Fraternizar significa comportarse como un hermano. Me lo dijo Luke. Dijo que no existía ningún equivalente de comportarse como una hermana. Según él, tenía que ser sororizar, del latín. Le gustaba saber ese tipo de detalles, la procedencia de las palabras y sus usos menos corrientes. Yo solía tomarle el pelo por su pedantería.
Cojo los vales que Rita me extiende. Tienen dibujados los alimentos por los que se pueden cambiar: una docena de huevos, un trozo de queso, una cosa marrón que se supone que es un bistec. Me los guardo en el bolsillo de cremallera de la manga, donde llevo el pase.
– Diles que sean frescos los huevos -me advierte-. No como la otra vez. Y que te den un pollo, no una gallina. Diles para quién es y ya verás que no fastidian.
– De acuerdo -respondo. No sonrío. ¿ Para qué tentarla con una actitud amistosa?
CAPÍTULO 3
Salgo por la puerta trasera hasta el jardín, grande y cuidado: en el medio hay césped, un sauce y candelillas; en los bordes, arriates de flores: narcisos que empiezan a marchitarse y tulipanes que se abren en un torrente de color. Los tulipanes son rojos, y de un color carmesí más oscuro cerca del tallo, como si los hubieran herido y empezaran a cicatrizar.
Este jardín es el reino de la Esposa del Comandante. A menudo, cuando miro desde mi ventana de cristal inastillable, la veo aquí, arrodillada sobre un cojín, con un velo azul claro encima del enorme sombrero y a su lado un cesto con unas tijeras y trozos de hilo para sujetar las flores. El Guardián asignado. al Comandante es el que realiza la pesada tarea de cavar la tierra. La Esposa del Comandante dirige la operación, apuntando con su bastón. Muchas esposas de Comandantes tienen jardines como éste; así pueden dar órdenes y ocuparse en algo.
Una vez tuve un jardín. Recuerdo el olor de la tierra removida, la forma redondeada de los bulbos abiertos, el crujido seco de las semillas entre los dedos. Así el tiempo pasaba más rápido. A veces la Esposa del Comandante saca una silla a su jardín y se queda allí sentada. Desde cierta distancia irradia un halo de paz.
Ahora no está aquí, y empiezo a preguntarme por dónde andará: no me gusta encontrármela por sorpresa. Quizás está cosiendo en la sala, con su pie izquierdo artrítico sobre el escabel. O tejiendo bufandas para los Ángeles que están en el frente. Me resulta difícil creer que los Ángeles tengan necesidad de usar esas bufandas; de todos modos, las de la Esposa del Comandante son muy elaboradas. Ella no se conforma con el dibujo de cruces y estrellas, como las demás Esposas, porque no representa un desafío. Por los extremos de sus bufandas desfilan abetos, o águilas, o rígidas figuras humanoides: un chico, una chica, un chico, una chica. No son bufandas para adultos sino para niños.
A veces pienso que no se las envía a los Angeles, sino que las desteje y las vuelve a convertir en ovillos para tejerlas de nuevo. Tal vez sólo sirva para tenerlas ocupadas, para dar sentido a sus vidas; pero yo envidio el tejido de la Esposa del Comandante. Es bueno tener pequeños objetivos fáciles de alcanzar.
¿Y ella qué envidia de mí?
No me dirige la palabra, a menos que no pueda evitarlo. Para ella soy una deshonra. Y una necesidad.
La primera vez que estuvimos frente a frente fue hace cinco semanas, cuando llegué a este destacamento. El Guardián del destacamento anterior me acompaño hasta la puerta principal. Los primeros días se nos permite usar la puerta principal, pero después tenemos que usar las de atrás. Las cosas no se han estabilizado, aún es demasiado pronto y nadie está seguro de cuál es su situación exacta. Dentro de un tiempo no habrá más que puertas principales y puertas traseras.
Tía Lydia me dijo que hizo presión para que me dejaran usar la puerta principal. El tuyo es un puesto de honor, dijo.
El Guardián tocó el timbre por mí, y la puerta se abrió de inmediato, en menos tiempo del que alguien puede tardar en ir a responder. Seguramente ella estaba al otro lado, esperando. Yo creía que iba a aparecer una Martha Pero en cambio salió ella, vestida con su traje azul pálido, inconfundible.
Así que eres la nueva, me dijo. Ni siquiera se apartó para dejarme entrar; se quedó en el hueco de la puerta, bloqueando la entrada. Quería que me diera cuenta de que no podía entrar en la casa si ella no me lo indicaba. En estos días, siempre tienes la sensación de que caminas en la cuerda floja.
