Noche Sobre Las Aguas - Follett Ken 42 стр.


– Estamos aquí.

Todo el plan dependía de que el clipper descendiera en el canal que separaba la costa de la isla Grand Manan. Los gángsteres confiaban en ello, y también Eddie. Sin embargo, cuando se producían emergencias, la gente hacía cosas raras. Eddie decidió que si Baker elegía, irracionalmente, otro lugar, hablaría para exponer las ventajas del canal. Baker sospecharía, pero vería la lógica de la elección y, en todo caso, sería él quién se comportaría de manera extraña si amaraba en otro sitio.

Sin embargo, no hizo falta que interviniera.

– Aquí, en este canal -dijo Baker, al cabo de un momento-. Ahí descenderemos.

Eddie se volvió para que nadie viera su expresión de triunfo. Se había acercado un paso más a Carol-Ann.

Mientras llevaban a cabo los preparativos para el amaraje de emergencia, Eddie miró por la ventana y escrutó el mar. Vio un pequeño barco, parecido a un pesquero deportivo, moviéndose sobre el oleaje. La mar estaba picada. El amaraje sería brusco.

Oyó una voz que paralizó su corazón.

– ¿Cuál es la emergencia?

Era Mickey Finn, que subía por la escalera para investigar.

Eddie le miró, horrorizado. Mickey descubriría en menos de un minuto que la válvula situada sobre la rueda de mano no había sido conectada de nuevo. Eddie tenía que deshacerse de él a toda prisa.

Pero el capitán Baker hizo el trabajo por él.

– ¡Largo de aquí, Mickey! -ordenó-. ¡Los tripulantes libres de servicio han de estar sujetos con el cinturón de seguridad durante un amaraje de emergencia, no paseando por el avión y haciendo preguntas estúpidas!

Mickey se marchó como espoleado por un rayo, y Eddie respiró con mayor facilidad.

El avión perdió altura rápidamente. Baker quería encontrarse cerca del agua en caso de que el combustible se agotara antes de lo esperado.

Giraron hacia el oeste para no sobrevolar la isla; si se quedaban sin combustible sobre tierra, todos morirían. Pocos momentos después se hallaron sobre el canal.

Eddie calculó que las olas medían alrededor de un metro veinte. La altura crítica del oleaje se estimaba en unos noventa centímetros; sobrepasado este límite, resultaba peligroso para el clipper amarar. Eddie apretó los dientes. Baker era un buen piloto, pero todo dependería de la suerte.

El avión descendió a toda velocidad. Eddie notó que el casco rozaba la cresta de una gigantesca ola. Siguieron volando durante uno o dos segundos y volvieron a tocar agua. El impacto fue más violento esta vez, y su estómago se revolvió cuando rebotaron hacia arriba.

Eddie temía por su vida. Así se estrellaban los hidroaviones.

Aunque el avión seguía en el aire, el impacto había reducido la velocidad, y se encontraba a una altitud muy baja. En lugar de deslizarse por el agua sin hundirse demasiado, chocaría con violencia. Era la diferencia entre zambullirse y darse una panzada, sólo que el estómago del avión, de fino aluminio, podía romperse como una bolsa de papel.

Se quedó inmóvil, esperando el impacto. El avión golpeó el agua con un estrépito terrorífico que se trasmitió a lo largo de su columna vertebral. El agua cubrió las ventanas. Eddie salió lanzado hacia el lado izquierdo, pero consiguió aferrarse a su asiento. El operador de radio, que estaba sentado mirando hacia adelante, se golpeó la cabeza con el micrófono. Eddie pensó que el avión iba a romperse en mil pedazos. Si un ala se sumergía, todo habría terminado.

Pasó un segundo, y luego otro. Desde la cubierta de vuelo se oían los gritos de los aterrorizados pasajeros. El avión volvió a elevarse, saliendo en parte del agua y avanzando a rastras. Después, se hundió de nuevo, y Eddie salió disparado contra un lado.

