– Exactamente, muchachos. No deis motivos a estos tipos para utilizar sus armas.
Eddie miró a Vincini.
– Muy bien, adelante. Capitán, venga con nosotros para tranquilizar a los pasajeros, por favor. Después, que Joe y Kid conduzcan a los tripulantes al compartimento número 1.
Vincini mostró su aprobación con un cabeceo.
– Carol Ann, ¿quieres ir con la tripulación, cariño?
– Sí.
Eddie se sintió mejor. Estaría lejos de las pistolas, y podría explicar a sus compañeros de tripulación por qué había ayudado a los gángsteres.
– ¿Quiere esconder su pistola? -preguntó Eddie a Vincini-. Asustará a los pasajeros…
– Que te den por el culo. Vamos.
Eddie se encogió de hombros. Al menos, lo había intentado.
Les guió hasta la cubierta de pasajeros. Muchos conversaban en voz alta, otros reían con cierta nota de histeria y una mujer sollozaba. Todos estaban sentados, y los dos mozos realizaban heroicos esfuerzos para aparentar calma y normalidad.
Eddie recorrió el avión. Vajilla y vasos rotos sembraban el suelo del comedor; de todos modos, no se había derramado mucha comida, porque la comida casi había terminado, y todo el mundo estaba tomando café. La gente se calló cuando reparó en la pistola de Vincini.
– Les pido disculpas, damas y caballeros -iba diciendo el capitán Baker, que caminaba detrás de Vincini-, pero sigan sentados, mantengan la calma y todo terminará en breve plazo.
Hablaba con tal aplomo que hasta Eddie se sintió más aliviado.
Atravesó el compartimento número 3 y entró en el número 4. Ollis Field y Frankie Gordino estaban sentados codo con codo. Ya está, pensó Eddie; voy a dejar en libertad a un criminal. Apartó el pensamiento, señaló a Gordino y dijo:
– Aquí tiene a su hombre.
Ollis Field se puso en pie.
– Soy el agente del FBI Tommy McArdle -dijo-. Frankie Gordino cruzó el Atlántico en un barco que llegó ayer a Nueva York, y ahora está encerrado en la cárcel de Providence, Rhode Island.
– ¡Por los clavos de Cristo! -estalló Eddie. Estaba atónito-. ¡Un señuelo! ¡He sufrido tanto por un asqueroso señuelo!
A la postre, no iba a dejar en libertad a un asesino, pero no podía sentirse contento porque temía la reacción de los gángsters. Miró con temor a Vincini.
– Gordino nos importa un rábano -dijo Vincini-. ¿Dónde está el devorador de salchichas?
Eddie le miró, sin habla. ¿No querían a Gordino? ¿Qué significaba eso? ¿Quién era el devorador de salchichas?
La voz de Tom Luther sonó desde el compartimento número 3.
– Está aquí, Vincini. Ya le tengo.
Luther estaba en el umbral, apuntando con una pistola a la cabeza de Carl Hartmann.
Eddie no salía de su asombro. ¿Por qué demonios quería secuestrar a Carl Hartmann la banda de Patriarca?
– ¿Por qué les interesa un científico?
– No sólo es un científico -dijo Luther-. Es un físico nuclear.
– ¿Son ustedes nazis?
– Oh, no -explicó Vincini-. Sólo hacemos un trabajo para ellos. De hecho, somos demócratas. -Lanzó una ronca carcajada.
– Yo no soy demócrata -replicó con frialdad Luther-. Estoy orgulloso de ser miembro del Deutsch-Amerikaner Bund.
Eddie había oído hablar del Bund; era una supuesta sociedad de amistad germano-norteamericana, pero la habían fundado los nazis.
– Estos hombres son simples mercenarios -prosiguió Luther-. Recibí un mensaje personal del propio Führer, solicitando mi ayuda para capturar a un científico fugado y devolverle a Alemania. -Eddie comprendió que Luther estaba orgulloso de tal honor. Era el acontecimiento más importante de su vida-. Pagué a esta gente para que me ayudara. Ahora, llevaré de vuelta a Alemania al profesor Hartmann, donde el Tercer Reich requiere su presencia.
Eddie miró a Hartmann. El hombre estaba muerto de miedo. Un abrumador sentimiento de culpa embargó a Eddie. Obligarían a Hartmann a regresar a la Alemania nazi, todo por culpa de Eddie.
– Raptaron a mi esposa -le dijo Eddie-. ¿Qué podía hacer?
