Cuando recuerdo estas y otras cosas del pobre don Martín, bórraseme todo afecto de caridad hacia él y, si fuese Juez Supremo, le condenaría a prisión eterna en una estatua.
(Los Lunes de «El Imparcial», Madrid, 2-VI-1900)
EL MAESTRO DE CARRASQUEDA
Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no muy lejos. Te llaman a atajar una riña de un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: "No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar"? ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo… que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya del pueblo, sino de muchos.»
Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que, en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra – pensaba-; pero lo que es la música…» Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.
¡Todo un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos a aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber en él nacido nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.
Cuando, el año veinte, llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero enseñarles a que se lavaran: suciedad por dondequiera; suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.
Con los mayores no se podía, pues a todo paraban el golpe con un «¡Eso no pinta aquí!» «Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena» era su refrán favorito. Que se cubrieran los estercoleros de abono; que no los dejaran en montoncitos sobre las tierras; que… ¡Bah, bah, bah! ¡Querer enseñarles labranza a ellos, labradores desde siempre…! «¡Señor maestro, enseñe el catecismo a los niños, y luego, si hay tiempo, a leer y escribir, y déjese de andróminas!»
Cada visita del concejo a la escuela costaba una sofoquina al pobre maestro. Quiso suprimir el discursito de rigor cuando se anunció la visita del inspector, pero el cura:
– Amigo don Casiano -le dijo-, no se nos venga con pedagogías y cosas de ayer por la mañana, que los tíos son tíos, aunque no lo quieran, y es menester que el hijo del alcalde eche su discursito, como es costumbre en casos parecidos, y mejor si es verso… y que no lo entiendan, sobre todo…
Tuvo el maestro una idea. Llamó a Ramonete, hijo del tío Quejana, el alcalde, para que convenciese a su padre que no hacía al caso el discurso. «El chico tendrá mejor sentido que el padre, pues no le ha sobrado tanto tiempo de echarlo a perder», pensó. Y, en efecto, se prendó del mocito. ¡Vaya un chicuelo! Y en adelante le brindó las lecciones y por él hablaba a los demás. Cuando ni aún Ramonete le entendía, exclamaba malhumorado: «¡Es como si hablara a la pared!», pensando al punto: «Las paredes oyen… y entienden acaso».
Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a Ramonete, y en él al pueblo, a Carrasqueda todo: «Yo te haré hombre -le decía-; tú déjate querer». Y el chico no sólo se dejaba, se hacía querer. Y fue el maestro traspasándole las ambiciones y altos anhelos, que, sin saber cómo, iban adormeciéndosele en el corazón.
Era en el campo, entre los sembrados, bajo el infinito tornavoz del cielo, donde, rodeado de los chicuelos, Ramonete allí juntito, a su vera, le brotaban las parábolas del corazón. Aún recuerda Quejana -se lo hemos oído más de una vez- cuando les decía que Jesucristo fue un artesano lugareño a quien mataron en la ciudad, o cuando, frente a un barbecho, exclamaba: «¿Creéis que esta tierra no hace más que descansar? ¡Pues no! El aire manso y silencioso la está renovando, mientras que el ventarrón no hace sino meter ruido y derribar…»
Y cuando aquellos niños se hicieron hombres y padres, don Casiano les hacía leer los domingos, comentándoles lo que leían, y les mondó cuerpos y mentes, y les enseñó a cubrir el estiércol y a aprovecharlo, y, sobre todo, a conservar en el fondo del corazón una niñez perpetua.
Mas su preocupación era Ramonete; Ramonete, que se fue a la ciudad a estudiar carrera. Los veranos, en vacaciones, ¡qué paseos por campos sin fin, entre barbechos!
Todos conocemos la brillante carrera de don Ramón, aquellos sus primeros triunfos, su encumbramiento, su victoria final; todos sabemos sus desalientos también, sus dudas y sus desazones. Cuando, después de la famosa ruptura de la Liga, en 1850 se retiró don Ramón a su pueblo despechado y descorazonado, fue su primer maestro quien le curó, enseñándole a querer a la patria y hablándole de su ensueño de una España celeste. Cuando, después de su victoria definitiva, fue a su pueblo a recoger el último suspiro de su madre, ¡qué abrazo el que se dieron él y don Casiano, en el ejido del lugar, ante los lugareños conmovidos!
Don Casiano se ha hecho célebre por el célebre estribillo de don Ramón, estribillo que apenas falta en ninguno de los discursos; aquello de «Decía una vez mi maestro…» Al principio provocaba risa el inciso; pero muy pronto empezó a provocar la mayor atención y recogimiento en los oyentes.