Sin embargo, el avión se estabilizó, y Eddie empezó a confiar en que saldrían bien librados. Las ventanas quedaron limpias y logró ver el mar. Los motores continuaban rugiendo; no se habían sumergido.

La velocidad del avión fue disminuyendo. Eddie se sintió cada vez más a salvo, hasta que el avión se quedó quieto, mecido por las olas.

– Jesús, ha sido más difícil de lo que creía -oyó que decía el capitán por sus auriculares, y el resto de la tripulación estalló en carcajadas de alivio.

Eddie se levantó y miró por todas las ventanas, buscando el barco. El sol brillaba, pero divisó nubes de lluvia en el cielo. La visibilidad era buena, pero no distinguió ningún barco. Quizá la lancha se hallaba detrás del clipper, para que no la vieran.

Se sentó y cortó los motores. El operador de radio transmitió un SOS.

– Bajaré a tranquilizar a los pasajeros -dijo el capitán.

El operador de radio recibió una respuesta a su llamada, y Eddie confió en que procediera de los que venían a rescatar a Gordino.

No pudo esperar a averiguarlo. Se dirigió hacia la proa, abrió la escotilla de la cabina y bajó al compartimento de proa. La escotilla se abría hacia abajo, formando una plataforma. Eddie salió y permaneció de pie sobre ella. Tuvo que sujetarse al marco de la puerta para conservar el equilibrio. Las olas saltaban sobre los hidroestabilizadores, y algunas llegaron a mojar sus pies. El sol se ocultaba tras las nubes de vez en cuando, y soplaba una fuerte brisa. Examinó con minuciosidad el casco y las alas, pero no observó el menor desperfecto. El gran aparato había sobrevivido sin sufrir ningún daño.

Soltó el ancla y escudriñó el mar, buscando un barco. ¿Dónde estaban los compinches de Luther? ¿Y si algo iba mal, y si no aparecían? Entonces, divisó por fin en la distancia una lancha motora. Su corazón desfalleció. ¿Era la que esperaba? ¿Iría Carol-Ann a bordo? Le preocupó la idea de que se tratara de otra embarcación, atraída por la curiosidad, y que podía entorpecer todo el proceso.

Se acercaba a gran velocidad, cabalgando sobre las olas. Eddie, después de soltar el ancla y comprobar los posibles daños, debía volver a su puesto en la cubierta de vuelo, pero era incapaz de moverse. Contemplaba la lancha como hipnotizado a medida que aumentaba de tamaño. Era una lancha grande, con la cabina del timonel cubierta. Sabía que corría a unos veinticinco o treinta nudos, pero se le antojaba penosamente lenta. Distinguió unas cuantas figuras en la cubierta. Las contó: cuatro. Se fijó en que una era mucha más pequeña que las otras. El grupo fue configurándose como tres hombres vestidos con trajes oscuros y una mujer ataviada con una chaqueta azul. Carol-Ann tenía una chaqueta azul.

Pensó que era ella, pero no estaba seguro. Tenía el pelo rubio y era menuda, como ella. Estaba algo apartada de los demás. Los cuatro se apoyaban en la barandilla y miraban en dirección al clipper. La espera resultaba insoportable. Entonces, el sol surgió de detrás de una nube y la mujer levantó la mano para protegerse los ojos. El gesto pulsó las fibras más sensibles del corazón de Eddie, y supo que era su mujer.

– Carol-Ann -gritó.

Una oleada de excitación se apoderó de él, y olvidó por un momento los peligros a los que ambos se enfrentaban, dando rienda suelta a la alegría de verla otra vez. Agitó los brazos, ebrio de dicha.

– ¡Carol-Ann! -chilló-. ¡Carol-Ann!

Ella no podía oírle, por supuesto, pero sí podía verle. Demostró sorpresa, vaciló como si no estuviera segura de que era él y luego respondió a su saludo, primero con timidez y después con energía.

