Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 69 стр.


«Una hora, un minuto de su amor valen más que todo el resto de mi vida, aunque esta vida haya de transcurrir bajo la tortura de la vergüenza... ¡Verla, oírla, no pensar en nada, olvidarlo todo, aunque sólo sea esta noche, durante una hora, por un solo instante... !»

Al entrar se encontró con el dueño de la casa, que estaba triste y preocupado.

—¿Me buscabas, Trifón?

Éste se mostró un tanto confuso.

—No. ¿Por qué lo había de buscar? ¿Dónde estaba usted?

—¿Qué significa esa cara de pocos amigos? ¿Estás enojado? Mira, puedes ir a acostarte. ¿Qué hora es?

—Más de las tres.

—Ya terminamos, ya terminamos...

—Eso no tiene importancia. Diviértase tanto como quiera.

«¿Qué le pasa a este hombre?», se dijo Mitia mientras corría a la sala de baile.

Gruchegnka no estaba allí. En el cuarto azul, Kalganov dormitaba en el canapé. Mitia miró detrás de la cortina. Allí estaba Gruchegnka, sentada en un cofre, con la cabeza apoyada en el lecho, derramando lágrimas y haciendo esfuerzos para ahogar los sollozos. Por señas dijo a Mitia que se acercara y se apoderó de su mano.

—¡Mitia, Mitia, yo lo amaba! No he dejado de quererlo durante estos cinco años. ¿Era amor o rencor? Era amor, amor por él. ¡He mentido al decir lo contrario!... Mitia, yo tenía diecisiete años entonces. Él era cariñoso, alegre y me cantaba canciones... ¿O era que yo, chiquilla ilusa, lo veía así?... Ahora es muy distinto. Ha cambiado tanto, que, al entrar, no lo he reconocido. Durante mi viaje hacia aquí no he cesado de pensar: «¿Cómo lo abordaré? ¿Qué le diré? ¿Cómo nos miraremos?» Desfallecía. Y, al verlo, he sentido como si arrojasen sobre mí un cubo de agua sucia. Me ha producido la impresión de un pedante maestro de escuela. Me he quedado sin saber qué decir. Al principio me he preguntado si la presencia de su compañero, ese tipo larguirucho, le cohibiría. Mirándolos a los dos, me decía: «¿Cómo es posible que no sepas de qué hablarle?»... Sin duda, lo echó a perder su esposa, aquella mujer por la que me abandonó. Lo cambió por completo. ¡Qué vergüenza, Mitia! ¡Toda la vida me durará este bochorno! ¡Malditos sean estos cinco años!

Se echó a llorar de nuevo, sin soltar la mano de Mitia.

—No te vayas, Mitia, mi querido Mitia —murmuró levantando la cabeza—. Quiero preguntarte algo. Dime: ¿a quién amo? Yo quiero a alguien que está aquí. ¿Quién es?...

Una sonrisa iluminó su rostro, hinchado por el llanto.

—Cuando te he visto entrar, he sentido un dulce desfallecimiento. Y mi corazón me ha dicho: «Ahí tienes al que amas.» Has aparecido tú y todo se ha iluminado. «¿A quién teme?», me he preguntado. Pues tenías miedo; no podías hablar. «No son ellos los que lo asustan, pues ningún hombre puede atemorizarlo. Soy yo, sólo yo.» Fenia, la muy simple, te habrá contado que yo he dicho a voces a Aliocha desde la ventana: «Amé a Mitia durante una hora. Me voy porque amo a otro.» ¡Oh Mitia! ¿Cómo he podido creer que amaría a otro después de haberte amado a ti? ¿Me perdonas, Mitia? ¿Me quieres? ¿Me quieres?

Se levantó y le puso las manos en los hombros. Mitia, mudo de felicidad, contempló los ojos y la sonrisa de Gruchegnka. De pronto la estrechó en sus brazos. Ella exclamó:

—¿Me perdonas por haberte hecho sufrir? Os torturaba a todos por maldad. Por maldad enloquecí al viejo. ¿Te acuerdas del vaso que rompiste en mi casa? Hoy me he acordado, porque he hecho lo mismo, al beber «por mi vil corazón»... ¿Por qué dejas de besarme, Mitia? Después de darme un beso te quedas mirándome, escuchándome. ¿Por qué! Bésame más fuerte. Así. No hay que amar a medias. Desde ahora seré tu esclava. ¡Bésame! ¡Hazme sufrir! ¡Haz de mí lo que quieras! ¡Hazme sufrir! ¡Espera!... ¡Quieto!... Después...

Lo apartó de sí con repentino impulso.

—Vete, Mitia. Voy a beber; quiero embriagarme; quiero bailar ebria... ¡Lo deseo, lo deseo!...

Se desprendió de los brazos de Dmitri y se fue. Mitia la siguió, vacilante. «Cualquiera que sea el final —se decía—, daría el mundo entero por este instante.» Gruchegnka se bebió de una vez un vaso de champán. En seguida le produjo efecto. Se sentó en un sillón. Sonreía feliz. Sus mejillas se colorearon y su vista se nubló. Su mirada llena de pasión fascinaba. Incluso Kalganov, incapaz de hacer frente al hechizo, se acercó a ella.

