El Valle de los Leones - Follett Ken 5 стр.


– ¿Y exactamente quién te lo contó a ti? -preguntó Ellis con voz fría como el acero.

– Raoul Clermont.

Ellis asintió. En seguida se dirigió a Jane en inglés.

– ¿ Jane, quieres sentarte?

– No tengo ganas de sentarme -contestó ella con irritación.

– Tengo que decirte algo -agregó él.

No podía ser cierto, ¡no era posible! Jane sintió que una sensación de pánico le atenazaba la garganta.

– ¡Entonces, dímelo en lugar de pedirme que me siente!

Ellis miró a Jean-Pierre.

– ¿Quieres dejarnos solos? -preguntó en francés.

Jane empezó a enfurecerse.

– ¿Qué vas a decirme? ¿Por qué no dices simplemente que Jean-Pierre está equivocado? ¡Dime que no eres un espía, Ellis, antes de que me vuelva loca!

– No es tan sencillo -contestó Ellis.

– ¡Por supuesto que lo es! -exclamó ella con una nota de histerismo en la voz-. El asegura que eres un espía y que trabajas para el gobierno norteamericano y que desde que nos conocemos me has estado mintiendo, continuamente, traicionera y desvergonzadamente. ¿Es cierto eso? ¿Es cierto o no? ¿Y bien?

Ellis suspiró.

– Supongo que es cierto.

Jane se sintió a punto de estallar.

– ¡Cretino! -gritó-. ¡Maldito cretino! ¡Cretino de mierda!

La expresión de Ellis era pétrea.

– Te lo pensaba decir hoy -explicó.

Se oyó una llamada en la puerta. Ambos la ignoraron.

– ¡Nos has estado espiando, a mí y a todos mis amigos! -aulló Jane-. ¡Si supieras lo avergonzada que estoy!

– Mi trabajo aquí ha terminado -aseguró Ellis-. Ya no necesito mentirte más.

– No te daré la oportunidad de hacerlo. ¡No quiero verte nunca más!

Volvieron a llamar a la puerta. Y Jean-Pierre dijo en francés:

– Hay alguien en la puerta.

– No puedes decirlo en serio, es imposible que no quieras volver a verme.

– Todavía no comprendes lo que me has hecho, ¿verdad? -preguntó ella.

– ¡Por amor de Dios, abran esa maldita puerta! -exclamó Jean-Pierre.

– ¡Dios mío! -susurró Jane, acercándose a la puerta y abriéndola bruscamente. Se topó con un individuo grandote, de anchos hombros y chaqueta de dril verde con una manga rasgada. Jane jamás lo había visto antes-. ¿Qué mierda quiere? -preguntó.

Entonces se dio cuenta de que el tipo empuñaba una pistola.

Los segundos siguientes parecieron transcurrir con muchísima lentitud.

Como un relámpago, Jane comprendió que si Jean-Pierre tenía razón y Ellis era un espía, probablemente también la tuviera cuando aseguraba que alguien quería vengarse: y que en el mundo en que Ellis habitaba secretamente, la palabra venganza realmente podía significar una llamada en la puerta y un tipo empuñando una pistola.

Abrió la boca para gritar.

El hombre vaciló durante la fracción de un segundo. Parecía sorprendido, como si no esperara encontrarse con una mujer en el cuarto. Miraba alternativamente a Jane y a Jean-Pierre: sabía que Jean-Pierre no era su víctima. Pero estaba confundido porque nopodía ver a Ellis, que estaba oculto por la puerta entreabierta.

En lugar de gritar, Jane trató de cerrar la puerta.

Cuando la empujó hacia el pistolero, el individuo comprendió lo que ella pensaba hacer e introdujo el pie entre la puerta y el marco. La puerta le golpeó el zapato y rebotó. Pero al dar un paso adelante, él había extendido los brazos para no perder el equilibrio y ahora la pistola apuntaba hacia un rincón del techo.

Va a matar a Ellis -pensó Jane-. Va a matar a Ellis.

Se arrojó sobre el pistolero, pegándole en la cara con los puños cerrados, porque de repente, aunque odiara a Ellis no quería que muriera.

El hombre se distrajo sólo durante la fracción de un segundo. Con su fuerte brazo la empujó a un lado. Ella cayó pesadamente al suelo y se lastimó el cóccix.

Con terrible claridad vio lo que sucedió después.

