El retorno del rey - Tolkien John Ronald reuel 17 стр.


—¡Con vuestro permiso, Señor! —dijo Pippin, y dando media vuelta huyó despavorido de la casa de los muertos—. ¡Pobre Faramir! —pensó—. Tengo que encontrar a Gandalf. ¡Pobre Faramir! Es muy probable que más necesite medicinas que lágrimas. Oh, ¿dónde podré encontrar a Gandalf? En lo más reñido de la batalla, supongo; y no tendrá tiempo para perder con moribundos o con locos.

Al llegar a la puerta se volvió a uno de los servidores que había quedado allí de guardia.

—Vuestro amo no es dueño de sí mismo —agregó—. Actuad con lentitud. ¡No traigáis fuego aquí mientras Faramir continúe con vida! ¡No hagáis nada hasta que venga Gandalf!

—¿Quién es entonces el amo de Minas Tirith? —preguntó el hombre—. ¿El Señor Denethor o el Peregrino Gris?

—El Peregrino Gris o nadie, pareciera —dijo Pippin, y continuó trepando rápidamente por el sendero tortuoso, y pasó delante del portero desconcertado, y salió por la puerta, y siguió, hasta que llegó cerca de la puerta de la Ciudadela. El centinela lo llamó cuando iba a cruzarla, y Pippin reconoció la voz de Beregond.

—¿Adónde vas con tanta prisa, Maese Peregrin?

—En busca de Mithrandir —respondió Pippin.

—Las misiones del Señor Denethor son urgentes, y no me corresponde a mí retardarlas —dijo Beregond—; pero dime en seguida, si puedes: ¿qué está pasando? ¿Adónde ha ido mi Señor? Acabo de tomar servicio, pero me han dicho que lo vieron ir hacia la Puerta Cerrada, y que unos hombres marchaban delante llevando a Faramir.

—Sí —dijo Pippin—, a la Calle del Silencio.

Beregond inclinó la cabeza sobre el pecho para esconder las lágrimas.

—Decían que estaba moribundo —suspiró—, y que ahora está muerto.

—No —dijo Pippin—, aún no. Y creo que todavía es posible evitar que muera. Pero el Señor Denethor ha sucumbido antes que tomaran la Ciudad, Beregond. Desvaría, y es peligroso. —Habló brevemente de las palabras y las actitudes extrañas de Denethor—. Necesito encontrar a Gandalf cuanto antes.

—En ese caso, tendrás que bajar hasta la batalla.

—Lo sé. El Señor me ha dado licencia. Pero, Beregond: si puedes, haz algo para impedir que ocurran cosas terribles.

—El Señor no permite que quienes llevan la insignia de negro y plata abandonen su puesto por ningún motivo, a menos que él mismo lo ordene.

—Pues bien, se trata de elegir entre las órdenes y la vida de Faramir —dijo Pippin—. Y en cuanto a órdenes, creo que estás tratando con un loco, no con un señor. Tengo prisa. Volveré, si puedo.

Partió a todo correr, bajando siempre hacia la parte externa de la ciudad. Se cruzaba en el camino con hombres que huían del incendio, y algunos, al reconocer la librea del hobbit, volvían la cabeza y gritaban. Pero Pippin no les prestaba atención. Por fin llegó a la Segunda Puerta; del otro lado las llamas saltaban cada vez más alto entre los muros. Sin embargo, todo parecía extrañamente silencioso. No se oía ningún ruido, ni gritos de guerra ni fragor de armas. De pronto Pippin escuchó un grito aterrador, seguido por un golpe violento y un ruido como de trueno profundo y prolongado. Obligándose a avanzar no obstante el acceso de miedo y horror que por poco lo hizo caer de rodillas, Pippin volvió el último recodo y desembocó en la plaza detrás de la Puerta de la Ciudad. Y allí se detuvo, como fulminado por el rayo. Había encontrado a Gandalf; pero retrocedió precipitadamente y se agazapó ocultándose en la sombra.

Desde que comenzara en mitad de la noche, la gran acometida había proseguido sin interrupción. Los tambores retumbaban. Una tras otra, en el norte y en el sur, nuevas compañías enemigas asaltaban los muros. Unas bestias enormes, que a la luz trémula y roja parecían verdaderas casas ambulantes, los mûmakilde los Harad, arrastraban enormes torres y máquinas de guerra a lo largo de los senderos y entre las llamas. Pero al Capitán no le preocupaba lo que hicieran ni las bajas que pudieran sufrir: su único propósito era poner a prueba la fuerza de la defensa y mantener a los hombres de Gondor ocupados en sitios dispersos. El blanco de la embestida más violenta era la Puerta de la Ciudad. Por muy resistente que fuese, forjada en acero y hierro, y custodiada por torres y bastiones de piedra inexpugnables, la Puerta era la llave, el punto débil de aquella muralla impenetrable y alta.

