Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 63 стр.


—Ignoro las relaciones que tiene usted con ella. Pero habla con tanta seguridad, que le creo... Ahora tiene usted dinero; no es, pues, fácil que Siberia le atraiga. Hablando en serio, ¿adónde va usted?

—A Mokroie.

—¿A Mokroie? ¡Pero si ya es de noche!

—Lo tenía todo y ya no tengo nada —dijo Mitia con un repentino impulso.

—¿Cómo que no tiene nada? Tiene miles de rublos. ¿A eso llama nada?

—No hablo del dinero. El dinero me importa un comino. Me refiero a las mujeres... «Las mujeres son crédulas, versátiles, depravadas», dijo Ulises. Y tenía razón.

—No le comprendo.

—¿Acaso estoy borracho?

—Su mal es más grave.

—Hablo de la embriaguez moral, Piotr Ilitch, de la embriaguez moral... En fin, dejemos esto.

—¿Pero qué hace? ¿Va a cargar esa pistola?

—Sí, voy a cargarla.

Y así lo hizo. Abrió la caja y llenó de pólvora un cartucho. Antes de poner la bala en el cañón, la examinó a la luz de la bujía.

—¿Por qué mira la bala? —preguntó Piotr Ilitch, sin poder contener su curiosidad.

—Porque si. Se me ha ocurrido de pronto... ¿Es que usted, si fuera a alojarse una bala en los sesos, no la miraría antes de ponerla en la pistola?

—No, ¿para qué?

—Como me ha de atravesar el cráneo, me interesa ver cómo está hecha... Pero todo esto son tonterías... Ya está —añadió, después de colocar la bala y calzarla con estopa—. ¡Qué absurdo es todo esto, Piotr Ilitch!... Deme un trozo de papel.

—Aquí lo tiene.

—No, un papel blanco: es para escribir... Éste va bien.

Mitia cogió una pluma y escribió dos líneas rápidamente. Después dobló y volvió a doblar el papel y se lo guardó en un bolsillo del chaleco. Luego colocó las pistolas en la caja y cerró ésta con llave. Con la caja en la mano, se quedó mirando a Piotr Ilitch, risueño y pensativo.

—Vamos —dijo.

—¿Adónde? No, espere.

Y preguntó, inquieto:

—¿De modo que piensa usted alojarse esa bala en el cráneo?

—¡Oh, no! ¡Qué tontería! Quiero vivir, adoro la vida. Adoro al dorado Febo y a su cálida luz... Mi querido Piotr Ilitch, ¿eres capaz de apartarte?

—¿De apartarme?

—Sí, de dejar el camino libre, tanto al ser querido como al odiado, y decirle: «Que Dios os guarde. Pasad. Yo...»

—¿Usted qué?

—Basta. Vamos.

—Le aseguro que lo contaré todo para que no lo dejen salir de la ciudad —dijo Piotr Ilitch, mirándole fijamente—. ¿A qué va a Mokroie?

—A ver a una mujer... Y ya no puedo decirte más, Piotr Ilitch.

—Oiga, aunque es usted un poco salvaje, me ha sido simpático y estoy inquieto.

—Gracias, hermano. Dices que soy un salvaje, y es verdad. No ceso de repetírmelo: «¡Salvaje, salvaje!» ... ¡Hombre, aquí está Micha! Ya no me acordaba de él.

Micha llegó corriendo. Tenía en la mano un fajo de billetes pequeños y dijo que todo iba bien en casa de los Plotnikov. Se estaban embalando las botellas, el pescado, el té. Todo lo encontraría listo Dmitri Fiodorovitch. Éste entregó un billete de diez rublos al funcionario y ofreció otro a Micha.

—No, no haga eso en mi casa. No hay que acostumbrar mal a la servidumbre. Administre bien su dinero. Si lo malgasta, mañana volverá a pedirme diez rublos prestados. ¿Por qué se los pone en ese bolsillo? ¿No ve que los va a perder?

—Oye, querido; acompáñame a Mokroie.

—No tengo nada que hacer en Mokroie.

—¡Vamos a vaciar una botella, a beber por la vida! ¡Tengo sed de beber contigo! Nunca hemos bebido juntos.

—De acuerdo. Vamos a la taberna.

—Vamos. Pero a casa de los Plotnikov, a la trastienda. ¿Quieres que te plantee un enigma?

—Bueno.

Mitia sacó del bolsillo del chaleco el papel que había escrito y lo mostró al funcionario. En él se leía claramente: «Me castigo: he de expiar mi vida entera.»

—Desde luego, lo contaré a alguien —dijo Piotr Ilitch.

—No tendrás tiempo, querido. Anda, vamos a beber.

