El Valle de los Leones - Follett Ken 4 стр.


– No sé.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo apenas lo conozco.

– El señor Leblond te lo explicará.

Jean-Pierre alzó las manos en un gesto de impotencia.

– No puedo irme de aquí tan fácilmente.

– ¿Y qué sucedería si de repente te sintieras mal? -preguntó Raoul.

– Se lo comunicaría a la enfermera jefe y ella me buscaría un sustituto. Pero…

– Entonces, llámala. -Habían llegado a la entrada del hospital y en la pared había una serie de teléfonos interiores.

Esta puede ser una prueba -pensó Jean-Pierre-, una prueba de lealtad para ver si soy lo suficientemente serio como para que me encomienden esa misión. Decidió arriesgarse a sufrir la furia de las autoridades del hospital. Descolgó el teléfono.

– Me acaban de comunicar una repentina emergencia familiar -explicó cuando lo atendieron-. Será necesario que usted se ponga inmediatamente en contacto con el doctor Roche para que me sustituya.

– Por supuesto, doctor -le respondieron de inmediato-. Espero que no haya recibido malas noticias.

– Se lo diré más tarde -replicó él, apresuradamente-. Adiós. ¡Ah! ¡Un minuto! -Tenía un postoperatorio que había sufrido hemorragias durante toda la noche-. ¿Cómo está la señora Ferier?

– Muy bien. No ha vuelto a tener hemorragias.

– Perfecto. No dejen de vigilarla atentamente.

– Sí, doctor.

Jean-Pierre colgó.

– Bueno, vamos -dijo a Raoul.

Se dirigieron al aparcamiento y subieron al Renault 5 de Raoul. El sol había caldeado el interior del coche. Raoul conducía con rapidez por las calles laterales. Jean-Pierre estaba nervioso. No sabía exactamente quién era Leblond, pero suponía que el individuo tenía algo que ver con la K G B. Jean-Pierre se descubrió preguntándose si había hecho algo que ofendiera a tan temida organización, y si así fuera, qué castigo le infligirían. Sin duda era imposible que hubieran averiguado algo con respecto a lo de Jane.

El hecho de que le hubiera pedido que lo acompañara a Afganistán no era asunto de ellos. De todos modos habría sin duda otra gente en el grupo, tal vez alguna enfermera para ayudarlo a él, quizás otros médicos destinados a otros puntos del país: ¿qué inconveniente había en que Jane estuviera entre ellos? No era enfermera, pero podía seguir un curso acelerado, y tenía la enorme ventaja de hablar farsi, el idioma persa, que era muy parecido a la lengua que se hablaba en la zona a la que se dirigía Jean-Pierre.

Esperaba que ella lo acompañara por idealismo y deseo de aventura. Y esperaba que una vez allí olvidara a Ellis y se enamorara del europeo que tuviera más cerca, que sin duda sería él.

También esperaba que el partido jamás se enterara de que él la había alentado a viajar por motivos personales. No era necesario que ellos lo supieran y tampoco tenía forma de enterarse. O por lo menos eso era lo que él suponía. Tal vez se hubiera equivocado. Tal vez su actitud los hubiera enfurecido.

Esto es una tontería -se dijo-. En realidad no he hecho nada malo: y aún en el caso de que lo hubiera hecho no me castigarían. Esta es la verdadera K G B, no esa institución mítica que provoca terror a los lectores del Readers Digest.

Raoul estacionó el coche. Se habían detenido frente a un lujoso edificio de apartamentos de l´Université. Era el lugar donde Jean-Pierre le fue presentado a Leblond. Se apearon del coche y entraron en el edificio.

El vestíbulo estaba en penumbra. Subieron la escalera curva hasta el primer piso y tocaron el timbre. ¡Cuánto ha cambiado mi vida desde la última vez que esperé frente a esta puerta!, pensó Jean-Pierre.