Si podía moverse así, significaba que se encontraba bien, y se sintió débil como un niño, lleno de alivio y gratitud. Recordó que aún faltaba mucho por hacer. Saludó por última vez y regresó de mala gana al interior del avión. Apareció en la cubierta de vuelo justo cuando el capitán subía de la cubierta de pasajeros.

– ¿Algún desperfecto? -preguntó.

– Ninguno, por lo que he podido comprobar.

El capitán se volvió hacia el radiotelegrafista, que le dio su informe.

– Nuestra llamada de socorro ha sido contestada por varios barcos, pero el más próximo es un barco de recreo que se acerca por babor. Quizá pueda verlo.

El capitán se acercó a la ventana y vio la lancha. Meneó la cabeza.

– No nos sirve. Han de arrastrarnos. Intente conectar con los guardacostas.

– Los pasajeros de la lancha quieren subir a bordo -dijo el radiotelegrafista.

– Ni hablar -respondió Baker. Eddie se sintió abatido. ¡Tenían que subir a bordo!-. Es demasiado peligroso -siguió el capitán-. No quiero un barco amarrado al avión. Podría dañar el casco, y si intentamos trasladar a la gente con este oleaje, seguro que alguien se cae al agua. Dígales que agradecemos su oferta, pero que no pueden ayudarnos.

Eddie no se esperaba esto. Disfrazó con una expresión de indiferencia su angustia. ¡A la mierda los desperfectos del avión! ¡La banda de Luther ha de subir a bordo! aunque lo pasarían mal sin ayuda desde el interior.

Aun con ayuda, sería una pesadilla tratar de entrar por las puertas normales. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y llegaban a mitad de las puertas. Nadie podía mantenerse de pie sobre los hidroestabilizadores sin sujetarse a una cuerda, y el agua entraría en el comedor mientras la puerta estuviera abierta. Esto nunca le había pasado a Eddie, porque el clipper solía aterrizar en aguas tranquilas.

¿Cómo subirían a bordo?

Tendrían que entrar por la escotilla de proa.

– Les he dicho que no pueden subir -informó el radiotelegrafista-, pero no parece que me hayan oído.

Eddie miró por la ventana. La lancha estaba dando vueltas alrededor del avión.

– No les haga caso -dijo el capitán.

Eddie se levantó y se dirigió a la escalerilla que descendía al compartimento de proa.

– ¿A dónde va? -preguntó el capitán Baker con sequedad. -Necesito verificar el ancla -respondió Eddie de forma vaga, y continuó sin esperar la respuesta.

– Es el último viaje de ese tío -oyó que decía Baker. Yo lo sabía, pensó, desolado.

Salió a la plataforma. La lancha se encontraba a unos diez o doce metros del morro del clipper. Vio a Carol-Ann, apoyada en la barandilla. Llevaba un vestido viejo y zapatos de tacón bajo, los que utilizaba para estar por casa. Se había echado su mejor chaqueta sobre los hombros cuando la secuestraron. Ya podía distinguir su rostro. Parecía pálida y agotada. Una rabia sorda bulló en el interior de Eddie. Me las pagarán, pensó.

Alzó el cabrestante plegable, gesticuló en dirección a la lancha, señalando el cabrestante y fingiendo que lanzaba una cuerda. Tuvo que repetirlo varias veces antes de que los hombres de la lancha le entendieran. Adivinó que no eran marineros experimentados. Parecían fuera de lugar en la embarcación, con sus trajes de chaqueta cruzada y sujetándose los sombreros de fieltro para que el viento no se los arrebatara. El tipo que manejaba el timón, tal vez el patrón de la lancha, estaba ocupado en sus controles, intentando que la lancha no zozobrara. Por fin, uno de los hombres dio a entender que había comprendido con un ademán y lanzó una cuerda.

No era muy ducho, y Eddie sólo consiguió cogerla a la cuarta intentona.

