Jane le indicó a Fara que les preparara la comida de la noche: té, pan y yogur, y después ella y Jean-Pierre salieron. La luz del día se iba apagando y el aire de la noche era tibio y fragante. En verano, ésa era la mejor hora del día. Mientras caminaban a lo largo de los campos hacia el río, Jane recordó cómo se había sentido en ese mismo sendero el verano anterior: ansiosa, confusa, excitada y decidida a tener éxito. Estaba orgullosa de haberse desenvuelto tan bien, pero se alegraba de que la aventura estuviera por llegar a su fin.
A medida que se acercaba el momento del enfrentamiento, empezó a ponerse tensa, a pesar de decirse constantemente que ella no tenía nada que esconder, nada que pudiera hacerla sentir culpable, y nada que temer. Vadearon el río en un sitio donde éste era ancho y poco profundo y se extendía sobre un lecho rocoso; después subieron por un sendero inclinado y ondulante que ascendía al risco del otro lado del río. Al llegar a la cima se sentaron en el suelo y balancearon las piernas por encima del precipicio. Treinta metros por debajo de ellos, el río de los Cinco Leones seguía su curso, chocando contra las rocas y lanzando enfurecida espuma en los rápidos. Jane contempló el valle. El terreno cultivado era cruzado por canales de irrigación y muros de piedra. Las distintas tonalidades de verde y dorado de las cosechas maduras conferían al campo el mismo aspecto que los fragmentos de cristal de colores de un juguete destrozado. Aquí y allá el panorama estaba empañado por los daños causados por las bombas: paredes caídas, canales de irrigación obstruidos y cráteres de barro en medio de las espigas mecidas por el viento. Algunas ocasionales gorras redondas u oscuros turbantes demostraban que los hombres ya se encontraban trabajando en la cosecha mientras los rusos estacionaban sus reactores en los hangares y guardaban sus bombas durante la noche. Las cabezas cubiertas por bufandas y las figuras más pequeñas eran las de las mujeres y los niños mayores, que ayudaban mientras duraba la luz. En el otro extremo del valle los sembrados luchaban por trepar las laderas más bajas de la montaña, pero pronto se rendían ante la roca polvorienta. Del racimo de casas situadas a la izquierda se elevaba el humo de algunas fogatas encendidas para cocinar, como trazos rectos de lápiz que la suave brisa no tardaba en desordenar. Esa misma brisa les hacía llegar incomprensibles trozos de la conversación mantenida por las mujeres que se bañaban más allá del recodo del río. Conversaban en voz baja y ya no se oía la risa contagiosa de Zahara, porque ella estaba de luto. Y todo por culpa de Jean-Pierre…
Ese pensamiento infundió coraje a Jane.
– Quiero que me lleves de vuelta a casa -dijo abruptamente.
Al principio él interpretó mal sus palabras.
– Pero si acabamos de llegar -contestó con irritación; después la miró y la expresión de su rostro se aclaró-. ¡Ah! -exclamó.
Había un tono tan imperturbable en su voz que a Jane le pareció de mal agüero, y entonces comprendió que era probable que no se saldría con la suya sin necesidad de luchar.
– Sí -dijo con firmeza-. A casa.
El le rodeó los hombros con un brazo.
– Por momentos este país consigue deprimirnos -explicó. No la miraba a ella sino al río rugiente que corría a sus pies-. En este momento eres especialmente vulnerable a la depresión, un riesgo siempre probable después del parto. Dentro de algunas semanas encontrarás que…
– No me hables con ese tono paternalista -replicó ella. No estaba dispuesta a permitir que se saliera por la tangente con esa clase de tonterías-. Ahórrate tus modales de médico para utilizarlos con los pacientes.