Con el brazo con que la había empujado, el hombre abrió la puerta de par en par. Mientras el individuo giraba con la pistola en la mano, Ellis se le abalanzó alzando la botella de vino por encima de su cabeza. La pistola se disparó en el momento en que la botella bajaba, y el tiro coincidió con el ruido del cristal al romperse.

Jane, aterrorizada, se quedó mirando fijamente a los dos hombres.

Entonces el pistolero se desplomó, mientras Ellis permanecía de pie. Jane comprendió que el tiro no había dado en el blanco.

Ellis se inclinó y de un tirón le arrancó el arma al pistolero.

Haciendo un esfuerzo, Jane se puso en pie.

– ¿Estás bien? -preguntó Ellis.

– Por lo menos estoy viva -contestó ella. El se volvió hacia Jean-Pierre.

– ¿Cuántos hay en la calle?

Jean-Pierre se asomó a la ventana.

– Ninguno -contestó.

Ellis pareció sorprendido.

– Deben de estar escondidos. -Se metió la pistola en el bolsillo y se dirigió a la estantería de los libros-. No os acerquéis -dijo, y la arrojó al suelo.

Detrás había una puerta.

Ellis la abrió.

Miró a Jane durante un instante, como si quisiera decirle algo y no encontrara las palabras. Después, súbitamente, se marchó.

Al cabo de algunos instantes, Jane se acercó lentamente a la puerta secreta y miró hacia el otro lado. Había otro apartamento, tipo estudio, apenas amueblado y terriblemente polvoriento, como si hiciera un año que no hubiera sido ocupado por nadie. Vio una puerta abierta y, más allá, una escalera.

Se volvió y recorrió la habitación de Ellis con la mirada. El pistolero seguía en el suelo, inconsciente y en medio de un charco de vino. Había intentado matar a Ellis, justamente allí, en su habitación: y ya parecía irreal. Todo parecía irreal: que Ellis fuese un espía, que Jean-Pierre lo supiera, que Rahmi hubiera sido arrestado: y la ruta de huida de Ellis.

Se había ido. No quiero verte nunca más, le había dicho hacía unos segundos. Por lo visto su deseo se cumpliría.

Oyó pasos en la escalera.

Dejó de mirar al pistolero y clavó los ojos en Jean-Pierre. El también parecía estupefacto. Después de un momento, cruzó la habitación, se acercó a ella y la abrazó. Ella hundió la cabeza en su hombro y rompió a llorar.

Segunda Parte

1982

Capítulo 4

El río descendía de la línea de hielo, frío y claro y siempre impetuoso, y llenaba el valle con su estruendo mientras burbujeaba a lo largo de las hondonadas y pasaba a toda velocidad por los trigales en su carrera hacia las tierras bajas. Durante casi un año, ese sonido había estado constantemente en los oídos de Jane: a veces resonaba con fuerza, cuando ella iba a bañarse o cuando recorría los senderos serpenteantes que llevaban de un pueblo a otro, y otras veces era suave, como ahora, cuando se encontraba en lo alto de los cerros y el río de los Cinco Leones no era más que un destello y un murmullo en la distancia. Pensó que cuando le llegara el momento de abandonar el valle, el silencio le pondría los nervios de punta, como les sucedía a los habitantes de la ciudad que salían a veranear al campo y que no podían dormir por exceso de silencio. Al escuchar con atención oyó algo más y comprendió que ese nuevo sonido le había hecho tomar conciencia del anterior. Alzándose sobre el coro del río llegaba el tono de barítono de un avión.

Jane abrió los ojos. Era un Antonov, el lento y rapaz avión de reconocimiento cuyo incesante gruñir constituía el heraldo habitual de aviones a reacción más rápidos y ruidosos en una incursión de bombardeo. Jane se sentó y miró ansiosamente el valle.

Se encontraba en su refugio secreto, una cornisa ancha y chata a mitad de camino de la cima de un risco. Sobre su cabeza, las rocosas salientes la ocultaban de la vista de todos sin bloquearle el sol, y salvo que se tratara de un alpinista, disuadirían a cualquiera de intentar descender. Debajo, el camino a su refugio era inclinado, rocoso y desnudo de toda vegetación: nadie podía trepar hasta allí sin ser oído o visto por Jane. De todos modos no existía ningún motivo para que alguien quisiera llegar hasta allí. Jane encontró el lugar sólo porque se alejó del sendero y se perdió. El hecho de que fuese un sitio privado era importante, porque iba allí para tomar el sol, y los afganos eran tan modestos como monjas: si la llegaban a ver desnuda la lincharían.