Sí, respondí.
Déjala en el porche, le dijo al Guardián, que llevaba mi maleta. Ésta era de vinilo rojo y no muy grande. Tenía otra maleta con la capa de invierno y los vestidos más gruesos, pero la traerían más tarde.
El Guardián soltó la maleta y saludó a la Esposa del Comandante. Luego percibí sus pasos desandando el sendero, oí el chasquido del portal y tuve la sensación de que me despojaban de una mano protectora. El umbral de una casa nueva es un sitio desangelado.
Ella esperó a que el coche arrancara y se alejara. Yo no la miraba a la cara, sólo miraba lo que lograba percibir con la cabeza baja: su gruesa cintura azul y su mano izquierda sobre el puño de marfil de su bastón, los enormes diamantes del anillo, que alguna vez debían de haber sido finos y que aún se conservaban bien, la uña de un dedo nudoso limada hasta formar una suave curva. Era como si ese dedo ostentara una sonrisa irónica, como si se mofara de ella.
Será mejor que entres, dijo. Se volvió, dándome la espalda, y entró en el vestíbulo cojeando. Y cierra la puerta.
Llevé la maleta roja hasta el interior, como seguramente ella quería, y cerré la puerta. No le dije nada. Tía Lydia decía que era mejor no hablar, a menos que te hicieran una pregunta directa. Intenta ponerte en su lugar, me dijo apretando las manos y sonriendo con expresión nerviosa y suplicante. Para ellos no es fácil.
Aquí, dijo la Esposa del Comandante. Cuando entré en la sala de estar, ella ya estaba en su silla, el pie izquierdo sobre el escabel con su cojín de petit-point estampado con una cesta de rosas. Tenía el tejido en el suelo, junto a la silla, y las agujas clavadas en él.
Me quedé de pie delante de ella, con las manos cruzadas. Bien, dijo. Cogió un cigarrillo y se lo puso entre los labios para encenderlo. Mientras lo sujetaba, los labios se le veían finos, enmarcados por esas líneas verticales que se ven en los labios de los anuncios de cosméticos. El encendedor era de color marfil. Los cigarrillos debían de ser del mercado negro, pensé, lo cual me hizo alentar esperanzas. Incluso ahora que ya no hay dinero de verdad, existe un mercado negro. Siempre existe un mercado negro, siempre hay algo que se puede intercambiar. Ella era una mujer que podría burlar las normas. Pero, ¿yo qué tenía para negociar?
Miré el cigarrillo con ansia. Para mí, al igual que las bebidas alcohólicas y el café, los cigarrillos están prohibidos.
Así que ese viejo fulano no funcionó, dijo.
No, señora, respondí.
Lanzó algo así como una carcajada y luego tosió. Mala suerte la suya, dijo. Es el segundo, ¿no?
El tercero, señora, dije.
Y la tuya, agregó. Otra carcajada y volvió a toser. Puedes sentarte. No te lo cojas por costumbre, es sólo por esta vez.
Me senté en el borde de una de las sillas de respaldo recto. No quería quedarme con la vista fija ni dar la impresión de que estaba distraída; así que la repisa de mármol de mi derecha y el espejo de encima y los ramos de flores sólo eran sombras que captaba con el rabillo del ojo. Más adelante tendría tiempo de sobra para mirarlos.
Ahora su cara estaba a la misma altura que la mía. Me pareció reconocerla, o al menos vi en ella algo familiar. Por debajo del velo se le veía un poco el pelo. Aún era rubio. Entonces pensé que tal vez se lo teñía, que la tintura para el pelo podía ser otra de las cosas que conseguía en el mercado negro, pero ahora sé que es rubio de verdad. Tenía las cejas depiladas en finas líneas arqueadas, lo que le proporcionaba una mirada de sorpresa permanente, o agraviada, o inquisitiva, como la de un niño asustado, pero sus párpados tenían expresión fatigada. No así sus ojos, de un azul hostil como un cielo de pleno verano en el que brilla el sol, un azul implacable. Alguna vez su nariz debió de haber sido bonita, pero ahora era demasiado pequeña en relación a la cara, que no era gorda, pero si grande. De las comisuras de sus labios arrancaban dos líneas descendentes, y entre éstas sobresalía su barbilla, apretada como si se tratara de un puño.
Quiero verte lo menos posible, dijo. Espero que sientas lo mismo con respecto a mí.