– Está bien -contestó él, retirando el brazo-. Antes de venir decidimos que nos quedaríamos dos años. Estuvimos de acuerdo en que las estancias cortas eran ineficaces, debido al tiempo y al dinero que se invierten en el entrenamiento, el viaje y la instalación. Nosotros estábamos decididos a hacer esta obra, así que nos comprometimos a quedarnos dos años…
– ¡Y después tuvimos una hija!
– ¡Eso no fue culpa mía!
– De todas maneras, he cambiado de idea.
– ¡No tienes derecho a cambiar de idea!
– ¡Tú no eres propietario de mi vida! -contestó ella, furibunda.
– Lo que me pides es algo que está completamente fuera de la cuestión. No sigamos discutiendo.
– Sólo acabamos de empezar -dijo ella. La actitud de su marido la enfurecía. La conversación se había convertido en una discusión acerca de sus derechos como individuo, y de alguna manera no quería ganarla diciéndole lo que sabía acerca de sus actividades como espía, por lo menos no deseaba hacerlo todavía; quería que él admitiera que ella era libre de tomar sus propias decisiones-. Tú no tienes ningún derecho a ignorarme ni a pasar por alto mis deseos -explicó-. Yo quiero irme de aquí este mismo verano.
– La respuesta es no.
Jane decidió tratar de razonar con él.
– Hemos estado aquí un año. Ya hemos hecho algo útil. También hemos hecho considerables sacrificios, más de los que pensábamos. ¿No te parece bastante?
– Convinimos en que serían dos años -repitió él con tozudez.
– Eso fue hace mucho tiempo y antes de que naciera Chantal.
– Entonces os vais vosotras dos y me dejáis a mí.
Durante un instante, Jane consideró la posibilidad. Viajar en una caravana hasta Pakistán con un bebé era difícil y hasta peligroso. Sin la compañía de su marido, se convertiría en una pesadilla. Pero no era imposible. Sin embargo, significaría dejar atrás a Jean-Pierre. El continuaría traicionando las caravanas y periódicamente morirían más esposos e hijos del valle. Y había otro motivo por el cual ella se negaba a que él se quedara atrás: destruiría su matrimonio.
– No puedo irme sola. Tú también debes venir.
– ¡Ni lo pienses! -contestó él, furioso-. ¡No lo haré!
Ahora no le quedaba más remedio que hablarle de lo que ella sabía. Respiró profundamente.
– No tendrás más remedio -empezó a decir.
– No tengo ninguna necesidad de hacerlo -interrumpió él. La señaló con el índice y ella lo miró a los ojos y allí vio algo que la asustó-. No puedes obligarme a hacerlo. Te aconsejo que no lo intentes.
– Pero, es que…
– Te aconsejo que no lo hagas -contestó él, con voz gélida.
De repente, él le pareció un extraño, un hombre a quien no conocía. Jane permaneció un momento en silencio, pensando. Observó a una paloma que levantaba el vuelo desde el pueblo y volaba hacia ella. Se metió en su nido, en un agujero del risco, debajo de sus pies. ¡Yo no conozco a este hombre! -pensó ella, presa del pánico-. ¡Después de un año de casados, todavía no sé quién es!
– ¿Me amas? -le preguntó.
– Amarte no significa que tenga que hacer todo lo que a ti se te antoje.
– ¿Esa es una respuesta afirmativa?
El la miró fijamente. Ella le sostuvo la mirada, sin vacilar. Poco a poco fue desapareciendo de los ojos de Jean-Pierre esa expresión de dureza, de locura, y se relajó. Por fin, sonrió.
– Sí, es una respuesta afirmativa -contestó. Ella se inclinó hacia él y él volvió a rodearle los hombros con su brazo-. Sí, te amo -repitió suavemente, besándole la cabeza.
Ella apoyó la mejilla sobre el pecho de su marido y miró hacia abajo. La paloma había vuelto a levantar el vuelo. Era una paloma blanca, como la de su presunta visión. Salió volando por el aire, balanceándose sin esfuerzo, hacia la otra orilla del río. Jane pensó: ¡Oh, Dios! Y ahora, ¿qué debo hacer?
