—¿Qué fue eso? —preguntó Beregond—. ¿También tú oíste algo?
—Sí —murmuró Pippin—. Es la señal de nuestra caída y la sombra del destino, un Jinete Cruel del aire.
—Sí, la sombra del destino —dijo Beregond—. Temo que Minas Tirith esté a punto de caer. La noche se aproxima. Diría que hasta me han quitado el calor de la sangre.
Permanecieron sentados un rato, en silencio, cabizbajos. Luego, de improviso, Pippin levantó la mirada y vio que todavía brillaba el sol y que los estandartes todavía se movían en la brisa. Se sacudió.
—Ha pasado —dijo—. No, mi corazón aún no quiere desesperar. Gandalf cayó y ha vuelto y está con nosotros. Aún es posible que continuemos en pie, aunque sea sobre una sola pierna, o al menos sobre las rodillas.
—¡Bien dicho! —exclamó Beregond, y levantándose echó a caminar de un lado a otro a grandes trancos—. Aunque tarde o temprano todas las cosas hayan de perecer, a Gondor no le ha llegado todavía la hora. No, aun cuando los muros sean conquistados por un enemigo implacable, que levante una montaña de carroña delante de ellos. Todavía nos quedan otras fortalezas y caminos secretos de evasión en las montañas. La esperanza y los recuerdos sobrevivirán en algún valle oculto donde la hierba siempre es verde.
—De cualquier modo, quisiera que todo termine de una vez, para bien o para mal —dijo Pippin—. No tengo alma de guerrero, y el solo pensamiento de una batalla me desagrada; pero estar esperando una de la que no podré escapar es lo peor que podría ocurrirme. ¡Qué largo parece ya el día! Me sentiría mucho más feliz si no estuviésemos obligados a permanecer aquí en observación, sin dar un solo paso, sin ser los primeros en asestar el golpe. Creo que de no haber sido por Gandalf, ningún golpe habría caído jamás sobre Rohan.
—¡Ah, aquí pones el dedo en una llaga que a muchos les duele! —dijo Beregond—. Pero las cosas podrían cambiar cuando regrese Faramir. Es valiente, más valiente de lo que muchos suponen; pues en estos tiempos los hombres no quieren creer que alguien pueda ser un sabio, un hombre versado en los antiguos manuscritos y en las leyendas y canciones del pasado, y al mismo tiempo un capitán intrépido y de decisiones rápidas en el campo de batalla. Sin embargo, así es Faramir. Menos temerario y vehemente que Boromir, pero no menos resuelto. Mas ¿qué podrá hacer? No nos es posible tomar por asalto las montañas de... de ese reino tenebroso. Nuestros recursos son limitados y no nos permiten anticiparnos a la ofensiva del enemigo. ¡Pero eso sí, nuestra respuesta será violenta!
Beregond golpeó con fuerza la guarda de la espada.
Pippin lo miró: alto, noble y arrogante, como todos los hombres que hasta entonces había visto en aquel país; y los ojos le centelleaban de sólo pensar en la batalla. —¡Ay! —reflexionó—. Débil y ligera como una pluma me parece mi propia mano. —Pero no dijo nada. ¿Un peón, había dicho Gandalf? Tal vez, pero en un tablero equivocado.
Hablaron así hasta que el sol llegó al cenit, y de pronto repicaron las campanas del mediodía, y en la ciudadela se observó un ajetreo de hombres: todos, con excepción de los centinelas de guardia, se encaminaban a almorzar.
—¿Quieres venir conmigo? —dijo Beregond—. Por hoy puedes compartir nuestro rancho. No sé a qué compañía te asignarán, o si el Señor Denethor desea tenerte a sus órdenes. Pero entre nosotros serás bienvenido. Conviene que conozcas el mayor número posible de hombres, mientras hay tiempo.
—Me hará feliz acompañarte —respondió Pippin—. A decir verdad, me siento solo. He dejado a mi mejor amigo en Rohan, y desde entonces no he tenido con quien charlar y bromear. Tal vez podría realmente entrar en tu Compañía. ¿Eres el Capitán? En ese caso podrías tomarme, ¿o quizá hablar en mi favor?