A su derecha, la ladera polvorienta descendía abruptamente. A sus pies, donde el terreno era más llano cerca del río, se encontraba el pueblo de Banda, cincuenta o sesenta casas que pendían de un terreno desigual y rocoso, el cual era imposible sembrar. Las casas estaban construidas en piedra gris y ladrillos de adobe, y sus techos eran planos. junto a la pequeña mezquita de madera había un grupito de casas derruidas: un par de meses antes uno de los bombarderos rusos les había arrojado una bomba directamente en el blanco. Jane alcanzaba a ver el pueblo claramente, aunque se encontraba a veinte minutos de camino. Observó los techos, los patios rodeados de muros y los senderos de tierra, para ver si por allí andaba algún niño, pero afortunadamente no vio ninguno: bajo el caluroso cielo azul, Banda se encontraba desierta.

A su izquierda, el valle se ensanchaba. Las pequeñas praderas rocosas estaban marcadas con cráteres de bombas, y en las laderas inferiores de las montañas se habían desmoronado varias de las antiquísimas paredes.

El trigo estaba maduro, pero nadie lo cosechaba.

Más allá de los campos, al pie del risco que formaba el extremo más lejano del valle, corría el río de los Cinco Leones: profundo en algunos sitios, pero caudaloso en otros; por momentos ancho y por momentos angosto, pero siempre de corriente rápida y lecho rocoso. Jane lo escudriñó en toda su extensión. No vio mujeres bañándose ni lavando ropa, ni chiquillos en la orilla, ni hombres vadeándolo con caballos o con mulas.

Jane consideró la posibilidad de vestirse, abandonar el refugio y trepar más alto, hasta las grutas de la ladera. Allí se encontraban los habitantes del pueblo. Los hombres dormían después de haber trabajado toda la noche en sus campos; las mujeres cocinaban e intentaban impedir que los niños deambularan por los alrededores; las vacas estaban encerradas en los corrales, las cabras, atadas, y los perros peleando por desperdicios de comida. Probablemente ella se encontraba completamente a salvo allí, pues los rusos bombardeaban los pueblos, no las colinas desnudas; pero siempre existía la posibilidad de que fuese alcanzada por alguna bomba perdida y una gruta la protegería de todo peligro, con excepción de un ataque directo.

Antes de que se hubiera decidido, oyó el rugir de los reactores. Entrecerró los ojos y miró hacia el sol tratando de divisarlos. El ruido atronó el valle cuando pasaron sobre ella rumbo al nordeste, volando alto pero descendiendo, uno, dos, tres, cuatro asesinos plateados, el máximo ingenio del hombre utilizado para mutilar campesinos analfabetos, destruir casas de adobe y retornar a sus bases a mil kilómetros por hora.

En un minuto desaparecieron. Banda se había salvado, por lo menos por ese día. Jane se relajó lentamente. Los reactores la aterrorizaban. El verano anterior Banda se había librado de ser bombardeada y durante el invierno todo el valle gozó de un respiro; pero los bombardeos comenzaron con saña esa primavera y Banda fue blanco de varios ataques, uno de ellos justo en el centro del pueblo. Desde entonces, Jane odiaba los reactores.

El coraje de sus habitantes era sorprendente. Cada familia había organizado un segundo hogar en lo alto de las cavernas y todas las mañanas trepaban la montaña para pasar el día allí, y regresaban al crepúsculo, porque de noche no se producían bombardeos. Ya que era poco seguro trabajar en los campos durante el día, los hombres lo hacían por la noche, o más bien los que lo hacían eran los más viejos, porque los jóvenes se encontraban ausentes todo el tiempo, luchando contra los rusos en el extremo sudeste del valle y aún más allá. Ese verano los bombardeos habían sido más intensos que nunca en todas las zonas rebeldes de acuerdo a lo que los guerrilleros comentaron a Jean-Pierre. Si los afganos de todo el país se parecían a los del valle, eran perfectamente capaces de adaptarse y sobrevivir: ellos salvaban algunas preciadas posesiones de entre los escombros de las casas bombardeadas, volvían a sembrar incansablemente las huertas arruinadas, curaban a los heridos y enterraban a los muertos y enviaban adolescentes cada vez más jóvenes a unirse a los líderes de la guerrilla. Jane estaba convencida de que los rusos jamás lograrían vencer a ese pueblo, a menos que convirtieran todo el país en un desierto radiactivo.

En cuanto a la posibilidad de que los rebeldes consiguieran vencer a los rusos, ésa era otra cuestión. Eran bravos e indomables, y controlaban el interior del país, pero las tribus rivales se odiaban unas a otras casi tanto como odiaban a los invasores, y sus rifles eran inútiles contra los bombarderos a reacción y los helicópteros blindados.