La aseguró al cabrestante. Los hombres de la lancha acercaron su embarcación al avión. La barca, que era mucho más ligera, se balanceaba mucho más en el oleaje. Amarrar la lancha al avión, iba a convertirse en una tarea difícil y peligrosa.

De pronto, escuchó la voz de Mickey Finn detrás de él.

– Eddie, ¿qué coño estás haciendo?

Se giró en redondo. Mickey se hallaba en el compartimento de proa, mirándole con una expresión de preocupación en su rostro franco y cubierto de pecas.

– ¡No te entrometas, Mickey! -gritó Eddie-. ¡Si lo haces, alguien saldrá malherido, te lo advierto!

Mickey parecía asustado.

– Muy bien, muy bien, lo que tú digas.

Retrocedió hacia la cubierta de vuelo, pensando que Eddie se había vuelto loco, tal como demostraba su expresión.

Eddie miró hacia la lancha. Ya estaba muy cerca. Contempló a los tres hombres. Uno era muy joven; no tendría más de dieciocho años. Otro era mayor, pero bajo y delgado, y un cigarrillo colgaba de la esquina de su boca. El tercero, vestido con un traje negro a rayas blancas, daba la impresión de estar al mando.

Iban a necesitar dos cuerdas para asegurar la lancha, decidió Eddie. Se llevó las manos a la boca para que actuaran como un megáfono y gritó:

– ¡Lancen otra cuerda!

El hombre del traje a rayas cogió otra cuerda de la proa, cercana a la que ya estaban utilizando. No serviría de nada: necesitaban una en cada extremo de la lancha, a fin de formar un triángulo.

– ¡No, ésa no! -chilló Eddie-. ¡Tírenme una cuerda desde la popa!

El hombre comprendió el mensaje.

Esta vez, Eddie se apoderó de la cuerda a la primera. La introdujo en el interior del avión, atándola a un puntal.

La lancha se aproximó con mayor rapidez, gracias a que un hombre tiraba de cada cuerda. De repente, los motores enmudecieron y un hombre cubierto con un mono salió de la timonera y se encargó de la tarea. Se trataba de un marinero, sin lugar a dudas.

Eddie oyó otra voz a su espalda, procedente del compartimento de proa. Era el capitán Baker.

– ¡Deakin, está desobedeciendo una orden directa! -aulló.

Eddie no le hizo caso y rezó para que tardara unos segundos más en intervenir. La lancha ya se encontraba lo más cerca posible. El patrón ató las cuerdas a los puntales de la cubierta, tensándolas lo suficiente para que la lancha se meciera al compás de las olas. Los gángsters deberían esperar hasta que el oleaje permitiera que la cubierta se situara al nivel de la plataforma. Después, saltarían de una a otra. Utilizarían la cuerda que unía la popa de la lancha con el compartimento de proa para conservar el equilibrio.

– ¡Deakin! -ladró Baker-. ¡Vuelva aquí!

El marinero abrió una puerta practicada en la barandilla y el gángster del traje a rayas se dispuso a saltar. Eddie notó que el capitán Baker le agarraba por la chaqueta desde atrás. El gángster comprendió lo que estaba pasando y deslizó su mano en el interior de la chaqueta.

La peor pesadilla de Eddie consistía en que uno de sus compañeros de tripulación decidiera comportarse como un héroe y le mataran. Ojalá hubiera podido contarles que Steve Appleby iba a enviar un guardacostas, pero temía que, sin darse cuenta, alguno de ellos pusiera sobre aviso a los gángsters. Por lo tanto, debía esforzarse por controlar la situación.

– ¡Capitán, no se entrometa! -gritó, volviéndose hacia Baker-. ¡Estos bastardos llevan pistolas!

Baker se mostró sorprendido. Miró al gángster, y luego se escabulló. Eddie se giró en redondo y vio que el hombre del traje a rayas guardaba una pistola en el bolsillo de la chaqueta. Jesús, ojalá pueda impedir que empiecen a disparar sobre la gente, pensó, presa del pánico. Si alguien muere, será por culpa mía.