No respondí: un sí podría haber sido insultante, y un no, desafiante.
Sé que no eres tonta, prosiguió. Dio una calada y largó una bocanada de humo. He leído tu expediente. En lo que a mí respecta, esto es como una transacción comercial.
Pero si me ocasionas molestias, el problema será tuyo.
¿ Comprendido?
Sí, señora, dije.
Y no me llames señora, me advirtió en tono irritado. No eres una Martha.
No le pregunté cómo se suponía que tenía que llamarla, porque me di cuenta de que ella confiaba en que yo no tuviera ocasión de llamarla de algún modo. Me sentí decepcionada. Había deseado que ella se convirtiera en mi hermana mayor, en una figura maternal, en alguien que me comprendiera y me protegiera. La Esposa del destacamento del cual yo venia, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación; las Marthas decían que bebía. Yo quería que ésta fuera diferente. Quería creer que ella me había gustado, en otro tiempo y en otro lugar, en otra vida. Pero pronto advertí que ella no me gustaba a mí, ni yo a ella.
Apagó el cigarrillo, sin terminarlo, en un pequeño cenicero de volutas de una mesita que estaba a su lado. Lo hizo con actitud resuelta, dándole un golpe seco y después aplastándolo, en lugar de apagarlo con una serie de golpecitos delicados, como acostumbraban hacer casi todas las otras Esposas.
En cuanto a mi esposo, dijo, es exactamente eso: mi esposo. Quiero que esto quede absolutamente claro. Hasta que la muerte nos separe. Y se acabó.
Sí, señora, volví a decir olvidando su advertencia anterior. Antes, las niñas pequeñas tenían muñecas que hablaban cuando se tiraba de un hilo que llevaban a la espalda; tuve la impresión de que hablaba como una de ellas, con voz monótona, voz de muñeca. Seguramente ella deseaba fervientemente darme una bofetada. Ellas pueden castigarnos, existe el precedente bíblico. Pero no pueden emplear ningún instrumento; sólo las manos.
Ésta es una de las cosas por las que luchamos, dijo la Esposa del Comandante, y noté que no me estaba mirando a mí sino sus manos nudosas y cargadas de diamantes; entonces comprendí dónde la había visto antes.
La primera vez fue en la televisión, cuando tenía ocho o nueve años. Los domingos por la mañana, mi madre se quedaba durmiendo, y yo me levantaba temprano y me sentaba ante el aparato de la televisión, en su estudio, y pasaba torpemente de un canal a otro, buscando los dibujos animados. En ocasiones, si no los encontraba, miraba La Hora del Evangelio para las Almas Inocentes, donde contaban relatos bíblicos para niños y cantaban himnos. Una de las mujeres se llamaba Serena Joy. Era la soprano y protagonista, una mujer menuda, de pelo rubio ceniza, nariz respingona y ojos azules que, durante los himnos, siempre miraba al cielo. Era capaz de reír y llorar al mismo tiempo, dejando deslizar graciosamente una o dos lágrimas por las mejillas, como si fuera algo estudiado, mientras su voz se elevaba con las notas más altas, trémula, sin ningún esfuerzo. Fue más tarde cuando se dedicó a otras cosas.
La mujer que estaba sentada frente a mí era Serena Joy. O alguna vez lo había sido. Esto era peor de lo que yo pensaba.
CAPITULO 4
Camino a lo largo del sendero de grava que divide limpiamente el césped como si fuera una raya en el pelo. Anoche llovió: la hierba está mojada y el aire es húmedo. Por todas partes hay gusanos -prueba de la fertilidad del suelo- que han sido sorprendidos por el sol, medio muertos, flexibles y rosados, como labios.
Abro la puerta de estacas blancas, paso Junto al césped de la parte delantera y avanzo hacia el portal principal. Uno de los Guardianes asignados a nuestra casa está lavando el coche en el camino de entrada. Eso significa que el Comandante está en la casa, en sus habitaciones al otro lado del comedor, donde según parece pasa la mayor Parte del tiempo.
Es un coche muy caro, un Whirlwind; mejor que un Chariot, mucho mejor que el pesado y práctico Behemoth. Es negro, por supuesto el color de prestigio -y el de coches fúnebres- y largo y elegante. El conductor lo frota amorosamente con una gamuza. Al menos una cosa no ha cambiado: el modo en que los hombres cuidan los coches buenos.
