Cuentos de mí mismo - де Унамуно Мигель 11 стр.


– ¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?

– Sí, sí; algunas me han quedado grabadas con imborrables caracteres. Me hablaba de la luna, de las nubes y de cómo se formaban; de cómo se siembra y crece y se recoge el trigo; de los insectos y de su vida y costumbres. Estoy seguro de que aquellas enseñanzas, hasta las que he olvidado, son las más sustanciosas que he recibido, la roca viva de mi cultura íntima. Hasta las olvidadas, se lo aseguro a usted, me vivifican el pensar desde el olvido mismo, porque el olvido es algo positivo, como el silencio y la oscuridad lo son.

– Por lo menos -le interrumpí- son el olvido, la oscuridad y el silencio los que hacen posibles la memoria, la luz y la voz.

– De pronto le entraban arrebatados súbitos y me cogía en brazos y me besaba y besuqueaba, preguntándome a cada momento: "Gabriel, ¿serás bueno siempre?" Y yo, más que conmovido asustado, le respondía siempre: "Sí, papá". Lo recuerdo bien; me daba miedo aquella pregunta de "¿Serás bueno siempre?"; miedo, miedo, era lo que me daba. Alguna vez llegó hasta a llorar sobre mis mejillas; y yo recuerdo que rompí entonces a llorar también con un llanto silencioso, como el suyo, con un llanto hondo que me arrancaba de las entrañas del espíritu toda la tristeza con que ha sido amasada nuestra carne, pesares de ultracuna… ¿Quién sabe?, dolores heredados tal vez.

– ¡Qué teorías! -dije yo.

– No son teorías -me contestó-: son hechos. Se fatigaba mucho, y tenía que sentarse a cada paso; y una tarde, puesto ya el sol, me habló, mirando hacia el dorado poniente, de su cercana muerte. Y acabó con su pregunta de siempre: "¿Serás siempre bueno, Gabriel?". Nunca me dio la pregunta más miedo, más religioso terror que entonces. Ni sé si supe contestarle.

– Veo que recuerda usted más de lo que decía…

– Sí, cuando me pongo a pensar en ello. Todos estos recuerdos son el fondo sobre que he recibido mil ulteriores impresiones en la vida, y todas están teñidas de su color. Todo lo he visto a través de ellos; pero de él, de mi padre mismo, de su figura, recuerdo poco. Otras veces me hablaba del Padre, que es como llamaba siempre a Dios, y allí, en medio del campo mientras la luz se derretía en la noche, me hacía rezar el Padrenuestro, explicándome cada una de sus palabras. Solía detenerse en el hágase tu voluntad, y al concluir de explicármelo me abrazaba sofocado, diciéndome: "¿Serás siempre bueno, Gabriel?".

Calló un momento, como recogiendo sus lejanos recuerdos, y prosiguió:

– Lo que sí recuerdo es su último día, el día de su muerte, el día del abejorro. Estaba ya muy débil; tenía que sentarse a cada momento, y cuando se ponía a explicarme algo lo hacía con tal lentitud, tantas pausas y tantos anhelos, que me infundía un vago terror. Aquel anochecer se sentó en un tronco de árbol derribado, y al poco tiempo, uno de esos abejorros sanjuaneros que revolotean como atontados, tropezando con todo, después de puesto el sol empezó a revolotear en torno a nosotros. Mi padre le ahuyentaba con la mano, y hasta este esfuerzo le era penoso. "Échale", me dijo. Y yo, con mi gorra, le ahuyenté. "Hoy no hay luna, papá", recuerdo que le dije; y él, con una calma terrible, mascullando cada palabra, me respondió: "Luna sí hay, hijo mío; es que está apagada, y por eso no la ves; luna hay siempre; cuando la ves como una hoz, es que no le alumbra el sol por entero… Otras veces sale casi de día…" Volvió el abejorro, y ya no se entretuvo en ahuyentarlo. "¡Qué mal estoy, hijo!", exclamó. Yo callaba, y el abejorro zumbaba en torno nuestro. Se adelantó entonces mi padre un poco, y le brotó un chorro de sangre de la boca. Yo quedé aterrado, y a mi terror acompañaba con su revoloteo el abejorro. "¡Yo me muero, Gabriel -dijo mi padre-: adiós! ¿Serás siempre bueno?" No pude responder. Mi padre cayó muerto; y yo, frío, solo con él en medio del campo, de noche ya, no recuerdo lo que pensé ni lo que sentí. No recuerdo más de aquellos momentos que al abejorro, al tenaz abejorro, que parecía repetirme: "¿Serás siempre bueno, Gabriel?", y que fue a posarse en la cara misma de mi padre.