Les abrió el señor Leblond personalmente. Era un individuo delgado, de baja estatura, con gafas y una calva incipiente. Con su traje gris y su corbata plateada, parecía un mayordomo. Los condujo a la habitación trasera del edificio donde había entrevistado anteriormente a Jean-Pierre. Los altos ventanales y las complicadas molduras indicaban que en una época anterior el lugar había sido un elegante salón, pero ahora el suelo estaba cubierto por una alfombra de nylon, sobre la que se apoyaba un escritorio barato y algunas sillas de plástico de color naranja.

– Esperad aquí un momento -ordenó Leblond.

Hablaba en voz baja, cortante y seca. Un leve pero inconfundible acento sugería que su verdadero apellido no era Leblond. Salió por una puerta diferente a la de entrada.

Jean-Pierre se instaló en una silla de plástico. Raoul permaneció de pie. En este mismo cuarto -pensó Jean-Pierre-, esa misma voz seca me dijo: "Desde tu infancia has sido un comunista silencioso y leal. Tu carácter y tus antecedentes familiares nos llevan a pensar que en un papel encubierto, servirás bien al partido." Espero no haberlo arruinado todo por causa de Jane.

Leblond regresó acompañado por otro hombre. Ambos permanecieron en el umbral y Leblond señaló a Jean-Pierre. El otro individuo lo estudió detenidamente, como si quisiera grabar sus rasgos en la memoria, y Jean-Pierre le devolvió la mirada. El hombre era grandote y con hombros anchos de futbolista. Su pelo, largo a los costados, tenía una pequeña calva en la coronilla y llevaba un bigote caído. Vestía una chaqueta de dril verde desgarrada en la manga. Después de algunos instantes, asintió y salió.

Leblond cerró la puerta y se instaló detrás del escritorio.

– Ha ocurrido un desastre -informó.

No se trata de Jane -pensó Jean-Pierre-. ¡Gracias a Dios!

– En tu círculo de amigos hay un agente de la CÍA -aseguró Leblond.

– ¡Dios mío! -exclamó Jean-Pierre.

– Pero ése no es el desastre -continuó diciendo Leblond con irritación-. No es sorprendente que haya un espía norteamericano entre tus amigos. Sin duda también hay espías israelíes, sudafricanos y franceses. ¿Qué haría esa gente si no se infiltrara en grupos de activistas políticos juveniles? Y nosotros también tenemos uno, por supuesto.

– ¿Quién?

– Tú.

– ¡Ah! – Jean-Pierre se sintió desconcertado. Nunca se había considerado exactamente un espía. Pero ¿qué otra cosa podía significar eso de servir al partido en un papel encubierto?-. ¿Y quién es el agente de la CÍA? -preguntó con intensa curiosidad.

– Alguien llamado Ellis Thaler.

El impacto que sintió hizo que Jean-Pierre se pusiera en pie.

– ¿Ellis?

– ¿Así que lo conoces? Muy bien.

– ¿Ellis es agente de la CÍA?

– Siéntate -ordenó Leblond con frialdad-. Nuestro problema no se refiere a quién es sino a lo que ha hecho.

Jean-Pierre pensaba: Si Jane se entera de esto plantará a Ellis sin titubear. ¿Me permitirán que se lo diga? Y si no se lo digo yo, ¿se enterará por algún otro conducto? ¿Lo creerá? ¿Y Ellis será capaz de negarlo?

Leblond seguía hablando. Jean-Pierre tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para escuchar lo que decía.

– El desastre es que Ellis nos tendió una trampa en la que cayó alguien bastante importante para nosotros.

Jean-Pierre recordó que Raoul le había dicho que Rahmi Coskun había sido arrestado.

– ¿Rahmi es importante para nosotros?

– No, Rahmi no.

– Entonces, ¿quién?

– No es necesario que lo sepas.

– ¿Pero para qué me habéis hecho venir aquí?

– Cállate y escucha -contestó Leblond bruscamente, y por primera vez Jean-Pierre le tuvo miedo-. Por supuesto que no conozco a tu amigo Ellis. Desgraciadamente, Raoul tampoco lo conoce. Por lo tanto, ninguno de los dos sabe qué aspecto tiene. Pero tú sí lo sabes. Por eso te hice venir. ¿Sabes también dónde vive Ellis?

