Las rodillas le temblaban, y estaba furioso consigo mismo.
—¡Esto sí que es inaudito! —dijo—. ¡Que un Elfo quiera penetrar en las entrañas de la tierra, y un Enano no se atreva! —Y con una resolución súbita, se precipitó en el interior. Pero le pareció que los pies le pesaban como plomo en el umbral; y una ceguera repentina cayó sobre él, sobre Gimli hijo de Glóin, que tantos abismos del mundo había recorrido sin acobardarse.
Aragorn había traído antorchas, y ahora marchaba a la cabeza llevando una en alto; y Elladan iba con otra a la retaguardia, y Gimli, tropezando tras él, trataba de darle alcance. No veía más que la débil luz de las antorchas; pero si la compañía se detenía un momento, le parecía oír alrededor un susurro, un interminable murmullo de palabras extrañas en una lengua desconocida.
Nada atacó a la compañía, ni le cerró el paso, y sin embargo el terror de Gimli no dejaba de crecer a medida que avanzaban: sobre todo porque sabía ya que no era posible retroceder; todos los senderos que iban dejando atrás eran invadidos al instante por un ejército invisible que los seguía en las tinieblas.
Pasó así un tiempo interminable, hasta que de pronto vio un espectáculo que siempre habría de recordar con horror. Por lo que alcanzaba a distinguir, el camino era ancho, pero ahora la compañía acababa de llegar a un vasto espacio vacío, ya sin muros a uno y otro lado. El pavor lo abrumaba y a duras penas podía caminar. A la luz de la antorcha de Aragorn, algo centelleó a cierta distancia, a la derecha. Aragorn ordenó un alto y se acercó a ver qué era.
—¿Será posible que no sienta miedo? —murmuró el Enano—. En cualquier otra caverna Gimli hijo de Glóin habría sido el primero en correr, atraído por el brillo del oro. ¡Pero no aquí! ¡Que siga donde está!
Sin embargo se aproximó, y vio que Aragorn estaba de rodillas, mientras Elladan sostenía en alto las dos antorchas. Delante yacía el esqueleto de un hombre de notable estatura. Había estado vestido con una cota de malla, y el arnés se conservaba intacto; pues el aire de la caverna era seco como el polvo. El plaquín era de oro, y el cinturón de oro y granates, y también de oro el yelmo que le cubría el cráneo descarnado, de cara al suelo. Había caído cerca de la pared opuesta de la caverna, y delante de él se alzaba una puerta rocosa cerrada a cal y canto: los huesos de los dedos se aferraban aún a las fisuras. Una espada mellada y rota yacía junto a él, como si en un último y desesperado intento, hubiese querido atravesar la roca con el acero.
Aragorn no lo tocó, pero luego de contemplarlo un momento en silencio, se levantó y suspiró.
—Nunca hasta el fin del mundo llegarán aquí las flores del simbelmynë—murmuró—. Nueve y siete túmulos hay ahora cubiertos de hierba verde, y durante todos los largos años ha yacido ante la puerta que no pudo abrir. ¿Adónde conduce? ¿Por qué quiso entrar? ¡Nadie lo sabrá jamás!
”¡Pues mi misión no es ésta! —gritó, volviéndose con presteza y hablándole a la susurrante oscuridad—. ¡Guardad los secretos y tesoros acumulados en los Años Malditos! Sólo pedimos prontitud. ¡Dejadnos pasar, y luego seguidnos! ¡Os convoco ante la Piedra de Erech!
No hubo respuesta; sólo un silencio profundo, más aterrador aún que los murmullos; y luego sopló una ráfaga fría que estremeció y apagó las antorchas, y fue imposible volver a encenderlas. Del tiempo que siguió, una hora o muchas, Gimli recordó muy poco. Los otros apresuraron el paso, pero él iba aún a la zaga, perseguido por un horror indescriptible que siempre parecía estar a punto de alcanzarlo un rumor que crecía a sus espaldas, como el susurro fantasmal de innumerables pies. Continuó avanzando y tropezando, hasta que se arrastró por el suelo como un animal y sintió que no podía más; o encontraba una salida o daba media vuelta y en un arranque de locura corría al encuentro del terror que venía persiguiéndolo.
