El Valle de los Leones - Follett Ken 3 стр.


Hubo otra pausa.

Síguele el juego, Jane, pensó Ellis.

– Sí, es un hotel muy agradable.

¡Déjate de rodeos! ¡Simplemente dile que lo harás,!, ¡por favor!

– Gracias -dijo Boris. Y después agregó con sarcasmo-: Usted es muy amable.

En seguida cortó la comunicación.

Ellis trató de simular que no esperaba que hubiera habido problemas.

– Ella sabía que soy ruso. ¿Cómo lo averiguó? -preguntó Boris.

Durante un instante Ellis quedó intrigado, pero en seguida comprendió lo sucedido.

– Es lingüista -explicó-. Conoce los acentos.

En ese momento habló Pepe por primera vez.

– Mientras esperamos que llegue esa tía, propongo que veamos el dinero.

– Muy bien.

Boris pasó al dormitorio.

Mientras él no estaba, Rahmi le habló a Ellis en voz baja.

– ¡No esperaba que nos jugaras esa mala pasada!

– Por supuesto que no -contestó Ellis en un falso tono de aburrimiento-. Si hubieras sabido lo que pensaba hacer, no nos hubiera servido de salvaguarda, ¿no crees?

Boris regresó con un sobre marrón de gran tamaño que entregó a Pepe. Pepe lo abrió y empezó a contar los billetes de cien francos.

Boris abrió el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo.

Ellis pensó: Espero que Jane no pierda tiempo en hacerle la llamada a Mustafá. Debí haberle dicho que era importante que pasara el mensaje inmediatamente.

– Está todo -comentó Pepe después de un rato.

Volvió a colocar el dinero en el sobre, mojó la solapa con la lengua, la cerró y lo puso sobre una mesa lateral.

Los cuatro permanecieron en silencio durante algunos minutos.

– ¿Su casa queda muy lejos? -preguntó Boris, dirigiéndose a Ellis.

– A quince minutos de motocicleta.

Sonó un golpe en la puerta. Ellis se puso tenso.

– Vino a toda velocidad -comentó Boris. Abrió la puerta-. El café -dijo con disgusto, regresando a su asiento.

Dos mozos de chaqueta blanca entraron en el cuarto con una mesita rodante. Se enderezaron y se volvieron, sosteniendo cada uno en la mano una pistola Mah modelo D, la corriente entre los detectives franceses.

– ¡Que nadie se mueva! -ordenó uno de ellos.

Ellis percibió que Boris se preparaba a saltar. ¿Por qué habrían mandado sólo a dos detectives? Si Rahmi llegara a hacer alguna tontería y le pegaban un tiro, se crearía la suficiente confusión como para que Boris y Pepe juntos pudieran más que los dos hombres armados.

De golpe se abrió la puerta del dormitorio y aparecieron otros dos mozos uniformados, armados igual que sus colegas.

Boris se relajó y en su rostro apareció una expresión resignada.

Ellis se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Emitió un largo suspiro. Ya había terminado todo.

Entró en la habitación un oficial de policía uniformado.

– ¡Una trampa! -exclamo Rahmi-. ¡Esto es una trampa!

– ¡Cállate! -ordenó Boris, y una vez más su voz destemplada consiguió silenciar a Rahmi. Entonces el ruso se dirigió al oficial de policía-. Me opongo absolutamente a este ultraje -empezó a decir-. Por favor, tome nota de que…

El policía le dio una bofetada en la boca con su mano cubierta con un guante de cuero.

Boris se tocó los labios y en seguida miró la sangre que teñía su mano. Su modo de actuar cambió completamente al comprender que éste era un asunto demasiado serio para que se solucionara con palabras.

– Recuerde mi cara -le dijo al oficial de policía en un tono de voz helado como una tumba-. Volverá a verla.

– Pero ¿quién es el traidor? -preguntó Rahmi. ¿Quién nos ha delatado?

– Él -acusó Boris, señalando a Ellis.

– ¿Ellis? -exclamó Rahmi con incredulidad.

– La llamada telefónica -recordó Boris-. La dirección.

Rahmi clavó la mirada en Ellis. Parecía herido hasta la médula.

uniformados. El oficial señaló a Pepe.

Entraron varios policías.

– Ése es Gozzi -explicó. Dos policías esposaron a Pepe y se lo llevaron. El oficial miró a Boris-. ¿Y usted quién es?

Boris tenía expresión de aburrimiento.

– Me llamo Jan Hocht -explicó-. Soy ciudadano argentino.