Fue el hijo de Mohammed, Mousa -a quien todos conocían ahora como Mano Izquierda-, el primero que divisó a la caravana que retornaba. Entró corriendo en el espacio abierto frente a las cuevas, mientras gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:
– ¡Han vuelto! ¡Han vuelto!
Nadie necesitó preguntarle a quiénes se refería.
Era media mañana, y Jane y Jean-Pierre estaban en la cueva que hacía las veces de clínica. En el rostro de él se pintó una levísima expresión de sorpresa; sin duda se preguntaría por qué los rusos no habrían actuado de acuerdo con los datos que les dio, tendiendo una trampa a la caravana. Jane se volvió para que él no viera la sensación de triunfo que la embargaba. ¡Les había salvado la vida! Esa noche Yussuf cantaría, y Sher Kador contaría sus cabras, y Alí Ghanim besaría a cada uno de sus catorce hijos. Yussuf era uno de los hijos de Rabia: al salvarle la vida ella había cancelado la deuda que tenía con la partera por haberla ayudado a dar a luz a Chantal. Todas las madres e hijas que podrían haber estado de luto, ahora se regocijarían.
Se preguntó cómo se sentiría Jean-Pierre. ¿Estaría enojado, frustrado o desilusionado? Resultaba difícil imaginar que alguien pudiera sentirse desilusionado porque un grupo de personas no hubiese perdido la vida. Lo miró de reojo, pero su rostro era totalmente inexpresivo. Ojalá supiera lo que está pensando, deseó ella.
A los pocos minutos los pacientes se fueron esfumando: todo el mundo bajaba al pueblo para dar la bienvenida a los viajeros.
– ¿Quieres que bajemos nosotros también? -preguntó Jane.
– Ve tú -contestó Jean-Pierre-. Yo terminaré aquí y te seguiré.
– Está bien -dijo Jane.
Adivinó que sin duda él necesitaría algún tiempo para recobrar su compostura y poder simular que estaba encantado de que hubieran vuelto sanos y salvos cuando se encontrara con ellos.
Se llevó a Chantal y empezó a bajar por el inclinado sendero que llevaba al pueblo. Podía sentir el calor de la roca a través de las finas suelas de sus sandalias.
Todavía no había abordado el asunto con Jean-Pierre. Sin embargo, esa situación no podía prolongarse indefinidamente. Tarde o temprano se enteraría de que Mohammed había mandado un mensajero para que cambiara la ruta de regreso de la caravana. Naturalmente entonces él le preguntaría a Mohammed por qué lo había hecho y él le hablaría de la visión de Jane. Pero a Jean-Pierre le constaba que Jane no creía en visiones.
¿Por qué me asusto? -se preguntó-. Yo no soy la culpable; el culpable es él. Y, sin embargo, siento que el secreto de Jean-Pierre es algo de lo que yo también debo avergonzarme. Debí haberle hablado inmediatamente del asunto, esa misma tarde en que caminamos hasta lo alto del risco. Al guardármelo durante tanto tiempo, yo también me he convertido en una traidora. Tal vez sea eso. O quizá sea esa mirada tan peculiar que a veces percibo en sus ojos…
No había abandonado su decisión de volver a Europa, pero hasta ese momento no se le había ocurrido la forma de convencer a Jean-Pierre. Había soñado con docenas de extrañas maneras de conseguirlo, desde falsificar un mensaje diciendo que su madre estaba al borde de la muerte, hasta la posibilidad de envenenar su yogur con algo que le produjera síntomas de alguna enfermedad que lo obligara a regresar a Europa para recibir tratamiento adecuado. Pero la más simple y menos rebuscada de sus ideas consistía en amenazarle con decirle a Mohammed que era un espía. jamás lo haría, por supuesto, porque desenmascararlo equivalía a hacerlo matar. Pero, ¿ Jean-Pierre la creería capaz de llevar a cabo su amenaza? Posiblemente no. Hacía falta un hombre sin piedad y de corazón de piedra para creerla capaz de matar virtualmente a su propio marido,, y si Jean-Pierre fuese tan duro, poco piadoso y tuviese ese corazón de piedra, él bien podía llegar a matarla a ella.
