El retorno del rey - Tolkien John Ronald reuel 6 стр.


Y eso era todo, menos de tres mil en total. Y no vendrían otros. Los gritos y el ruido de los pasos y los cascos se extinguieron dentro de la Ciudad. Los espectadores callaron un momento. El polvo flotaba en el aire, pues el viento había cesado y la atmósfera del atardecer era pesada. Se acercaba ya la hora de cerrar las puertas, y el sol rojo había desaparecido detrás del Mindolluin. La sombra se extendió sobre la Ciudad.

Pippin alzó los ojos, y le pareció que el cielo tenía un color gris ceniciento, como velado por una espesa nube de polvo que la luz atravesaba apenas. Pero en el oeste el sol agonizante había incendiado el velo de sombras, y ahora el Mindolluin se erguía como una forma negra envuelta en las ascuas de una humareda ardiente.

—¡Que así, con cólera, termine un día tan hermoso! —reflexionó Pippin en voz alta, olvidándose del chiquillo que estaba junto a él.

—Así terminará si no regreso antes de las campanas del crepúsculo —dijo Bergil—. ¡Vamos! Ya suena la trompeta que anuncia el cierre de la Puerta.

Tomados de la mano volvieron a la Ciudad, los últimos en traspasar la Puerta antes que se cerrara, y cuando llegaron a la Calle de los Lampareros todas las campanas de las torres repicaban solemnemente. Aparecieron luces en muchas ventanas, y de las casas y los puestos de los hombres de armas llegaban cantos.

—¡Adiós por esta vez! —dijo Bergil—. Llévale mis saludos a mi padre y agradécele la compañía que me mandó. Vuelve pronto, te lo ruego. Casi desearía que no hubiese guerra, porque podríamos haber pasado buenos momentos. Hubiéramos podido ir a Lossarnach, a la casa de mi abuelo: es maravilloso en primavera, los bosques y los campos cubiertos de flores. Pero quizá podamos ir algún día. El Señor Denethor jamás será derrotado, y mi padre es muy valiente. ¡Adiós y vuelve pronto!

Se separaron, y Pippin se encaminó de prisa hacia la ciudadela. El trayecto se le hacía largo, y empezaba a sentir calor y un hambre voraz. Y la noche se cerró, rápida y oscura. Ni una sola estrella parpadeaba en el cielo. Llegó tarde a la cena, y Beregond lo recibió con alegría, y lo sentó al lado de él para oír las noticias que le traía de su hijo. Una vez terminada la comida, Pippin se quedó allí un rato, pero no tardó en despedirse, pues sentía el peso de una extraña melancolía, y ahora tenía muchos deseos de ver otra vez a Gandalf.

—¿Sabrás encontrar el camino? —le preguntó Beregond en la puerta de la sala, en la parte norte de la ciudadela, donde habían estado sentados—. La noche es oscura, y aún más porque han dado órdenes de velar todas las luces dentro de la Ciudad; ninguna ha de ser visible desde fuera de los muros. Y puedo darte una noticia de otro orden: mañana por la mañana, a primera hora, serás convocado por el Señor Denethor. Me temo que no te destinarán a la Tercera Compañía. Sin embargo, es posible que volvamos a encontrarnos. ¡Adiós y duerme en paz!

La habitación estaba a oscuras, excepto una pequeña linterna puesta sobre la mesa. Gandalf no estaba. La tristeza de Pippin era cada vez mayor. Se subió al banco y trató de mirar por una ventana, pero era como asomarse a un lago de tinta. Bajó y cerró la persiana y se acostó. Durante un rato permaneció tendido y alerta, esperando el regreso de Gandalf, y luego cayó en un sueño inquieto.

En mitad de la noche lo despertó una luz, y vio que Gandalf había vuelto y que recorría la habitación a grandes trancos del otro lado de la cortina. Sobre la mesa había velas y rollos de pergamino. Oyó que el mago suspiraba y murmuraba: —¿Cuándo regresará Faramir?