– ¡No se moleste! -comentó el oficial con disgusto-. ¡Llévenselo! -Se volvió hacia Rahmi-. ¿Y bien?

– ¡Yo no tengo nada que decir! -exclamó Rahmi en tono heroico.

Ante una señal del oficial, también esposaron a Rahmi, quien dirigió a Ellis una mirada furibunda hasta que se lo llevaron.

Bajaron a los prisioneros en el ascensor, uno por uno. El portafolio de Pepe y el sobre lleno de billetes de cien francos fueron envueltos en un plástico. Entró un fotógrafo de la policía e instaló su trípode.

Hay un Citroén negro estacionado en la puerta del hotel -informó el policía a Ellis. Y en seguida agregó, vacilante-: Señor.

Estoy de nuevo del lado de la ley -pensó Ellis-. Es una pena que Rahmi sea un tipo mucho más atractivo que este policía.

Bajó en el ascensor. En el vestíbulo del hotel el gerente, con chaqueta negra y pantalones rayados, miraba con expresión preocupada a los policías que seguían entrando.

Ellis salió a la luz del sol. El Citroen negro estaba estacionado en la acera de enfrente. Dentro había el conductor y un ocupante en la parte posterior. Ellis se instaló en el asiento trasero. El auto arrancó de inmediato.

El ocupante se volvió hacia Ellis.

– ¡Hola, John!

Ellis sonrió. Le resultaba extraño que después de más de un año lo llamaran por su propio nombre.

– ¿Cómo estás, Bill? -contestó.

– ¡Aliviado! -aseguró Bill-. Durante trece meses las únicas noticias que tenemos de ti son peticiones de dinero. Después recibimos una llamada telefónica urgente advirtiéndonos que tenemos veinticuatro horas para organizar un arresto por medio de un escuadrón local. ¡Imagina todo lo que tuvimos que hacer para persuadir a los franceses de que colaboraran sin decirles el motivo del arresto! El escuadrón tenía que estar listo en las proximidades de los Campos Elíseos, pero para saber la dirección exacta tendríamos que esperar la llamada de una desconocida que preguntaría por Mustafá. ¡Y eso fue todo lo que supimos!

– Era la única manera -dijo Ellis con aire de disculpa.

– Bueno, te aseguro que nos dio trabajo, y ahora debo grandes favores en esta ciudad, pero lo logramos. Así que dime si valió la pena. ¿A quién tenemos en la bolsa?

– El ruso es Boris -explicó Ellis.

Por la cara de Bill se extendió una amplia sonrisa.

– ¡Hijo de puta! -exclamó-. ¡Capturaste a Boris! ¿En serio?

– En serio.

– Dios, tendré que sacárselo de las manos a los franceses antes de que se den cuenta de quién se trata.

Ellis se encogió de hombros.

– De todos modos nadie le va a sacar demasiada información. pertenece al tipo de los consagrados a la causa. Lo importante es que lo hayamos sacado de circulación. Les llevará un par de años instalar un suplente y que el nuevo Boris establezca sus contactos. Mientras tanto realmente hemos retrasado sus operaciones.

– Te aseguro que sí. ¡Esto es sensacional!

– El corso es Pepe Gozzi, un traficante de armas -continuó diciendo Ellis-: Pepe proporcionó el material para casi todos los atentados terroristas que se han producido en Francia durante los últimos dos años, y también para los que tuvieron lugar en muchos países. A él sí que hay que interrogarlo. Envía a un detective francés a hablar con su padre, Meme Gozzi en Marsella. Estoy convencido de que descubrirás que al viejo nunca le gustó la idea de que la familia estuviera involucrada en crímenes políticos. Ofrécele un trato: inmunidad para Pepe siempre que él testifique contra todos los políticos a quienes les vendió armas, los políticos, no los criminales comunes. Meme aceptará porque no lo considerará una traición a sus amigos. Y si Meme acepta, Pepe lo hará. Entonces los franceses estarán en condiciones de encarcelar a esos tipos durante años.

– ¡Qué increíble! -Bill estaba estupefacto-. En un solo día has capturado a los que posiblemente sean los dos instigadores más grandes del terrorismo mundial.

– ¿En un día? -preguntó Ellis, sonriendo-. Necesité un año.

– Valió la pena.

