Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 68 стр.


Cerró una de las hojas de la puerta y, con la mano en la otra, dijo al panrechoncho:

Jasnie Wielmozny, le ruego que vaya a reunirse con él.

—Dmitri Fiodorovitch —dijo Trífón Borisytch—, recobre su dinero. Se lo han robado.

Kalganov declaró:

—Yo les regalo mis cincuenta rublos.

—Y yo mis doscientos. Que tengan algún consuelo.

—¡Bravo, Mitia! ¡Tienes un gran corazón! —exclamó Gruchegnka en un tono que dejaba traslucir una viva indignación.

El pande la pipa, rojo de cólera pero conservando toda su arrogancia, se dirigió a la puerta. De pronto se detuvo y dijo a Gruchegnka:

Panie, jezeli chec pojsc za mno, idzmy, jezeli nie, bywaj sdrowa [69].

Herido en su orgullo, salió de la pieza a paso lento y grave. Su extremada vanidad le hacía esperar, incluso después de lo sucedido, que la panilo seguiría. Mitia cerró la puerta.

—Dé la vuelta a la llave —le dijo Kalganov.

Pero la cerradura rechinó por la parte interior: los polacos se habían encerrado ellos mismos.

—¡Perfectamente! —exclamó Gruchegnka, implacable—. ¡Ellos lo han querido!

CAPITULO VIII

Delirio

Entonces empezó una fiesta desenfrenada, que rayaba en la orgia. Gruchegnka fue la primera en pedir bebida.

—Quiero embriagarme como la otra vez. ¿Te acuerdas, Mitia? Fue cuando nos conocimos.

Mitia era presa de una especie de delirio. Presentía su felicidad. Gruchegnka lo enviaba a la habitación vecina a cada momento.

—Ve a divertirte. Diles que bailen y que se diviertan ellas también. Como la otra vez.

Estaba excitadísima. En la habitación de al lado se oía el coro. La pieza donde estaban era exigua, y una cortina de indiana la dividía en dos. Tras la cortina había una cama con un edredón y una montaña de almohadas. Todas las habitaciones importantes de la casa tenían un lecho. Gruchegnka se instaló junto a la puerta. Desde allí estuvo viendo bailar y cantar al coro en la primera fiesta. Ahora estaban allí las mismas muchachas; los judíos habían llegado con sus violines y sus citaras, y también el carricoche de las provisiones. Mitia iba y venía entre la concurrencia. Llegaban hombres y mujeres que se habían despertado y esperaban ser obsequiados espléndidamente como la vez anterior. Mitia invitaba a beber a todos los que iban llegando y saludaba y abrazaba a los conocidos. Las muchachas preferían champán; los mozos, ron o coñac, y sobre todo ponche. Dmitri dispuso que se hiciera chocolate para las mujeres y que se mantuvieran hirviendo toda la noche samovares para dar a los hombres tanto té y tanto ponche como quisieran. En suma, que fue un jolgorio extravagante.

Mitia estaba en su elemento y se animaba cada vez más a medida que aumentaba el desorden. Si alguno de los clientes le hubiese pedido dinero, él habría sacado el fajo y repartido billetes a derecha e izquierda. A esto se debía indudablemente que Trifón Borisytch, que no se había acostado, no se separase de él. El fondista bebió muy poco, un vaso de ponche como total de todas sus libaciones, para poder velar, a su modo, por los intereses de Mitia. Cuando era necesario, lo frenaba, zalamero y obsequioso, y lo sermoneaba, aconsejándole que no repartiera cigarros y vinos del Rin, y menos dinero, entre los desharrapados, como había hecho la otra vez. Se indignaba al ver a las muchachas comiendo golosinas y saboreando licores.

—Están minadas de piojos, Dmitri Fiodorovitch. Si les diera un puntapié en cierta parte, aún les haría un honor.

Mitia se acordó de Andrés y dijo que le llevaran ponche.

—Lo he ofendido —repitió apenado.

Kalganov, al principio, no quiso beber y las canciones del coro le desagradaron; pero cuando se había bebido dos vasos de champán sintió una alegría desbordante y todo le pareció magnífico, tanto los cantos como la música.

Maximov, beatífico y achispado, no se movía de su sitio. A Gruchegnka se le había subido el vino a la cabeza. Señalando a Kalganov, dijo a Mitia:

—¡Qué muchacho tan gentil!

Y Mitia corrió a abrazar a los dos hombres.