—¡Hola! —dijo Pippin, asomando la cabeza por la cortina—. Creía que te habías olvidado de mí. Me alegro de verte de vuelta. El día fue largo.

—Pero la noche será demasiado corta —dijo Gandalf—. He vuelto aquí porque necesito un poco de paz, y de soledad. Harías bien en dormir, en una cama mientras sea posible. Al alba, te llevaré de nuevo al Señor Denethor. No, al alba no, cuando llegue la orden. La Oscuridad ha comenzado. No habrá amanecer.

2

EL PASO DE LA COMPAÑÍA GRIS

Gandalf había desaparecido, y los ecos de los cascos de Sombragrís se habían perdido en la noche. Merry volvió a reunirse con Aragorn. Apenas tenía equipaje, pues había perdido todo en Parth Galen, y sólo llevaba las pocas cosas útiles que recogiera entre las ruinas de Isengard. Hasufel ya estaba enjaezado. Legolas y Gimli y el caballo de ellos esperaban cerca.

—Así que todavía quedan cuatro miembros de la Compañía —dijo Aragorn—. Seguiremos cabalgando juntos. Pero no iremos solos, como yo pensaba. El rey está ahora decidido a partir inmediatamente. Desde que apareció la sombra alada, sólo piensa en volver a las colinas al amparo de la noche.

—¿Y de allí, adónde iremos luego? —le preguntó Legolas.

—No lo sé aún —respondió Aragorn—. En cuanto al rey, partirá para la revista de armas que ha convocado en Edoras dentro de cuatro noches. Y allí, supongo, tendrá noticias de la guerra, y los Jinetes de Rohan descenderán a Minas Tirith. Excepto yo, y los que quieran seguirme...

—¡Yo, para empezar! —gritó Legolas.

—¡Y Gimli con él! —dijo el Enano.

—Bueno —dijo Aragorn—, en cuanto a mí, todo lo que veo es oscuridad. También yo tendré que ir a Minas Tirith, pero aún no distingo el camino. Se aproxima una hora largamente anticipada.

—¡No me abandonéis! —dijo Merry—. Hasta ahora no he prestado mucha utilidad, pero no quiero que me dejen de lado, como esos equipajes que uno retira cuando todo ha concluido. No creo que los Jinetes quieran ocuparse de mí en este momento. Aunque en verdad el rey dijo que a su retorno me haría sentar junto a él, para que le hablase de la Comarca.

—Es verdad —dijo Aragorn—, y creo, Merry, que tu camino es el camino del rey. No esperes, sin embargo, un final feliz. Pasará mucho tiempo, me temo, antes que Théoden pueda reinar nuevamente en paz en Meduseld. Muchas esperanzas se marchitarán en esta amarga primavera.

Pronto todos estuvieron listos para la partida: veinticuatro jinetes, con Gimli en la grupa del caballo de Legolas y Merry delante de Aragorn. Poco después corrían a través de la noche. No hacía mucho que habían pasado los túmulos de los Vados del Isen, cuando un Jinete se adelantó desde la retaguardia.

—Mi Señor —dijo, hablándole al rey—, hay hombres a caballo detrás de nosotros. Me pareció oírlos cuando cruzábamos los Vados. Ahora estamos seguros. Vienen a galope tendido y están por alcanzarnos.

Sin pérdida de tiempo, Théoden ordenó un alto. Los jinetes dieron media vuelta y empuñaron las lanzas. Aragorn se apeó del caballo, depositó en el suelo a Merry, y desenvainando la espada aguardó junto al estribo del rey. Éomer y su escudero volvieron a la retaguardia. Merry se sentía más que nunca un trasto inútil, y se preguntó qué podría hacer en caso de que se librase un combate. En el supuesto de que la pequeña escolta del rey fuera atrapada y sometida, y él lograse huir en la oscuridad... solo en las tierras vírgenes de Rohan sin idea de dónde estaba en aquella infinidad de millas... «¡Inútil!», se dijo. Desenvainó la espada y se ajustó el cinturón.