—No, no —dijo Beregond, riendo—, no soy un capitán. No tengo cargo, ni rango, ni señorío, y no soy más que un hombre de armas de la Tercera Compañía de la Ciudadela. Sin embargo, Maese Peregrin, ser un simple hombre de armas en la Guardia de la Torre de Gondor es considerado digno y honroso en la Ciudad, y en todo el reino se trata con honores a tales hombres.
—En ese caso, es algo que está por completo fuera de mi alcance —dijo Pippin—. Llévame de nuevo a nuestros aposentos, y si Gandalf no se encuentra allí, iré contigo a donde quieras... como tu invitado.
Gandalf no estaba en las habitaciones ni había enviado ningún mensaje; Pippin acompañó entonces a Beregond y fue presentado a los hombres de la Tercera Compañía. Al parecer Beregond ganó tanto prestigio entre sus camaradas como el propio Pippin, que fue muy bien recibido. Mucho se había hablado ya en la ciudadela del compañero de Mithrandir y de su largo y misterioso coloquio con el Señor; y corría el rumor de que un príncipe de los Medianos había venido del Norte a prestar juramento de lealtad a Gondor con cinco mil espadas. Y algunos decían que cuando los Jinetes vinieran de Rohan, cada uno traería en la grupa a un guerrero Mediano, pequeño quizá, pero valiente.
Si bien Pippin tuvo que desmentir de mala gana esta leyenda promisoria, no pudo librarse del nuevo título, el único, al decir de los hombres, digno de alguien tan estimado por Boromir y honrado por el Señor Denethor; le agradecieron que los hubiera visitado, y escucharon muy atentos el relato de sus aventuras en tierras extrañas, ofreciéndole de comer y de beber tanto como Pippin podía desear. Y en verdad, sólo le preocupaba la necesidad de ser «cauteloso», como le había recomendado Gandalf, y de no soltar demasiado la lengua, como hacen los hobbits cuando se sienten entre gente amiga.
Por fin Beregond se levantó.
—¡Adiós por esta vez! —dijo—. Estoy de guardia ahora hasta la puesta del sol, al igual que todos los aquí presentes, creo. Pero si te sientes solo, como dices, tal vez te gustaría tener un guía alegre que te lleve a visitar la Ciudad. Mi hijo se sentirá feliz de acompañarte. Es un buen muchacho, puedo decirlo. Si te agrada la idea, baja hasta el círculo inferior y pregunta por la Hostería Vieja en el Rath Celerdain, Calle de los Lampareros. Allí lo encontrarás con otros jóvenes que se han quedado en la Ciudad. Quizá haya cosas interesantes para ver allá abajo, junto a la Gran Puerta, antes que cierren.
Salió, y los otros no tardaron en seguirlo.
Aunque empezaba a flotar una bruma ligera, el día era todavía luminoso, y caluroso para un mes de marzo, aun en un país tan meridional. Pippin se sentía somnoliento, pero la habitación le pareció triste y decidió descender a explorar la Ciudad. Le llevó a Sombragrís unos bocados que había apartado, y que el animal recibió con alborozo, aunque nada parecía faltarle. Luego echó a caminar bajando por muchos senderos zigzagueantes.
La gente lo miraba con asombro, cuando él pasaba. Los hombres se mostraban con él solemnes y corteses, saludándolo a la usanza de Gondor con la cabeza gacha y las manos sobre el pecho; pero detrás de él oía muchos comentarios, a medida que la gente que andaba por las calles llamaba a quienes estaban dentro a que salieran a ver al Príncipe de los Medianos, el compañero de Mithrandir. Algunos hablaban un idioma distinto de la Lengua Común, pero Pippin no tardó mucho en aprender al menos qué significaba Ernil i Pheriannathy en saber que su condición de príncipe ya era conocida en toda la ciudad.