– Sí. Tiene una habitación encima de un restaurante en la calle de l´Ancienne Comédie.

– ¿Y esa habitación da a la calle?

Jean-Pierre frunció el entrecejo. Sólo había estado allí una vez: Ellis no invitaba demasiado a su casa.

– Creo que sí.

– Pero ¿no estás seguro?

– Déjame pensar. -Había ido allí una noche, tarde, con Jane y otros amigos, después de una sesión de cine en la Sorbona. Ellis les ofreció café. Era una habitación pequeña. Jane se sentó en el suelo, junto a la ventana,-. Sí. La ventana da a la calle. ¿Yeso qué importancia tiene?

– Significa que puedes hacernos seriales.

– ¿Yo? ¿Por qué? ¿Y a quién?

Leblond le dirigió una mirada amenazadora.

– Lo siento -se disculpó Jean-Pierre.

Leblond vaciló. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono de voz algo más suave, aunque su rostro mantenía la misma expresión impenetrable.

– Te vamos a someter a un bautismo de fuego. Lamento tener que usarte en una, acción como ésta cuando hasta ahora nunca has hecho nada por nosotros. Pero tú conoces a Ellis y estás aquí, y en este momento no tenemos a nadie más que lo conozca; y lo que queremos hacer perderá su impacto si no lo llevamos a cabo inmediatamente. Así que, escucha cuidadosamente, porque esto es importante. Debes ir al cuarto de Ellis. Si él está allí, tendrás que entrar, inventa algún pretexto. Acércate a la ventana, asómate y asegúrate de que Raoul, que estará esperando en la calle, pueda verte.

Raoul se movió inquieto, como un perro que oye pronunciar su nombre en una conversación.

– ¿Y si Ellis no estuviera? -preguntó Jean-Pierre.

– Habla con los vecinos. Trata de averiguar dónde ha ido y cuándo volverá. Si te parece que ha salido sólo por algunos minutos, o aún por una hora, espéralo. Cuando regrese, procede como ya te indiqué: entra, colócate frente a la ventana y asegúrate de que Raoul te vea. Tu presencia en la ventana será la señal de que Ellis se encuentra allí, así que, pase lo que pase, no te acerques a la ventana si él no está. ¿Has comprendido?

– Sé lo que quieres que haga -contestó Jean-Pierre-. Pero no comprendo el propósito de todo esto.

– Identificar a Ellis.

– ¿Y cuando lo haya identificado?

Leblond le contestó lo que Jean-Pierre no se animaba a desear, y lo que oyó le sacudió todo el cuerpo.

– Lo mataremos, por supuesto.

Capítulo 3

Jane cubrió la mesita de Ellis con un mantel blanco remendado sobre el que dispuso dos cubiertos gastados y todos distintos. Debajo del fregadero encontró una botella de Fleurie y la abrió. Estuvo tentada de probarlo, pero decidió esperar a Ellis. Sobre la mesa colocó los vasos, sal y pimienta, mostaza y servilletas de papel. Se preguntó si le convendría empezar a cocinar. No, sería mejor dejárselo a él.

No le gustaba el cuarto de Ellis. Era un lugar desnudo e impersonal. La primera vez que lo vio se escandalizó bastante. Había estado saliendo con ese hombre cálido, apacible y maduro y esperaba que viviera en un sitio que reflejara su personalidad, un apartamento atractivo y cómodo, lleno de recuerdos de un pasado rico en experiencias. Pero uno jamás diría que el hombre que vivía allí había estado casado, luchado en una guerra, consumido L S D y capitaneado el equipo de fútbol de su colegio. Las paredes blancas y frías estaban decoradas con unos pocos carteles apresuradamente elegidos. La loza era de segunda mano y las cacerolas, del aluminio más barato. Los libros de poesía que había en la biblioteca eran ediciones de bolsillo y no tenían marcas ni anotaciones- Guardaba sus vaqueros y sus suéteres en una maleta de plástico debajo de la crujiente cama. ¿Dónde estaban sus viejos boletines de colegio, las fotografías de sus sobrinos y sobrinas, su ejemplar querido de Heartbreak Hotel, el cortaplumas comprado como recuerdo en Boulogne o en las cataratas del Niágara, la ensaladera de teca que, tarde- o temprano, todo el mundo recibe como regalo de sus padres? En la habitación no había nada realmente importante, ninguna de esas cosas que uno guarda, no por lo que son sino por lo que representan; no había nada que formara parte del alma de Ellis.