La expresión de Hartmann se transformó de inmediato. -Lo comprendo -dijo-. En Alemania estamos acostumbrados a estas cosas. Te obligan a traicionar una lealtad por el bien de otra. Usted no tenía otra alternativa. No se culpe.
Que el hombre aún conservara arrestos para consolarle en un momento como éste dejó estupefacto a Eddie. Miró a Ollis Field.
– ¿Por qué trajo un señuelo al clipper ? -preguntó-. ¿Quería que la banda de Patriarca secuestrara el avión?
– De ninguna manera -contestó Field-. Nos informaron que la banda quiere matar a Gordino para impedir que cante. Iban a atentar contra su vida en cuanto pusiéramos pie en Estados Unidos. Esparcimos el rumor de que volaba en el clipper , pero le enviamos en barco. En estos momentos, la radio estará transmitiendo la noticia de que Gordino ha ingresado en prisión, y la banda sabrá que fue engañada.
– ¿Por qué no protegía a Carl Hartmann?
– No sabíamos que viajaba a bordo… ¡Nadie nos lo dijo!
¿Viajaba Hartmann sin ninguna protección, o contaba con un guardaespaldas desconocido para todo el mundo?, se preguntó Eddie.
El gángster bajito llamado Joe entró en el compartimento con su pistola en la mano derecha y una botella abierta de champán en la izquierda.
– Están pacíficos como corderitos, Vinnie -dijo-. Kid se ha quedado en el comedor, para cubrir la parte delantera del avión desde allí.
– ¿Y dónde está el jodido submarino? -preguntó Vincini a Luther.
– Llegará de un momento a otro, estoy seguro -respondió Luther.
¡Un submarino! ¡Luther se había citado con un submarino frente a la costa de Maine! Eddie miró por las ventanas, esperando verlo surgir de las aguas como una ballena de acero, pero sólo divisó olas.
– Bien, ya hemos cumplido nuestra parte -dijo Vincini-. Dénos el dinero.
Luther retrocedió hacia su asiento, sin dejar de apuntar a Hartmann, cogió un maletín y lo entregó a Vincini. Éste lo abrió. Estaba repleto de fajos de billetes.
– Cien mil dólares en billetes de veinte -dijo Luther.
– Lo comprobaré -replicó Vincini. Guardó la pistola y se sentó con el maletín sobre las rodillas.
– Tardará años en… -empezó Luther.
– ¿Cree que nací ayer? -repuso Vincini, en un tono de infinita paciencia-. Comprobaré dos fajos y después contaré cuántos fajos hay. Ya lo he hecho otras veces.
Todo el mundo miró a Vincini mientras contaba el dinero, la princesa Lavinia, Lulu Bell, Mark Alder, Diana Lovesey, Ollis Field y el presunto Frankie Gordino. Joe reconoció a Lulu Bell.
– Oiga, ¿no sale usted en las películas?
Lulu Bell desvió la vista, sin hacerle caso. Joe bebió directamente de la botella, y después se la ofreció a Diana Lovesey. Ésta palideció y se apartó de él.
– Estoy de acuerdo, no es tan bueno como dicen -comentó Joe, y derramó champagne sobre su vestido a topos crema y rojo.
Diana lanzó un grito de angustia y rechazó las manos del hombre. La tela mojada se pegó a su piel, resaltando la turgencia de sus pechos.
Eddie se sintió consternado. Incidentes como éste podían degenerar en actos violentos.
– ¡Basta! -dijo.
Joe no le hizo caso.
– Vaya tetas -dijo, con una sonrisa lasciva. Dejó caer la botella y aferró un pecho de Diana, apretándolo. Ella chilló.
– ¡No la toques, mamarracho…! -gritó Mark, forcejeando con el cinturón de seguridad.
El gángster le golpeó en la boca con la pistola, efectuando un movimiento sorprendentemente veloz. Brotó sangre de los labios de Mark.
– ¡Vincini, por el amor de Dios, deténgale! -gritó Eddie.
– Joder, si a una tía como ésta no le han tocado aún las tetas a su edad, ya es hora -dijo Vincini.
Joe hundió la cara entre los pechos de Diana, que se debatía en el asiento, intentando soltarse el cinturón.
Mark se desabrochó el cinturón, pero Joe volvió a golpearle antes de que consiguiera ponerse de pie. Esta vez, la culata de su pistola le alcanzó cerca del ojo. Joe utilizó su puño derecho para hundirlo en el estómago de Mark, asestándole otro golpe en la cara con la pistola. La sangre de sus heridas cegó a Mark. Varias mujeres empezaron a chillar.