La luna declinaba oscurecida por una gran nube flotante, pero de improviso volvió a brillar. En seguida llegó a oídos de todos el ruido de los cascos, y en el mismo momento vieron unas formas negras que avanzaban rápidamente por el sendero de los vados. La luz de la luna centelleaba aquí y allá en las puntas de las lanzas. Era imposible estimar el número de los perseguidores, pero no parecía inferior al de los hombres de la escolta del rey.

Cuando estuvieron a unos cincuenta pasos de distancia, Éomer gritó con voz tonante: —¡Alto! ¡Alto! ¿Quién cabalga en Rohan?

Los perseguidores detuvieron de golpe a los caballos. Hubo un momento de silencio; y entonces, a la luz de la luna, vieron que uno de los jinetes se apeaba y se adelantaba lentamente. Blanca era la mano que levantaba, con la palma hacia adelante, en señal de paz; pero los hombres del rey empuñaron las armas. A diez pasos el hombre se detuvo. Era alto, una sombra oscura y enhiesta. De pronto habló, con voz clara y vibrante.

—¿Rohan? ¿Habéis dicho Rohan? Es una palabra grata. Desde muy lejos venimos buscando este país, y llevamos prisa.

—Lo habéis encontrado —dijo Éomer—. Allá, cuando cruzasteis los vados, entrasteis en Rohan. Pero éstos son los dominios del Rey Théoden, y nadie cabalga por aquí sin su licencia. ¿Quiénes sois? ¿Y por qué esa prisa?

—Yo soy Halbarad Dúnadan, Montaraz del Norte —respondió el hombre—. Buscamos a un tal Aragorn hijo de Arathorn, y habíamos oído que estaba en Rohan.

—¡Y lo habéis encontrado también! —exclamó Aragorn. Entregándole las riendas a Merry, corrió a abrazar al recién llegado—. ¡Halbarad! —dijo—. ¡De todas las alegrías, ésta es la más inesperada!

Merry dio un suspiro de alivio. Había pensado que se trataba de una nueva artimaña de Saruman para sorprender al rey cuando sólo lo protegían unos pocos hombres; pero al parecer no iba a ser necesario morir en defensa de Théoden, al menos por el momento. Volvió a envainar la espada.

—Todo bien —dijo Aragorn, regresando a la Compañía—. Son hombres de mi estirpe venidos del país lejano en que yo vivía. Pero a qué han venido, y cuántos son, Halbarad nos lo dirá.

—Tengo conmigo treinta hombres —dijo Halbarad—. Todos los de nuestra sangre que pude reunir con tanta prisa; pero los hermanos Elladan y Elrohir nos han acompañado, pues desean ir a la guerra. Hemos cabalgado lo más rápido posible, desde que llegó tu llamada.

—Pero yo no os llamé —dijo Aragorn—, salvo con el deseo; a menudo he pensado en vosotros, y nunca más que esta noche; sin embargo, no os envié ningún mensaje. ¡Pero vamos! Todas estas cosas pueden esperar. Nos encontráis viajando de prisa y en peligro. Acompañadnos por ahora, si el rey lo permite.

En realidad, la noticia alegró a Théoden.

—¡Magnífico! —dijo—. Si estos hombres de tu misma sangre se te parecen, mi señor Aragorn, treinta de ellos serán una fuerza que no puede medirse por el número.

Los Jinetes reanudaron la marcha, y Aragorn cabalgó algún tiempo con los Dúnedain; y luego que hubieron comentado las noticias del Norte y del Sur, Elrohir le dijo: —Te traigo un mensaje de mi padre: Los días son cortos. Si el tiempo apremia, recuerda los Senderos de los Muertos.

—Los días me parecieron siempre demasiado cortos para que mi deseo se cumpliera —dijo Aragorn—. Pero grande en verdad tendrá que ser mi prisa si tomo ese camino.

