El retorno del rey - Tolkien John Ronald reuel 8 стр.


Traído por la necesidad, vendrá desde el norte:

y cruzará la Puerta que lleva a los Senderos de los Muertos.

—Sendas oscuras, sin duda alguna —dijo Gimli—, pero para mí no más que estas estrofas.

—Si deseas entenderlas mejor, te invito a acompañarme —dijo Aragorn—; pues ése es el camino que ahora tomaré. Pero no voy de buen grado; me obliga la necesidad. Por lo tanto, sólo aceptaré que me acompañéis si vosotros mismos lo queréis así, pues os esperan duras faenas, y grandes temores, si no algo todavía peor.

—Iré contigo aun por los Senderos de los Muertos, y a cualquier fin a que quieras conducirme —dijo Gimli.

—Yo también te acompañaré —dijo Legolas—, pues no temo a los Muertos.

—Espero que los olvidados no hayan olvidado las artes de la guerra —dijo Gimli—, porque si así fuera, los habríamos despertado en vano.

—Eso lo sabremos si alguna vez llegamos a Erech —dijo Aragorn—. Pero el juramento que quebrantaron fue el de luchar contra Sauron, y si han de cumplirlo, tendrán que combatir. Porque en Erech hay todavía una piedra negra que Isildur llevó allí de Númenor, dicen; y la puso en lo alto de una colina, y sobre ella el Rey de las Montañas le juró lealtad en los albores del reino de Gondor. Pero cuando Sauron regresó y fue otra vez poderoso, Isildur exhortó a los Hombres de las Montañas a que cumplieran el juramento, y ellos se negaron; pues en los Años Oscuros habían reverenciado a Sauron.

”Entonces Isildur le dijo al Rey de las Montañas: «Serás el último rey. Y si el Oeste demostrara ser más poderoso que ese Amo Negro, que esta maldición caiga sobre ti y sobre los tuyos: no conoceréis reposo hasta que hayáis cumplido el juramento. Pues la guerra durará años innumerables, y antes del fin seréis convocados una vez más». Y ante la cólera de Isildur, ellos huyeron, y no se atrevieron a combatir del lado de Sauron; se escondieron en lugares secretos de las montañas y no tuvieron tratos con los otros hombres, y poco a poco se fueron replegando en las colinas estériles. Y el terror de los Muertos Desvelados se extiende sobre la Colina de Erech y todos los parajes en que se refugió esa gente. Pero ese es el camino que he elegido, puesto que ya no hay hombres vivos que puedan ayudarme.

Entonces Aragorn se levantó.

—¡Venid! —exclamó, y desenvainó la espada, y la hoja centelleó en la penumbra de la sala del Fuerte—. ¡A la Piedra de Erech! Parto en busca de los Senderos de los Muertos. ¡Seguidme, los que queráis acompañarme!

Legolas y Gimli, sin responder, se levantaron y siguieron a Aragorn fuera de la sala. Allí, en la explanada, los Montaraces encapuchados aguardaban inmóviles y silenciosos. Legolas y Gimli montaron a caballo. Aragorn saltó a la grupa de Roheryn. Halbarad levantó entonces un gran cuerno, y los ecos resonaron en el Abismo de Helm; y a esa señal partieron al galope, y descendieron al Bajo como un trueno, mientras los hombres que permanecían en la Empalizada o el Fuerte los contemplaban estupefactos.

Y mientras Théoden iba por caminos lentos a través de las colinas, la Compañía Gris cruzaba veloz la llanura, llegando a Edoras en la tarde del día siguiente. Descansaron un momento antes de atravesar el valle, y entraron en El Sagrario al caer de la noche.

La Dama Éowyn los recibió con alegría, pues nunca había visto hombres más fuertes que los Dúnedain y los hermosos hijos de Elrond; pero ella miraba a Aragorn más que a ningún otro. Y cuando se sentaron a la mesa de la cena, hablaron largamente, y Éowyn se enteró de lo que había pasado desde la partida de Théoden, de quien no había tenido más que noticias breves y escuetas; y cuando le narraron la batalla del Abismo de Helm, y las bajas sufridas por el enemigo, y la acometida de Théoden y sus jinetes, le brillaron los ojos.