Eddie ya no pudo soportarlo más. Estaba decidido a evitar el derramamiento de sangre. Cuando Joe iba a golpear a Mark de nuevo, Eddie, jugándose la vida, agarró al gángster por detrás y le retorció los brazos.
Joe se debatió, tratando de apuntar a Eddie, pero éste no aflojó la presa. Joe apretó el gatillo. El estruendo resultó ensordecedor en un espacio tan restrignido, pero la bala se estrelló en el suelo.
Ya se había disparado el primer tiro. Eddie se quedó horrorizado, temiendo perder el control de la situación. El baño de sangre parecía inevitable.
Vincini intervino por fin.
– ¡Basta, Joe! -aulló.
El hombre se inmovilizó.
Eddie le soltó.
Joe le dirigió una mirada envenenada, pero no dijo nada.
– Ya podemos marcharnos -dijo Vincini-. Tenemos el dinero.
Eddie vislumbró un rayo de esperanza. Si se marchaban ahora, no se derramaría más sangre. Idos, pensó. ¡Por el amor de Dios, idos!
– Llévate a la puta si quieres, Joe -siguió Vincini-. Yo también me la quiero tirar… Me gusta más que la huesuda mujer del mecánico.
Se levantó.
– ¡No, no! -chilló Diana.
Joe le desabrochó el cinturón de seguridad y la agarró por el pelo. Diana luchó con él. Mark se puso en pie, intentando secarse la sangre que cegaba sus ojos. Eddie cogió a Mark, conteniéndole.
– ¡No sea suicida! -dijo-. Todo saldrá bien, se lo prometo -añadió, bajando la voz.
Deseaba decirle a Mark que un guardacostas de la Marina estadounidense interceptaría a la lancha de la banda antes de que tuvieran tiempo de hacerle algo a Diana, pero tenía miedo de que Vincini le escuchara.
– O vienes con nosotros o le meto una bala a tu amiguito entre ceja y ceja -dijo Vincini a Diana, apuntando a Mark.
Diana se quedó quieta y empezó a llorar.
– Yo iré con ustedes, Vincini -dijo Luther-. Mi submarino no ha conseguido llegar.
– Ya lo sabía -replicó Vincini-. Es imposible acercarse tanto a Estados Unidos.
Vincini no sabía nada acerca de submarinos. Eddie sabía por qué el submarino no había hecho acto de aparición. El comandante había visto el guardacostas de Steve Appleby, patrullando el canal… No debía estar muy lejos, escuchando la radio del guardacostas, confiando en que la lancha se alejaría.
La decisión de Luther de huir con los gángsteres, en lugar de aguardar al submarino, envalentonó a Eddie. La lancha de los gángsteres se dirigía hacia la trampa preparada por Steve Appleby, y si Luther y Hartmann se encontraban a bordo de la lancha, Hartmann se salvaría. Si todo terminaba sin más daños que algunos cortes en la cara de Mark Alder, Eddie se daría por satisfecho.
– Vamos -dijo Vincini-. Primero Luther, después el devorador de salchichas, después Kid, después yo, después el mecánico, al que quiero tener a mi lado hasta que salgamos de este cascarón de nuez, y luego Joe y la rubia. ¡Moveos!
Mark Alder intentó librarse de los brazos de Eddie.
– ¿Quieren sujetar a este tío, o prefieren que Joe le mate? -preguntó Vincini a Ollis Field y al otro agente.
Cogieron a Mark y le inmovilizaron.
Eddie siguió a Vincini. Los pasajeros les contemplaron con los ojos abiertos de par en par mientras desfilaban por el compartimento número 3, hasta entrar en el comedor.
Cuando Vincini entró en el compartimento número 2, el señor Membury sacó una pistola y gritó:
– ¡Alto! -¡Apuntó directamente a Vincini!-. ¡Todos quietos o mataré a vuestro jefe!
Eddie retrocedió un paso para apartarse de la trayectoria. Vincini palideció.
– Tranquilos, muchachos, que nadie se mueva -dijo. El que llamaban Kid se giró en redondo y disparó dos veces.
Membury se desplomó.
– ¡Soplapollas, podría haberme matado! -chilló Vincini al muchacho, enfurecido.
– ¿No te has fijado en su acento? -preguntó Kid-. Es inglés.
– ¿Y qué cojones quieres decir con eso?
– He visto todas las películas que se han rodado, y un inglés nunca alcanza a nadie cuando dispara.
Eddie se arrodilló junto a Membury. Las balas habían entrado en su pecho. La sangre era del mismo color que el chaleco.
– ¿Quién es usted? -preguntó Eddie.