Dmitri presentía muchas cosas, pero Gruchegnka no le había dicho nada aún: retrasaba el momento de las confesiones. De vez en cuando le dirigía una mirada ardiente. De pronto, Gruchegnka lo cogió de la mano y lo hizo sentar junto a ella.

—¡Si vieras cómo has entrado aquí! Me has asustado. ¿De veras te conformas a que lo prefiera a él?

—No quiero turbar tu felicidad.

Gruchegnka ya no lo escuchaba.

—Ve a divertirte. No llores. Después volveré a llamarte.

Dmitri se fue. Gruchegnka se dedicó de nuevo a escuchar las canciones y ver las danzas, pero sin dejar de observar a Mitia. Al cabo de un cuarto de hora lo llamó.

—Siéntate aquí y cuéntame cómo te has enterado de mi marcha. ¿Quién te ha dado la noticia?

Mitia empezó a contarlo todo. Su relato era incoherente. A veces fruncía el entrecejo y callaba.

—¿Qué te pasa? —le preguntaba Gruchegnka.

—Nada. He dejado allí un enfermo. Por su salud, por saber que sanará, daría diez años de vida.

—No pienses en ese enfermo. ¿De modo que querías suicidarte mañana? ¡Qué tontería! ¿Por qué? Me gustan los calaveras como tú —dijo con cierta dificultad—. ¿De modo que estabas dispuesto a todo por mí?... ¿De veras querías terminar mañana?... Espera; tal vez te diga algo agradable... No hoy, mañana... Ya sé que preferirías que te lo dijera hoy, pero no quiero decírtelo hasta mañana. Anda, ve a divertirte.

Una de las veces lo llamó con semblante preocupado.

—¿Por qué estás triste, Mitia? —le preguntó mirándole a los ojos—. Pues tú estás triste. Por mucho que abraces a los mujiksy vayas de un lado a otro, advierto tu tristeza. Ya que yo estoy contenta, debes estarlo tú también. Amo a uno de los que están aquí. ¿Sabes a quién? Mira, el pobre se ha dormido. Se le ha subido el alcohol a la cabeza.

Se refería a Kalganov, que dormitaba en el canapé, bajo las brumas de la embriaguez y presa de una angustia indefinible. Las canciones de las muchachas, más lascivas y desvergonzadas a medida que las cantantes iban bebiendo, acabaron por repugnarle. Y lo mismo le ocurrió con las danzas. Dos jóvenes disfrazadas de oso actuaban bajo el mando de Stepanide, una fornida moza armada de un bastón.

—¡Hala, María! ¡Si no, pobre de ti!

Los dos osos rodaron por el suelo, adoptando posturas indecentes, entre las risas del grosero público.

—¡Que se diviertan, que se diviertan! —dijo Gruchegnka sentenciosamente y en una especie de éxtasis—. Es su día. ¿Por qué no se han de divertir?

Kalganov dirigió al coro una mirada de desagrado.

—¡Qué bajas son las costumbres populares! —dijo apartándose de la puerta.

Le llamó sobre todo la atención una canción «nueva», que tenía un estribillo alegre.

Un señor que iba de viaje pregunta a las chicas:

—El señor preguntó a las muchachas:

Me queréis, me queréis, jovencitas?

Éstas consideran que no lo pueden querer.

—El señor me azotará.

Yo no lo puedo amar.

Después aparece un cíngaro, que no tiene más éxito.

El cíngaro robará.

Y yo me hartaré de llorar.

Desfilan otros personajes, haciendo la misma pregunta. Incluso un soldado, que es rechazado con desprecio.

—El soldado llevará el saco.

Y yo, detrás de él...

Seguía a esto un verso soez, cantado con impúdica franqueza, que hizo furor en el auditorio. Finalmente aparece el comerciante.

—El mercader pregunta a las muchachas:

¿Me queréis, me queréis, jovencitas?

Y ellas dicen que lo adoran, porque

—El mercader traficará.

Y yo seré el ama.

Kalganov no disimuló su enojo:

—Es una canción reciente. ¿Quién demonios la habrá enseñado a esas chicas? Sólo falta en ella un judío o un contratista de ferrocarriles. Los dos habrían ganado a todos los demás.

Francamente contrariado, manifestó su aversión, se echó en el canapé y quedó dormido. Su bello rostro, un poco pálido, reposaba en un cojín.

