El retorno del rey - Tolkien John Ronald reuel 16 стр.


Afanosos como hormigas, los orcos cavaban, cavaban líneas de profundas trincheras en un círculo enorme, justo fuera del alcance de los arcos de los muros; y cada vez que terminaban una trinchera, la llenaban inmediatamente de fuego, sin que nadie llegara a ver cómo las encendían y alimentaban, si mediante algún artificio o por brujería. El trabajo continuó el día entero, mientras los hombres de Minas Tirith observaban; y nada podían hacer. Y a medida que cada tramo de trinchera quedaba terminado, veían acercarse grandes carretas; y pronto nuevas compañías enemigas montaban de prisa grandes máquinas de proyectiles, cada una al reparo de una trinchera. No había ni una sola en los muros de la ciudad de tanto alcance o capaz de detenerlas.

Al principio, los hombres se rieron, pues no les temían demasiado a tales artilugios. El muro principal de la Ciudad, construido antes de la declinación en el exilio del poderío y las artes de Númenor, era extraordinariamente alto y de una solidez maravillosa; y la cara externa podía compararse a la de la Torre de Orthanc, dura, sombría y lisa, invulnerable al fuego o al acero, indestructible, a menos que alguna convulsión desgarrase la tierra misma en que se elevaba.

—No —decían—, ni aunque viniera el Sin Nombre en persona, ni él podría entrar mientras nosotros estuviésemos con vida. —Pero algunos replicaban:— ¿Mientras nosotros estuviésemos con vida? ¿Cuánto tiempo? Él tiene un arma que ha destruido muchas fortalezas inexpugnables desde que el mundo es mundo. El hambre. Los caminos están cortados. Rohan no vendrá.

Pero las máquinas no derrocharon proyectiles contra el muro indomable. No era un bandolero ni un cabecilla orco quien había planeado el ataque al peor enemigo del Señor de Mordor, sino una mente y un poder malignos. Tan pronto como las grandes catapultas estuvieron instaladas, con gran acompañamiento de alaridos y el chirrido de cuerdas y poleas, empezaron a arrojar proyectiles a una altura prodigiosa, de modo que pasaban por encima de las almenas e iban a caer con un ruido sordo dentro del primer círculo de la Ciudad; y muchos de esos proyectiles, en virtud de algún arte misterioso, estallaban en llamas cuando golpeaban el suelo.

Pronto hubo un grave peligro de incendio detrás de la muralla, y todos los hombres disponibles se dedicaron a apagar las llamas que brotaban aquí y allá. De súbito, en medio de los grandes proyectiles, empezó a caer otra clase de lluvia, menos destructiva pero más horripilante. Caían y rodaban por las calles y callejones detrás de la Puerta, proyectiles pequeños y redondos que no ardían. Pero cuando la gente se acercaba a ver qué podían ser, gritaban o se echaban a llorar. Porque lo que el Enemigo estaba arrojando a la Ciudad eran las cabezas de todos los que habían caído combatiendo en Osgiliath, o en el Rammas, o en los campos. Era horroroso mirarlas, pues si bien algunas estaban aplastadas e informes, y otras habían sido salvajemente acuchilladas, muchas tenían aún facciones reconocibles, y parecía que habían muerto con dolor; y todas llevaban marcada a fuego la inmunda insignia del Ojo Sin Párpado. Sin embargo, desfiguradas y profanadas como estaban, de tanto en tanto permitían a un hombre que viese por última vez el rostro de alguien conocido, que en otro tiempo había llevado armas con orgullo, o cultivado los campos, o cabalgado desde los valles a las colinas en un día de fiesta.

En vano los defensores amenazaban con los puños a los enemigos implacables, apiñados delante de la Puerta. Aquellos hombres no les temían a las maldiciones, ni entendían las lenguas del oeste, y gritaban con voces ásperas, como bestias y aves de rapiña. Pero pronto no quedaron en Minas Tirith hombres de tanta entereza como para desafiar a los ejércitos de Mordor. Porque el Señor de la Torre Oscura tenía otra arma, más rápida que el hambre: el miedo y la desesperación.