Se estremeció a pesar del calor. Todo eso de pensar en matar era grotesco. ¿Cuando dos personas gozan tanto, una del cuerpo de la otra, como nos sucede a nosotros -pensó-, cómo es posible que se hagan daño mutuamente?
Al llegar al pueblo comenzó a oír los ruidosos disparos que formaban parte de las celebraciones afganas. Se encaminó hacia la mezquita: todo sucedía siempre en la mezquita. La caravana se encontraba en el patio: hombres, caballos y equipajes rodeados por mujeres sonrientes y chiquillos que gritaban- Jane permaneció de pie al borde de la multitud, observándolos. Valía la pena, pensó. Se justificaban la preocupación y el temor, y el haber tenido que manejar a Mohammed de una manera tan poco digna, con tal de ver eso, los hombres que llegaban sanos y salvos a reunirse con sus esposas, Sus madres, sus hijos y sus hijas.
Lo que sucedió después fue probablemente la experiencia más asombrosa de su vida.
Allí, en medio de la multitud, entre las gorras y los turbantes, apareció una cabeza de pelo rubio rizado. Al principio no pudo reconocerlo, aunque le resultó terriblemente familiar. Después la cabeza se apartó de la multitud y, oculto detrás de una increíble barba rubia, vio el rostro de Ellis Thaler.
Jane sintió que las piernas no la sostenían. ¿Ellis? ¿Allí? ¡Era imposible!
El se le acercó. Llevaba la ropa suelta al estilo pijama que usaban los afganos, y una sucia manta le rodeaba los anchos hombros. La pequeña parte de su rostro que todavía era visible por encima de la barba estaba profundamente bronceada por el sol, así que sus ojos color azul cielo resultaban aún más sorprendentes que lo habitual, como girasoles en un campo de trigo maduro.
Jane estaba petrificada.
Ellis se quedó de pie frente a ella, con expresión solemne.
– ¡Hola, Jane!
Ella se dio cuenta de que ya no lo odiaba. Un mes antes lo hubiese maldecido por haberla engañado y por haber espiado a sus amigos, pero ahora su furia había desaparecido. jamás le tendría simpatía, pero podría tolerarlo. Y después de más de un año, resultaba agradable oír hablar inglés por primera vez.
– ¡Ellis! -exclamó con voz débil-. Por amor de Dios, ¿qué estás haciendo aquí?
– Lo mismo que tú -contestó él.
Qué significaba eso. ¿Espiar? No, Ellis ignoraba lo que era Jean-Pierre. Ellis notó la expresión confusa de Jane y decidió aclarar sus palabras.
– Quiero decir que he venido para ayudar a los rebeldes. ¿Averiguaría lo de Jean-Pierre? De repente, Jane temió por su marido. Ellis era capaz de matarlo…
– ¿De quién es esa criatura? -preguntó Ellis.
– Es mía y de Jean-Pierre. Se llama Chantal. – Jane notó que de repente Ellis se ponía terriblemente triste. Comprendió que abrigaba la esperanza de descubrir que no era feliz con su marido. Oh, Dios, creo que sigue enamorado de mí, pensó. Trató de cambiar de tema-. Pero, ¿cómo piensas ayudar a los rebeldes?
El alzó su bolsa. Era larga, parecida a una gran salchicha, de lona color caqui, como la antigua mochila de los soldados.
– Voy a enseñarles a volar caminos y puentes -contestó-. Así que, como verás, en esta guerra estamos en el mismo bando.