Él tiene puesto el uniforme de los Guardianes, pero lleva la gorra graciosamente ladeada y la camisa arremangada hasta los codos, dejando al descubierto sus antebrazos bronceados y sombreados por el vello oscuro. Lleva un cigarrillo enganchado en la comisura de los labios, lo cual demuestra que él también tiene algo con lo que puede comerciar en el mercado negro.
Sé que se llama Nick. Lo sé porque oí que Rita y Cora hablaban de él, y una vez oí que el Comandante le decía: Nick, no necesitaré el coche.
Él vive aquí, en la casa, encima del garaje. Pertenece a una clase social baja; no le han asignado una mujer, ni siquiera una. No reúne las condiciones: algún defecto, o falta de contactos. Pero actúa como si no lo supiera o no le importara. Es muy despreocupado y no lo bastante servil. Podría ser por estupidez, pero no lo creo. Solían decir que su conducta olía a chamusquina, o que era sospechosa. No es muy bien visto porque es un inadaptado. A pesar de mí misma, me imagino cómo debe de oler: no a chamusquina, sino a piel bronceada, húmeda bajo el sol e impregnada de humo de cigarrillo. Suspiro de sólo pensarlo.
Él me mira y ve que lo miro. Tiene cara de latino, delgada, angulosa, y arrugas alrededor de la boca, de tanto sonreír. Da una última chupada al cigarrillo, lo deja caer al suelo y lo pisa. Empieza a silbar y me guiña el ojo.
Bajo la cabeza, me giro de manera tal que la toca blanca oculte mi cara, y echo a andar. Él ha corrido el riesgo, ¿pero para qué? ¿Y si yo intentara delatarlo?
Quizás él sólo quería mostrarse amistoso. Quizá vio mi expresión y la malinterpretó. En realidad lo que yo quería era el cigarrillo.
Quizá lo hizo para probar, para ver mi reacción.
Quizás es un Espía.
Abro el portal principal y lo cierro a mis espaldas. Miro hacia abajo, pero no hacia atrás. La acera es de ladrillos rojos. Clavo la mirada en el suelo, un campo de rectángulos que trazan suaves ondas donde la tierra, después de décadas y décadas de heladas invernales, ha quedado combada. El color de los ladrillos es viejo, pero fresco y limpio. Las aceras se conservan más limpias de lo que solían estar antiguamente.
Camino hasta la esquina y espero. Antes no soportaba esperar. También se puede servir simplemente esperando, decía Tía Lydia. Nos lo hizo aprender de memoria. También decía: No todas lo superaréis. Algunas de vosotras fracasaréis o encontraréis obstáculos. Algunas sois débiles. Tenía un lunar en la barbilla que le subía y le bajaba al tiempo que hablaba. Decía: Imaginad que sois semillas, y de inmediato adoptaba un tono zalamero y conspirador, corno las profesoras de ballet cuando decían a los niños:
Ahora levantemos los brazos… imaginemos que somos árboles.
Estoy de pie en la esquina, simulando ser un árbol.
Una figura roja con el rostro enmarcado por una toca blanca, una figura como la mía, una mujer anodina, con un cesto, que camina en dirección a mí por la acera de ladrillos rojos. Se detiene a mi lado y nos miramos la cara a través del túnel blanco que nos sirve de marco. Es la que esperaba.
– Bendito sea el fruto -me dice, pronunciando el saludo aceptado entre nosotras.
– El Señor permita que madure -recito la respuesta aceptada.
Nos volvemos y pasamos junto a las casas, en dirección al centro de la ciudad. No se nos permite ir hasta allí, excepto de a dos. Se supone que es para protegernos, aunque es una idea absurda: ya estamos bien protegidas. La realidad es que ella es mi espía, y yo la suya. Si alguna de las dos comete un desliz durante uno de nuestros paseos diarios, la otra carga con la responsabilidad.
Esta mujer es mi acompañante desde hace dos semanas. No sé qué pasó con la anterior. Un día sencillamente no apareció, y ésta estaba en su lugar. No se hacen preguntas sobre este tipo de cosas, porque las respuestas suelen ser desagradables. De todos modos, tampoco habría respuesta
Ésta es un poco más regordeta que yo. Tiene ojos pardos. Se llama Deglen, y ésas son las dos o tres cosas que sé de ella. Camina recatadamente, con la cabeza baja, las manos de guantes rojos cruzadas delante, y con pasitos cortos, como los que daría un cerdo entrenado para caminar sobre las patas traseras. Durante las caminatas jamás ha dicho nada que no sea estrictamente ortodoxo» así que yo tampoco. Debe de ser una auténtica creyente, en su caso lo de Criada debe de ser algo más que un nombre. Así que no puedo correr el riesgo.
