Acuciado por Andrés, la troika empezó a galopar y llegó con gran ruido al pie del pórtico del parador, donde el cochero detuvo a los rendidos caballos.
Mitia se apeó de un salto. En este preciso momento, el dueño del parador, que iba a acostarse, se asomó para ver quién llegaba con tanta prisa.
Aunque había amasado ya una fortuna, Trifón Borisytch se aprovechaba de la alegre generosidad de los diáipadores. Recordaba que el mes anterior había ganado en un solo día trescientos rublos gracias a una de las francachelas de Dmitri Fiodorovitch con Gruchegnka. De aquí que ahora lo recibiera con alegría y servil amabilidad: presentía un nuevo negocio al ver la resolución con que Mitia se había dirigido a la entrada del parador.
—Dígame, Dmitri Fiodorovitch, ¿a qué se debe el honor de tenerlo de nuevo entre nosotros?
—Un momento, Trifón Borisytch. Ante todo quiero saber dónde está ella.
Trifón le dirigió una mirada penetrante. Comprendió la pregunta.
—Se refiere a Agrafena Alejandrovna, ¿verdad? Está aquí.
—¿Con quién?
—Con varios viajeros... Uno de ellos es un funcionario polaco. Se deduce de su modo de hablar. Éste debe de haber sido el que la ha hecho venir. Hay otro que, al parecer, es su compañero de viaje. Son todos muy correctos.
—¿Es gente rica? ¿Están de francachela?
—No, Dmitri Fiodorovitch.
—¿Quiénes son los demás?
—Dos señores de la ciudad, que se han detenido aquí al regresar de Tchernaia. El más joven es pariente del señor Miusov. No me acuerdo de su nombre. Al otro debe de conocerlo usted. Es el señor Maximov, ese propietario que fue en peregrinación al monasterio de la localidad en que usted vive.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—No necesito más, Trifón Borisytch. Ahora dígame: ¿qué hace ella?
—Acaba de llegar y está con ellos.
—¿Está contenta? ¿Se ríe?
—No; más que contenta, parece aburrida... Hace un momento acariciaba el pelo del más joven.
—¿Del polaco? ¿Del oficial?
—Ese no es joven ni oficial. No, no me refiero a él, sino al sobrino de Miusov. No recuerdo cómo se llama.
—¿Kalganov?
—Eso es: Kalganov.
—Bien, ya veremos lo que hago. ¿Están jugando a las cartas?
—Han jugado. Después han tomado té. El funcionario ha pedido licores.
—Con eso basta, Trifón Borisytch; con eso basta, querido. Ya veré lo que decido. ¿Hay cíngaros?
—No se ven por ninguna parte, Dmitri Fiodorovitch. Las autoridades los han expulsado. Pero hay judíos que tocan la cítara y el violín. Aunque es tarde, los puedo llamar.
—Eso: hazlos venir. Y que se levanten las chicas. Sobre todo, María, pero también Irene y Stepanide. Hay doscientos rublos para el coro.
—Por doscientos rublos sería yo capaz de traerle al pueblo entero, aunque todo el mundo está durmiendo a estas horas. Pero no vale la pena malgastar el dinero por semejantes brutos. Usted repartió cigarros entre nuestros mozos, y ahora apestan, los muy bribones. En cuanto a las muchachas, están llenas de piojos. Prefiero hacer levantar gratis a las mías, que acaban de acostarse. Las despertaré a puntapiés, y ellas le contarán todo lo que usted quiera. ¡A quien se le diga que dio champán a los mendigos...!
Trifón Borisytch no tenía queja de Mitia. La vez anterior le había escamoteado media docena de botellas de champán y se guardó un billete de cien rublos que vio abandonado sobre la mesa.
—¿Recuerda, Trifón Borisytch, que la otra vez me gasté más de mil rublos?
—¿Cómo no me he de acordar? Contando todas las visitas, usted se ha dejado aquí lo menos tres mil rublos.
—Pues bien, con una cantidad igual vengo esta vez. Mira.
Y puso ante los ojos de Trifón Borisytch su fajo de billetes de banco.
—Y oye lo que voy a decirte: dentro de una hora llegarán toda clase de provisiones, vinos y golosinas. Tendrás que llevar todo esto arriba. En el coche traigo una caja. La abriremos enseguida, para que todo el mundo beba champán. Y, sobre todo, que no falten las chicas. María es la primera que debe venir.
Sacó de debajo del asiento del coche la caja de las pistolas.
—Aquí tienes tu dinero, Andrés: quince rublos por el viaje y cincuenta de propina por tu buen servicio. Así te acordarás siempre del infantil Karamazov.