Don Ramón intentó cierta vez condecorarle, y cuentan que le contestó: «Mi condecoración eres tú, Ramonete.» Y no insistió éste.
– Si usted hubiera salido, don Casiano…
– ¿Salir? ¿A dónde?
– Hoy tendría posición, nombre, gloria…
– ¡Posición, nombre, gloria! ¿Y Carrasqueda de Abajo? ¿Y tú, Ramonete, y tú? No, yo no soy de los que se guardan las perrillas para amasarse un caudalejo, agarrarse a la usura y legar a los hijos una rentita; lo que he ganado un día lo he dado siempre al siguiente, en calderilla, como lo gané. He derramado mi espíritu en Carrasqueda, en calderilla también, y esto vale más que recogerse un nombre de oro en el mundo, un nombre que me dé renta de elogios. Carrasqueda es mi mundo, y el mundo entero, esta pobre tierra donde querías que dejase un nombre, nada más que un Carrasqueda algo mayor. Levanta de noche tu vista a las estrellas, Ramonete; recuerda lo que te he enseñado, y te convencerás. ¿Qué prefieres, que tu nombre trasponga el Pirineo y ande en bocas de extraños, o que tu alma se derrame en silencio por España, entre los que piensan con la lengua en que piensas tú?
– Una cosa y otra, don Casiano…
– ¿Es posible? No tomes a la patria de pedestal de tu fama ni de campo de tus hazañas, ni hagas como esos que la maldicen o desprecian porque, no siendo oída en la junta de las naciones, no se les escucha a ellos. No digas: «¿Qué culpa tengo de haber nacido español?», no vaya a creerse, al oírtelo, que pareces grande tan sólo porque ella es chica. Ponte a sus pies, de escabel de su gloria y de su dicha, escondido entre los sillares de sus cimientos…
– Pero en un lugarejo…
– Sí, sé lo que vas a decirme: se embrutece, se envilece y se empobrece. Pero ¿no era mi deber trabajar para que se humanizaran, ennoblecieran y enriquecieran tus hermanos los carrasquedeños?
– ¿Por qué no escribe usted, don Casiano?
– ¿Escribir yo? ¡Obra tú, Ramonete! Me he enterrado en vosotros, en mis discípulos.
Todos recordarán aquel viaje precipitado de don Ramón a su pueblo, cuando, dejando colgados graves asuntos políticos, fue a ver morir a su maestro, ochentón ya.
Hizo éste que le llevaran a morir a la escuela, junto al encerado, frente a aquella ventana que da a la alameda del río, apacentando sus ojos en la visión de las montañas de lontananza, que retenían las semillas de los ensueños todos que, contemplándolas, le habían florecido al maestro en el huerto del espíritu. En el encerado había hecho escribir estas palabras del cuarto Evangelio: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él solo queda; mas si muriere, lleva mucho fruto». Al acercársele la piadosa Muerte, le levantó a flor de alma las raíces de los pensamientos como en el mar levanta, al acercársele, la Luna las raíces de las aguas. Y su espíritu, cuando sólo le ataba al cuerpo un hilo, sobre el que blandía la Muerte, piadosa, su segur, henchido de inspiración postrera, habló así:
– Mira, Ramonete: se me ha dicho mil veces que mi voz ha sido de las que han clamado en el desierto…, ¡sermón perdido! Yo mismo os repetía en la escuela, cuando tú no me entendías: «¡Es como si hablase a la pared!» Pero, hijo mío, las paredes oyen; oyen todo, y todo empieza, ahora que me muero, a hablarme a los oídos. Mira, Ramonete: nada muere, todo baja del río del tiempo al mar de la eternidad, y allí queda…; el universo es un vasto fonógrafo y una vasta placa en que queda todo sonido que murió y toda figura que pasó; sólo hace falta la conmoción que los vuelva un día… Las voces perdidas y muertas resucitarán un día y formarán un coro, un coro inmenso que llene el infinito… Me voy de esta España, de la terrestre, de la que fluye, a la otra España, a la España celestial… Ya sabes que el cielo envuelve a la tierra… ¡Habla y enseña aunque no te oigan…! Soy una voz que se apaga en el desierto… ¡Adiós, hijo mío!
Y calló para siempre. Y Quejana besó aquella boca, sellada para siempre por el supremo silencio, y al besarla cayeron de los ojos vivos del discípulo dos lágrimas a los muertos ojos del maestro, fijos en la eternidad.
(La Lectura, Madrid, julio 1903)
LA LOCURA DEL DOCTOR MONTARCO
Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y me repitió muchas veces: "Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias".
Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contra las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En eso denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.
En su vida era uno de los hombres más regulares y más sencillos que he conocido; ni coleccionaba nada -ni siquiera libros- ni le conocí nunca monomanía alguna. Su clientela, su hogar y sus trabajos literarios: tales eran sus únicas ocupaciones. Tenía mujer y dos hijas, ocho y diez años, cuando llegó a la ciudad. Vino precedido de un muy buen crédito como médico; pero también se decía que eran sus rarezas lo que le obligó a dejar su ciudad natal y venir a aquélla en que le conocí. Su rareza mayor consistía, según los médicos sus colegas, en que siendo un excelente profesional, muy versado en las ciencias médicas y en biología, y escribiendo mucho, jamás le dio por escribir de medicina. A lo que él me decía una vez, con su especial estilo violento: "¿Por qué querrán esos imbéciles que escriba yo de cosas del oficio? He estudiado medicina para curar enfermos y ganarme la vida curándolos. ¿Los curo? ¿Sí? Pues entonces que me dejen en paz con sus majaderías y no se metan donde no los llaman. Yo me gano la vida con la mejor conciencia posible, y una vez ganada, hago con ella lo que se me antoja, y no lo que se les antoja a esos majagranzas. No puede usted figurarse bien qué insondable fondo de miseria moral hay en ese empeño que ponen no pocas gentes en enjaular a cada uno en su especialidad. Yo, por el contrario, hallo grandísimas ventajas en que se viva de una actividad y para otra. Usted recordará las justas invectivas de Schopenhauer contra los filósofos de oficio".
A poco de llegar a la ciudad, y cuando ya empezaba a hacerse una más que regular clientela y a adquirir renombre de médico serio, cuidadoso, solícito y afortunado, publicó en un semanario de la localidad su primer cuento, un cuento entre fantástico y humorístico, sin descripciones y sin moraleja. A los dos días le encontré muy contrariado, y al preguntarle lo que le pasaba estalló y me dijo:
– ¿Pero cree usted que voy a poder resistir mucho tiempo la presión abrumadora de la tontería ambiente? ¡Lo mismo que en mi pueblo, lo mismito! Y lo mismo que allí, acabaré por cobrar fama de raro y loco, yo, que soy un portento de cordura, y me irán dejando mis clientes, y perderé la parroquia, y vendrán días de miseria, desesperación, asco y cólera, y tendré que emigrar de aquí como tuve que emigrar de mi propio pueblo.
– ¿Pero qué le ha pasado? -le pregunté.
– ¿Qué me ha pasado? Que son ya cinco las personas que se me han acercado a preguntarme qué es lo que me proponía al escribir el cuento ese, y qué quiero decir en él y cuál es su alcance. ¡Estúpidos, estúpidos y más que estúpidos! Son peores que los chiquillos que rompen los muñecos para ver qué tienen dentro. Este pueblo no tiene redención, amigo; está irremisiblemente condenado a seriedad y tontería, que son hermanas mellizas. Aquí todos tienen alma de dómine; no comprenden que se escriba sino para probar algo o defender o atacar alguna tesis, o con segunda intención. A uno de esos memos que me preguntó por el alcance de mi cuento le repliqué: "¿Le divirtió a usted?" y como me dijera: "Hombre, como divertirme, sí me divirtió; la cosa no deja de tener gracia; pero…" Al llegar al pero le dejé con él en la boca, dándole las espaldas. Para ese mamarracho no basta tener gracia. ¡Almas de dómines! ¡Almas de dómines!
– Pero… -me atreví a empezar.
– Hombre, no me venga usted también con peros -me atajó-; déjese de eso. La roña infecciosa de nuestra literatura española es el didactismo; por dondequiera el sermón, y el sermón malo; todo cristo se mete aquí a dar consejos y los da con cara de corcho. Una vez cogí la Epístola moral a Fabio y no pude pasar de los tres primeros versos: se me atragantó. Esta casta carece de imaginación, y por eso sus locuras todas acaban en tontería. Es una casta ostruna, no le dé usted vueltas, ostruna, ostras, ostras y nada más que ostras. Todo sabe aquí a tierra. Vivo entre tubérculos humanos; no salen de tierra.
No escarmentó, sin embargo, y volvió a publicar otro cuento más fantástico y más humorístico que el primero. Y recuerdo que me habló de él Fernández Gómez, cliente del doctor.
– Pues señor -me decía el bueno de Fernández Gómez-, ¿no sé qué hacer después de estos escritos de mi doctor?
– ¿Y por qué?
– Porque me parece peligroso ponerme en manos de un hombre que escribe cosas semejantes.