Pero al cabo dijo: —Señores, estáis fatigados e iréis ahora a vuestros lechos, tan cómodos como lo ha permitido la premura con que han sido preparados. Mañana os procuraremos habitaciones más dignas.

Pero Aragorn le dijo: —¡No, señora, no os preocupéis por nosotros! Bastará con que podamos descansar aquí esta noche y desayunar por la mañana. Porque la misión que he de cumplir es muy urgente, y tendremos que partir con las primeras luces.

La Dama sonrió, y dijo: —Entonces, señor, habéis sido muy generoso, al desviaros tantas millas del camino para venir aquí, a traerle noticias a Éowyn, y hablar con ella en su exilio.

—Ningún hombre en verdad contaría este viaje como tiempo perdido —le dijo Aragorn—; no obstante, no hubiera venido si el camino que he de tomar no pasara por El Sagrario.

Y ella le respondió como si lo que tenía que decir no le gustara: —En ese caso, señor, os habéis extraviado, pues del Valle Sagrado no parte ninguna senda, ni al este ni al sur; haríais mejor en volver por donde habéis venido.

—No, señora —dijo él—, no me he extraviado; conozco este país desde antes que vos vinierais a agraciarlo. Hay un camino para salir de este valle, y ese camino es el que he de tomar. Mañana cabalgaré por los Senderos de los Muertos.

Ella lo miró entonces como agobiada por un dolor súbito, y palideció, y durante un rato no volvió a hablar, mientras todos esperaban en silencio.

—Pero Aragorn —dijo al fin— ¿entonces vuestra misión es ir en busca de la muerte? Pues sólo eso encontraréis en semejante camino. No permiten que los vivos pasen por ahí.

—Acaso a mí me dejen pasar —dijo Aragorn—; de todos modos lo intentaré; ningún otro camino puede servirme.

—Pero es una locura —exclamó la Dama—. Hay con vos caballeros de reconocido valor, a quienes no tendríais que arrastrar a las sombras, sino guiarlos a la guerra, donde se necesitan tantos hombres. Esperad, os suplico, y partid con mi hermano; así habrá alegría en nuestros corazones, y nuestra esperanza será más clara.

—No es locura, señora —repuso Aragorn—: es el camino que me fue señalado. Quienes me siguen así lo decidieron ellos mismos, y si ahora prefieren desistir, y cabalgar con los Rohirrim, pueden hacerlo. Pero yo iré por los Senderos de los Muertos, solo, si es preciso.

Y no hablaron más, y comieron en silencio; pero Éowyn no apartaba los ojos de Aragorn, y el dolor que la atormentaba era visible para todos. Al fin se levantaron, se despidieron de la Dama, y luego de darle las gracias, se retiraron a descansar.

Pero cuando Aragorn llegaba al pabellón que compartiría esa noche con Legolas y Gimli, donde sus compañeros ya habían entrado, la Dama lo siguió y lo llamó. Aragorn se volvió y la vio, una luz en la noche, pues iba vestida de blanco; pero tenía fuego en la mirada.

—¡Aragorn! —le dijo— ¿por qué queréis tomar ese camino funesto?

—Porque he de hacerlo —fue la respuesta—. Sólo así veo alguna esperanza de cumplir mi cometido en la guerra contra Sauron. No elijo los caminos del peligro, Éowyn. Si escuchara la llamada de mi corazón, estaría a esta hora en el lejano Norte, paseando por el hermoso valle de Rivendel.

Ella permaneció en silencio un momento, como si pesara el significado de aquellas palabras. Luego, de improviso, puso una mano en el brazo de Aragorn.

—Sois un señor austero e inflexible —dijo—; así es como los hombres conquistan la gloria. —Hizo una pausa—. Señor —prosiguió—, si tenéis que partir, dejad que os siga. Estoy cansada de esconderme en las colinas, y deseo afrontar el peligro y la batalla.