La embarcación se hallaba sobre la cresta de una ola, con la cubierta algo elevada sobre el nivel de la plataforma. El gángster asió la cuerda, vaciló y saltó sobre la plataforma. Eddie le sujetó para que no cayera.

– ¿Tú eres Eddie? -preguntó el hombre.

Eddie reconoció la voz: la había oído por teléfono. Recordó cómo se llamaba el nombre: Vincini. Eddie le había insultado. Ahora lo lamentó, porque necesitaba su colaboración.

– Quiero trabajar con ustedes, Vincini -dijo-. Si quiere que no haya problemas, déjenme ayudarles.

Vincini le dirigió una dura mirada.

– Muy bien -dijo al cabo de un momento-, pero un paso en falso y está muerto.

Su tono era enérgico, práctico. No dio muestras de guardarle rencor. Sin duda, tenía demasiadas cosas en la cabeza para pensar en desaires anteriores.

– Entre y espere a que los demás suban.

– Muy bien -Vincini se volvió hacia la lancha-. Joe, tú eres el siguiente. Después, el muchacho. La chica será la última.

Entró en el compartimento de proa.

Eddie vio que el capitán Baker estaba subiendo por la escalerilla hacia la cubierta de vuelo. Vincini sacó la pistola y dijo:

– Quieto ahí.

– Obedézcale, capitán -indicó Eddie-. Estos tíos no se andan con bromas.

Baker bajó y levantó las manos.

Eddie devolvió su atención a la lancha. El tal Joe se aferraba a la barandilla de la embarcación, con el aspecto de estar muerto de miedo.

– ¡No sé nadar! -chilló, con voz rasposa.

– No le hará falta -contestó Eddie, extendiendo una mano.

Joe saltó, asió su mano y entró tambaleándose en el compartimento de proa.

El jovencito era el último. Se mostraba más confiado, después de ver que los otros dos se habían trasladado al avión sin problemas.

– Yo tampoco sé nadar -dijo, sonriente. Saltó demasiado pronto, posó los pies en el mismo borde de la plataforma, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Eddie se inclinó hacia adelante, sujetándose a la cuerda con la mano izquierda, y agarró al muchacho por el cinturón, tirando de él hasta depositarle sobre la plataforma.

– ¡Caray, gracias! -dijo el chico, como si Eddie, en lugar de salvarle la vida, se hubiera limitado a echarle una mano.

Carol-Ann se encontraba de pie en la cubierta de la lancha, mirando hacia la plataforma con el temor reflejado en su cara. No era cobarde, pero Eddie adivinó que el amago de accidente del muchacho la había asustado.

– Haz lo mismo que ellos, cariño -dijo Eddie, sonriendo-. Tú puedes hacerlo.

Ella asintió y agarró la cuerda.

Eddie esperó, con el corazón en un puño. El oleaje elevó la lancha al nivel de la plataforma. Carol-Ann titubeó, perdió una oportunidad y se asustó aún más.

– No te precipites -aconsejó Eddie, hablando con una voz serena que ocultaba sus propios temores-. Salta cuando lo creas conveniente.

La lancha volvió a mecerse. Una expresión de forzada determinación apareció en el rostro de Carol-Ann. Apretó los labios y frunció el entrecejo. La lancha se alejó medio metro de la plataforma, ensanchando la separación.

– Quizá no sea el momento… -empezó Eddie, pero ya era demasiado tarde. Carol-Ann estaba tan decidida a comportarse con valentía que ya había saltado.

Ni siquiera llegó a tocar la plataforma.

Lanzó un chillido de terror y quedó colgada de la cuerda.

Sus pies patalearon en el aire. Eddie no podía hacer nada mientras la lancha se deslizaba hacia abajo por la pendiente de la ola y Carol-Ann se alejaba de la plataforma.