Los Nazgûl retornaron, y como ya el Señor Oscuro empezaba a medrar y a desplegar fuerza, las voces de los siervos, que sólo expresaban la voluntad y la malicia del amo tenebroso, se cargaron de maldad y de horror. Giraban sin cesar sobre la Ciudad, como buitres que esperan su ración de carne de hombres condenados. Volaban fuera del alcance de la vista y de las armas, pero siempre estaban presentes, y sus voces siniestras desgarraban el aire. Y cada nuevo grito era más intolerable para los hombres. Hasta los más intrépidos terminaban arrojándose al suelo cuando la amenaza oculta volaba sobre ellos, o si permanecían de pie, las armas se les caían de las manos temblorosas, y la mente invadida por las tinieblas ya no pensaba en la guerra sino tan sólo en esconderse, en arrastrarse, y morir.

Durante todo aquel día sombrío Faramir estuvo tendido en el lecho en la cámara de la Torre Blanca, extraviado en una fiebre desesperada; moribundo, decían algunos, y pronto todo el mundo repetía en los muros y en las calles: moribundo. Y Denethor no se movía de la cabecera, y observaba a su hijo en silencio, y ya no se ocupaba de la defensa de la Ciudad.

Nunca, ni aun en las garras de los Uruk-hai, había conocido Pippin horas tan negras. Tenía la obligación de atender al Senescal, y la cumplía, aunque Denethor parecía haberlo olvidado. De pie junto a la puerta de la estancia a oscuras, mientras trataba de dominar su propio miedo, observaba y le parecía que Denethor envejecía momento a momento, como si algo hubiese quebrantado aquella voluntad orgullosa, aniquilando la mente severa del Senescal. El dolor quizá, y el remordimiento. Vio lágrimas en aquel rostro antes impasible, más insoportables aún que la cólera.

—No lloréis, Señor —balbuceó—. Tal vez sane. ¿Habéis consultado a Gandalf?

—¡No me reconfortes con magos! —replicó Denethor—. La esperanza de ese insensato ha sido vana. El Enemigo lo ha descubierto, y ahora es cada día más poderoso; adivina nuestros pensamientos, y todo cuanto hacemos acelera nuestra ruina.

”Sin una palabra de gratitud, sin una bendición, envié a mi hijo a afrontar un peligro inútil, y ahora aquí yace con veneno en las venas. No, no, cualquiera que sea el desenlace de esta guerra, también mi propia casta está cerca del fin: hasta la Casa de los Senescales ha declinado. Seres despreciables dominarán a los últimos descendientes de los Reyes de los Hombres, obligándolos a vivir ocultos en las montañas hasta que los hayan desterrado o exterminado a todos.

Unos hombres llamaron a la puerta reclamando la presencia del Señor de la Ciudad.

—No, no bajaré —dijo Denethor—. Es aquí donde he de permanecer, junto a mi hijo. Tal vez hable aún, antes del fin, que ya está próximo. Seguid a quien queráis, incluso al Loco Gris, por más que su esperanza haya fallado. Yo me quedaré aquí.

Así fue como Gandalf tomó el mando en la defensa última de la Ciudad. Y por donde iba, renacían las esperanzas en los corazones de los hombres, y nadie recordaba las sombras aladas. Infatigable, el mago cabalgaba desde la Ciudadela hasta la Puerta, al pie del muro de norte a sur; y lo acompañaba el Príncipe de Dol Amroth, en brillante cota de malla. Pues él y sus caballeros se consideraban todavía señores de la auténtica raza de Númenor. Y los hombres al verlos murmuraban: —Tal vez dicen la verdad las antiguas leyendas: les corre sangre élfica por las venas, pues las gentes de Nimrodel habitaron aquellas tierras en tiempos remotos. —Y de pronto alguno entonaba en la oscuridad unas estrofas de la Balada de Nimrodel, u otras baladas del Valle del Anduin de años desvanecidos.