—¿Has sentido el beso que te he dado hace un momento mientras dormías? —murmuró Gruchegnka—. Ahora estoy ebria. ¿Y tú? Oye, Mitia, ¿por qué no bebes? Yo ya he bebido...

—Ya estoy embriagado... de ti, y quiero estarlo de bebida.

Apuró un vaso y, para sorpresa suya, se emborrachó inmediatamente, él que había resistido hasta entonces. Desde este momento, todo empezó a darle vueltas. Le pareció que estaba delirando. Iba de un lado a otro, reía, hablaba con todo el mundo, no se daba cuenta de nada. Como recordó más tarde, sólo se percataba de que una sensación de ardor crecía en su interior por momentos, hasta el punto de que creía tener brasas en el alma.

Se acercó a Gruchegnka. La contempló, la escuchó... Gruchegnka estaba en extremo locuaz. Llamaba a alguna de las muchachas del coro, la besaba, le hacía a veces la señal de la cruz y la despedía. Estaba al borde de echarse a llorar. El «viejecito», como llamaba a Maximov, la divertía extraordinariamente. A cada momento iba a besarle la mano, y terminó por ponerse a danzar de nuevo, al ritmo de una vieja canción de gracioso estribillo:

—El cerdo, gron, gron, gron;

la ternera, mu, mu, mu;

el pato, cuau, cuau, cuau;

la oca, croc, croc, croc.

El polluelo corrla por la habitación

y se iba cantando: pío, pío, pío.

»Dale algo, Mitia. Es pobre. ¡Oh los pobres, los ofendidos! ¿Sabes una cosa, Mitia? Voy a entrar en un convento. Te lo digo en serio. Me acordaré toda la vida de lo que me ha dicho hoy Aliocha. Ahora bailemos. Mañana, el convento; hoy, el baile. Voy a hacer locuras, amigos míos. Dios me perdonará. Si yo fuera Dios, perdonaría a todo el mundo. «Mis queridos pecadores, os concedo el perdón a todos.» Os imploro que me perdonéis. Perdonad a esta ignorante, buena gente. Soy una fiera, una fiera y sólo una fiera... Quiero rezar. Una miserable como yo quiere orar... Mitia, no les impidas que bailen. Todo el mundo es bueno, ¿sabes?, todo el mundo. La vida es hermosa. Por malo que uno sea, le gusta vivir. Somos buenos y malos a la vez... Por favor, Mitia, dime: ¿por qué soy tan buena? Pues yo soy muy buena...

Así divagaba Gruchegnka, presa de una embriaguez creciente. Repitió que quería bailar y se levantó vacilando.

—Mitia, no me des más vino aunque te lo pida. El vino me trastorna. Todo me da vueltas, hasta la estufa. Pero quiero bailar. Vais a ver lo bien que bailo.

Estaba decidida a hacerlo. Sacó un pañuelo de batista, que cogió por una punta, para agitarlo mientras danzaba. Mitia se apresuró a colocarse en primera fila. Las muchachas enmudecieron, dispuestas a entonar, a la primera señal, las notas de una danza rusa.

Maximov, al enterarse de que Gruchegnka iba a bailar, lanzó un grito de alegría y empezó a saltar delante de ella mientras cantaba:

—Piernas finas, curvas laterales,

cola en forma de trompeta.

Gruchegnka lo apartó de si, golpeándolo con el pañuelo.

—¡Silencio! ¡Que todo el mundo venga a verme!... Mitia, ve a llamar a los de la habitación cerrada. ¿Por qué han de estar encerrados? Diles que voy a bailar, que vengan a verme...

Mitia golpeó fuertemente la puerta de la habitación donde estaban los polacos.

—¡Eh!... Podwysocki. Salid. Gruchegnka va a bailar y os llama.

—Lajdak—rugió uno de los polacos.

—¡Tú sí que eres un miserable! ¡Canalla!

—No ultrajes a Polonia —gruñó Kalganov, que estaba también embriagado.

—¡Oye, muchacho! Lo que he hecho no va contra Polonia. Un miserable no puede representarla. De modo que cállate y come bombones.

—¡Qué hombres! —murmuró Gruchegnka—. No quieren hacer las paces.

Avanzó hasta el centro de la sala para bailar. El coro inició el canto. Gruchegnka entreabrió los labios, agitó el pañuelo, dobló la cabeza y se detuvo.

—No tengo fuerzas —murmuró con voz desfallecida—. Perdónenme. No puedo. Perdón...

Saludó al coro; hizo reverencias a derecha e izquierda.

Una voz dijo:

—La hermosa señorita ha bebido demasiado.

—Ha cogido una curda —dijo Maximov, con una sonrisa picaresca, a las chicas del coro.

—Mitia, ayúdame... Sostenme...

Mitia la rodeó con sus brazos, la levantó y fue a depositar su preciosa carga en el lecho. «Yo me voy», pensó Kalganov. Y salió, cerrando a sus espaldas la puerta de la habitación azul.