—Vuestro deber está aquí entre los vuestros —respondió Aragorn.

—Demasiado he oído hablar de deber —exclamó ella—. Pero ¿no soy por ventura de la Casa de Eorl, una virgen guerrera y no una nodriza seca? Ya bastante he esperado con las rodillas flojas. Si ahora no me tiemblan, parece, ¿no puedo vivir mi vida como yo lo deseo?

—Pocos pueden hacerlo con honra —respondió Aragorn—. Pero en cuanto a vos, señora: ¿no habéis aceptado la tarea de gobernar al pueblo hasta el regreso del Señor? Si no os hubieran elegido, habrían nombrado a algún mariscal o capitán, y no podría abandonar el cargo, estuviese o no cansado de él.

—¿Siempre seré yo la elegida? —replicó ella amargamente—. ¿Siempre tendré yo que quedarme en casa cuando los Jinetes parten, dedicada a pequeños menesteres mientras ellos conquistan la gloria, para que al regresar encuentren lecho y alimento?

—Quizá no esté lejano el día en que nadie regrese —dijo Aragorn—. Entonces ese valor sin gloria será muy necesario, pues ya nadie recordará las hazañas de los últimos defensores. Las hazañas no son menos valerosas porque nadie las alabe.

Y ella respondió: —Todas vuestras palabras significan una sola cosa: Eres una mujer, y tu misión está en el hogar. Sin embargo, cuando los hombres hayan muerto con honor en la batalla, se te permitirá quemar la casa e inmolarte con ella, puesto que ya no la necesitarán. Pero soy de la Casa de Eorl, no una mujer de servicio. Sé montar a caballo y esgrimir una espada, y no temo el sufrimiento ni la muerte.

—¿A qué teméis, señora? —le preguntó Aragorn.

—A una jaula. A vivir encerrada detrás de los barrotes, hasta que la costumbre y la vejez acepten el cautiverio, y la posibilidad y aun el deseo de llevar a cabo grandes hazañas se hayan perdido para siempre.

—Y a mí me aconsejabais no aventurarme por el camino que he elegido, porque es peligroso.

—Es el consejo que una persona puede darle a otra —dijo ella—. No os pido, sin embargo, que huyáis del peligro, sino que vayáis a combatir donde vuestra espada puede conquistar la fama y la victoria. No me gustaría saber que algo tan noble y tan excelso ha sido derrochado en vano.

—Ni tampoco a mí —replicó Aragorn—. Por eso, señora, os digo: ¡Quedaos! Pues nada tenéis que hacer en el Sur.

—Tampoco los que os acompañan tienen nada que hacer allí. Os siguen porque no quieren separarse de vos... porque os aman. —Y dando media vuelta Éowyn se alejó desvaneciéndose en la noche.

Ni bien apareció en el cielo la luz del día, antes que el sol se elevara sobre las estribaciones del Este, Aragorn se preparó para partir. Ya todos los hombres de la compañía estaban montados en las cabalgaduras, y Aragorn se disponía a saltar a la silla, cuando vieron llegar a la dama Éowyn. Vestida de Jinete, ciñendo una espada, venía a despedirlos. Tenía en la mano una copa; se la llevó a los labios y bebió un sorbo, deseándoles buena suerte; luego le tendió la copa a Aragorn, y también él bebió, diciendo: —¡Adiós, Señora de Rohan! Bebo por la prosperidad de vuestra Casa, y por vos, y por todo vuestro pueblo. Decidle esto a vuestro hermano: ¡Tal vez, más allá de las sombras, volvamos a encontrarnos!

Gimli y Legolas, que estaban muy cerca, creyeron ver lágrimas en los ojos de Éowyn y esas lágrimas, en alguien tan grave y tan altivo, parecían aún más dolorosas. Pero ella dijo: —¿Os iréis, Aragorn?

