El cuento de la criada - Atwood Margaret 3 стр.


Esto es un acontecimiento, un pequeño desafío a las normas, tan breve que puede pasar inadvertido; pero estos momentos son una recompensa que me reservo para mí misma, como el caramelo que, de niña, escondí en la parte de atrás de un cajón. Momentos como éste son una posibilidad que se abre, como una diminuta mirilla.

¿Y si viniera por la noche, cuando él está solo -aunque jamás le permitirían estar tan solo-, y le dejara ir más allá de mi toca? ¿Y si me despojara de mi velo rojo y me exhibiera ante él, ante ellos, bajo la incierta luz de las farolas? Esto es lo que ellos deben de pensar a veces, mientras se pasan las horas muertas detrás de esta barrera que nadie traspone jamás excepto los Comandantes de la Fe en sus largos y ronroneantes coches negros, o sus azules Esposas, y sus hijas con sus blancos velos en su devoto viaje a Salvación o Prayvaganzas, o sus regordetas y verdes Marthas, o algún Birthmobile de vez en cuando, o sus rojas Criadas, a pie. O, a veces, una furgoneta pintada de negro, con el ojo blanco a un costado. Las ventanillas de las furgonetas son de color oscuro, y los hombres que van en el asiento delantero llevan gafas oscuras: una oscuridad sobre otra.

Por cierto, las furgonetas son más silenciosas que el resto de los coches. Cuando pasan, apartamos la mirada. Si del interior sale algún sonido, intentamos no oírlo. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Cuando las furgonetas llegan a un puesto de control, les hacen señas para que pasen sin detenerse. Los Guardianes no quieren correr el riesgo de registrar el interior y poner en duda su autoridad. Al margen de lo que piensen.

Si es que piensan, aunque por su expresión es imposible saberlo.

Lo más probable es que no piensen en nada promiscuo. Si piensan en un beso, de inmediato deben pensar en los focos que se encienden y en los disparos de fusil. En realidad, piensan en hacer su trabajo, en ascender a la categoría de Angeles, tal vez en que les permitan casarse y, si son capaces de alcanzar el poder suficiente y llegan a viejos, en que les asignen una Criada sólo para ellos.

El del bigote nos abre la pequeña puerta para peatones, retrocede para hacernos sitio y nosotras pasamos. Sé que mientras avanzamos, estos dos hombres -a los que aún no se les permite tocar a las mujeres- nos observan. Sin embargo, nos tocan con la mirada y yo muevo un poco las caderas y siento el balanceo de la falda amplia. Es como burlarse de alguien desde el otro lado de la valla, o provocar a un perro con un hueso poniéndoselo fuera del alcance, y enseguida me avergüenzo de mi conducta porque nada de esto es culpa de esos hombres, son demasiado jóvenes.

Pronto descubro que en realidad no me avergüenzo. Disfruto con el poder: el poder de un hueso, que no hace nada pero está ahí. Abrigo la esperanza de que lo pasen mal mirándonos y tengan que frotarse contra las barreras, subrepticiamente. Y que luego, por la noche, sufran en los camastros del regimiento. Ahora no tienen ningún desahogo excepto sus propios cuerpos, y eso es un sacrilegio. Ya no hay revistas, ni películas, ni ningún sustituto; sólo yo y mi sombra alejándonos de los dos hombres, que se cuadran rígidamente junto a la barricada mientras observan nuestras figuras.

CAPITULO 5

Recorro la calle acompañada por mi doble. Aunque ya no estamos en el recinto cerrado de los Comandantes, aquí también hay casas enormes. En una de ellas se ve a un Guardián segando el césped. Los jardines están cuidados, las fachadas son bonitas y están bien conservadas; son Como esas fotos hermosas que solían aparecer en las revistas de casas y jardines y de interiorismo. Y la misma ausencia de gente, la misma sensación de que todo duerme. La calle es casi como un museo, como si formara parte de la maqueta de una ciudad, hecha para mostrar cómo vivía la gente. Y al igual que en esas fotos, esos museos Y esas maquetas, no se ve ni un solo niño.

Estamos en el centro de Gilead, donde la guerra no llega Salvo a través de la televisión. No estamos seguras de dónde están los límites, varían según los ataques y contraataques. Pero éste es el centro, y aquí nada se mueve. La República de Gilead, decía Tía Lydia, no tiene fronteras. GiIead está dentro de ti.

Alguna vez vivieron aquí médicos, abogados, profesores de universidad. Pero ya no existen los abogados, y las universidades están cerradas.

