—¿Volverás mañana?
—Sí, sin falta.
—¿Quiere pagar, señor? —preguntó un empleado.
—¿Pagar? ¡Claro que sí!
Volvió a sacar del bolsillo el fajo de billetes, echó tres sobre el mostrador y salió. Todos lo acompañaron hasta la puerta para decirle adiós y desearle un buen viaje. Andrés, con la voz enronquecida por el coñac que acababa de beber, subió al pescante. Cuando el viajero iba a poner el pie en el estribo, apareció Fenia corriendo, jadeante. La joven enlazó las manos y se arrojó a los pies de Mitia.
—¡Por Dios, Dmitri Fiodorovitch, no pierda a Agrafena Alejandrovna! ¡Y pensar que he sido yo la que se lo ha contado todo!... No haga ningún daño a ese hombre. Es su primer amor. Ha vuelto de Siberia para casarse con ella. No destroce una vida.
—Ahora lo comprendo todo —murmuró Piotr Ilitch—. Va a haber jaleo en Mokroie. Dmitri Fiodorovitch, dame enseguida esas pistolas; demuéstrame que eres un hombre.
—¿Las pistolas? No te preocupes. Las arrojaré a un charco por el camino... Fenia, levántate; no quiero verte a mis pies. Desde hoy, Mitia, ese necio, no volverá a hacer daño a nadie.
Subió al coche y, ya sentado, exclamó:
—Te he ofendido hace unos momentos, Fenia. Perdóname. Y si no quieres perdonarme, allá tú... ¡A mí qué!... ¡En marcha, Andrés!
Restalló el látigo. Los cascabeles empezaron a sonar.
—¡Hasta la vuelta, Piotr Ilitch! ¡Para ti mi última lágrima!
Piotr Ilitch se dijo en su fuero interno:
«No está borracho. Sin embargo, ¡qué tonterías dice!»
Tenía el propósito de permanecer allí para vigilar el envío del resto de las provisiones, sospechando que querían engañar a Dmitri; pero, de pronto, se indignó contra sí mismo, escupió en un arranque de rabia y se fue a jugar al billar.
«Es un imbécil, pero, en el fondo, un buen muchacho —se iba diciendo por el camino—. Ya he oído hablar de ese oficial de Gruchegnka. Si en verdad ha llegado... ¡Ah, esas pistolas!... ¿Pero qué diablo me importa a mi? ¿Acaso soy su ayo? ¡Que haga lo que quiera! Además, no pasará nada. Esos bravucones no hacen más que vociferar. Se pegarán cuando estén borrachos y luego harán las paces. ¡Vaya unos hombres de acción!... ¿Qué querrá decir eso de “apartarse” y de “castigarse”?... No, no hará nada. Estando bebido en la taberna, ha dicho mil veces cosas parecidas. Ahora está “embriagado moralmente”... ¿Acaso soy yo su mentor? Sin duda, se ha pegado con alguien. Tenía la cara manchada de sangre. ¿Con quién se habrá peleado?... Y aún estaba más manchado su pañuelo..., ese asqueroso pañuelo que ha estado en el suelo de mi habitación... ¡Puf!»
Llegó al café de pésimo humor. Empezó enseguida una partida de billar y esto le alegró un poco. Jugó otra partida y contó que Dmitri Fiodorovitch Karamazov volvía a tener dinero, que le había visto en las manos tres mil rublos, que Mitia se había ido por segunda vez a Mokroie para divertirse con Gruchegnka. Sus amigos le escucharon con gesto de grave curiosidad. Incluso interrumpieron el juego.
—¿Tres mil rublos? ¿De dónde los habrá sacado?
Contestando a las preguntas de sus camaradas, dijo que el dinero se lo había dado la señora de Khokhlakov, cosa que no creyó nadie.
—¿No habrá desvalijado a su padre?
—¡Tres mil rublos! Eso es muy sospechoso.
—Una vez dijo en voz alta que mataría a su padre. Todos los que estábamos aquí lo oímos. Y entonces habló de tres mil rublos.
Piotr Ilitch se mostró lacónico desde este momento. No dijo nada de la sangre que manchaba la cara y las manos de Mitia, aunque tuvo la intención de hablar de ello cuando se dirigía al café. Empezó la tercera partida. Poco a poco fueron cesando los comentarios sobre Mitia. Cuando esta partida terminó, Piotr Ilitch dijo que ya estaba cansado de jugar. Dejó el taco en su sitio y se marchó sin cenar, aunque había llegado decidido a hacerlo.
Cuando estuvo en la calle, se quedó perplejo. ¿Debía ir a casa de Fiodor Pavlovitch para enterarse de si había ocurrido algo? «No —decidió—, no iré a despertar a la gente y a armar escándalo por una tontería como ésta. ¡Yo no soy al ayo de Dmitri, demonio!