De pronto, oyó el susurro cristalino del agua, un sonido claro y nítido, como una piedra que cae en un sueño de sombras oscuras. La luz aumentó, la compañía traspuso otra puerta, una arcada alta y ancha, y de improviso se encontró caminando a la vera de un arroyo; y más allá un camino descendía en brusca pendiente entre dos riscos verticales, como hojas de cuchillo contra el cielo lejano. Tan profundo y angosto era el abismo que el cielo estaba oscuro, y en él titilaban unas estrellas diminutas. Sin embargo, como Gimli supo más tarde, aún faltaban dos horas para el anochecer; aunque por lo que él podía entender en ese momento, bien podía tratarse del crepúsculo de algún año por venir, o de algún otro mundo.
La Compañía montó nuevamente a caballo, y Gimli volvió junto a Legolas. Cabalgaban en fila, y la tarde caía, dando paso a un anochecer de un azul intenso; y el miedo los perseguía aún. Legolas, volviéndose para hablar con Gimli, miró atrás, y el Enano alcanzó a ver el centelleo de los ojos brillantes del Elfo. Detrás iba Elladan, el último de la compañía, pero no el último en tomar el camino descendente.
—Los Muertos nos siguen —dijo Legolas—. Veo formas de hombres y de caballos, y estandartes pálidos como jirones de nubes, y lanzas como zarzas invernales en una noche de niebla. Los Muertos nos siguen.
—Sí, los Muertos cabalgan detrás de nosotros. Han sido convocados —dijo Elladan.
Tan repentinamente como si se hubiese escurrido por la grieta de un muro, la Compañía salió al fin de la hondonada; ante ellos se extendían las tierras montañosas de un gran valle, y el arroyo descendía con una voz fría, en numerosas cascadas.
—¿En qué lugar de la Tierra Media nos encontramos? —preguntó Gimli; y Elladan le respondió—: Hemos bajado desde las fuentes del Morthond, el largo río de aguas glaciales; desciende hasta volcarse en el mar que baña los muros de Dol Amroth. Ya no necesitarás preguntar el origen del nombre: Raíz Negra lo llaman.
El Valle del Morthond era como una bahía amplia recostada contra los escarpados riscos meridionales. Las barrancas empinadas estaban tapizadas de hierbas; pero a esa hora todo era gris, pues el sol se había ocultado, y abajo, en la lejanía, parpadeaban las luces de las moradas de los Hombres. Era un valle rico y muy poblado.
De pronto, sin darse vuelta, Aragorn gritó con voz tonante, de modo que todos pudieran oírlo: —¡Olvidad vuestra fatiga, amigos! ¡Galopad ahora, galopad! Es menester que lleguemos a la Piedra de Erech antes del fin del día, y el camino es todavía largo. Y luego, sin una mirada atrás, galoparon a través de las campiñas montañosas, hasta llegar a un puente sobre el río, ahora caudaloso, y encontraron un camino que bajaba a los llanos.
Al paso de la Compañía Gris, las luces de las casas y de las aldeas se apagaban, se cerraban las puertas, y la gente que aún estaba en los campos daba gritos de terror y huía despavorida, como ciervos acosados. En todas partes se oía el mismo clamor en la noche creciente: —¡El Rey de los Muertos! ¡El Rey de los Muertos marcha sobre nosotros!
Lejos y allá abajo repicaban campanas, y todos huían ante el rostro de Aragorn; pero los jinetes de la Compañía Gris pasaban de largo, rápidos como cazadores, y ya los caballos empezaban a trastabillar de cansancio. Así, justo antes de la medianoche, y en una oscuridad tan negra como las cavernas de las montañas, llegaron por fin a la Colina de Erech.