—Me da miedo, señor. Cinco rublos de propina son más que suficientes. No tomaré ni un céntimo más. Trifón Borisytch será testigo. Perdóneme estas necias palabras, pero...
—¿De qué tienes miedo? —le dijo Mitia mirándolo de pies a cabeza—. ¡Bien, ya que así lo quieres, toma y vete al diablo!
Le arrojó cinco rublos.
—Y ahora, Trifón Borisytch, llévame a un sitio desde donde pueda ver sin que me vean. ¿Dónde están? ¿En la habitación azul?
Trifón Borisytch miró a Mitia con inquietud, pero al fin decidió obedecerle. Lo condujo al vestíbulo, luego entró solo en una habitación inmediata a la que ocupaban sus clientes y retiró la bujía. Hecho esto, introdujo a Mitia y lo colocó en un rincón, desde donde podía observar al grupo sin ser visto. Pero a Mitia no le fue posible estar observando mucho tiempo. Apenas vio a Gruchegnka, su corazón se desbocó y se nubló su vista. La joven estaba sentada en un sillón cerca de la mesa. A su lado, en el canapé, el joven y encantador Kalganov. Gruchegnka tenía en la suya la mano de Kalganov y reía, mientras él hablaba, sin mirarla, con Maxilnov, que ocupaba otro asiento frente a la joven. En el canapé estaba él, y a su lado, en una silla, había otro hombre. El del canapé fumaba en pipa. Era de escasa estatura, pero fornido, de cara ancha y semblante adusto. Su compañero pareció a Dmitri un hombre de altura considerable... Pero Mitia no pudo seguir mirando. Le faltaba la respiración. No estuvo en su rincón más de un minuto. Dejó la caja de las pistolas sobre la cómoda y, con el corazón destrozado, pasó a la habitación azul.
Gruchegnka profirió un grito ahogado. Fue la primera que lo vio.
CAPITULO VII
El de antaño
Mitia se acercó a la mesa a grandes zancadas.
—Señores —empezó a decir en voz muy alta, pero tartamudeando a cada palabra—, yo... Bueno, no pasará nada; no tengan miedo.
Se volvió hacia Gruchegnka, que se había inclinado sobre Kalganov, aferrándose a su brazo, y repitió:
—Nada, no pasará nada... Voy de viaje... Me marcharé mañana, apenas se levante el día... Señores, ¿me permiten ustedes que permanezca en esta habitación, haciéndoles compañía; sólo hasta mañana por la mañana?
Dirigió estas últimas palabras al personaje sentado en el canapé. Éste retiró lentamente la pipa de su boca y dijo con grave expresión:
—Panie [42], esto es una reunión particular. Hay otras habitaciones.
—¡Pero si es Dmitri Fiodorovitch! —exclamó Kalganov—. ¡Bien venido! ¡Siéntese!
—¡Buenas noches, mi querido amigo! —dijo Mitia al punto, rebosante de alegría y tendiéndole la mano por encima de la mesa—. ¡Siempre he sentido por usted la más profunda estimación!
Kalganov profirió un «¡Ay!» y exclamó riendo:
—¡Me ha hecho usted polvo los dedos!
—Así debe estrecharse la mano —dijo Gruchegnka con un esbozo de sonrisa.
La joven había deducido de la actitud de Mitia que éste no armaría escándalo, y lo observaba con una curiosidad no exenta de inquietud. Había en él algo que la sorprendía. Nunca habría creído que se condujera de aquel modo.
—Buenas noches —dijo con empalagosa amabilidad el terrateniente Maximov.
Mitia se volvió hacia él.
—¿Usted aquí? ¡Encantado de verle!... Escúchenme, señores...
Se dirigía otra vez al pan de la pipa, por considerarlo el principal personaje de la reunión.
—Señores, quiero pasar mis últimas horas en esta habitación, donde he adorado a mi reina... ¡Perdóneme, panie!... Vengo aquí después de haber hecho un juramento... No teman. Es mi última noche... ¡Bebamos amistosamente, panie!... Nos traerán vino. Yo he traído esto...
Sacó el fajo de billetes.
—¡Quiero música, ruido...! Como la otra vez... El gusano inútil que se arrastra por el suelo va a desaparecer... ¡No olvidaré este momento de alegría en mi última noche!...
Se ahogaba. Su deseo era decir muchas cosas, pero sólo profería extrañas exclamaciones. El pan, impasible, miraba alternativamente a Mitia con su fajo de billetes y a Gruchegnka. Estaba perplejo. Empezó a decir:
—Jezeli powolit moja Krôlowa [43]....
Pero Gruchegnka lo atajó:
—Me crispa los nervios oír esa jerga... Siéntate, Mitia. ¿Qué cuentas? Te suplico que no me asustes. ¿Me lo prometes? ¿Sí? Entonces me alegro de verte.