Ya se dirigía a su casa, de muy mal humor por cierto, cuando se acordó de Fenia.
—¡Qué tonto he sido! —exclamó mentalmente—. Debí interrogarla. Así ya lo sabría todo.
Y experimentó un deseo tan vivo de ver a Fenia, de hablar con ella, de informarse de todo, que a medio camino cambió de rumbo y se dirigió a casa de la señora de Morozov, donde vivía Gruchegnka. Al llamar a la puerta, el golpe resonó en el silencio de la noche, lo que le produjo cierta irritación. Nadie contestó; todos los habitantes de la casa dormían profundamente.
—Voy a alarmar a todo el barrio —se dijo.
Esta idea le desagradó; pero Piotr Ilitch, lejos de marcharse, siguió llamando. Los golpes resonaban en toda la calle.
—¡Me han de abrir! —exclamó, indignado contra sí mismo y mientras repetía las llamadas con creciente violencia.
CAPITULO VI
¡Aquí estoy yo!
Entre tanto, Dmitri Fiodorovitch volaba hacia Mokroie. La distancia era de unas veinte verstas, y la troika de Andrés avanzaba tan velozmente, que no tardaría más de hora y cuarto en llegar al término de su viaje. La rapidez de la carrera tonificó a Mitia.
Soplaba un fresco vientecillo. El cielo estaba estrellado. Era la misma noche y tal vez la misma hora en que Aliocha, tendiendo los brazos sobre la tierra, juraba, exaltado, amarla siempre.
Mitia sentía una profunda turbación y una viva ansiedad. Sin embargo, en aquellos momentos sólo pensaba en su ídolo, al que quería ver por última vez. No tuvo un instante de duda. Parecerá mentira que aquel celoso no sintiera celos de aquel personaje recién llegado, de aquel rival surgido repentinamente. Tal vez no le habría ocurrido lo mismo con otro rival cualquiera, tal vez la sangre de éste habría manchado sus manos; pero por aquel primer amante no sentía odio, celos ni animosidad de ninguna especie. Verdad es que aún no lo había visto.
«Los dos tienen derecho a amarse, un derecho que nadie les puede discutir. Es el primer amor de Gruchegnka. Han transcurrido cinco años y ella no lo ha olvidado. Por lo tanto, durante este tiempo, Gruchegnka sólo lo ha amado a él. ¿Por qué habré venido a interponerme entre ellos?... ¡Apártate, Mitia! ¡Deja el camino libre! Por otra parte, todo ha terminado ya, todo habría terminado aunque ese oficial no hubiera existido.»
En estos términos había expresado sus sensaciones si hubiera podido razonar. Pero no estaba en condiciones de discurrir. Su resolución había sido espontánea. La había concebido y adoptado con todas sus consecuencias cuando Fenia había empezado a explicarle lo sucedido. Sin embargo, experimentaba una turbación dolorosa: aquella resolución no le había devuelto la calma. Lo atormentaban demasiados recuerdos. En algunos momentos esto le parecía incomprensible. Él mismo había escrito su sentencia: «Me castigo, expío»... El papel estaba en un bolsillo de su chaleco; la pistola, cargada. Había decidido terminar al día siguiente, cuando los primeros rayos de «Febo, el de los cabellos de oro», iluminaran la tierra. Pero no podía borrar su abrumador pasado, y esta idea lo desesperaba. Hubo un momento en que tuvo la tentación de detener el coche, bajar, sacar la pistola y acabar de una vez, sin esperar a que llegase el día. Pero fue una idea fugaz. La troika devoraba kilómetros, y cuanto más se acercaba al final del viaje, más enteramente se apoderaba del corazón de Mitia el recuerdo de Gruchegnka, desterrando de su mente todos los pensamientos tristes. Anhelaba verla aunque fuese desde lejos.
«Veré —se decía— cómo se porta ahora con él, con su primer amor. No necesito más.»
Nunca había amado tanto a aquella mujer fatal. Era un sentimiento nuevo, jamás experimentado, que iba desde la imploración, hasta el deseo de desaparecer ante ella.
—¡Y desapareceré! —profirió de pronto, como soñando.
Hacía ya una hora que habían partido. Mitia callaba. Andrés, aunque era hablador, no había dicho palabra. Se limitaba a estimular a sus caballos bayos, flacos, pero animosos.
De pronto, Mitia exclamó, profundamente inquieto:
—¿Y si están durmiendo, Andrés?
No había pensado en esta posibilidad.
—No sería extraño, Dmitri Fiodorovitch.
Mitia frunció el ceño. Mientras él viajaba con los más nobles sentimientos, los otros dormían tranquilamente... Incluso ella..., y, a lo mejor, con él. La cólera hervía en su corazón.
—¡Corre, Andrés! ¡Fustiga a los caballos!
—Podría ser que no se hubieran acostado todavía —dijo Andrés tras una pausa—. Hace un momento, Timoteo ha dicho que había allí mucha gente.