Recorriendo las calles abovedadas y las hermosas alamedas y pavimentos, llegó por fin al círculo inferior, el más amplio; allí le dijeron dónde estaba la Calle de los Lampareros, un camino ancho que conducía a la Gran Puerta. Pronto encontró la Hostería Vieja, un edificio de piedra gris desgastada por los años, con dos alas laterales; en el centro había un pequeño prado, y detrás se alzaba la casa de numerosas ventanas; todo el ancho de la fachada lo ocupaba un pórtico sostenido por columnas y una escalinata que descendía hasta la hierba. Algunos chiquillos jugaban entre las columnas: los únicos niños que Pippin había visto en Minas Tirith, y se detuvo a observarlos. De pronto, uno de ellos advirtió la presencia del hobbit, y precipitándose con un grito, llegó a la calle, seguido de otros. De pie frente a Pippin, lo miró de arriba abajo.
—¡Salud! —dijo el chiquillo—. ¿De dónde vienes? Eres un forastero en la Ciudad.
—Lo era —respondió Pippin—; pero dicen ahora que me he convertido en un hombre de Gondor.
—¡Oh, no me digas! —dijo el chiquillo—. Entonces aquí todos somos hombres. Pero ¿qué edad tienes y cómo te llamas? Yo he cumplido los diez, y pronto mediré cinco pies. Soy más alto que tú. Pero también mi padre es un Guardia, y uno de los más altos. ¿Qué hace tu padre?
—¿A qué pregunta he de responder primero? —dijo Pippin—. Mi padre cultiva las tierras de los alrededores de Fuente Blanca, cerca de Alforzada en la Comarca. Tengo casi veintinueve años, así que en eso te aventajo, aunque mida sólo cuatro pies, y es improbable que crezca, salvo en sentido horizontal.
—¡Veintinueve años!—exclamó el niño, lanzando un silbido—. Vaya, eres casi viejo, tan viejo como mi tío Iorlas. Sin embargo —añadió, esperanzado—, apuesto que podría ponerte cabeza abajo o tumbarte de espaldas.
—Tal vez, si yo te dejara —dijo Pippin, riendo—. Y quizá yo pudiera hacerte lo mismo a ti: conocemos unas cuantas triquiñuelas en mi pequeño país. Donde, déjame que te lo diga, se me considera excepcionalmente grande y fuerte; y jamás he permitido que nadie me pusiera cabeza abajo. Y si lo intentaras, y no me quedara otro remedio, quizá me viera obligado a matarte. Porque, cuando seas mayor, aprenderás que las personas no siempre son lo que parecen; y aunque quizá me hayas tomado por un jovenzuelo extranjero tonto y bonachón, y una presa fácil, quiero prevenirte: no lo soy; ¡soy un Mediano, duro, temerario, y malvado! —Y Pippin hizo una mueca tan fiera que el niño dio un paso atrás, pero en seguida volvió a acercarse, con los puños apretados y un centelleo belicoso en la mirada—. ¡No! —dijo Pippin, riendo—. ¡Tampoco creas todo lo que dice de sí mismo un extranjero! No soy un luchador. Sin embargo, sería más cortés que quien lanza el desafío se diera a conocer.
El chico se irguió con orgullo. —Soy Bergil hijo de Beregond de la Guardia —dijo.
—Era lo que pensaba —dijo Pippin—, pues te pareces mucho a tu padre. Lo conozco, y él mismo me ha enviado a buscarte.
—¿Por qué, entonces, no lo dijiste en seguida? —preguntó Bergil, y una expresión de desconsuelo le ensombreció la cara—. ¡No me digas que ha cambiado de idea y que quiere enviarme fuera de la Ciudad, junto con las mujeres! Pero no, ya han partido las últimas carretas.
—El mensaje, si no bueno, es menos malo de lo que supones —dijo Pippin—. Dice que si en lugar de ponerme cabeza abajo prefieres mostrarme la Ciudad, podrías acompañarme y aliviar mi soledad un rato. En compensación, yo podría contarte algunas historias de países remotos.
Bergil batió palmas y rió, aliviado. —¡Todo marcha bien, entonces! —gritó—. ¡Ven! Dentro de un momento íbamos hacia la Puerta, a mirar. Iremos ahora mismo.
—¿Qué pasa allí?
—Esperamos a los Capitanes de las Tierras Lejanas; se dice que llegarán antes del crepúsculo, por el Camino del Sur. Ven con nosotros, y verás.