Pero no en el mismo bando que Jean-Pierre -pensó ella-. ¿Y ahora, qué sucederá? Los afganos ni por un instante sospechaban de Jean-Pierre, pero Ellis estaba entrenado en todas las formas de engaño. Tarde o temprano adivinaría lo que estaba sucediendo.
– ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? -le preguntó.
Si su estancia fuera corta, tal vez no tuviera tiempo de entrar en sospechas.
– Durante el verano -contestó él, sin demasiada precisión.
Tal vez no pasaría demasiado tiempo con Jean-Pierre.
– ¿Y dónde vivirás? -volvió a preguntar Jane.
– En este pueblo.
– ¡Ah!
Al percibir la desilusión en la voz de Jane, él esbozó una amarga sonrisa.
– Supongo que no debí haber esperado que te alegraras de verme…
El pensamiento de Jane se adelantaba a los acontecimientos. Si llegara a conseguir que Jean-Pierre renunciara, él ya no correría peligro. De repente se sintió capaz de enfrentarse con él. ¿Por qué? -se preguntó-. Es porque ya no lo temo. ¿Y por qué no lo temo? Porque Ellis está aquí. No me había dado cuenta de que le tenía miedo a mi marido.
– ¡Al contrario! -le contestó a Ellis, mientras pensaba: ¡qué fría soy!-. Me alegro de que estés aquí.
Hubo un silencio. Era evidente que Ellis no sabía qué pensar de la reacción de Jane. Tardó unos instantes en volver a hablar.
– ,En algún lugar de este zoológico tengo una cantidad de explosivos y de otras cosas. Será mejor que los recupere.
Jane asintió.
– Me parece bien.
Ellis se volvió y desapareció entre el gentío. Jane salió del patio caminando lentamente, se sentía aún como petrificada. Ellis estaba aquí, en el Valle de los Cinco Leones, y por lo visto seguía enamorado de ella.
Cuando llegó a la casa del tendero, Jean-Pierre salió. Se había detenido allí, camino de la mezquita, posiblemente para guardar su maletín. Jane no sabía qué decirle.
– En la caravana llegó alguien a quien conoces -empezó.
– ¿Un europeo?
– Sí.
– Bueno, ¿quién es?
– Ve tú mismo a ver. Te sorprenderás.
El partió presuroso. Jane entró en la casa. ¿Qué haría Jean-Pierre con respecto a Ellis? -se preguntó-. Bueno, se lo querría comunicar a los rusos. Y los rusos tratarían de matar a Ellis.
Ese pensamiento la enfureció.
– ¡No debe haber más muertes! -exclamó en voz alta-. ¡No lo permitiré!
El sonido de su voz hizo llorar a Chantal. Jane la meció y la pequeña se calló.
Entonces Jane comenzó a pensar:
¿Qué voy a hacer al respecto? Tengo que impedir que se ponga en contacto con los rusos. ¿Y cómo? Es imposible que su contacto se encuentre con él aquí, en el pueblo. Así que lo único que tengo que hacer es impedir que él se aleje. ¿Y si Jean-Pierre me lo promete y después no cumple su palabra? Bueno, en ese caso yo sabría que ha salido del pueblo, y sabría que ha ido a encontrarse con su contacto y entonces podría advertir a Ellis.
¿Tendrá alguna otra manera de comunicarse con los rusos? Debe de tener alguna forma de ponerse en contacto con ellos en caso de emergencia. Pero aquí no hay teléfonos, no hay correo, no hay palomas mensajeras, Ha de tener un radiotransmisor. Si tiene una radio no hay manera de que yo lo detenga. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Jean-Pierre tenía una radio. Necesitaba combinar esos encuentros en la cabaña de piedra. En teoría podían haber estado todos programados antes de que él saliera de París, pero en la práctica eso era casi imposible: ¿qué sucedería cuando debían faltar a una cita, o cuando se le hacía tarde, o cuando necesitaba reunirse urgentemente con su contacto?