– Ahora se comprende todo -le dije-; pero ¿cómo le aterraba a usted esa sencilla pregunta, tan natural, tan dulce?

– ¿Cuál? ¿La pregunta de mi padre? ¿Su última pregunta? ¿La que me dirigió poco antes de nacer a la muerte? No lo sé; pero lo que sí puedo asegurarle es que cuando me pongo a escarbar en mi conciencia y a rebuscar el porqué del terror que desde entonces me inspiran los abejorros que al anochecer revolotean como atontados, encuentro que no se debe tanto este terror a que me recuerden la muerte de mi padre como a que me traen la fatídica pregunta: "¿Serás siempre bueno, Gabriel?" Es una pregunta que me parece venir de la tumba…

– Creo que usted se equivoca. La impresión de una muerte, y de la muerte de un padre, sobre todo, y más en las circunstancias en que usted me la ha narrado, deja una huella indeleble en el alma de un niño. Es una revelación tremenda, es una fuente de seriedad para la vida.

– Puede ser; pero yo le aseguro a usted que pienso en la muerte con relativa tranquilidad; que alguna vez me ejercito en representármela al vivo y en representarme mi propia muerte, y afronto tal imagen. Pero cada vez que traigo a mi memoria aquella insistente pregunta paternal, incubada con todas las misteriosas melancolías del anochecer, aquello de "¿Serás siempre bueno?", me pongo a temblar, a temblar como un azogado. Porque, dígamelo, ¿sé yo acaso si seré siempre bueno?

– Con proponérselo…

– ¡Oh!, sí, lo de todos y lo de siempre… ¡Con proponérselo! ¿Sé yo si seré siempre bueno? ¿Sé siquiera si lo soy?

– ¡Hombre!

– Esperaba esa expresión de asombro; con ella me han respondido casi siempre. Sí, ¿sé si lo soy?

– ¡Hombre, la voz de la propia conciencia!…

– ¿Y está muda?

– Quien no tiene conciencia de obrar mal es que no obra mal, porque la intención…

– ¡La intención! ¡La intención! ¿Conocemos nuestras propias intenciones? ¿Sabemos si somos buenos o no? Créame usted que es esa tremenda cuestión lo que nos hace temblar cuando zumba en torno de nosotros el abejorro evocador de la muerte. Sin esa pregunta, nadie creería en la muerte.

– Extrañas teorías…

– No, no son teorías: son hechos.

(La Ilustración Española y Americana, Madrid, 8-1-1900)

DON MARTIN, O DE LA GLORIA

¡Pobre don Martín! Jamás olvidaré la última conversación que con él tuve. ¡Pobre don Martín, el antiguo y glorioso escritor, clásico ya en vida! Y este es su testamento: asistir a su propia inmortalización. Se mira en su fantasma y tiembla; su nombre inmortalizado le sume en desaliento.

¡Pobre don Martín! ¡Qué triste caso el suyo! Está el pobre hecho todo un mortal, todo un miserable mortal, así en lo bueno como en lo malo.

La idea de que su nombre durará acaso siglos le hace considerar con mayor amargura la muerte, que no puede estar lejos.

Había oído hablar de las tristezas de don Martín, del pesar con que echa de menos sus tiempos de resonancia, de su hipocondría, y hasta me habían asegurado que ofrecía síntomas premonitorios de delirio de las persecuciones. Y lo que he podido barruntar en él es que, a semejanza de Calipso, en su dolor por no promover ya aquel ruido que antaño metía en nuestra patria, no puede consolarse de ser inmortal. Ha descendido al fondo de la memoria de sus compatriotas, y quisiera estar a flor de ella.

Porque don Martín, ¿quién lo duda?, ha entrado ya entre nuestros inmortales, es un clásico de nuestra literatura. Y es el pesar que el pobre hombre siente, sin darse de ello clara cuenta; es que la mortalidad se le escapa. Está visto que no somos más que un poco de barro soplado.

