario, con tal de poder restituir a Catalina Ivanovna la cantidad que le debía. Tomó esta decisión en las últimas horas de su vida, después de la conversación que había tenido con su hermano Aliocha en la calle. Cuando éste le explicó los insultos que Gruchegnka había dirigido a su prometida, Dmitri reconoció que era un miserable y rogó a Aliocha que se lo dijera así a Catalina «si consideraba que esto la podía consolar». Aquella misma noche se dijo, en su delirio, que sería preferible matar y desvalijar a cualquiera que no dejar de pagar a Katia lo que le debía. «Prefiero ser un asesino y un ladrón para todo el mundo, prefiero ir a Siberia, a que Katia pueda decir que le he robado para huir con Gruchegnka y empezar una nueva vida.» Así razonaba Mitia rechinando los dientes. Estaba a punto de sufrir una congestión cerebral, pero no abandonaba la lucha.
En esta tenacidad había algo curioso. Lo lógico era que, habiendo tomado semejante resolución, se sintiera desesperado. ¿Pues de dónde podía sacar aquella suma un pobre diablo como él? Sin embargo, esperó hasta el último momento procurarse aquellos tres mil rublos. Estaba en la creencia de que caerían en sus manos de un modo o de otro, incluso llovidos del cielo. Así ocurre a los que, como Dmitri, sólo saben despilfarrar su patrimonio, sin tener la menor idea de cómo se adquiere el dinero.
Desde su encuentro con Aliocha, sus ideas se embrollaban, como si en su cerebro se hubiera desencadenado una tormenta. Se comprende que empezara por la tentativa más extraña, pues suele ocurrir que en tales casos y a tales hombres parecen realizables las empresas más insólitas. Decidió ir a visitar a Samsonov, el protector de Gruchegnka, para proponerle un plan del que formaba parte el préstamo de la suma deseada. Estaba seguro de su proyecto desde el punto de vista comercial; su única duda era cómo acogería Samsonov el paso que iba a dar. Mitia sólo conocía de vista al comerciante; jamás había hablado con él. Pero tenía la convicción, desde hacía mucho tiempo, de que aquel viejo libertino, cuya vida se estaba acabando, no se opondría a que Gruchegnka rehiciera la suya casándose con un hombre enérgico, y que incluso desearía que esto sucediera. Es más, confiaba en que facilitaría las cosas si se presentaba la oportunidad de hacerlo. Ciertos rumores llegados a sus oídos y que coincidían con algunas insinuaciones de Gruchegnka le permitían deducir que Samsonov le prefería a Fiodor Pavlovitch para marido de Gruchegnka.
La mayoría de nuestros lectores considerarán un acto de cinismo que Dmitri Fiodorovitch esperase semejante ayuda y se aviniera a recibir una esposa de manos de su amante. Respecto a este punto, sólo diré que el pasado de Gruchegnka era para Mitia algo olvidado. Pensaba en él con un sentimiento de piedad, y, en el ardor de su pasión, juzgaba que tan pronto como Gruchegnka le dijese que lo amaba y que iba a casarse con él, los dos quedarían regenerados. Entonces se perdonarían mutuamente sus faltas y empezarían una nueva existencia. En cuanto a Samsonov, Mitia veía en él un ser fatídico en la vida de Gruchegnka, a la que jamás había amado; un ser que ya había pasado y al que no se debía tener en cuenta para nada. Aquel viejo débil, cuyas relaciones con Gruchegnka eran puramente paternales, por decirlo así, desde hacía ya casi un año, no podía hacer la menor sombra a Mitia. Fuera como fuese, Dmitri demostraba una gran ingenuidad, pues, a pesar de sus muchos vicios, era un hombre ingenuo. Llevado de esta candidez, creía que Samsonov, al ver que su fin estaba próximo, experimentaba un sincero arrepentimiento por su conducta con Gruchegnka, que no tenía en el mundo amigo ni protector más devoto que él, hombre decrépito e inofensivo.
Al día siguiente de su conversación con Aliocha, Mitia, que apenas había dormido, se presentó a las diez de la mañana en casa de Samsonov y se hizo anunciar. La casa era vieja, hostil, espaciosa. Tenía varias dependencias y un pabellón. En la planta baja habitaban los dos hijos casados de Samsonov, su hija y su hermana, mujer de avanzada edad. En el pabellón vivían dos empleados de escritorio, uno de ellos con una familia numerosa. Toda esta gente estaba falta de espacio; en cambio, el viejo vivía solo en el primer piso. No quería que habitara en él ni siquiera su hija, a pesar de que le cuidaba y tenía que subir la escalera, luchando con su incurable asma, cada vez que él la necesitaba.