Bergil mostró que era un buen camarada, la mejor compañía que había tenido Pippin desde que se separara de Merry, y pronto estuvieron parloteando y riendo alborozados, sin preocuparse por las miradas que la gente les echaba. A poco andar, se encontraron en medio de una muchedumbre que se encaminaba a la Gran Puerta. Y allí, el prestigio de Pippin aumentó considerablemente a los ojos de Bergil, pues cuando dio su nombre y el santo y seña, el guardia lo saludó y lo dejó pasar; y lo que es más, le permitió llevar consigo a su compañero.
—¡Maravilloso! —dijo Bergil—. A nosotros, los niños, ya no nos permiten franquear la Puerta sin un adulto. Ahora podremos ver mejor.
Del otro lado de la Puerta, una multitud de hombres ocupaba las orillas del camino y el gran espacio pavimentado en que desembocaban las distintas rutas a Minas Tirith. Todas las miradas se volvían al sur, y no tardó en elevarse un murmullo: —¡Hay una polvareda allá, a lo lejos! ¡Ya están llegando!
Pippin y Bergil se abrieron paso hasta la primera fila, y esperaron. Unos cuernos sonaron a la distancia, y el estruendo de los vítores llegó hasta ellos como un viento impetuoso. Se oyó luego un vibrante toque de clarín, y toda la gente que los rodeaba prorrumpió en gritos de entusiasmo.
—¡Forlong! ¡Forlong! —gritaban los hombres.
—¿Qué dicen? —preguntó Pippin.
—Ha llegado Forlong —respondió Bergil—, el viejo Forlong el Gordo, el Señor de Lossarnach. Allí vive mi abuelo. ¡Hurra! Ya está aquí, mira. ¡El buen viejo Forlong!
A la cabeza de la comitiva avanzaba un caballo grande y de osamenta poderosa, y montado en él iba un hombre ancho de espaldas y enorme de contorno; aunque viejo y barbicano, vestía una cota de malla, usaba un yelmo negro, y llevaba una lanza larga y pesada. Tras él marchaba, orgullosa, una polvorienta caravana de hombres armados y ataviados, que empuñaban grandes hachas de combate; eran fieros de rostro, y más bajos y un poco más endrinos que todos los que Pippin había visto en Gondor.
—¡Forlong! —lo aclamaba la multitud—. ¡Corazón leal, amigo fiel! ¡Forlong! —Pero cuando los hombres de Lossarnach hubieron pasado, murmuraron:— ¡Tan pocos! ¿Cuántos serán, doscientos? Esperábamos diez veces más. Les habrán llegado noticias de los navíos negros. Sólo han enviado un décimo de las fuerzas de Lossarnach. Pero aun lo pequeño es una ayuda.
Así fueron llegando las otras compañías, saludadas y aclamadas por la multitud, y cruzaron la Puerta, hombres de las Tierras Lejanas que venían a defender la Ciudad de Gondor en una hora sombría; pero siempre en número demasiado pequeño, siempre insuficientes para colmar las esperanzas o satisfacer las necesidades. Los hombres del Valle de Ringló detrás del hijo de su Señor, Dervorin, marchaban a pie: trescientos. De las mesetas de Morthond, el ancho Valle de la Raíz Negra, el alto Duinhir, acompañado por sus hijos, Duilin y Derufin, y quinientos arqueros. Del Anfalas, de la lejana Playa Larga, una columna de hombres muy diversos, cazadores, pastores, y habitantes de pequeñas aldeas, mal equipados, excepto la escolta de Golasgil, el soberano. De Lamedon, unos pocos montañeses salvajes y sin capitán. Pescadores del Ethir, un centenar o más, reclutados en las embarcaciones. Hirluin el Hermoso, venido de las Colinas Verdes de Pinnath Gelin con trescientos guerreros apuestos, vestidos de verde. Y por último el más soberbio, Imrahil, Príncipe de Dol Amroth, pariente del Señor Denethor, con estandartes de oro y el emblema del Navío y el Cisne de Plata, y una escolta de caballeros con todos los arreos, montados en corceles grises; los seguían setecientos hombres de armas, altos como señores, de ojos acerados y cabellos oscuros, que marchaban cantando.