Largo tiempo hacía que el terror de los Muertos se había aposentado en esa colina y en los campos desiertos de alrededor. Pues allí en la cima se alzaba una piedra negra, redonda como un gran globo, de la altura de un hombre, aunque la mitad estaba enterrada en el suelo. Tenía un aspecto sobrenatural, como si hubiese caído de lo alto, y algunos lo creían; pero aquellos que aún recordaban las antiguas crónicas del Oesternesse aseguraban que había venido de las ruinas de Númenor y que había sido puesta por Isildur, cuando llegó allí. Ninguno de los habitantes del valle se atrevía a aproximarse a la piedra, ni quería vivir en las cercanías. Decían que en ese lugar celebraban sus cónclaves los Hombres Sombra, y que allí se reunían a cuchichear en horas de pavor, apiñados alrededor de la Piedra.
A esa Piedra llegó la Compañía en lo más profundo de la noche, y se detuvo. Elrohir le dio entonces a Aragorn un cuerno de plata, y Aragorn sopló en él; y a los hombres que estaban más cerca les pareció oír una respuesta, otros cuernos que resonaban en cavernas profundas y lejanas. No oían ningún otro ruido, pero sin embargo sentían la presencia de un gran ejército reunido alrededor de la colina; y el viento helado que soplaba de las montañas era como el aliento de una legión de espectros. Aragorn desmontó, y de pie junto a la Piedra, gritó con voz potente: —Perjuros ¿a qué habéis venido?
Y se oyó en la noche una voz que le respondió, desde lejos: —A cumplir el juramento y encontrar la paz.
Aragorn dijo entonces: —Por fin ha llegado la hora. Marcharé en seguida a Pelargir en la ribera del Anduin, y vosotros vendréis conmigo. Y cuando hayan desaparecido de esta tierra todos los servidores de Sauron, consideraré como cumplido vuestro juramento, y entonces tendréis paz y podréis partir para siempre. Porque yo soy Elessar, el heredero de Isildur de Gondor.
Dicho esto, le ordenó a Halbarad que desplegase el gran estandarte que había traído; y he aquí que era negro, y si tenía alguna insignia, no se veía en la oscuridad. Entonces se hizo el silencio; ni un murmullo ni un suspiro volvió a oírse en toda aquella larga noche. La Compañía acampó en las cercanías de la Piedra, aunque los hombres, atemorizados por las Sombras que los cercaban, casi no durmieron.
Pero cuando llegó la aurora, pálida y fría, Aragorn se levantó; y guió a la compañía en el viaje más precipitado y fatigoso que ninguno de los hombres, salvo él mismo, había conocido jamás; y sólo la indomable voluntad de Aragorn los sostuvo e impidió que se detuvieran. Nadie entre los mortales hubiera podido soportarlo, nadie excepto los Dúnedain del Norte, y con ellos Gimli el Enano y Legolas de los Elfos.
Pasaron por la Garganta de Tarlang y desembocaron en Lamedon, seguidos por el Ejército de las Sombras y precedidos por el terror. Y cuando llegaron a Calembel, a orillas del Ciril, el sol descendió como sangre en el oeste, detrás de los picos lejanos del Pinnath Gelin. Encontraron la ciudad desierta y los vados abandonados, pues muchos de los habitantes habían partido a la guerra, y los demás habían huido a las colinas ante el rumor de la venida del Rey de los Muertos. Y al día siguiente no hubo amanecer, y la Compañía Gris penetró en las tinieblas de la Tempestad de Mordor, y desapareció a los ojos de los mortales; pero los Muertos los seguían.
3
EL ACANTONAMIENTO DE ROHAN
Ahora todos los caminos corrían a la par hacia el Este, hacia la guerra ya inminente, a enfrentar el ataque de la Sombra. Y en el momento mismo en que Pippin asistía, en la Gran Puerta de la Ciudad, a la llegada del Príncipe de Dol Amroth con sus estandartes, Théoden Rey de Rohan descendía desde las colinas.