Se oyó más fuerte el redoble de los tambores. Las llamas saltaban por doquier. A través del campo reptaban unas grandes máquinas; y en medio de ellas avanzaba un ariete de proporciones gigantescas, como un árbol de los bosques de cien pies de longitud, balanceándose sobre unas cadenas poderosas. Largo tiempo les había llevado forjarlo en las sombrías fraguas de Mordor, y la cabeza horrible, fundida en acero negro, reproducía la imagen de un lobo enfurecido, y portaba maleficios de ruina. Grond lo llamaban, en memoria del Martillo Infernal de los días antiguos. Arrastrado por las grandes bestias y custodiado por orcos, unos trolls de las montañas avanzaban detrás, listos para manejarlo en el momento preciso.

Sin embargo, alrededor de la Puerta la defensa era aún fuerte, pues allí resistían los caballeros de Dol Amroth y los hombres más intrépidos de la guarnición. La lluvia de dardos y proyectiles arreciaba; las torres de asedio se desplomaban o ardían, consumiéndose como antorchas. Todo alrededor de los muros, a ambos lados de la Puerta, una espesa capa de despojos y cadáveres cubría el suelo; pero la violencia del asalto no cejaba, y como impulsados por alguna locura, nuevos refuerzos se precipitaban sobre los muros.

Y Grond seguía avanzando. La cobertura del ariete era invulnerable al fuego; y si de tanto en tanto una de las grandes bestias que lo arrastraba enloquecía, y pisoteaba a muerte a los innumerables orcos que lo custodiaban, quitaban los cuerpos del camino, y nuevos orcos corrían a reemplazar a los muertos.

Y Grond seguía avanzando. Los tambores redoblaban rápidamente ahora. De pronto, sobre las montañas de muertos apareció una sombra horrenda: un jinete, alto, encapuchado, envuelto en una capa negra. Indiferente a los dardos, avanzó lentamente, sobre los cadáveres. Se detuvo, y blandió una espada larga y pálida. Y al verlo, un gran temor se apoderó de todos, defensores y enemigos por igual; los brazos de los hombres cayeron a los costados, y ningún arco volvió a silbar. Por un instante, todo fue inmovilidad y silencio.

Batieron y redoblaron los tambores. En una fuerte embestida, unas manos enormes empujaron a Grond hacia adelante. Llegó a la Puerta. Se sacudió. Un gran estruendo resonó en la Ciudad, como un trueno que corre por las nubes. Pero las puertas de hierro y los montantes de acero resistieron el golpe.

Entonces el Capitán Negro se irguió sobre los estribos y gritó, con una voz espantosa, pronunciando en alguna lengua olvidada palabras de poder y terror, destinadas a lacerar los corazones y las piedras.

Tres veces gritó. Tres veces retumbó contra la Puerta el gran ariete. Y al recibir el último golpe, la Puerta de Gondor se rompió. Como al conjuro de algún maleficio siniestro, estalló y voló por el aire; hubo un relámpago enceguecedor, y las batientes cayeron al suelo rotas en mil pedazos.

El Señor de los Nazgûl entró a caballo en la Ciudad. Una gran forma negra recortada contra las llamas, agigantándose en una inmensa amenaza de desesperación. Así pasó el Señor de los Nazgûl bajo la arcada que ningún enemigo había franqueado antes, y todos huyeron ante él.

Todos menos uno. Silencioso e inmóvil, aguardando en el espacio que precedía a la Puerta, estaba Gandalf montado en Sombragrís; Sombragrís que desafiaba el terror, impávido, firme como una imagen tallada en Rath Dínen, único entre los caballos libres de la tierra.

—No puedes entrar aquí —dijo Gandalf, y la sombra se detuvo—. ¡Vuelve al abismo preparado para ti! ¡Vuelve! ¡Húndete en la nada que te espera, a ti y a tu Amo! ¡Vete!

El Jinete Negro se echó hacia atrás la capucha, y todos vieron con asombro una corona real; pero ninguna cabeza visible la sostenía. Las llamas brillaban, rojas, entre la corona y los hombros anchos y sombríos envueltos en la capa. Una boca invisible estalló en una risa sepulcral.

—¡Viejo loco! —dijo—. ¡Viejo loco! Ha llegado mi hora. ¿No reconoces a la Muerte cuando la ves? ¡Muere y maldice en vano! —Y al decir esto levantó en alto la hoja, y del filo brotaron unas llamas.

Gandalf no se movió. Y en ese instante, lejano en algún patio de la Ciudad, cantó un gallo. Un canto claro y agudo, ajeno a la guerra y a los maleficios, de bienvenida a la mañana que en el cielo, más allá de las sombras de la muerte, llegaba con la aurora.

Y como en respuesta se elevó en la lejanía otra nota. Cuernos, cuernos, cuernos. Los ecos resonaban débiles en los flancos sombríos del Mindolluin. Grandes cuernos del Norte, soplados con una fuerza salvaje. Al fin Rohan había llegado.

5

LA CABALGATA DE LOS ROHIRRIN

Estaba oscuro y Merry, acostado en el suelo y envuelto en una manta, no veía nada; sin embargo, aunque era una noche serena y sin viento, alrededor de él los árboles suspiraban invisibles. Levantó la cabeza. Entonces lo volvió a escuchar: un rumor semejante al redoble apagado de unos tambores en las colinas boscosas y en las estribaciones de las montañas. El tamborileo cesaba de golpe para luego recomenzar en algún otro punto, a veces más cercano, a veces más distante. Se preguntó si lo habrían oído los centinelas.