—Mira, Mitia, qué guapo es —dijo Gruchegnka—. Le he pasado la mano por el cabello. Parece lino...

Se inclinó hacia Kalganov en un impulso de ternura y lo besó en la frente. Kalganov abrió enseguida los ojos, la miró, se levantó y preguntó, preocupado:

—¿Dónde está Maximov?

—¡Lo echa de menos! —dijo Gruchegnka entre risas—. Quédate un poco conmigo. Mitia irá a buscar a tu Maximov.

Maximov sólo se separaba de las muchachas del coro para ir a beberse una copa. Se había tomado dos tazas de chocolate. Se presentó con la nariz enrojecida, los ojos húmedos, la mirada dulce, y dijo que iba a bailar la danza de los zuecos.

—En mi infancia me enseñaron esos bailes mundanos.

—Vete con él, Mitia. Yo os veré bailar desde aquí.

—Yo voy con ellos para verlos de cerca —dijo Kalganov, rechazando ingenuamente la invitación de Gruchegnka a que se quedara a su lado.

Todos pasaron a la estancia contigua. Maximov bailó, como había prometido, pero con escaso éxito. Sólo Mitia le aplaudió. La danza consistió en una serie de saltos, con abundantes contorsiones y levantando los pies hasta enseñar las suelas, en las que daba una palmada a cada salto. A Kalganov no le gustó el baile. Mitia, en cambio, abrazó al bailarín.

—Gracias por tu exhibición. Debes de estar fatigado. ¿Quieres alguna golosina? ¿Prefieres un cigarro?

—Un cigarrillo.

—¿Y nada de beber?

—Ya he bebido licores. ¿Hay bombones?

—Encontrarás un montón en la mesa. Y de los mejores, querido.

—Prefiero los de vainilla. Ya sabes que los viejos... ¡Ji, ji!

—De ésos no hay, hermano.

—Oye —dijo el viejo acercando su boca al oído de Mitia—: quisiera conocer a esa joven llamada María... ¡Ji, ji!... Si fueras tan amable que...

—¿Habrase visto?... ¿Hablas en serio, amigo?

—No creo que haya en ello ningún mal para nadie —murmuró tímidamente Maximov.

—De acuerdo. Aquí todos nos conformamos con el canto y el baile; pero el corazón te manda otra cosa... Entre tanto, recréate, diviértete, bebe... ¿Necesitas dinero?

—Tal vez luego... —murmuró Maximov con una sonrisita.

—Está bien.

A Mitia le echaba fuego la cabeza. Salió a la galería que rodeaba parte del edificio. El aire fresco lo despejó. Ya solo y en la oscuridad, se oprimió la cabeza con las manos. Sus ideas dispersas se agruparon de pronto y la luz se hizo en su mente con un fulgor espantoso...

«Si me he de matar —se dijo—, ahora o nunca.»

Podía cargar una de sus pistolas y poner fin a todo en aquel rincón envuelto en sombras. Estuvo vacilante durante uno o dos minutos. Había llegado a Mokroie con un peso en la conciencia: el robo que había cometido, la sangre que había derramado. Sin embargo, experimentaba cierto alivio ante la idea de que todo había terminado, de que Gruchegnka pertenecía a otro y ya no existía para él. No le había sido difícil tomar esta resolución. Además, no podía hacer otra cosa. ¿Para qué, pues, seguir viviendo? Pero la situación había cambiado. Aquel horrible fantasma, aquel hombre fatal, el antiguo amante, había desaparecido sin dejar rastro. La horripilante aparición se había convertido en un títere irrisorio al que se encerraba bajo llave. Gruchegnka estaba avergonzada y él leía en sus ojos hacia quién iba su amor. Bastaba poder vivir, pero esto, ¡maldición!, ya no era posible. «Señor —rogaba mentalmente—, resucita al que yace junto al muro del jardín. Líbrame de este amargo cáliz. Tú has hecho milagros por otros pecadores como yo... ¿Y si el viejo viviera todavía? ¡Oh! Entonces lavaría la vergüenza que pesa sobre mí, devolvería el dinero robado, aunque hubiera de sacarlo del fondo de la tierra. Así, la infamia sólo habría dejado huellas en mi corazón, aunque fuera para siempre... Pero no, esto es un sueño irrealizable. ¡Maldición!»

Sin embargo, en las tinieblas apareció un rayo de esperanza. Volvió precipitadamente a la habitación. Iba hacia ella, hacia la que sería su reina eternamente.

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