– El tipo más joven es Rahmi Coskun -explicó Ellis. Se apresuraba con su informe porque había alguien más a quien estaba deseando contarle todo lo sucedido-. Rahmi y su grupo colocaron una bomba en las Aerolíneas Turcas hace un par de meses, y antes de eso mataron al agregado de la embajada. Si consigues apresar a todo el grupo, con seguridad encontrarás pruebas forenses.

– O la policía francesa los persuadirá de que es mejor que confiesen.

– Sí. Dame un lápiz y te anotaré los nombres y direcciones.

– Ahórrate el trabajo -contestó Bill-. Te voy a someter a un interrogatorio completo en cuanto lleguemos a la embajada.

– No pienso ir a la embajada.

– John, no te opongas a las normas habituales.

– Te daré esos nombres, y con eso tendrás toda la información realmente esencial, aunque esta misma tarde me atropelle algún taxista loco. Y si sobrevivo, me encontraré contigo mañana por la mañana para darte todos los demás detalles necesarios.

– ¿Y para qué esperar?

– Tengo una cita a la hora del almuerzo.

Bill levantó los ojos al cielo.

– Supongo que te debemos eso -dijo, a regañadientes.

– Me imagino que sí.

– ¿Con quién es la cita?

– Con Jane Lambert. El suyo fue uno de los nombres que me diste cuando me encargaste el caso.

– Me acuerdo. Te dije que si conseguías ganarte su afecto, ella te presentaría a todos los izquierdistas locos, a los terroristas árabes, a los Bader-Meinhof que quedaran y a los poetas de vanguardia de París.

– Y así fue, sólo que me enamoré de ella.

Bill tenía el aspecto de un banquero de Connecticut a quien le acabaran de comunicar que su hijo se iba a casar con la hija de un millonario negro: no sabía si sentirse emocionado o asustado.

– ¡Ajá! ¿Y qué tal es?

– A pesar de tener algunos amigos locos, ella no es así. ¿Qué puedo decirte? Es la chica más bonita que puedas imaginarte, inteligentísima y, además, tremendamente sensual. Es maravillosa. Es la mujer a la que he estado buscando toda mi vida.

– Bueno, comprendo que tengas ganas de celebrar esto con ella y no conmigo. ¿Y qué piensas hacer?

Ellis sonrió.

– Voy a descorchar una botella de vino, a freír un par de filetes, a contarle que me gano la vida atrapando terroristas, y a pedirle que se case conmigo.

Capítulo 2

Jean-Pierre se inclinó sobre la mesa de la cafetería y miró a la morena que tenía enfrente con aire compasivo.

– Creo que comprendo cómo te sientes -dijo con calor-. Recuerdo que cuando se acercaba el primer fin de año de mi carrera en la facultad de medicina yo me sentía espantosamente deprimido. Uno tiene la sensación de que le han proporcionado más información de la que la mente puede absorber y nos parece simplemente imposible retenerla toda para los exámenes.

– ¡Eso es exactamente lo que me pasa! -exclamó ella, asintiendo vigorosamente.

Estaba al borde de las lágrimas.

– Pero es una buena señal -la tranquilizó él-. Quiere decir que estás bien encaminada. Los que fracasan son los que no se preocupan.

Los ojos pardos de la muchacha estaban húmedos de gratitud.

– ¿En serio lo crees?

– Estoy absolutamente seguro.

Ella lo miró con adoración. Preferirías comerme a mí que a tu almuerzo, ¿verdad?, pensó él. Ella cambió levemente de posición y se le abrió el cuello del suéter, dejando a la vista la puntilla de su sujetador. Jean-Pierre se sintió momentáneamente tentado. En el ala este del hospital había un cuarto donde se guardaban las sábanas y ropa blanca, que nunca se utilizaba después de las nueve y media de la mañana. Jean-Pierre lo había aprovechado más de una vez. Uno podía cerrar la puerta con llave desde dentro y acostarse sobre un montón blando de sábanas limpias…

La morenita lanzó un suspiro y se metió en la boca un trozo de filete. Al verla masticar, Jean-Pierre perdió todo interés. Odiaba ver comer a la gente. De todos modos sólo había estado ejercitando sus músculos para demostrarse que todavía era capaz de hacerlo: en verdad no tenía el menor interés en seducirla. Era bonita, con su pelo rizado y ese cutis cálido del Mediterráneo, y tenía una figura preciosa, pero últimamente a Jean-Pierre no le interesaban las conquistas casuales. La única muchacha que lo fascinaba realmente era Jane Lambert, pero ella ni siquiera lo besaría.