—Eso lo veremos pronto —dijo Elrohir—. ¡Pero no hablemos más de estas cosas a campo raso!

Entonces Aragorn le dijo a Halbarad: —¿Qué es eso que llevas, primo? —Pues había notado que en vez de lanza empuñaba un asta larga, como si fuera un estandarte, pero envuelta en un apretado lienzo negro, y atada con muchas correas.

—Es un regalo que te traigo de parte de la Dama de Rivendel —respondió Halbarad—. Lo hizo ella misma en secreto, y fue un largo trabajo. Y también te envía un mensaje: Cortos son ahora los días. O nuestras esperanzas se cumplirán, o será el fin de toda esperanza. Por eso te he enviado lo que hice para ti. ¡Adiós, Piedra de Elfo!

Y Aragorn dijo: —Ahora sé lo que traes. ¡Llévalo aún en mi nombre algún tiempo! —Y dándose vuelta miró a lo lejos hacia el Norte bajo las grandes estrellas, y se quedó en silencio y no volvió a hablar mientras duró la travesía nocturna.

La noche era vieja y el cielo gris en el Este cuando salieron por fin del Valle del Bajo y llegaron a Cuernavilla. Allí decidieron descansar un rato, y deliberar.

Merry durmió hasta que Legolas y Gimli lo despertaron.

—El sol está alto —le dijo Legolas—. Ya todos andan ocupados de aquí para allá. Vamos, Señor Zángano, ¡levántate y ve a echar una mirada, mientras todavía estás a tiempo!

—Hubo una batalla aquí, hace tres noches —dijo Gimli—, y aquí fue donde Legolas y yo jugamos una partida que yo gané por un solo orco. ¡Ven y verás cómo fue! ¡Y hay cavernas, Merry, cavernas maravillosas! ¿Crees que podremos visitarlas, Legolas?

—¡No! No tenemos tiempo —dijo el Elfo—. ¡No estropees la maravilla con la impaciencia! Te he dado mi palabra de que volveré contigo, si tenemos alguna vez un día de paz y libertad. Pero ya es casi mediodía, y a esa hora comeremos, y luego partiremos otra vez, tengo entendido.

Merry se levantó y bostezó. Las escasas horas de sueño habían sido insuficientes; se sentía cansado y bastante triste. Echaba de menos a Pippin, y tenía la impresión de no ser sino una carga, mientras todos los demás trabajaban de prisa preparando planes para algo que él no terminaba de entender.

—¿Dónde está Aragorn? —preguntó.

—En una de las cámaras altas de la Villa —le respondió Legolas—. No ha dormido ni descansado, me parece. Subió allí hace unas horas, diciendo que necesitaba reflexionar, y sólo lo acompañó su primo, Halbarad; pero tiene una duda oscura o alguna preocupación.

—Es una compañía extraña, la de estos recién llegados —dijo Gimli—. Son hombres recios y arrogantes; junto a ellos los Jinetes de Rohan parecen casi niños; tienen rostros feroces, como de roca gastada por los años casi todos ellos, hasta el propio Aragorn; y son silenciosos.

—Pero lo mismo que Aragorn, cuando rompen el silencio son corteses —dijo Legolas—. ¿Y has observado a los hermanos Elladan y Elrohir? Visten ropas menos sombrías que los demás, y tienen la belleza y la arrogancia de los señores Elfos; lo que no es extraño en los hijos de Elrond de Rivendel.

—¿Por qué han venido? ¿Lo sabes? —preguntó Merry. Se había vestido, y echándose sobre los hombros la capa gris, marchó con sus compañeros hacia la puerta destruida de la Villa.

—En respuesta a una llamada, tú mismo lo oíste —dijo Gimli—. Dicen que un mensaje llegó a Rivendel: Aragorn necesita la ayuda de los suyos. ¡Que los Dúnedain se unan a él en Rohan!Pero de dónde les llegó este mensaje, ahora es un misterio para ellos. Lo ha de haber enviado Gandalf, presumo yo.

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