No los veía, pero sabía que allí, muy cerca, alrededor de él estaban las compañías de los Rohirrim. Le llegaba en la oscuridad el olor de los caballos, los oía moverse, y escuchaba el ruido amortiguado de los cascos contra el suelo cubierto de agujas de pino. El ejército acampaba esa noche en los frondosos pinares de las Laderas de Eilenach, que se erguía por encima de las largas lomas del Bosque de Drúadan al borde del gran camino en el Anórien oriental.

Cansado como estaba, Merry no conseguía dormir. Había cabalgado sin pausa durante cuatro días, y la oscuridad siempre creciente empezaba a oprimirle el corazón. Se preguntaba por qué había insistido tanto en venir, cuando le habían ofrecido todas las excusas posibles, hasta una orden terminante del Señor, para no acompañarlos. Se preguntaba además si el viejo Rey estaría enterado de su desobediencia, y si se habría enfadado. Tal vez no. Tenía la impresión de que había una cierta connivencia entre Dernhelm y Elfhelm, el mariscal que capitaneaba el éoreden que cabalgaban ahora. Elfhelm y sus hombres parecían ignorar la presencia del hobbit, y fingían no oírlo cada vez que hablaba. Bien hubiera podido ser un bulto más del equipaje de Dernhelm. Pero Dernhelm mismo no era un compañero de viaje reconfortante: jamás hablaba con nadie. Y Merry se sentía solo, insignificante y superfluo. Eran horas de apremio y ansiedad, y el ejército estaba en peligro. Se encontraban a menos de un día de cabalgata de los burgos amurallados de Minas Tirith, y antes de seguir avanzando habían enviado batidores en busca de noticias. Algunos no habían vuelto. Otros regresaron a galope tendido, anunciando que el camino estaba bloqueado. Un ejército del enemigo había acampado a tres millas al oeste de Amon Dîn, y las fuerzas que ya avanzaban por la carretera estaban a no más de tres leguas de distancia. Patrullas de orcos recorrían las colinas y los bosques de alrededor. En el vivac de la noche el rey y Éomer celebraron consejo.

Merry tenía ganas de hablar con alguien, y pensó en Pippin. Pero esto lo puso más intranquilo aún. Pobre Pippin, encerrado en la gran ciudad de piedra, solo y asustado. Merry deseó ser un Jinete alto como Éomer: entonces haría sonar un cuerno, y partiría al galope a rescatar a su compañero. Se sentó, y escuchó los tambores que volvían a redoblar, ahora cercanos. Por fin oyó voces, voces muy quedas, y vio luces que pasaban entre los árboles, el resplandor mortecino de unas linternas veladas. Algunos hombres empezaron a moverse a tientas en la oscuridad.

Una figura alta irrumpió de pronto entre las sombras, y al tropezar con el cuerpo de Merry maldijo las raíces de los árboles. Merry reconoció la voz de Elfhelm, el mariscal.

—No soy la raíz de ningún árbol, señor —dijo—, ni tampoco un saco de equipaje, sino un hobbit maltrecho. Y lo menos que podéis hacer a modo de reparación es decirme qué hay de nuevo bajo el sol.

—No mucho que uno pueda ver en esta condenada oscuridad —respondió Elfhelm—. Pero mi señor manda decir que estemos prontos: es posible que llegue de improviso una orden urgente.

—¿Quiere decir entonces que el enemigo se acerca? —preguntó Merry con inquietud—. ¿Son sus tambores los que se oyen? Casi empezaba a pensar que era pura imaginación de mi parte, ya que nadie parecía hacerles caso.

—No, no —respondió Elfhelm—, el enemigo está en el camino, no aquí en las colinas. Estás oyendo a los Hombres Salvajes de los Bosques: así se comunican entre ellos a distancia. Se dice que aún hay algunos escondidos en el Bosque de Drúadan. Vestigios de un tiempo ya remoto, viven secretamente, en grupos pequeños, y son cautos e indómitos como bestias. No combaten a Gondor ni a la Marca; pero ahora la oscuridad y la presencia de los orcos los han inquietado, y temen la vuelta de los Años Oscuros, cosa bastante probable. Agradezcamos que no nos persigan, pues se dice que tienen flechas envenenadas, y nadie conoce tan bien como ellos los secretos de los bosques. Pero le han ofrecido sus servicios a Théoden. En este mismo momento uno de sus jefes es conducido hasta el rey. Allá, donde se ven las luces. Esto es todo lo que he oído decir. Y ahora tengo que cumplir las órdenes de mi amo. ¡Levántate, Señor Equipaje! —Y se desvaneció en la oscuridad.

Esa historia de hombres salvajes y flechas envenenadas no tranquilizó a Merry, pero además el peso del miedo lo abrumaba. La espera se le hacía insoportable. Quería saber qué iba a pasar. Se levantó, y un momento después caminaba con cautela en persecución de la última linterna antes que desapareciera entre los árboles.

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