Sin embargo, en cuanto los caballeros se alejaban, las sombras se cerraban otra vez, los corazones se helaban, y el valor de Gondor se marchitaba en cenizas. Y así pasaron lentamente de un oscuro día de miedos a las tinieblas de una noche desesperada. Las llamas rugían ahora en el primer círculo de la Ciudad, cerrando la retirada en muchos sitios a la guarnición del muro exterior. Pero eran pocos los que permanecían en sus puestos: la mayoría había huido a refugiarse detrás de la segunda puerta.

Lejos, detrás de la batalla, habían tendido un puente, y durante todo ese día nuevos refuerzos de tropas y pertrechos habían cruzado el Río. Y por fin, en mitad de la noche, lanzaron el ataque. La vanguardia cruzó las trincheras de fuego siguiendo unos senderos tortuosos, disimulados entre las llamas. Y avanzaban, avanzaban sin preocuparse por las bajas, agazapados y en grupos, al alcance de los arqueros. Pero en verdad, pocos quedaban allí para causarles grandes daños, aunque la luz de las hogueras mostraba muchos blancos para arqueros de la destreza de que antaño se enorgulleciera Gondor. Entonces, al darse cuenta de que el valor de la Ciudad ya había sido aniquilado, el Capitán oculto presionó un poco más. Lentamente, las grandes torres de asedio construidas en Osgiliath avanzaron en las tinieblas.

Otra vez subieron a la cámara de la Torre Blanca los mensajeros, y como necesitaban ver con urgencia al Señor de la Ciudad, Pippin los dejó pasar. Denethor, que no apartaba los ojos del rostro de Faramir, volvió lentamente la cabeza, y los observó en silencio.

—El primer círculo de la Ciudad está en llamas, Señor —dijeron—. ¿Cuáles son vuestras órdenes? Aún sois el Señor y Senescal. No todos obedecen a Mithrandir. Muchos abandonan los muros, dejándolos indefensos.

—¿Por qué? ¿Por qué huyen los imbéciles? —dijo Denethor—. Puesto que arder en la hoguera es inevitable, más vale arder antes que después. ¡Volved al fuego del holocausto! ¿Y yo? También yo iré ahora a mi pira. ¡Mi pira! ¡No habrá tumbas para Denethor y para Faramir! ¡No tendrán sepultura! ¡No conocerán el lento y largo sueño de la muerte embalsamada! Antes que ningún navío zarpe hacia aquí desde el Oeste, nos habremos consumido en la hoguera como reyes paganos. El Oeste ha fallado. ¡Volved, y sacrificaos en la hoguera!

Sin una reverencia ni una palabra de respuesta, los mensajeros dieron media vuelta y huyeron.

Entonces Denethor se levantó y soltó la mano afiebrada de Faramir, que tenía entre las suyas.

—¡Él ya está ardiendo, ardiendo! —dijo con tristeza—. La morada de su espíritu se derrumba. —Y luego, acercándose a Pippin con pasos silenciosos, lo miró largamente.

”¡Adiós! —dijo—. ¡Adiós, Peregrin hijo de Paladin! Breve ha sido tu servicio, y terminará pronto. Te libero de lo poco que queda. Vete ahora, y muere en la forma que te parezca más digna. Y con quien tú quieras, hasta con ese amigo loco que te ha arrastrado a la muerte. Llama a mis servidores, y márchate. ¡Adiós!

—No os diré adiós, mi Señor —dijo Pippin hincando la rodilla. Y de improviso, reaccionando otra vez como el hobbit que era, se levantó rápidamente y miró al anciano en los ojos—. Acepto vuestra licencia, Señor —dijo—, porque en verdad quisiera ver a Gandalf. Pero no es un loco; y hasta que él no desespere de la vida, yo no pensaré en la muerte. Mas de mi juramento y de vuestro servicio no deseo ser liberado mientras vos sigáis con vida. Y si finalmente entran en la Ciudadela, espero estar aquí, junto a vos, y merecer quizá las armas que me habéis dado.