—¿Yo asustarte? —exclamó Mitia levantando los brazos—. Tienes el paso libre. No quiero ser un obstáculo para ti.
De pronto, inesperadamente, se dejó caer en una silla y se echó a llorar, de cara a la pared y asido al respaldo.
—¿Otra vez la misma canción? —dijo Gruchegnka en son de reproche—. Así se presentaba en mi casa, y me dirigía discursos en los que yo no entendía nada. Ahora vuelve a las andadas... ¡Qué vergüenza! Si hubiera motivo...
Dijo estas últimas palabras subrayándolas y en un tono enigmático.
—¡Pero si no lloro! —exclamó Mitia—. ¡Buenas noches, señores! —añadió volviendo la cabeza. Y se echó a reír; pero no con su risa habitual, sino con una amplia risa nerviosa y que lo sacudía de pies a cabeza.
—Quiero verte contento —dijo Gruchegnka—. Me alegro de que hayas venido. ¿Oyes, Mitia? Me alegro mucho. —Y añadió imperiosamente, dirigiéndose al personaje que estaba en el canapé—: Quiero que se quede con nosotros; lo quiero, y si él se marcha, me marcharé yo también —terminó con ojos centelleantes.
—Los deseos de mi reina son órdenes para mí —declaró el pan besando la mano de Gruchegnka. Y añadió gentilmente, dirigiéndose a Mitia—: Ruego al pan que permanezca con nosotros.
Dmitri estuvo a punto de soltar una nueva parrafada, pero se contuvo y dijo solamente:
—¡Bebamos, panie!
Todos se echaron a reír.
—Creí que nos iba a enjaretar un nuevo discurso —dijo Gruchegnka—. Oye, Mitia; quiero que estés tranquilo. Has hecho bien en traer champán. Yo beberé. Detesto los licores. Pero todavía has hecho mejor en venir en persona, pues esto es un funeral. ¿Has venido dispuesto a divertirte?... Guárdate el dinero en el bolsillo. ¿De dónde lo has sacado?
Los estrujados billetes que Mitia tenía en la mano llamaban la atención, sobre todo a los polacos. Se los guardó rápidamente en el bolsillo y enrojeció. En este momento apareció Trifón Borisytch con una bandeja en la que había una botella descorchada y varios vasos. Mitia cogió la botella, pero estaba tan confundido, que no supo qué hacer. Kalganov llenó por él los vasos.
—¡Otra botella! —gritó Mitia a Trifón Borisytch.
Y olvidándose de chocar su vaso con el del pan, al que tan solemnemente había invitado a beber, se lo llevó a la boca y lo vació. Su semblante cambió inmediatamente: de solemne y trágico se convirtió en infantil. Mitia se humillaba, se rebajaba. Miraba a todos con tímida alegría, con risitas nerviosas, con la gratitud de un perro que ha obtenido el perdón tras una falta. Parecía haberlo olvidado todo y reía continuamente, con los ojos fijos en Gruchegnka, a la que se había acercado. Después observó a los dos polacos. El del canapé lo sorprendió por su aire digno, su acento y —esto sobre todo— por su pipa. «Bueno, ¿qué tiene de particular que fume en pipa?», pensó. Y le parecieron naturales el rostro un tanto arrugado del pan, ya casi cuadragenario, y su minúscula naricilla encuadrada por un fino y alargado bigote teñido que le daba una expresión impertinente. Ni siquiera dio importancia a la peluca confeccionada torpemente en Siberia y que le cubría grotescamente las sienes. «Sin duda es la peluca que necesita», se dijo.
El otro panera más joven. Sentado cerca de la pared, los miraba a todos con semblante provocativo y escuchaba las conversaciones con desdeñoso silencio. Éste sólo sorprendió a Mitia por su elevada talla, que contrastaba con la del pansentado en el canapé. Dmitri se dijo que este gigante debía de ser amigo y acólito del pan de la pipa, algo así como su guardaespaldas, y que el pequeño mandaba en el mayor. El «perro» no sentía ni sombra de celos. Aunque no había comprendido el tono enigmático empleado por Gruchegnka, notaba que lo había perdonado, ya que lo trataba amablemente. Al verla beber, se asombraba alegremente de su resistencia. El silencio general lo sorprendió. Paseé una mirada interrogadora por toda la concurrencia. «¿Qué esperamos? ¿Por qué estamos sin hacer nada?», parecía preguntar.
—Este viejo chocho nos divierte —dijo de pronto Kalganov señalando a Maximov, como si leyera el pensamiento de Mitia.
Dmitri los miró a los dos. Después se echó a reír con su risa seca y entrecortada.