El establecimiento de los Plotnikov —ricos comerciantes— estaba cerca de casa de Piotr Ilitch, en una esquina de la misma calle. Era la mejor tienda de comestibles de la localidad. En ella había de todo, como en los grandes comercios de la capital: vino de las bodegas de los Hermanos leliseiev, fruta de todas las clases, tabaco, té, café, etcétera. Contaba con tres empleados y dos chicos para transportar los pedidos. Nuestra comarca se empobrecía, los propietarios se dispersaban, el comercio languidecía, pero la tienda de los Plotnikov no cesaba de prosperar, ya que sus productos eran indispensables para el público.

Estaban esperando a Mitia con impaciencia, pues se acordaban de que tres o cuatro semanas atrás había hecho compras por valor de varios centenares de rublos (al contado: a crédito no le habrían vendido nada). Aquella vez, como ésta, tenía en la mano un grueso fajo de billetes grandes que repartía a derecha e izquierda sin ajustar precios ni preocuparse por la importancia de las compras. En la ciudad se decía que en aquel viaje a Mokroie con Gruchegnka había despilfarrado tres mil rublos en veinticuatro horas y que había regresado sin un céntimo. Contrató a una orquesta de cíngaros que tenían su campamento en los alrededores de la ciudad, y los músicos se aprovecharon de su embriaguez para sacarle el dinero y beber sin tasa vinos de los mejores. Entre risas se contaba que en Mokroie había obsequiado con champán a los campesinos, y con bombones y pastas a las campesinas. Estos alegres comentarios se hacían sobre todo en la taberna, pero siempre en ausencia de Mitia, medida prudente, pues se recordaba que, según dijo el propio Dmitri, la única compensación que había obtenido de esta escapada con Gruchegnka había sido que ella «le permitiese besarle los pies».

Cuando Mitia y Piotr Ilitch llegaron al establecimiento, ya esperaba ante la puerta un coche tirado por tres caballos. Éstos llevaban collares de cascabeles y el coche estaba alfombrado. Lo conducía un cochero llamado Andrés. Ya se había llenado una caja de comestibles, y sólo se esperaba que llegase el comprador para cerrarla y cargarla en el coche.

Piotr Ilitch exclamó, asombrado:

—¿Cómo es que está aquí esta troika?

—Cuando iba a tu casa, me he encontrado con Andrés y le he dicho que viniera directamente aquí. No hay tiempo que perder. El viaje anterior lo hice con Timoteo, pero esta vez Timoteo ha partido ya con una maravillosa viajera. ¿Crees que nos llevan mucha delantera, Andrés?

—Una hora a lo sumo —se apresuró a contestar Andrés, un hombre seco, de cabello rojo y que estaba en la plenitud de la edad—. Sé cómo va Timoteo y le aseguro, Dmitri Fiodorovitch, que lo llevaré a la velocidad necesaria para que la ventaja no aumente.

—Te daré cincuenta rublos de propina si llegamos sólo una hora después que Timoteo.

—Le respondo de ello, Dmitri Fiodorovitch.

Mitia daba órdenes con visibles muestras de agitación, de un modo extraño e incongruente. Piotr Ilitch se preparó para intervenir en el momento oportuno.

—Por valor de cuatrocientos rublos, como la vez pasada —dispuso Dmitri—. Cuatro docenas de botellas de champán. Ni una menos.

—¿Para qué tantas? —preguntó Piotr Ilitch—. ¡Un momento! —exclamó seguidamente—. ¿Qué hay en esa caja? No es posible que eso valga cuatrocientos rublos.

Los empleados lo rodearon deshaciéndose en amabilidades y le explicaron que en aquella primera caja sólo había «lo necesario para empezar»: media docena de botellas de champán, entremeses, bombones, etc. La parte principal del pedido se enviaría aparte, como la otra vez, en un coche de tres caballos que llegaría a Mokroie una hora después, a lo sumo, que Dmitri Fiodorovitch.

—Que no pase más de una hora —dijo Mitia—. Y pongan bombones y caramelos a discreción. A las muchachas de Mokroie les gustan mucho.

—De acuerdo en que pongan una buena cantidad de caramelos. ¿Pero por qué cuatro docenas de botellas? Una habría sido suficiente.

El funcionario dijo esto un tanto enfurecido. Después empezó a regatear y exigió que se extendiera una factura. Sin embargo, sólo logró salvar un centenar de rublos. Los vendedores reconocieron que la mercancía comprada no valía más de trescientos rublos.

De pronto, pareció cambiar de opinión.

—¿Pero a mí qué me importa todo esto? —exclamó—. ¡Vete al diablo! ¡Derrocha esos billetes que has ganado sin ningún esfuerzo!

—¡No te enfades, hombre! No hay que ser tan tacaño —dijo Mitia, llevándoselo a la trastienda—. Vamos a beber. Me encantan los buenos chicos como tú.

Mitia se sentó ante una mesita cubierta por un mantel no del todo limpio. Piotr Ilitch se sentó frente a él y le sirvieron champán. Les preguntaron si querían ostras, las primeras que habían recibido. Estaban recién cogidas.