Hubo un tiempo en que la publicación de un libro de don Martín era un acontecimiento patrio, arrebataba el público de manos de los libreros en pocos días copiosas tiradas de él, discutíanse sus doctrinas, poníansele en los cuernos de la luna o por debajo de las piedras, y el hombre gozaba o sufría a un tiempo, oscilaba entre esperanzas sin medida y desesperaciones sin fondo, soñaba con la gloria arrullado por los aplausos. Hoy tiene ya la gloria, pero no la oye; hoy sus libros gotean como lluvia dulce y continua, y el pobre don Martín, que no la siente, suspira por los días en que desataba chaparrones sobre el público. Porque entonces leía lo que de él y sus obras se escribía, y oía los aplausos y alabanzas, mientras que ahora no oye cómo se precipita el latir de los corazones de los mozos cuando, al trasponer su bachillerato, cogen en mano las obras clásicas de don Martín. Hoy que ha vencido suspira por la batalla. La gloria vale poco; lo hermoso es el esfuerzo por lograrla.

– No se acuerdan de mí -me decía con lágrimas en los ojos-; ya no se habla de mis obras…

– Tampoco se habla de las coplas de Jorge Manrique -le dije-, ni se comenta en los cafés los dramas de nuestro antiguo teatro… Y usted, don Martín, es ya un antiguo…

– Un antiguo…, un antiguo… No, no, la juventud no me quiere…

– ¿Es que quiere usted que estén hablando de usted de continuo, y que se aprendan de memoria sus obras y las vayan por ahí recitando…?

– ¡Oh, no, no!, no es eso; pero…

– Mire usted, hace poco releí El fantasma del bosque…

– ¡El fantasma del bosque! -me interrumpió vivamente-. No me recuerde eso, no me lo recuerde…, no lo resisto. He intentado volver a leerlo varias veces, y me ha sido imposible. Eso no lo hice yo, no pude hacerlo…

– Sin embargo, el público…

– Sí, el público es lo que prefiere entre mis obras. Es natural; es lo suyo; porque eso no lo hice yo, lo hizo mi público.

– Pues es la obra que ha de inmortalizarle -añadí con algo de aviesa intención.

– ¿Inmortalizarme? Una noche me senté en un banco junto a la estatua de uno de nuestros más grandes hombres, de un inmortal, y sentí que él era de bronce y de memoria, y yo de carne y de espíritu. Si no le miran y le conocen, ¿qué alma tiene?, es decir, ¿qué memoria reside en él? ¡Qué martirio más horrible, pensaba para mí mismo, qué martirio más horrible si condenase Dios a mi pobre alma a que encarnara en una estatua así y se estuviese, presa de ella, viendo pasar a los hombres a sus pies, casi todos indiferentes! Y me puse a pensar que una pena así me reservaría el Juez Supremo en castigo de mi loca sed de vanagloria.

– Pero ¿y su memoria de usted en los corazones, que es, más que en los cerebros, en los corazones de los que han de venir?

– ¿Mi memoria? ¿Y qué es eso?

– Su fama de usted se ha hecho habitual; forman las concepciones que a usted debemos parte de la concepción de nuestro pueblo, y por eso no necesitamos recordarle expresamente a cada paso. Usted es un hábito…

– Un hábito…, un hábito… Lo que se hace habitual se hace inconsciente… Mi espíritu se desparrama y difunde en el de mi pueblo, tal vez tenga usted razón, pero es perdiéndolo yo. Yo no soy mío.

– ¿Y el de sobrevivir así?

– No, no sobreviviré yo…, sino mis obras. Mis obras me sobrevivirán…

– Es un consuelo perpetuarse en los hijos…

– ¿Perpetuarse? ¡Cuánta vaciedad inspira la desilusión de vivir! Y diga usted: ¿yo no soy hijo? ¿No soy yo hijo mío?