– Rama Especial de Scotland Yard -musitó Mernbury-. Con la misión de proteger a Hartmann. -De modo que el científico no carecía de guardaespaldas, pensó Eddie-. Menudo fracaso -masculló Membury. Cerró los ojos y dejó de respirar.
Eddie maldijo por lo bajo. Se había jurado sacar a los gángsteres del avión sin que nadie muriera, y había estado muy cerca de conseguirlo. Ahora, este valiente policía había muerto.
– Qué innecesario -dijo Eddie en voz alta.
– ¿Por qué estaba tan seguro de que nadie necesita ser un héroe? -oyó decir a Vincini. Levantó la vista. Vincini le miraba con suspicacia y hostilidad. Hostia puta, creo que le encantaría matarme, pensó Eddie-. ¿Sabes algo que nosotros no sepamos? -prosiguió Vincini.
Eddie no respondió, pero en aquel momento bajó corriendo por la escalera el marinero de la lancha, entrando en el compartirento.
– Oye, Vincini, acabo de enterarme por Willard…
– ¡Le dije que sólo utilizara la radio en caso de emergencia!
– Es que se trata de una emergencia… Un barco de la Marina está patrullando la orilla, como si buscara a alguien.
El corazón de Eddie cesó de latir. No había pensado en esta posibilidad. La banda había dejado un centinela en la orilla, con una radio de onda corta para comunicarse con la lancha. Ahora, Vincini había descubierto la trampa.
Todo había terminado. Eddie había fracasado.
– Me has engañado -dijo Vincini a Eddie-. Bastardo, te voy a matar.
Eddie miró al capitán Baker y leyó comprensión y sorprendido respeto en su rostro.
Vincini apuntó con su pistola a Eddie.
He hecho cuanto he podido, y todo el mundo lo sabe, pensó Eddie. Ya no me importa morir.
– ¡Presta atención, Vincini! -exclamó Luther-. ¿No has oído nada?
Todos guardaron silencio. Eddie oyó el sonido de otro avión.
Luther miró por la ventana.
– ¡Un hidroavión va a descender!
Vincini bajó la pistola. Las rodillas de Eddie flaquearon.
Vincini miró hacia afuera, y Eddie siguió la dirección de su mirada. Vio el Grumman Goose que estaba amarrado en Shediac. Mientras lo observaba, se posó sobre una ola, inmovilizándose.
– ¿Y qué? -dijo Vincini-. Si se cruzan en nuestro camino, les liquidaremos.
– ¿Es que no lo entiendes? -insistió Luther, nervioso-. ¡Es nuestra vía de escape! ¡Sobrevolaremos el maldito guardacostas y escaparemos!
Vincini asintió lentamente.
– Bien pensado. Eso es lo que haremos.
Eddie comprendió que iban a huir. Había salvado su vida, pero había fracasado.
28
Nancy Lenehan había encontrado la solución a su problema mientras volaba siguiendo la costa canadiense en el hidroavión alquilado.
Quería derrotar a su hermano, pero también deseaba escapar de los planes trazados por su padre para dirigir su vida. Quería estar con Mervyn, pero tenía miedo de que si abandonaba «Black’s Boots» y se iba a Inglaterra, se convertiría en una aburrida ama de casa como Diana.
Nat Ridgeway había dicho que pensaba hacerle una importante oferta a cambio de la empresa y darle un empleo en «General Textiles». Mientras pensaba en sus palabras había recordado que «General Textiles» poseía varias fábricas en Europa, sobre todo en Inglaterra, y Ridgeway no podría visitarlas hasta que concluyera la guerra, que podía durar años. Por lo tanto, Nancy iba a ofrecerse como directora para Europa de «General Textiles». Así podría estar con Mervyn y continuar trabajando.
La solución era muy clara. La única pega era que Europa estaba en guerra y corría el riesgo de morir.
Estaba reflexionando sobre esta lejana pero escalofriante posibilidad cuando Mervyn se volvió y le indicó por señas que mirase por la ventana: el clipper flotaba sobre el mar.
Mervyn intentó conectar por radio con el clipper, pero no obtuvo respuesta. Nancy se olvidó de sus problemas cuando el Ganso voló en círculos alrededor del avión. ¿Qué había pasado? ¿Estaba ilesa la gente que viajaba a bordo? El avión no parecía haber sufrido daños, pero no se veían señales de vida.
– Hemos de bajar a ver si necesitan ayuda -gritó Mervyn, haciéndose oír por encima del rugido del motor.
Nancy asintió vigorosamente con la cabeza.
– Abróchate el cinturón. El oleaje dificultará el amaraje.