Era el cuarto de un hombre reservado e introvertido, un individuo que jamás compartía con nadie sus pensamientos más íntimos. Gradualmente, y con enorme tristeza, Jane se había convencido de que Ellis era así, igual que su cuarto, frío y reservado.

Parecía increíble. ¡Un hombre tan lleno de confianza en sí mismo!, Como si nunca hubiese temido a nadie. Caminaba con la cabeza completamente alta. Totalmente desinhibido en la cama, se mostraba tranquilo con su sexualidad. Era capaz de hacer o decir cualquier cosa, sin ansiedad, vacilación ni timidez. Jane jamás había conocido a un hombre como él. Pero en varias ocasiones -tanto en la cama como en restaurantes o simplemente cuando caminaba por la calle-, cuando ella reía con él o lo escuchaba hablar, u observaba las arruguitas que se le formaban alrededor de los ojos cuando pensaba con fuerza, o cuando abrazaba su cuerpo cálido, descubría, de pronto, que él había perdido su atención en ella. Y en esos momentos, ya no era tierno, ni divertido, ni considerado, ni caballeresco, ni compasivo. La hacía sentir excluida, una extraña, una intrusa en su mundo privado. Era como si el sol se ocultara detrás de una nube.

Jane sabía que tendría que dejarlo. Lo quería locamente, pero por lo visto él no era capaz de quererla de la misma manera. Tenía ya treinta y tres años, y si hasta entonces no había aprendido el arte de vivir en intimidad, ya no lo aprendería nunca.

Se sentó en el sofá y empezó a leer The Observer, que había comprado en un quiosco del bulevar Raspail de camino hacia allí. En primera plana había un informe sobre Afganistán. Parecía un buen lugar adonde ir para olvidar a Ellis.

La idea inmediatamente le resultó atractiva. Aunque París le encantaba y su trabajo era variado, ella quería más: experiencia, aventura y la posibilidad de colaborar con la lucha por la libertad. No tenía miedo. Jean-Pierre afirmaba que los médicos eran considerados demasiado valiosos para ser enviados a zonas de combate. Existía el riesgo de ser víctima a causa de una bomba mal arrojada, o de verse envuelta en alguna escaramuza, pero posiblemente el riesgo no fuera mayor que el que una corría de ser atropellada por algún automovilista en París. El estilo de vida de los rebeldes afganos le causaba una tensa curiosidad.

– ¿Qué comen? -le había preguntado a Jean-Pierre-. ¿Qué vestimentas usan? ¿Viven en tiendas? ¿Tienen baños?

– No tienen baños -respondió él-. Ni tienen electricidad. No tienen caminos, ni vino. Ni automóviles. Ni calefacción central. Ni dentistas. Ni carteros. Ni teléfonos. Ni restaurantes. Ni anuncios. Ni coca-cola. Ni informes meteorológicos, ni informes de la bolsa de valores, ni decoradores, ni asistentes sociales, ni lápices de labios, ni támpax, ni modas, ni fiestas a la hora de la cena, ni taxis, ni colas para esperar el autobús…

– ¡No sigas! -interrumpió ella. Jean-Pierre podía seguir durante horas con su enumeración-. Tienen que tener autobuses y taxis.

– No en el campo. Yo iré a una región llamada el Valle de los Cinco Leones, un refugio de los rebeldes situado al pie del Himalaya. Un lugar primitivo aún antes de que los rusos lo bombardearan.