El primer piso se componía de grandes y ostentosas habitaciones, amuebladas según la vieja usanza de los comerciantes, con interminables hileras de pesados sillones y sillas de caoba a lo largo de los muros, lámparas de cristal enfundadas y grandes espejos. Estas habitaciones estaban desocupadas, pues el viejo se pasaba el día en su reducido dormitorio, que estaba a un extremo del piso. Allí le servían una vieja doméstica, siempre cubierta con una cofia, y un muchacho que utilizaba como banco un arcón que había en el vestíbulo.
Como sus hinchadas piernas casi no le permitían andar, el viejo se levantaba muy pocas veces de su sillón para dar una vuelta por el cuarto, sostenido por la vieja sirvienta. Incluso con ella se mostraba Samsonov severo y poco comunicativo.
Cuando le anunciaron al «capitán», Samsonov se negó a recibirlo. Mitia insistió, y entonces el viejo preguntó qué aspecto tenía el visitante, si había bebido y si era uno de esos tipos alborotadores.
—No, señor —repuso el muchacho—. Es sólo que no quiere marcharse.
Tras una nueva negativa, Mitia, que lo tenía todo previsto, escribió con lápiz en un papel: «Para un asunto urgente relacionado con Agrafena Alejandrovna.» Y envió la nota al viejo.
Éste, después de reflexionar un momento, ordenó que hicieran pasar al visitante al salón y que dijeran a su hijo menor que subiera inmediatamente. En seguida llegó este joven alto y hercúleo, vestido y rasurado a la europea (el viejo Samsonov era hombre de caftán y barba). Como sus hermanos, temblaba al verse en presencia de su padre. Éste lo había llamado no porque temiera al capitán, pues no conocía el miedo, sino para que la conversación tuviera un testigo, por lo que pudiera ocurrir.
Acompañado de su hijo, que le rodeaba los hombros con un brazo, y del joven sirviente, Samsonov llegó al salón poco menos que a rastras. Es de suponer que sentía gran curiosidad.
La pieza donde esperaba Mitia era inmensa y lúgubre. Había en ella una galería, sus paredes eran de mármol de imitación y tenía tres enormes espejos enfundados.
Mitia, sentado cerca de la puerta principal, esperaba con impaciencia, preguntándose cuál sería su suerte. Cuando el viejo apareció por el extremo opuesto del salón, a unos veinte metros de distancia, Dmitri se levantó inmediatamente y fue a su encuentro, a largos pasos marciales. Mitia iba correctamente vestido. Llevaba abrochada la levita, el sombrero en la mano, las manos enfundadas por unos guantes negros, como dos días atrás, cuando se presentó en el monasterio para entrevistarse con su padre y sus hermanos en presencia del starets.
El viejo le esperaba de pie, con un gesto lleno de gravedad, y Mitia notó que lo observaba atentamente. Su rostro hinchado —esta hinchazón había aumentado últimamente— y su labio inferior colgante impresionaron a Dmitri. Saludó en silencio y gravemente al visitante, le indicó una silla y, apoyado en el brazo de su hijo, fue a sentarse, entre gemidos, en un sofá, exactamente frente a Mitia. Éste, al advertir sus dolorosos esfuerzos, sintió remordimiento, y también cierta turbación, en su insignificancia frente al importante personaje cuya tranquilidad había turbado.
Una vez se hubo sentado, el viejo preguntó con acento frío pero cortés:
—¿Qué desea?
Mitia se estremeció, se levantó y volvió a sentarse enseguida. Empezó a hablar en voz muy alta, con vivos ademanes, palabra rápida y tono exaltado. Se vela que estaba desesperado y buscaba una salida, y también que deseaba terminar cuanto antes si fracasaba. Samsonov debió de advertir todo esto inmediatamente, aunque su semblante impasible no lo dejó entrever.
—Usted, respetable señor, ha oído hablar más de una vez de mis querellas con mi padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov, relacionadas con la herencia de mi madre. Esto justifica todas las habladurías. A la gente le gusta intervenir en los asuntos que no le incumben... También es posible que le haya informado a usted Gruchegnka..., ¡oh, perdone!..., Agrafena Alejandrovna, la honorable y respetable Agrafena Alejandrovna...