Jane hizo un esfuerzo para no pensar en la guerra. Era la hora más calurosa del día, la hora de la siesta, cuando le gustaba estar sola y relajarse. Metió la mano en una bolsa de piel de cabra llena de manteca y empezó a engrasar la piel de su enorme vientre, preguntándose cómo habría sido tan tonta como para quedar embarazada en Afganistán.

Llegó con un abastecimiento de píldoras anticonceptivas para dos años, un diafragma y un cartón entero de gelatina espermaticida; y, sin embargo, a las pocas semanas se olvidó de recomenzar a tomar las píldoras después de la menstruación y luego, varias veces, olvidó ponerse el diafragma.

– ¿Cómo pudiste cometer semejante error? -preguntó Jean-Pierre indignado, y ella no supo qué contestarle.

Pero ahora, acostada al sol, feliz de saberse embarazada, con hermosos pechos hinchados y un permanente dolor de espalda, comprendía que el suyo había sido un error deliberado, una especie de trampa tendida por su inconsciente. Deseaba tener un bebé, y sabía que Jean-Pierre no, así que inició su embarazo accidentalmente.

¿Por qué tendría tanta necesidad de tener un hijo?, se preguntó para sus adentros, y en el acto surgió la respuesta: Porque se sentía muy sola.

– ¿Será cierto eso? -dijo en voz alta.

Sería una ironía. Nunca se sintió sola en París donde vivía independientemente, haciendo las compras para una sola persona y conversando con su imagen reflejada en el espejo; pero ahora, casada, cuando pasaba todas las noches con su marido, además de trabajar a su lado casi todo el día, comenzó a sentirse aislada, atemorizada y sola.

Se casaron en París, justo antes de emprender el viaje a Afganistán. De alguna manera parecía parte natural de la aventura, otro desafío, otro riesgo, otra emoción. Todo el mundo comentó lo felices, hermosos y valientes que eran y lo enamorados que estaban, y era cierto.

Sin duda, ella esperaba demasiado. Supuso que el amor y la intimidad entre ella y Jean-Pierre serían cada vez mayores. Creyó que se enteraría de quién había sido el amor adolescente de su marido, y cuáles eran las cosas a las que él realmente temía, y si era cierto que después de orinar los hombres se sacudían el pene para secarlo. Ella a su vez le contaría que su padre había sido un alcohólico, que su fantasía habitual era la de ser violada por un negro y que a veces, cuando se encontraba ansiosa, se chupaba el pulgar. Pero por lo visto Jean-Pierre creía que después de casados la relación entre ambos debía continuar siendo la misma de antes. La trataba con cortesía, la hacía reír cuando estaba en vena, caía indefenso en sus brazos cuando estaba deprimido, le hablaba de política y de la guerra, le hacía el amor expertamente una vez por semana con su cuerpo delgado y sus manos fuertes y sensibles de cirujano y, en todo sentido, se comportaba más como un amigo que como un marido. Ella todavía se sentía imposibilitada de contarle detalles tontos y aparentemente poco importantes de su vida, como el hecho de que los turbantes le hicieran parecer más larga la nariz y lo furiosa que seguía estando porque una vez le dieran una paliza por volcar tinta roja en la alfombra de la sala de su casa cuando en realidad lo había hecho su hermana Pauline. Se moría de ganas de poder preguntarle a alguien: ¿Es así como debería ser el matrimonio o irá mejorando con el tiempo? Pero sus amigos y su familia estaban muy lejos y las mujeres afganas hubiesen considerado que sus expectativas eran ultrajantes. Resistió a la tentación de enfrentar a Jean-Pierre con su desilusión, en parte porque sus quejas eran demasiado vagas e imprecisas, y en parte porque la atemorizaba pensar en lo que él podía llegar a contestarle.

Pensando retrospectivamente, comprendía que la idea de tener un hijo le rondaba desde mucho antes, desde la época en que salía con Ellis Thaler. En ese año voló de París a Londres para asistir al bautismo del tercer hijo de su hermana Pauline, algo que normalmente no hubiera hecho, porque le desagradaban reuniones familiares formales. También empezó a trabajar como niñera para una pareja que vivía en el mismo edificio que ella, un anticuario histérico y su aristocrática esposa, y gozaba más que nunca cada vez que el bebé lloraba y se veía obligada a cogerlo en brazos para consolarlo.

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