Callóse y en su actitud de pesadumbre adiviné que hacía de él presa la congoja de pensar que sus obras han de sobrevivirle, que ha traspasado a ellas su vida. Daría el pobre un poco de fe en la otra vida, en la ultraterrena, por todo cuanto de él han de decir los manuales de literatura del siglo XXX. De pronto levantó la abrumada cabeza y dijo:

– ¡Oh fe! ¡Santa fe la de aquellos que han dado al mundo obras anónimas! Ahí está la Imitación de Cristo; su autor no vendió su alma por su nombre. Es que creía en otra inmortalidad y trabajaba para la eternidad, no para la Historia. Pero ahora estamos tristes porque sabemos que hay que morir…, que hay que morir de veras… ¡Qué hombres! Animales en su vida de austeridades, de heroísmos, de abnegaciones, de increíbles hazañas, o indecibles martirios, una sed inextinguible, loca de inmortalidad, pero con fe. Hoy esa misma sed lanza a tantos y tantos en el camino de la gloria; pero como lo que perseguimos no es más que sombra de inmortalidad y en el fondo positivo engaño, todo nuestro heroísmo no es más que sombra de tal. Ya no caben héroes; las estatuas los ahogan. Para acabar en estatua y figura histórica no merece la pena de ser heroico.

– Pero ¿y la satisfacción de haber cumplido con la vida? ¿Y el bien por el bien mismo? ¿La belleza por la misma belleza? ¿La verdad por la verdad? ¿La vida por la vida?

– Qué, ¿también usted me trae esas estúpidas monsergas? Estos muchachos se han propuesto libertar a los cuerpos de la gravitación. La belleza por la belleza misma es lo más feo que conozco; el bien por el bien, lo más inmoral; la verdad por la verdad, lo más ilógico. En cuanto veo un altruista, me pongo en guardia; no quiero más que seres naturales. Si viese usted un peñasco cerniéndose sobre su cabeza, como un aerolito, como un meteoro, sin sostén, huiría usted más que de prisa hasta ponerse en salvo. Huya de igual modo de todo hombre sin egoísmo, porque si cae lo aplasta a usted. Y el egoísmo culmina en querer sobrevivir de verdad, en aspirar a ser inmortales de sustancia y no de mentirijillas. Estos muchachos, estos muchachos… Ahí está don Esteban Pobedaño, el autor de ese drama tan sonado que titulan La vida.

Calló. Pocas cosas entristecían a don Martín tanto como el ver a los mozos trepar la escarpada montaña de la gloria. «Nuevos aspirantes a entrar en el Panteón -piensa-, ¡entre tantos, nos tocará a menos!» Y siente, al pensarlo, la tristeza que sienten no pocos justos al imaginarse que pueda no haber infierno. ¡Pobre don Martín, el inmortal condenado a muerte! ¡El clásico de la vida! ¡Pobrecito don Martín, que no ha comprendido que la gloria se da toda entera a cada uno y es mayor cuanto entre más se reparte! ¡Pobre don Martín, que ignora que cada nuevo dios que en el Panteón ingresa refleja sobre los demás su gloria y la recibe reflejada de éstos! ¡Pobre don Martín, hecho de tierra y soplo, ya que no de bronce y noticia! ¡Pobre don Martín! ¡Qué bien le vendría la muerte, la muerte que le abriese la intuición de la verdad, o que por lo menos le cerrase la de la mentira y la ilusión! Pero jamás olvidaré una cosa terrible que le oí cierta noche, una cosa cuyo recuerdo me da escalofríos, una cosa que me hizo penetrar hasta el hondón de su fantástico espíritu.

– ¿A que no sabe usted -me dijo- una de las cosas que más terrible me hacen la visión de la nada de ultratumba? Pues es el pensar que ni siquiera he de saber el secreto, si es que fuera ése; que si muero y no hay más allá nada, no he de tener el consuelo de saberlo; que en la nada no hay ni conciencia de ella… Morirse, morirse para no saber el secreto de la muerte… Entonces, ¿para qué morir? ¡Esto es terrible, joven! ¡No sólo no existir, fíjese, sino no saber que no se existe…!

«¡Qué embolismo! -me dije-. Este hombre está loco perdido.» Y por el pronto no me di cuenta de todo el estado de conciencia que sus palabras revelaban; pero me sobrecogí instintivamente, como sí hubiese tocado una visión impalpable, hecha de frío; un fantasma, un espíritu sapo.

Porque es el caso que siempre ha tenido don Martín para mí algo de lúgubremente fascinador, sobre todo desde aquel día en que me dijo, poniéndome su mano sobre el hombro y con una sonrisa amarga:

– Joven, intente usted una noche, estando acostado, concebirse como no existiendo, y verá usted, verá usted qué hormigueo le da en el alma y cómo se cura de esa pestilente salud de los que no han llegado al hastío de haber vivido, de haber vivido, joven, no de vivir.

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