Dejó de mirar a la morena y sus ojos vagaron inquietos por la cafetería del hospital. No vio a nadie conocido. El lugar estaba casi desierto: almorzaban temprano porque les tocaba la primera guardia.

Ya hacía seis meses desde el día en que vio por primera vez la cara sorprendentemente bonita de Jane en el cóctel en el que se celebraba la presentación de un nuevo libro sobre ginecología feminista. En esa ocasión él le aseguró que no existía la medicina feminista, que sólo había buena o mala medicina. Ella le replicó que no existían las matemáticas cristianas y que, sin embargo, hizo falta un hereje como Galileo para probar que la tierra giraba alrededor del sol.

– ¡Tienes razón! -exclamó ante eso Jean-Pierre en su tono más encantador, y a partir de ese momento se hicieron amigos.

Sin embargo, ella se resistía a sus encantos, a pesar de que simpatizaba con él. Sin duda le agradaba, pero parecía muy comprometida con el norteamericano, aunque Ellis era bastante mayor que ella. De alguna manera, eso la hacía mucho más deseable a los ojos de Jean-Pierre. Si Ellis desapareciera de la escena, o fuese atropellado por un autobús o algo así, últimamente Jane parecía estar cediendo, ¿o sería sólo expresión de sus deseos?

– ¿Es cierto que te vas a Afganistán por dos años? -preguntó la morena.

– Sí, es cierto.

– ¿Por qué?

– Supongo que porque aún creo en la libertad. Y porque no estudié todos estos años para dedicarme únicamente a cuidar las coronarias de empresarios gordos.

Las mentiras surgieron automáticamente de su boca.

– Pero ¿por qué dos años? Generalmente la gente se va por tres o seis meses, un año como máximo. ¡Dos años es una eternidad.

– ¿Tú crees? -preguntó Jean-Pierre con una vaga sonrisa-. Verás, es difícil adquirir conocimientos valiosos en un período más corto. La idea de enviar médicos por menos tiempo allí resulta altamente ineficaz. Lo que los rebeldes necesitan es una atención médica más o menos permanente, un hospital en un lugar fijo y al menos una parte del personal estable de un año a otro. Tal como están las cosas, la mayoría de la gente no sabe dónde llevar a sus enfermos y heridos, no sigue las indicaciones del médico porque nunca llega a conocerlo lo suficiente como para confiar en él, y nadie tiene tiempo de impartir educación sanitaria. Y transportar voluntarios hasta allí convierte sus servicios gratuitos en algo bastante costoso.

Jean-Pierre puso tanto énfasis en su discurso que casi llegó a creerlo él mismo y tuvo que recordarse cuál era el verdadero motivo de su viaje a Afganistán y de querer permanecer allí durante dos años.

– ¿Quién va a ceder gratuitamente sus servicios? -preguntó una voz a sus espaldas.

Se volvió y vio a otra pareja que llevaba bandejas con comida: Valerie, una interna como él, y un radiólogo amigo suyo. Se sentaron a la misma mesa que ocupaban Jean-Pierre y la morena.

Esta se encargó de contestar la pregunta de Valerie.

– Jean-Pierre se va a Afganistán a trabajar para los rebeldes.

– ¿En serio? -preguntó Valerie, sorprendida-. Me enteré de que te habían ofrecido un empleo maravilloso en Houston.

– Lo rechacé.

Ella se mostró impresionada.

– Pero, ¿por qué?

– Considero que vale la pena salvar las vidas de los que luchan por la libertad; en cambio unos cuantos tejanos millonarios más o menos no representarán ninguna diferencia.

El radiólogo no estaba tan fascinado por Jean-Pierre como su amiguita. Tragó un bocado de patatas antes de hablar.

– No está mal calculado. Cuando vuelvas no te costará nada que te ofrezcan el mismo puesto, además de médico, serás un héroe.

– ¿Qué te parece? -preguntó Jean-Pierre con frialdad.

No le gustaba el giro que estaba tomando la conversación.

– El año pasado, dos personas de este hospital fueron a Afganistán -continuó diciendo el radiólogo-. A su regreso consiguieron empleos estupendos.

Jean-Pierre le dedicó una sonrisa tolerante.

– Es agradable saber que, en caso de que sobreviva, no me será difícil conseguir empleo.

– ¡Es lo menos que te puede pasar! -exclamó, indignada, la morena-. ¡Después de tanto sacrificio!

– ¿Y tus padres qué opinan del proyecto? -le preguntó Valerie.