En ocasiones, Luke y yo paseábamos juntos por estas calles. Decíamos que nos compraríamos una casa como ésta, una casa grande, y que la arreglaríamos. Tendríamos un jardín y columpios para los niños. Porque tendríamos niños. Aunque sabíamos que no era muy probable que pudiéramos permitirnos ese lujo, al menos era un tema de conversación, un juego para los domingos. Ahora, aquella libertad parece una quimera.

En la esquina giramos hacia la calle principal, donde hay más tránsito. Pasan coches, la mayoría de ellos negros, y algunos grises o marrones. Hay otras mujeres con cestos, algunas vestidas de rojo, otras con el verde opaco de las Marthas, otras con vestidos de rayas rojas, azules y verdes, baratos y modestos, prueba de que son las mujeres de los hombres más pobres. Las llaman econoesposas. Estas mujeres no están divididas según sus funciones, tienen que hacer de todo, si pueden. De vez en cuando se ve alguna mujer totalmente vestida de negro, lo cual significa que es viuda. Antes se veían más viudas, pero parecen estar extinguiéndose.

No se ven Esposas de Comandantes por las aceras: ellas sólo pasean en coche.

Aquí, las aceras son de cemento. Intento no pisar las juntas, como los niños. Recuerdo cuando caminaba por estas aceras, en otros tiempos, y el calzado que solía usar. A veces llevaba zapatillas de carrera con el interior acolchado y agujeritos para que el pie respirara, y estrellas de tela fosforescente que reflejaban la luz en la oscuridad. Sin embargo, nunca corría de noche, y durante el día sólo lo hacía por las calles muy concurridas. En aquel entonces las mujeres no estaban protegidas.

Recuerdo las reglas, reglas que no estaban escritas, pero que cualquier mujer conocía: no abras la puerta a un extraño, aunque diga que es un policía; en ese caso, dile que pase su tarjeta de identificación por debajo de la puerta. No te pares en la carretera a ayudar a un motorista que parece tener un problema; no frenes y sigue tu camino. Si alguien suba, no te vuelvas para mirar. No entres sola de noche en una lavandería automática.

Pienso en las lavanderías. Pienso en lo que me ponía para ir: pantalones cortos, tejanos o chandal. Y en lo que ponía en la lavadora: mi propia ropa, mi propio jabón, mi propio dinero, el dinero que había ganado. Recuerdo cómo era llevar el control del dinero.

Ahora caminamos por la misma calle, de a dos y de rojo y ningún hombre nos grita obscenidades, ni nos habla, ni nos toca. Nadie nos silba.

Hay más de un tipo de libertad, decía Tía Lydia. Libertad para y libertad de. En los tiempos de la anarquía, habla libertad para. Ahora nos dan libertad de. No la menospreciéis.

Frente a nosotras, a la derecha, está la tienda donde encargamos los vestidos. Algunas personas los llaman hábitos, una buena definición: es difícil abandonar los hábitos. En la fachada de la tienda hay un letrero de madera enorme, en forma de azucena: se llama Azucenas Silvestres. Debajo de la azucena, se puede ver el sitio donde estaba pintado el rótulo; pero decidieron que incluso los nombres de las tiendas eran demasiada tentación para nosotras. Ahora las tiendas se conocen sólo por los signos.

Antes, Azucenas era un cine. Era muy concurrido por los estudiantes; cada primavera se celebraba el festival de Humphrey Bogart, con Lauren Bacall o Katherine Hepburn, mujeres independientes y decididas. Se vestían con blusas abotonadas que sugerían las diversas posibilidades de la palabra suelto. Aquellas mujeres podían ser Sueltas; o no. Parecían capaces de elegir. En aquellos tiempos nosotras parecíamos capaces de elegir. Somos una Sociedad en decadencia, decía Tía Lydia, con demasiadas posibilidades de elección.

No sé cuándo dejaron de celebrar el festival. Seguramente yo ya había crecido. Por eso no me enteré.

No entramos en Azucenas; cruzamos la calle y caminamos por la acera. El primer sitio en el que entramos es una tienda que también tiene un letrero de madera: tres huevos, una abeja y una vaca. Leche y miel. Hay cola; nos sumamos a ella para aguardar nuestro turno, siempre de dos en dos. Veo que hoy tienen naranjas. Desde que América Central se perdió en manos de los Libertos, las naranjas son difíciles de conseguir: a veces hay y a veces no. A causa de la guerra, tampoco llegan muchas naranjas de California, y con las de Florida no se puede contar por culpa de las barricadas y de la voladura de las vías del ferrocarril. Miro las naranjas y se me hace agua la boca. Pero no he traído ningún vale para naranjas. Se me ocurre que podría volver y contárselo a Rita. A ella le encantaría. Aparecer con las naranjas sería un pequeño triunfo.