—¡Al diablo las ostras! —exclamó groseramente Piotr Ilitch—. No quiero ostras; no quiero nada.

—No hay tiempo para comer ostras —dijo Mitia—. Por otra parte, no tengo apetito. Ya sabes, amigo mío, que nunca me ha gustado el desorden.

—¿Ah, no? ¡Válgame Dios! Tres docenas de botellas de champán para los vagabundos. ¡Eso es una locura!

—No me refiero a ese orden, sino al orden superior. Un orden que en mí no existe... En fin, como todo ha terminado, no hay que preocuparse. Es demasiado tarde. Toda mi vida ha sido desordenada; ya es hora de que la ordene. Como ve, domino el retruécano.

—Lo que veo es que estás divagando.

—«¡Gloria al Altísimo en el mundo! ¡Gloria al Altísimo en mí!»... Estos versos, mejor dicho, estas lágrimas, se escaparon de mi alma un día. Sí, los compuse yo, pero no cuando arrastraba al capitán tirando de su barba.

—¿A qué viene nombrar ahora al capitán?

—No lo sé. ¡Pero qué importa! Cuando todo termina, todo va a parar al mismo total.

—Tus pistolas me tienen preocupado.

—¡Bah! Bebe y no pienses en nada. Amo la vida, y la he amado mucho, hasta el hastío. Bebamos por la vida, querido... ¿Cómo puedo estar contento? Soy vil, mi vileza me atormenta, y, sin embargo, estoy contento. Bendigo la creación, estoy dispuesto a bendecir a Dios y a sus obras, pero... he de destruir en mí un mal insecto que ataca a las vidas ajenas. ¡Bebamos por la vida, hermano! ¿Hay algo más hermoso? Bebamos también por la reina de las reinas.

—Bien. Bebamos por la vida y por tu reina.

Vaciaron un vaso. Mitia, pese a su exaltación, estaba triste. Parecía presa de una abrumadora preocupación.

—¡Micha! ¡Mira, es Micha! ¡Eh, ven aquí! Toma, querido. Bébete este vaso por Febo, el de los cabellos de oro, que aparecerá en el cielo mañana.

—¡No tienes por qué invitarlo! —exclamó Piotr Ilitch, irritado.

—Déjame, quiero hacerlo.

El funcionario gruñó. Micha bebió, saludó y se fue.

—Así se acordará más tiempo de mí... ¡Amo a una mujer! ¿Qué es la mujer? La reina de la tierra. Estoy triste, Piotr Ilitch. Acuérdate de Hamlet. «Estoy triste, muy triste, Horacio... ¡Ay, pobre Yorick!» Tal vez yo sea Yorick. Sí, ahora soy Yorick, y muy pronto seré un cráneo.

Piotr Ilitch lo escuchaba en silencio. Mitia enmudeció también.

De pronto, Dmitri vio en un rincón un pequeño sabueso de ojos negros y preguntó distraídamente a un empleado:

—¿Qué hace aquel perro allí?

—Es el sabueso de Varvara Alexeievna, nuestra patrona —repuso el empleado—. Se lo ha dejado aquí por olvido. Habrá que llevárselo a su casa.

—Yo vi uno muy parecido en el cuartel —dijo Mitia, absorto—. Pero aquél tenía rota una de las patas traseras... Oye, Piotr Ilitch; quiero hacerte una pregunta: ¿has robado alguna vez?

—¿A qué viene eso?

—Me refiero al dinero que se quita a otro, no al Tesoro Público, al que todo el mundo defrauda lo que puede, y tú el primero, sin duda...

—¡Vete al diablo!

—Dime: ¿has quitado el monedero del bolsillo a alguien?

—No; lo que hice una vez fue quitar veinte copecs a mi madre. Entonces yo tenía nueve años. Estaban sobre la mesa. Los cogí disimuladamente y cerré la mano con todas mis fuerzas.

—¿Y qué pasó?

—Nadie había visto nada. Los tuve tres días. Después, avergonzado, lo confesé todo y los devolví.

—¿Y entonces...?

—Me dieron una paliza, naturalmente... Pero oye: ¿es que tú has robado?

—Sí —dijo Mitia guiñando un ojo con expresión maligna.

—¿Qué has robado?

—Veinte copecs a mi madre. Yo tenía entonces nueve años. Los devolví tres días después.

Y se levantó.

—Dmitri Fiodorovitch, dese prisa —gritó Andrés desde la puerta de la tienda.

—¿Ya está todo preparado? Pues vámonos... Pero antes denle a Andrés un vaso de vodka. ¡En seguida! Y después coñac... Esta caja, la de las pistolas, hay que ponerla en el asiento... Adiós, Piotr Ilitch. No guardes mal recuerdo de mí.

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