Nancy obedeció y miró por la ventana. La mar estaba picada y las olas eran enormes. Ned, el piloto, condujo el avión en línea paralela a la cresta de las olas. El casco tocó agua sobre el lomo de una ola, y el hidroavión cabalgó sobre ella como un aficionado al surf de Hawai. No fue tan duro como Nancy temía.
Una lancha motora estaba amarrada al morro del clipper . Un hombre vestido con mono y una gorra apareció en el puente y les hizo señas. Quería que el Ganso abarbara junto a la lancha, supuso Nancy. La puerta de proa del clipper estaba abierta, de manera que entrarían por allí. Nancy enseguida supo por qué. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y resultaría difícil entrar por la puerta habitual.
Ned dirigió el hidroavión hacia la lancha. Nancy imaginó que, con esta mar, era una maniobra difícil. Sin embargo, el Ganso era un monoplano con las alas situadas a bastante altura, que quedaban por encima de la superestructura de la lancha, y podrían deslizarse a su lado. El casco del avión golpeaba contra la fila de neumáticos colocados en el costado de la barca. El hombre que estaba en cubierta había amarrado al avión la proa y la popa de su embarcación.
Mientras Ned cortaba el motor del hidroavión, Mervyn abrió la puerta y soltó la pasarela.
– He de quedarme en el avión -dijo Ned a Mervyn-. Será mejor que vaya usted a ver qué pasa.
– Yo también voy -dijo Nancy.
Como el hidroavión estaba amarrado a la lancha, ambas embarcaciones se mecían al unísono sobre las olas, y la pasarela no se movía en exceso. Mervyn fue el primero en desembarcar y tendió la mano a Nancy.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Mervyn al hombre de la lancha.
– Tuvieron problemas con el combustible y se vieron obligados a amarrar.
– No pude conectar por radio con ellos.
El hombre se encogió de hombros.
– Será mejor que suba a bordo.
Pasar de la lancha al clipper exigía un pequeño salto desde la cubierta de la lancha a la plataforma facilitada por la puerta de proa abierta. Mervyn abrió la marcha. Nancy se quitó los zapatos, los guardó en la chaqueta y le siguió. Estaba un poco nerviosa, pero saltó con facilidad.
En el compartimento de proa vio a un joven que no reconoció.
– ¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó Mervyn.
– Un aterrizaje de emergencia -contestó el joven-. Estábamos pescando y presenciamos la maniobra.
– ¿Qué le pasa a la radio?
– No lo sé.
Nancy decidió que el joven no era muy inteligente. Mervyn debió pensar lo mismo, a juzgar por sus siguientes palabras.
– Iré a hablar con el capitán -dijo, impaciente.
– Vaya por ahí. Todos están reunidos en el comedor.
El muchacho no iba vestido de la forma más adecuada para pescar: zapatos de dos tonos y corbata amarilla. Nancy siguió a Mervyn escaleras arriba hasta llegar a la cubierta de vuelo, que se encontraba desierta. Eso explicaba por qué Mervyn no había podido conectar por radio con el clipper, pero ¿por qué estaban todos en el comedor? Era muy extraño que toda la tripulación hubiera abandonado la cubierta de vuelo.
El nerviosismo se apoderó de ella a medida que bajaban hacia la cubierta de pasajeros. Mervyn entró en el compartimento número 2 y se detuvo de repente.
Nancy vio que el señor Membury yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de horror.
– Santo Dios, ¿qué ha pasado aquí? -exclamó Mervyn. -Sigan avanzando -dijo desde atrás el joven de la corbata amarilla. Su voz había adoptado un tono áspero. Nancy se volvió y vio que empuñaba una pistola.
– ¿Usted lo mató? -preguntó, encolerizada.
– ¡Cierre su jodida boca y siga avanzando!
Entraron en el comedor.
Había tres hombres armados más en la sala: un hombre grande vestido con un traje a rayas que parecía estar al mando, un hombrecillo de rostro vil que estaba detrás de la esposa de Mervyn, acariciándole los pechos, lo cual provocó que Mervyn maldijera por lo bajo, y el señor Luther, uno de los pasajeros. Apuntaba con su pistola a otro pasajero, el profesor Hartmann. El capitán y el mecánico también se encontraban presentes, con aspecto de desolación. Varios pasajeros estaban sentados a las mesas, pero la mayoría de los platos y vasos habían caído al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Nancy se fijó en Margaret Oxenford, pálida y asustada. Recordó de repente la conversación en que había asegurado a Margaret que la gente normal no debía preocuparse por los gángsteres, porque sólo actuaban en los barrios bajos. Qué estupidez.