A medida que llegan al mostrador, las mujeres entregan sus vales a los dos hombres con uniformes de Guardianes, que están al otro lado. Prácticamente nadie habla, pero se oye un murmullo y las mujeres mueven la cabeza furtivamente mirando a un lado y a otro. Es en estos momentos, haciendo la compra, donde podrías ver a alguien que conoces de los tiempos pasados, o del Centro Rojo. El solo hecho de divisar uno de esos rostros sería estimulante. Si pudiera ver a Moira, sólo verla, saber que aún existe… Ahora es difícil recordar lo que representa tener una amiga.

Pero Deglen, que está a mi lado, no mira. Quizás ella ya no conoce a nadie. Quizá todas las mujeres que ella conocía han desaparecido. Tal vez no quiere que la vean. Permanece en silencio, con la cabeza baja.

Mientras esperamos en doble fila, se abre la puerta y entran otras dos mujeres, ambas vestidas de rojo y con la toca blanca de las Criadas. Una de ellas está embarazada; su vientre, bajo las ropas sueltas, sobresale triunfante. En la sala se produce un movimiento, se oye un susurro, algún suspiro; muy a nuestro pesar, giramos la cabeza descaradamente para ver mejor. Sentimos unos deseos enormes de tocarla. Para nosotras, ella es una presencia mágica, un objeto de envidia y de deseo, de codicia. Ella es como una bandera en la cima de una montaña, la demostración de que todavía se puede hacer algo: nosotras también podemos salvarnos.

La excitación es tal que las mujeres cuchichean, casi conversan.

– ¿Quién es? -oigo que preguntan a mis espaldas.

– Dewayne. No. Dewarren.

– Cómo presume -murmura alguien, y es verdad. Una mujer preñada no tiene obligación de salir ni de ir a la compra. El paseo diario deja de ser obligatorio, para mantener el buen funcionamiento de sus músculos abdominales. Sólo necesita los ejercicios normales y los de respiración. Podría quedarse en su casa. En realidad para ella es peligroso salir, y Siempre hay Un Guardián que la espera junto a la puerta. Ahora que es portadora de una nueva vida, está más cerca de la muerte y necesita una protección especial. Podría coger celos, cosa que ya ha ocurrido en otros casos. Ahora todos los niños son deseados, pero no por todas las personas.

Pero el paseo puede ser un antojo y, si no se ha producido un aborto y el embarazo ha llegado hasta este punto, a ellos les gusta satisfacer los antojos. O quizás ella es una de esas que les encanta decir: Haga una pila, que yo la cogeré, o sea una mártir. Ella mira a su alrededor y logro verle la cara. La que murmuraba tenía razón: ella ha venido a exhibirse; está rebosante de salud y disfruta de cada minuto.

– Silencio -dice uno de los Guardianes desde detrás del mostrador, y nos callamos como colegialas.

Deglen y yo hemos llegado hasta el mostrador. Entregamos les vales y uno de los Guardianes registra en ellos un número con el Compuperfo, mientras el otro nos entrega nuestra compra, la leche y los huevos. Los guardamos en nuestros cestos y volvemos a salir, pasamos junto a la embarazada y su compañera que, comparada con la primera, parece raquítica y arrugada… igual que todas nosotras. El vientre de una mujer preñada es como un fruto inmenso. Somoflafla, una palabra de mi infancia. Ella apoya las manos en él, como si quisiera defenderlo, o como si en su interior buscara calor y fuerza.

Cuando paso, me mira directamente a los ojos, y entonces la reconozco. Estaba conmigo en el Centro Rojo, era una de las preferidas de Tía Lydia. Nunca me gustó. En aquellos tiempos, su nombre era Janine.

Janine me mira y en las comisuras de sus labios asoma una sonrisa afectada. Baja la vista hasta mi vientre -una tabla debajo del traje rojo- y la toca le cubre la cara. Sólo puedo ver un pequeño trozo de su frente y la punta rosada de su nariz.

Después entramos en Todo Carne, rotulada con una enorme chuleta de cerdo que cuelga de dos cadenas. Aquí no hay mucha cola: la carne es cara y ni siquiera los Comandantes pueden comerla todos los días. Sin embargo -y es la segunda vez esta semana-, Deglen coge filetes. Se lo contaré a las Marthas: éste es el tipo de comentarios que les encanta oír. Les interesa sobremanera saber cómo se administran las otras casas; estos cotilleos triviales les dan la oportunidad de sentirse orgullosas o disgustadas.

Cojo el pollo, envuelto en papel parafinado y atado con un cordel. Ya no quedan muchas cosas de plástico. Recuerdo aquellas bolsas blancas de plástico que daban en los supermercados; como odiaba desperdiciarlas, las amontonaba debajo del fregadero hasta que llegaba un momento en que había tantas que al abrir la puerta del armario resbalaban hasta el suelo. Luke solía quejarse y de vez en cuando las sacaba todas y las tiraba.