Jane estaba completamente segura de que podría vivir feliz y contenta sin cañerías, ni lápices de labios, ni informes meteorológicos. Sospechaba que aún estando fuera de la zona de combate, Jean-Pierre subestimaba los peligros; pero de alguna manera, eso no la amedrentaba. Su madre se pondría histérica, por supuesto. En cambio su padre, de estar todavía vivo, le hubiera dicho: Buena suerte, Janey. El comprendía la importancia de hacer algo que valiera la pena con la vida de uno. Aunque había sido un médico excelente, nunca ganó dinero porque donde fuera que vivieran: Nassau, El Cairo, Singapur, pero sobre todo Rhodesia, siempre atendía gratuitamente a los pobres que acudían a él en verdadera multitud y que alejaban a los pacientes que estaban en condiciones de pagarles honorarios.

Sus pensamientos se interrumpieron al oír pasos en la escalera. Notó que apenas había leído unas pocas líneas del artículo. Inclinó la cabeza, escuchando. No parecían los pasos de Ellis. Sin embargo, alguien llamó a la puerta.

Jane dejó el periódico y abrió. Se topó con Jean-Pierre. El estaba sorprendido como ella. Durante un instante, se miraron en silencio.

– Tienes expresión de sentirte culpable. ¿Yo también? -preguntó ella.

– Sí -contestó él, y sonrió.

– Estaba pensando en ti. Pasa.

Jean-Pierre entró y miró a su alrededor.

– ¿Ellis no está?

– Lo espero de un momento a otro. Siéntate.

Jean-Pierre se instaló en el sofá. Jane pensó, y no por primera vez, que posiblemente fuese el hombre más apuesto que había conocido en su vida. Sus facciones eran perfectamente regulares, con la frente alta, nariz fuerte y bastante aristocrática, ojos pardos y una boca sensual, parcialmente oculta por una barba espesa y un bigote con algunos destellos rojizos. Usaba ropa barata pero cuidadosamente elegida, y la lucía con una elegancia displicente que Jane envidiaba.

Jean-Pierre le gustaba mucho. Su gran defecto era que tenía un alto concepto de sí mismo; pero hasta en eso era tan ingenuo que resultaba cautivador como un chiquillo jactancioso. Le gustaban su idealismo y su dedicación a la medicina. Poseía un enorme encanto. También tenía una imaginación portentosa que a veces resultaba cómica: cualquier absurdo, tal vez un simple desliz del lenguaje, lo llevaba a lanzarse a un monólogo imaginativo que podía durar diez o quince minutos. Cuando en una ocasión alguien citó un comentario de Jean-Paul Sartre sobre un futbolista, Jean-Pierre se lanzó espontáneamente a hacer el comentario de un partido de fútbol tal como lo podía haber narrado un filósofo existencial. Jane rió hasta las lágrimas. La gente afirmaba que laalegría de Jean-Pierre tenía su reverso, negros estados de ánimo, de depresión, pero Jane jamás tuvo evidencia de eso.

– Bebe un poco del vino de Ellis -dijo tomando la botella que estaba sobre la mesa.

– No, gracias.

– ¿Te estás preparando para vivir en un país musulmán?

– No exactamente.

Tenía un aspecto muy solemne.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.

– Necesito hablar muy seriamente contigo -contestó él.

– Hace tres días ya mantuvimos esa charla, ¿no lo recuerdas? -preguntó ella con ligereza-. Me pediste que abandonara al tipo con quien salgo para ir a Afganistán contigo, una propuesta que pocas chicas serían capaces de resistir.

– Te pido que hables en serio.

– Muy bien. Todavía no me he decidido.

– Jane. He descubierto una cosa espantosa sobre Ellis.

Ella le dirigió una mirada especulativa. ¿Qué le iría a decir? ¿Inventaría una historia, le diría una mentira con tal de convencerla de que la acompañara? No le creía.

– Bueno, ¿de qué se trata?

– El no es lo que pretende ser -contestó Jean-Pierre.