—¿En la posta?
—No, en el parador de los Plastunov.
—Mucha gente. ¿Pero qué gente?
La inesperada noticia había afectado profundamente a Mitia.
—Según Timoteo, todos son señores. Dos de la ciudad, que no sé quiénes son; dos forasteros, y me parece que otro. Creo que están jugando a las cartas.
—¿A las cartas?
—Por eso le digo tal vez que estén despiertos. No deben de ser más de las once.
—¡Fustiga, Andrés, fustiga! —insistió Mitia, nervioso.
Nuevo silencio. Al fin, dijo Andrés:
—Quisiera hacerle una pregunta, señor. Pero temo que se moleste.
—Habla.
—Hace un momento, Fedosia Marcovna le ha pedido de rodillas que no haga ningún daño a su señorita ni a otra persona; pero veo que no me parece usted muy dispuesto a hacer lo que Fedosia desea. Perdóneme, señor, si mi conciencia me ha llevado a decir una tontería.
Mitia lo aferró con violencia por los hombros.
—Tú eres el cochero, ¿no?
—Sí.
—Entonces debes saber que es necesario dejar el camino libre. Porque sea uno cochero y quiera pasar, no tiene ningún derecho a atropellar a la gente. No, cochero, no hay que atropellar a nadie, no hay que destrozar las vidas ajenas. Si tú lo has hecho, si tú has roto la vida de alguien, castígate a ti mismo, ¡vete de este mundo!
Mitia hablaba con exaltación inaudita. A pesar de su asombro, Andrés siguió conversando.
—Tiene usted toda la razón, Dmitri Fiodorovitch. No hay que hacer daño a nadie. Y tampoco a los animales, ya que también son criaturas de Dios. Pongamos los caballos como ejemplo. Hay cocheros que los maltratan brutalmente. No hay freno para su crueldad. Llevan una marcha infernal.
—¡Infernal! —exclamó Mitia lanzando una repentina carcajada, y, cogiendo de nuevo al cochero por los hombros, añadió—: Dime, Andrés, alma sencilla: ¿crees que Dmitri Fiodorovitch Karamazov irá al infierno?
—No lo sé. Eso depende de usted... Oiga, señor: cuando murió el Hijo de Dios en la cruz, se fue derecho al infierno y libertó a todos los condenados. Y el demonio gimió ante la idea de que ya no iría al infierno ningún pecador. Entonces Nuestro Señor le dijo: «No te lamentes; albergarás grandes señores, políticos de altura, jueces, personas opulentas. Como siempre. Y así será hasta que Yo vuelva.» Éstas fueron sus palabras.
—Bonita leyenda popular. ¡Fustiga al caballo de la izquierda!
—Ya sabe, señor, quiénes están destinados al infierno. A usted le miramos como a un niño pequeño. Es usted un hombre violento, pero Dios le perdonará por su simplicidad.
—¿Me perdonarás también tú, Andrés?
—¿Yo? Usted no me ha hecho nada.
—No me entiendes. Digo que si me perdonas tú solo en nombre de todos..., ahora, en el camino... Contesta, alma sencilla.
—¡Oh señor; qué cosas tan raras dice! Me da usted miedo.
Mitia ni siquiera lo oyó. Exaltado, siguió diciendo:
—Señor, recíbeme con toda mi iniquidad; no me juzgues. Permíteme pasar sin juicio, pues ya me he condenado yo mismo; no me juzgues, Dios mío, porque te amo. Soy vil, pero te amo. Incluso desde el infierno, si me envías allí, proclamaré este amor eternamente. Pero déjame terminar de querer aquí abajo..., sólo durante cinco horas más, hasta la salida de tu sol... Adoro a la reina de mi alma; es un amor que no puedo acallar. Tú me ves enteramente, tal como soy. Caeré de rodillas ante ella y le diré: «Tienes razón en querer seguir tu camino. Adiós; olvida a tu víctima; no te inquietes lo más mínimo por mí.»
—¡Makroie! —gritó Andrés señalando el pueblo con el látigo.
En medio de la oscuridad de la noche se percibía la masa negra de las casas, que ocupaban una extensión considerable. Makroie tenía dos mil habitantes, pero a aquella hora el pueblo dormía. Sólo algunas luces dispersas taladraban las sombras.
—¡Deprisa, Andrés; estamos llegando! —exclamó Mitia, delirante.
Andrés señaló el parador de los Plastunov, situado a la entrada del pueblo y cuyas seis ventanas, que daban a la calle, estaban iluminadas.
—Allí hay gente despierta —dijo.
—¡Sí, gente despierta! —afirmó Mitia, cada vez más excitado—. ¡Haz mucho ruido, Andrés! ¡A galope! ¡Que se oigan los cascabeles! ¡Que todo el mundo sepa que llego yo! ¡Yo, yo en persona!