—Haz lo que mejor te parezca, señor Mediano —dijo Denethor—. Pero mi vida está destrozada. Haz venir a mis servidores. —Y se volvió de nuevo a Faramir.

Pippin salió y llamó a los servidores: seis hombres de la Casa, fuertes y hermosos; sin embargo temblaron al ser convocados. Pero Denethor les rogó con voz serena que pusieran mantas tibias sobre el lecho de Faramir, y que lo levantasen. Los hombres obedecieron, y alzando el lecho lo sacaron de la cámara. Avanzaban lentamente, para perturbar lo menos posible al herido, y Denethor los seguía, encorvado ahora sobre un bastón; y tras él iba Pippin.

Salieron de la Torre Blanca como si fueran a un funeral, y penetraron en la oscuridad; un resplandor mortecino iluminaba desde abajo el espeso palio de las nubes. Atravesaron lentamente el patio amplio, y a una palabra de Denethor se detuvieron junto al Árbol Marchito.

Excepto los rumores lejanos de la guerra allá abajo en la Ciudad, todo era silencio, y oyeron el triste golpeteo del agua que caía gota a gota de las ramas muertas al estanque sombrío. Luego marcharon otra vez y traspusieron la puerta de la Ciudadela, ante la mirada estupefacta y anonadada del guardia. Y doblando hacia el oeste llegaron por fin a una puerta en el muro trasero del círculo sexto. Fen Hollen la llamaban, porque siempre estaba cerrada excepto en tiempos de funerales, y sólo el Señor de la Ciudad podía utilizarla, o quienes llevaban la insignia de las tumbas y cuidaban las moradas de los muertos. Del otro lado de la puerta un sendero sinuoso descendía en curvas hasta la angosta lengua de tierra a la sombra de los precipicios del Mindolluin, donde se alzaban las mansiones de los Reyes muertos y de sus Senescales.

Un portero que estaba sentado en una casilla al borde del camino, acudió con miedo en la mirada, llevando en la mano una linterna. A una orden del Señor Denethor, quitó los cerrojos, y la puerta se deslizó hacia atrás en silencio; y luego de tomar la linterna de manos del portero, todos entraron. Había una profunda oscuridad en aquel camino flanqueado de muros antiguos y parapetos de numerosos balaustres, que se agigantaban a la trémula luz de la linterna. Escuchando los lentos ecos de sus propios pasos, descendieron, descendieron hasta que llegaron por último a la Calle del Silencio, Rath Dínen, entre cúpulas pálidas, salones vacíos y efigies de hombres muertos en días lejanos; y entraron en la Casa de los Senescales y depositaron la carga.

Allí Pippin, mirando con inquietud alrededor, vio que se encontraba en una vasta cámara abovedada, tapizada de algún modo por las grandes sombras que la pequeña linterna proyectaba sobre las paredes, recubiertas de oscuros sudarios. Se alcanzaban a ver en la penumbra numerosas hileras de mesas, esculpidas en mármol; y en cada mesa yacía una forma dormida, con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza descansando en una almohada de piedra. Pero una mesa cercana era amplia y estaba vacía. A una señal de Denethor, los hombres depositaron sobre ella a Faramir y a su padre lado a lado, envolviéndolos en un mismo lienzo; y allí permanecieron inmóviles, la cabeza gacha, como plañideras junto a un lecho mortuorio. Denethor habló entonces en voz baja.

—Aquí esperaremos —dijo—. Pero no mandéis llamar a los embalsamadores. Traednos pronto leña para quemar, y disponedla alrededor y debajo de nosotros, y rociadla con aceite. Y cuando yo os lo ordene arrojareis una antorcha. Haced esto y no me digáis una palabra más. ¡Adiós!

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