Pero la fiesta continuó ruidosamente. Una vez acostada Gruchegnka, Mitia puso su boca sobre la de su amada.

—¡Déjame! —suplicó la joven—. No me toques antes de que sea tuya... Ya te he dicho que seré tuya... Perdóname... Cerca de él no puedo... Sería horrible.

—Tranquilízate. Ni siquiera te faltaré con el pensamiento. Amarnos aquí es una idea que me repugna.

Manteniendo sus brazos en torno a ella, se arrodilló junto al lecho.

—Aunque eres un salvaje, tienes un corazón noble... Tenemos que vivir decentemente de hoy en adelante... Seamos honestos y nobles; no imitemos a los animales... Llévame lejos de aquí, ¿oyes? No quiero estar en esta tierra; quiero irme lejos, muy lejos...

—Si —dijo Mitia estrechándola entre sus brazos—, te llevaré muy lejos, nos marcharemos de aquí... ¡Oh Gruchegnka! Daría toda mi vida por estar sólo un año contigo... y por saber si esa sangre...

—¿Qué sangre?

—No, nada —dijo Mitia rechinando los dientes—. Grucha, quieres que vivamos honestamente, y yo soy un ladrón. He robado a Katka. ¡Qué vergüenza!...

—¿A Katka? ¿A esa señorita? No, no le has robado nada. Devuélvele lo que le debes. Tómalo de mi dinero... ¿Por qué te pones así? Todo lo mío es tuyo. ¿Qué importa el dinero? Somos despilfarradores por naturaleza. Pronto iremos a trabajar la tierra. Hay que trabajar, ¿oyes? Me lo ha ordenado Aliocha. No seré tu amante, sino tu esposa, tu esclava. Trabajaré para ti. Iremos a saludar a esa señorita, le pediremos perdón y nos marcharemos. Si se enoja, peor para ella. Devuélvele su dinero y ámame. Olvídala. Si la amas todavía, la estrangularé, le vaciaré los ojos con una aguja...

—Es a ti a quien amo, sólo a ti. Te amaré en Siberia.

—¿Por qué en Siberia?... En fin, si quieres que sea en Siberia, allí será... Trabajaremos... En Siberia hay mucha nieve... Me gusta viajar por la nieve... Me encanta el tintineo de las campanillas... ¿Oyes? Ahora suena una... ¿Dónde?... Pasan viajeros... Ya ha dejado de sonar.

Cerró los ojos y quedó como dormida. En efecto, se había oído una campanilla a lo lejos. Mitia apoyó la cabeza en el pecho de Gruchegnka. No advirtió que el tintineo dejó de oírse y que en la casa sucedió un silencio de muerte al bullicio y a los cantos. Gruchegnka abrió los ojos.

—¿Qué ha pasado? ¿Me he dormido?... ¡Ah, sí! La campanilla... He empezado a pensar que viajaba por la nieve, mientras la campanilla tintineaba, y me he dormido... Íbamos los dos a un lugar lejano... Yo te besaba, me apretaba contra ti. Tenía frio, brillaba la nieve... No me parecía estar sobre la tierra... Y ahora me despierto y veo a mi amado junto a mí. ¡Qué felicidad!

—¡Junto a ti! —murmuró Mitia cubriendo de besos el pecho y las manos de Gruchegnka.

De pronto, Mitia observó que Gruchegnka miraba fija y extrañamente por encima de su cabeza. Su rostro expresaba sorpresa y temor.

—Mitia, ¿quién es ese que nos mira?—preguntó la joven en voz baja.

Mitia se volvió y vio la cara de alguien que había apartado la cortina y los observaba. Se levantó y avanzó a paso rápido hacia el indiscreto.

—Venga conmigo, se lo ruego —dijo una voz enérgica.

Mitia pasó al otro lado de la cortina y se detuvo al ver la habitación llena de personas que acababan de llegar. Se estremeció al reconocerlos a todos. Aquel viejo de aventajada estatura, que llevaba abrigo y ostentaba una escarapela en su gorra de uniforme, era el ispravnikMikhail Markarovitch. Aquel petimetre «tuberculoso, de botas irreprochables», era el suplente. «Tiene un cronómetro de cuatrocientos rublos. Me lo ha enseñado.» De aquel otro, bajito y con lentes, Mitia había olvidado el nombre, pero le conocía de vista: era el juez de instrucción recién salido de la Escuela de Derecho. También estaba allí el stanovoi [70]Mavriki Mavrikievitch, al que conocía. ¿Qué hacía allí toda aquella gente que lucía insignias de metal? Además, había varios campesinos. Y en el fondo, junto a la puerta, estaban Kalganov y Trifón Borisytch...

—¿Qué ocurre, señores? —empezó por preguntar Mitia. Y añadió enseguida con voz sonora—: ¡Ya comprendo!

El joven de los lentes avanzó hacia él y le dijo con un aire de superioridad y un tono de impaciencia:

—Tenemos que decirle dos palabras. Tenga la bondad de acercarse al canapé.

—¡El viejo! —exclamó Mitia, enloquecido—. ¡El viejo ensangrentado! Ahora comprendo...

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