—Sí —respondió él.

—¿No permitiréis entonces que me una a esta compañía, como os lo he pedido?

—No, señora —dijo él—. Pues no podría concedéroslo sin el permiso del rey y vuestro hermano; y ellos no regresarán hasta mañana. Mas ya cuento todas las horas y todos los minutos. ¡Adiós!

Éowyn cayó entonces de rodillas, diciendo: —¡Os lo suplico!

—No, señora —dijo otra vez Aragorn, y le tomó la mano para obligarla a levantarse, y se la besó. Y saltando sobre la silla, partió al galope sin volver la cabeza; y sólo aquellos que lo conocían bien y que estaban cerca supieron de su dolor.

Pero Éowyn permaneció inmóvil como una estatua de piedra, las manos crispadas contra los flancos, siguiendo a los hombres con la mirada hasta que se perdieron bajo el negro Dwimor, el Monte de los Espectros, donde se encontraba la Puerta de los Muertos. Cuando los jinetes desaparecieron, dio media vuelta, y con el andar vacilante de un ciego regresó a su pabellón. Pero ninguno de los suyos fue testigo de aquella despedida; el miedo los mantenía escondidos en los refugios: se negaban a abandonarlos antes de la salida del sol, y antes que aquellos extranjeros temerarios se hubiesen marchado de El Sagrario.

Y algunos decían: —Son criaturas élficas. Que vuelvan a los lugares de donde han venido, y que no regresen nunca más. Ya bastante nefastos son los tiempos.

Continuaron cabalgando bajo un cielo todavía gris, pues el sol no había trepado aún hasta las crestas negras del Monte de los Espectros, que ahora tenían delante. Atemorizados, pasaron entre las hileras de piedras antiguas que conducían al Bosque Sombrío. Allí, en aquella oscuridad de árboles negros que ni el mismo Legolas pudo soportar mucho tiempo, en la raíz misma de la montaña, se abría una hondonada; y en medio del sendero se erguía una gran piedra solitaria, como un dedo del destino.

—Me hiela la sangre —dijo Gimli; pero ninguno más habló, y la voz del enano cayó muriendo en las húmedas agujas de pino. Los caballos se negaban a pasar junto a la piedra amenazante, y los jinetes tuvieron que apearse y llevarlos por la brida. De ese modo llegaron al fondo de la cañada; y allí, en un muro de roca vertical, se abría la Puerta Oscura, negra como las fauces de la noche. Figuras y signos grabados, demasiado borrosos para que pudieran leerlos, coronaban la arcada de piedra, de la que el miedo fluía como un vaho gris.

La compañía se detuvo; fuera de Legolas de los Elfos, a quien no asustaban los espectros de los Hombres, no hubo entre ellos un solo corazón que no desfalleciera.

—Es una puerta nefasta —dijo Halbarad—, y sé que del otro lado me aguarda la muerte. Me atreveré a cruzarla, sin embargo; pero ningún caballo querrá entrar.

—Pero nosotros tenemos que entrar —dijo Aragorn—, y por lo tanto han de entrar también los caballos. Pues si alguna vez salimos de esta oscuridad, del otro lado nos esperan muchas leguas, y cada hora perdida favorece el triunfo de Sauron. ¡Seguidme!

Aragorn se puso entonces al frente, y era tal la fuerza de su voluntad en esa hora que todos los Dúnedain fueron detrás de él. Y era en verdad tan grande el amor que los caballos de los Montaraces sentían por sus jinetes, que hasta el terror de la Puerta estaban dispuestos a afrontar, si el corazón de quien los llevaba por la brida no vacilaba. Sólo Arod, el caballo de Rohan, se negó a seguir adelante, y se detuvo, sudando y estremeciéndose, dominado por un terror lastimoso. Legolas le puso las manos sobre los ojos y canturreó algunas palabras que se perdieron lentamente en la oscuridad, hasta que el caballo se dejó conducir, y el Elfo traspuso la puerta. Gimli el Enano se quedó solo.

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