– Mi madre está de acuerdo -contestó Jean-Pierre. Por supuesto que estaba de acuerdo: le encantaban los héroes. Jean-Pierre imaginaba lo que hubiera dicho su padre sobre los médicos idealistas jóvenes que iban a trabajar para los rebeldes afganos: ¡El socialismo no significa que todo el mundo pueda hacer lo que le dé la gana! -hubiera exclamado con tono ronco y perentorio y con el rostro algo arrebolado-. ¿Quiénes crees que son esos rebeldes? Son bandidos que oprimen a los campesinos obedientes de la ley. Las instituciones feudales deben ser destruidas antes de que entre el socialismo. -Y con su gran puño cerrado, hubiera pegado un puñetazo sobre la mesa-. Para hacer un soufflé es necesario romper huevos, ¡para hacer socialismo hay que romper cabezas! No te preocupes, papá, ya sé todo eso.-. Mi padre está muerto -explicó Jean-Pierre-. Pero él también luchó por la libertad. Estuvo en la resistencia durante la guerra.

– ¿Y qué hacía? -preguntó, escéptico, el radiólogo.

Pero Jean-Pierre no le contestó porque acababa de ver a Raoul Clermont, el editor de La Révolte que en ese momento cruzaba la cafetería, sudoroso, en su traje dominguero. ¿Qué diablos estaba haciendo ese periodista gordo en la cafetería del hospital?

– Tengo qué hablar unas palabras contigo -dijo Raoul sin preámbulos.

Estaba sin aliento.

Jean-Pierre le señaló una silla.

– Raoul…

– Es urgente -interrumpió Raoul, como si no quisiera que los demás se enteraran de su nombre.

– ¿Por qué no nos acompañas a almorzar? Así podríamos conversar con tranquilidad.

– Lo siento, pero no puedo.

Jean-Pierre percibió una nota de pánico en la voz del gordo. Al mirar sus ojos, se dio cuenta de que imploraban que se dejara de tonterías. Se puso en pie, sorprendido.

– Muy bien -dijo. Y para disimular la brusquedad de su marcha pidió a los demás en tono de broma-: No os comáis mi almuerzo, regresaré.

Tomó a Raoul del brazo y salieron de la cafetería.

Jean-Pierre tenía intenciones de detenerse y hablar junto a la puerta, pero Raoul siguió caminando por el corredor.

– Me ha enviado el señor Leblond -explicó.

– Estaba empezando a pensar que él se encontraba detrás de todo esto -admitió Jean-Pierre.

Hacía un mes, Raoul lo había llevado a conocer a Leblond quien le propuso que viajara a Afganistán, aparentemente para ayudar a los rebeldes como lo hacían los médicos franceses, pero en realidad para convertirse en espía de los rusos. Jean-Pierre se sintió orgulloso, aprensivo, pero sobre todo emocionado ante la oportunidad que se le presentaba de efectuar algo realmente espectacular por la causa. Su único temor fue que la organización que enviaba médicos a Afganistán lo rechazara por ser comunista. No tenían manera de enterarse de que era miembro del Partido y él decididamente no se lo iba a decir, pero era probable que supieran que simpatizaba con el comunismo. Sin embargo, había muchos comunistas franceses que se oponían a la invasión de Afganistán. Existía también la posibilidad remota de que una organización cautelosa pudiera sugerir que Jean-Pierre se sentiría más feliz trabajando para otro grupo de luchadores de la libertad; ellos también enviaban gente a ayudar a los rebeldes de El Salvador, por ejemplo. Pero en definitiva, eso no sucedió: Jean-Pierre fue inmediatamente aceptado por Médecins pour la Liberté. Cuando le dio la buena noticia a Raoul, éste le anticipó que mantendrían otra reunión con Leblond. Tal vez de eso quería hablarle Raoul en ese momento.

– ¿Por qué tanto pánico? -preguntó.

– Quiere verte inmediatamente.

– ¿Ahora? -preguntó Jean-Pierre, enojado-. Estoy de guardia. Tengo pacientes…

– Estoy seguro de que alguien más podrá encargarse de ellos.

– Pero, ¿por qué tanta urgencia? No tengo que viajar hasta dentro de dos meses.

– No se trata de Afganistán.

– Y entonces, ¿de qué se trata?

– No sé.

¿Entonces por qué estás tan asustado?, se preguntó Jean-Pierre.

– ¿No tienes ni la menor idea?

– Sé que han arrestado a Rahmi Coskun.

– ¿El estudiante turco?

– Sí.

– ¿Por qué?

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