Hablaba en un tono terriblemente melodramático.

– No es necesario que me hables en tono de enterrador. ¿Qué me quieres decir?

– Que no es un poeta pobre. Trabaja para el gobierno norteamericano.

Jane frunció el entrecejo.

¿Para el gobierno norteamericano? -Su primer pensamiento fue que Jean-Pierre debía de haber entendido mal

– Querrás decir que da clases de inglés a algunos franceses que trabajan para el gobierno de Estados Unidos.

– No me refiero a eso. Se dedica a espiar a los grupos radicales. Es un agente. Trabaja para la CÍA.

Jane lanzó una carcajada.

– ¡Qué absurdo eres! ¿Creíste que diciéndome eso conseguirías que lo dejara?

– Es cierto, Jane. ¿No crees que Ellis no puede ser un espía.

– No puede ser cierto. ¡Yo lo sabría! Hace un año que prácticamente vivo con él.

– Pero no vives con él todo el tiempo, ¿verdad?

– ¡Eso no importa! Lo conozco.

Aún mientras hablaba, Jane pensaba que eso explicaría muchas cosas. Ella realmente no conocía a Ellis. Pero lo conocía lo suficiente como para saber que no era un tipo bajo, despreciable, traicionero y simplemente malvado,

– Lo sabe todo el mundo -seguía diciendo Jean-Pierre-. Esta mañana arrestaron a Rahmi Coskun y todos dicen que Ellis tuvo la culpa.

– ¿Y por qué arrestaron a Rahmi?

Jean-Pierre se encogió de hombros.

– Sin duda por subversivo. De todos modos, Raoul Clermont anda dando vueltas por la ciudad para encontrar a Ellis y alguien quiere vengarse.

– Oh, Jean-Pierre, esto es ridículo -dijo Jane. De repente sintió mucho calor. Se acercó a la ventana y la abrió. Al asomarse a la calle vio la cabeza rubia de Ellis que entraba por la puerta de la calle-. Bueno -dijo, dirigiéndose a Jean-Pierre-. Aquí llega. Ahora tendrás que repetir esta ridícula historia ante él.

Oyó los pasos de Ellis en la escalera.

– Es lo que pienso hacer -contestó Jean-Pierre-. ¿Para qué crees que he venido? Vine a advertirle que lo buscan.

Jane comprendió que Jean-Pierre hablaba con sinceridad: realmente creía en la veracidad de esa historia. Bueno, Ellis en seguida pondría las cosas en su lugar.

La puerta se abrió y entró Ellis.

Parecía sumamente feliz, como si estuviera rebosante de buenas noticias y al ver su cara redonda y sonriente, con su nariz quebrada y sus penetrantes ojos azules, Jane sintió que su corazón se contraía al pensar que había estado flirteando con Jean-Pierre.

Al ver a Jean-Pierre, Ellis se detuvo en el umbral, sorprendido. Su sonrisa perdió parte de su alegría.

– ¡Hola a los dos! -saludó. Cerró la puerta a sus espaldas y le echó la llave, como siempre. Jane lo consideraba una excentricidad, pero en ese momento se le ocurrió que era justamente lo que haría un espía. Trató de sacarse el pensamiento de la cabeza.

Jean-Pierre fue el primero en hablar.

– Te están buscando, Ellis. Están enterados de todo. Vienen en tu busca.

Jane miró alternativamente a uno y al otro. Jean-Pierre era más alto que Ellis, en cambio Ellis tenía hombros más anchos y pecho más fuerte. Se quedaron mirándose como dos gatos que se miden antes de una pelea.

Jane rodeó a Ellis con sus brazos y lo besó con aire culpable.

– A Jean-Pierre le han contado una historia absurda y está convencido de que eres un agente de la CÍA.

Jean-Pierre estaba asomado a la ventana, observando la calle. En ese momento se volvió para encararse con él.

– Díselo, Ellis.

– ¿De dónde sacaste esa idea? -preguntó Ellis.

– Circula por toda la ciudad.

Назад Дальше