La tarde declinaba. A los últimos rayos del poniente, las sombras largas y puntiagudas de los Jinetes se adelantaban a las cabalgaduras. Ya la oscuridad se había agazapado bajo los abetos susurrantes que vestían los flancos de la montaña, y ahora, al final de la jornada, el rey cabalgaba lentamente. Pronto el camino contorneó un gran espolón de roca desnuda y se internó de improviso en la penumbra suspirante de una arboleda. Los Jinetes descendían, descendían sin cesar en una larga fila serpentina. Cuando llegaron por fin al fondo de la garganta, ya caía la noche en los bajíos. El sol había desaparecido. El crepúsculo se tendía sobre las cascadas.
Durante todo el día, abajo y a lo lejos, habían visto un arroyo que descendía a los saltos desde la alta garganta, y corría por un cauce estrecho entre unos muros revestidos de pinos; ahora, pasando por una puerta rocosa, penetraba en un valle más ancho. Siguiendo el curso del arroyo los Jinetes se encontraron de pronto ante el Valle Sagrado, donde resonaban las voces del agua en la noche. En ese paraje, el blanco Nevado, engrosado con el caudal del arroyo, se precipitaba, humeante y espumoso sobre las rocas hacia Edoras y las colinas y las praderas verdes. A lo lejos y a la derecha, a la entrada del gran valle, asomaba erguida sobre vastos contrafuertes velados por las nubes la poderosa cabeza del Pico Afilado; pero la cresta resplandecía allá en las alturas, vestida de nieves eternas, solitaria y aislada del mundo, sombreada de azul en el Este, teñida del rojo del crepúsculo en el Oeste.
Merry contempló con asombro aquel país extraño, del que había oído tantas historias a lo largo del camino. Era un mundo sin cielo, en el que los ojos del hobbit, a través de resquicios de aire tenebroso, no veían nada más que pendientes cada vez más altas, murallones de piedra detrás de otros murallones, y precipicios amenazantes envueltos en nieblas. Por un momento, como en un duermevela, escuchó los rumores del agua, el murmullo de los árboles, el crujido de las piedras, y el vasto silencio expectante detrás de cada ruido. A Merry lo fascinaban las montañas, o lo había fascinado la idea de las montañas, marco sempiterno de las historias de países lejanos; pero ahora lo retenía abajo el peso insoportable de la Tierra Media. Hubiera querido cerrarle las puertas a aquella inmensidad, en una habitación tranquila junto a un fuego.
Estaba muy fatigado, pues si bien la cabalgata había sido lenta, rara vez se habían detenido a descansar. Hora tras hora durante casi tres días interminables había marchado a los tumbos, a través de gargantas y largos valles, y un sinfín de ríos y arroyos. A veces, cuando el camino era más ancho, cabalgó junto al rey, sin advertir que muchos de los Jinetes sonreían al verlos: el hobbit en el poney peludo y gris, y el Señor de Rohan en el esbelto corcel blanco. En esos momentos había conversado con Théoden, hablándole de su tierra natal y de las costumbres y los acontecimientos de la Comarca, o escuchando a su vez las historias de la Marca y las hazañas de los grandes hombres de antaño. Pero la mayor parte del tiempo, sobre todo en este último día, Merry había cabalgado solo cerca del rey, sin decir nada, y esforzándose por entender la lengua lenta y sonora que hablaban los hombres detrás de él. Era una lengua que parecía contener muchas palabras que él conocía, aunque la pronunciación era más rica y enfática que en la Comarca, pero no conseguía poner en relación unas palabras con otras. De vez en cuando algún Jinete entonaba con voz clara y vibrante un canto fervoroso, y a Merry se le encendía el corazón, aunque no entendía de qué se trataba.