– ¡Cógete fuerte! -gritó-. ¡Ya subirás!

Estaba dispuesto a lanzarse al mar para salvarla si fuera necesario.

Pero ella se aferró con fuerza a la cuerda y el oleaje volvió a elevarla. Cuando llegó al nivel de la plataforma, estiró una pierna, pero no logró tocarla. Eddie se arrodilló y extendió una mano. Casi perdió el equilibrio y cayó al agua, pero ni siquiera consiguió rozarle la pierna. El oleaje se la llevó de nuevo, y la joven chilló de desesperación.

– ¡Colúmpiate! -gritóEddie-. ¡Colúmpiate de un lado a otro cuando subas!

Ella le oyó. Eddie advirtió que apretaba los dientes a causa del dolor que sentía en sus brazos, pero logró columpiarse atrás y adelante mientras el oleaje elevaba la lancha. Eddie se arrodilló y alargó la mano. Carol-Ann se situó al nivel de la plataforma y se columpió con todas sus fuerzas. Eddie la agarró por el tobillo. No llevaba medias. La atrajo hacia sí y se apoderó del otro tobillo, pero sus pies aún no llegaban a la plataforma. La lancha cabalgó sobre la cresta de la ola y empezó a caer. Carol-Ann chilló. Eddie continuaba agarrándola por los tobillos. Entonces, ella soltó la cuerda.

Eddie no cedió. Cuando Carol-Ann cayó, su peso le arrastró y estuvo a punto de caer al mar, pero consiguió deslizarse sobre el estómago y permanecer en la plataforma. Carol-Ann subía y bajaba, sin soltar sus manos. En esta posición no podía elevarla, pero el mar se encargó del trabajo. La siguiente ola sumergió su cabeza, pero la alzó hacia él. Eddie soltó el tobillo que atenazaba con la mano derecha y rodeó su cintura con el brazo.

La había salvado. Descansó unos momentos.

– Ya está, nena, te he cogido -dijo, mientras ella respiraba con dificultad y farfullaba palabras entrecortadas. Después la izó hasta la plataforma.

La sostuvo con una mano mientras ella se ponía de pie, y luego la condujo al interior del avión.

Carol-Ann, sollozando, se derrumbó en sus brazos. Eddie apretó la cabeza chorreante contra su pecho. Tenía ganas de llorar, pero se contuvo. Los tres gángsteres y el capitán Baker le miraban expectantes, pero siguió sin hacerles caso varios segundos más. Abrazó a Carol-Ann con fuerza cuando ella se puso a temblar.

– ¿Te encuentras bien, cariño? -preguntó por fin-. ¿Te han hecho daño estos canallas?

Ella meneó la cabeza.

– Creo que estoy bien -balbució, mientras sus dientes castañeteaban.

Eddie levantó la vista y miró al capitán Baker. Éste les contempló con estupor.

– Dios mío, empiezo a comprender esta…

– Basta de cháchara. Hay mucho que hacer -interrumpió Vincini.

Eddie soltó a Carol-Ann.

– Muy bien. Creo que antes deberíamos hablar con la tripulación, serenarla y lograr que no se entrometa. Después, les conduciré hasta el hombre que buscan. ¿De acuerdo?

– Sí, pero démonos prisa.

– Síganme.

Eddie se encaminó a la escalerilla y subió por ella. Salió a la cubierta de vuelo y se puso a hablar al instante, aprovechando los pocos segundos que había sacado de ventaja a Vincini.

– Escuchad, chicos, que nadie intente hacerse el héroe, por favor, no es necesario. Espero que me comprendáis. -No podía arriesgarse más. Un momento después, Carol-Ann, el capitán Baker y los tres malhechores surgieron por la escotilla-. Mantened todos la calma y haced lo que os digan -continuó Eddie-. No quiero disparos, no quiero que nadie resulte herido. El capitán os dirá lo mismo. -Miró a Baker.

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