– He oído decir que la guerra va bien -comenta.
– Alabado sea -respondo.
– Nos ha tocado buen tiempo.
– Lo cual me llena de gozo.
– Desde ayer, han derrotado a más grupos de rebeldes.
– Alabado sea -digo. No le pregunto cómo lo sabe-. ¿Qué eran?
– Baptistas. Tenían una fortaleza en los Montes Azules. Pero los obligaron a desalojarla con bombas de humo.
– Alabado sea.
A veces me gustaría que se callara y me dejara pasear en paz. Pero estoy hambrienta de noticias, cualquier tipo de noticias; aunque fueran falsas, igual significarían algo.
Llegamos a la primera barrera, que es como las que usan para bloquear el paso cuando hacen obras, o para levantar las alcantarillas: una cruz de madera pintada con rayas amarillas y negras y un hexágono rojo que significa Alto. Cerca de la puerta hay algunos faroles» que están apagados porque aún no ha oscurecido. Sé que por encima de nuestras cabezas hay focos sujetos a los postes de teléfono, y que se usan en casos de emergencia; y que en los fortines, a ambos lados de la carretera, hay hombres apostados con ametralladoras. La toca que me rodea la cara me impide ver los focos y los fortines. Pero sé que están.
Detrás de la barrera, junto a la estrecha entrada, nos esperan dos hombres vestidos con el uniforme verde de los Guardianes de la Fe, con penachos en las hombreras y la boina que luce dos espadas cruzadas encima de un triángulo blanco. Los Guardianes no son soldados auténticos. Les asignan tareas de vigilancia y otras funciones de lacayos, como cavar la tierra en el jardín de la Esposa del Comandante, y son tipos estúpidos o mayores o inválidos o muy jóvenes; y además están los Espías de incógnito.
Estos dos son muy jóvenes: uno de ellos aún tiene el bigote ralo y el otro la cara roja. Su juventud resulta conmovedora, pero sé que no debo engañarme. Los jóvenes suelen ser los más peligrosos, los más fanáticos y los que más se alteran cuando tienen un arma en las manos. Aún no poseen experiencia. Hay que tener mucho tacto con ellos.
La semana pasada, aquí mismo, le dispararon a una mujer. Era una Martha. Estaba hurgando en su traje, buscando el pase, y ellos creyeron que iba a sacar una bomba. La tomaron por un hombre disfrazado. Ha habido varios incidentes de este tipo.
Rita y Cora conocían a esa mujer. Las oí hablar de ella en la cocina.
Cumplieron con su obligación, dijo Cora. Velar por nuestra seguridad.
No hay nada más seguro que la muerte, dijo Rita en tono airado. Ella no se metía con nadie. No había razón para dispararle.
Fue un accidente, replicó Cora.
Nada de eso, protestó Rita. Todo esto es desagradable. Yo la oía remover las cacerolas en el fregadero.
Bueno, de todas maneras se lo pensarían dos veces antes de hacer volar esta casa, afirmó Cora.
Da igual, respondió Rita. Ella era muy trabajadora. No se merecía morir así.
Hay muertes peores, comentó Cora. Al menos ésta fue rápida.
Tú puedes decirlo, concluyó Rita. Yo preferiría tener un poco de tiempo. Para arreglar las cosas.
Los dos jóvenes Guardianes nos saludan acercando tres dedos al borde de sus boinas. Ésa es la señal para nosotras. Se supone que deben mostrarnos respeto, debido a la naturaleza de nuestra misión.
Sacamos nuestros pases de los bolsillos de cremallera de nuestras amplias mangas; los inspeccionan y los sellan. Uno de los jóvenes entra en el fortín de la derecha para perforar los números en nuestros pases con el Compuchec.
Cuando me devuelve el pase, el del bigote de color melocotón inclina la cabeza intentando echar un vistazo a mi Cara. Levanto un poco la cabeza, para ayudarlo; me mira a los ojos, yo miro los suyos y se ruboriza. Su rostro es alargado y triste, como el de un cordero, y tiene los ojos enormes y profundos, como los de un perro… un spaniel, no un terrier. Su piel es blanca y parece malsanamente frágil, como la piel de debajo de una costra. Sin embargo, imagino que pongo la mano sobre esta cara descubierta. Es él el que se aparta.