Debe tener una radio. Y si tiene una radio, ¿yo qué puedo hacer? Se la puedo quitar.
Acostó a Chantal en su cama y revisó cuidadosamente la casa. Fue a la habitación delantera. Allí, sobre el mostrador de azulejos, en el centro de lo que había sido la tienda, estaba el maletín de Jean-Pierre.
Era el lugar más obvio. A nadie se le permitía abrir ese maletín, salvo a Jane, y ella nunca tenía necesidad de hacerlo.
Abrió el cierre y revisó el contenido, sacando las cosas una por una.
Allí no había ninguna radio.
No iba a ser tan fácil.
Debe tener una -pensó-, y yo tengo que encontrarla, porque si no, Ellis lo matará o él matará a Ellis.
Decidió revisar la casa.
Repasó a fondo los estantes de los medicamentos, mirando todas las cajas y paquetes cuyos sellos habían sido rotos. Trabajaba apresuradamente por temor a que él volviera antes de que hubiera acabado.
No encontró nada.
Después fue al dormitorio. En primer lugar revisó toda la ropa de su marido, después buscó entre las mantas y los abrigos de invierno que estaban guardados en un rincón. Nada. Moviéndose cada vez con mayor rapidez, se dirigió a la salita y miró frenéticamente a su alrededor en busca de posibles escondrijos. ¡El arcón de los mapas! Lo abrió. No contenía más que mapas. Cerró la tapa de un golpe. Chantal se movió pero no lloró a pesar de que era casi hora de darle el pecho. ¡Gracias a Dios que eres una niña buena!, pensó Jane. Miró detrás del armario de los comestibles y levantó la alfombra del suelo por si encontraba algún agujero escondido.
Nada.
Pero tenía que estar en alguna parte. Le parecía imposible que él corriera el riesgo de esconderla fuera de la casa, porque allí se vería sometido al peligro de que alguien la encontrara accidentalmente.
Volvió a la tienda. Si lograba encontrar la radio, todo estaría bien. A Jean-Pierre no le quedaría otra opción que darse por vencido.
Su maletín era sin duda el lugar más propicio, porque lo llevaba consigo a todas partes. Lo levantó. Le pareció pesado. Una vez más, lo palpó por dentro. La base era muy gruesa.
De repente se le ocurrió una idea.
El maletín podía tener un doble fondo.
Recorrió el fondo con los dedos. Debe de estar aquí -pensó-. Tiene que estar aquí.
Empujó hacia abajo el costado del fondo y después lo levantó.
Se desprendió con facilidad.
Miró dentro con el corazón encogido.
Allí, en el compartimiento oculto, había una caja de plástico negro. La sacó.
Esta es la clave -pensó-. Los llama con esta pequeña radio. Pero, ¿por qué se encuentra además con ellos?
Tal vez no les pudiera informar todos los datos secretos por radio, por temor de que alguien los escuchara. Tal vez esta radio sólo servía para combinar los encuentros y para casos de emergencias. Como en los casos en que le resulta imposible abandonar el pueblo.
Oyó que se abría la puerta trasera de la casa, Aterrorizada, dejó caer la radio al suelo y se volvió con rapidez hacia la sala de estar. Era Fara con una escoba.
– ¡Oh, Dios! -exclamó en voz alta.
Se volvió, con el corazón galopándole en el pecho.
Tenía que librarse de esa radio antes de que Jean-Pierre regresara.
Pero, ¿cómo? No podía tirarla; la encontrarían.
Era necesario destrozarla.
Pero, ¿con qué?
No tenía ningún martillo.
Con una piedra, entonces.
Salió corriendo de la sala, hacia el patio. El muro que lo rodeaba estaba hecho de piedras desparejas unidas por una mezcla arenosa. Estiró los brazos y trató de arrancar una de la hilada superior. Parecía firme. Probó con la siguiente y después lo intentó con la que seguía. La cuarta pareció un poco más floja. Tiró con todas sus fuerzas.