Ella podría coger una y ponérsela en la cabeza, me advertía. Ya sabes las cosas que hacen los niños cuando juegan. Nunca lo haría, le decía yo. Ya es grande. (O inteligente, o afortunada.) Pero sentía un escalofrío, y luego culpa por haber sido tan imprudente. Era verdad, yo lo daba todo por sentado, en aquellos tiempos confiaba en la suerte. Las guardaré en un armario más alto, decía. No las guardes, repetía Luke. Nunca las usamos. Como bolsas de basura, insistía yo, y él me decía…

Aquí no. La gente está mirando. Me vuelvo y veo mi silueta en la luna del escaparate. O sea que hemos salido, estamos en la calle…

Un grupo de personas se acerca a nosotras. Son turistas, parecen del Japón, tal vez forman parte de una delegación comercial y están visitando los lugares históricos o admirando el color local. Son pequeños y van pulcramente vestidos. Cada uno lleva una cámara y una sonrisa. Lo observan todo con mirada atenta, inclinando la cabeza a un costado, como los petirrojos; su alegría resulta agresiva y no soporto mirarlos. Hacía mucho tiempo que no veía mujeres con faldas como éstas. Les llegan exactamente debajo de las rodillas, y por debajo de las faldas se ven sus piernas casi desnudas con esas medias tan finas y llamativas, y los zapatos de tacón alto con las tiras pegadas a los pies como delicados instrumentos de tortura. Ellas se balancean, como si llevaran los pies clavados a unos zancos desparejos; tienen la espalda arqueada a la altura del talle y las nalgas prominentes. Llevan la cabeza descubierta y el pelo al aire en toda su oscuridad y sexualidad; los labios pintados de rojo, delineando las húmedas cavidades de sus bocas como los garabatos de la pared de un lavabo público de otros tiempos.

Me detengo. Deglen se para junto a mí y comprendo que ella tampoco puede quitarles los ojos de encima a esas mujeres. Nos fascinan y al mismo tiempo nos repugnan. Parece que fueran desnudas. Qué poco tiempo han tardado en cambiar nuestra mentalidad con respecto a este tipo de cosas.

Entonces pienso: yo solía vestirme así. Aquello era la libertad.

Occidentalización, solían llamarle.

Los turistas japoneses se acercan a nosotras, inquietos; volvemos la cabeza, pero ya es demasiado tarde: nos han visto la cara.

Los acompaña un intérprete, vestido con el traje azul clásico y corbata estampada en rojo con un alfiler en forma de alas. Da un paso adelante, apartándose del grupo y bloqueándonos el paso. Los turistas se apiñan detrás de él; uno de ellos levanta una cámara fotográfica.

– Disculpadme -nos dice en tono cortés-. Preguntan si os pueden tomar una foto.

Clavo la vista en la acera y sacudo la cabeza negativamente. Ellos sólo deben ver un fragmento de rostro, mi barbilla y parte de mi boca. Pero no mis ojos. Me guardo muy bien de mirar al intérprete a la cara. La mayoría de los intérpretes son Espías, o eso es lo que se rumorea.

También me cuido muy bien de decir que sí. Recato e invisibilidad son sinónimos, decía Tía Lydia. No lo olvidéis nunca. Si os ven -si os ven es como si os penetraran, decía con voz temblorosa. Y vosotras, niñas, debéis ser impenetrables. Nos llamaba niñas.

Deglen, que está a mi lado, también guarda silencio. Ha escondido las manos enguantadas dentro de las mangas.

El intérprete se vuelve hacia el grupo y habla entrecortadamente. Sé lo que les estará diciendo, conozco el paño. Les estará contando que las mujeres de aquí tienen costumbres diferentes, que ser observadas a través de la lente de una cámara es para ellas una experiencia de violación.

Aún tengo la vista clavada en la acera, hipnotizada por los pies de las mujeres. Una de ellas lleva unas Sandalia que le dejan los dedos al aire, y tiene las uñas pintadas de rosa. Recuerdo el olor del esmalte de uñas, y cómo se arrugaba si pasabas la segunda capa demasiado pronto, la textura satinada de las medias transparentes en contacto con la piel, y el roce de los dedos empujados hacia la abertura del zapato por el peso de todo el cuerpo. La mujer de las uñas pintadas se apoya primero en un pie y luego en otro. Casi siento sus zapatos en mis propios pies. El Olor del esmalte de uñas me ha abierto el apetito.

– Disculpadme -dice otra vez el intérprete para llamar nuestra atención. Muevo la cabeza, dándole a entender que lo he oído-. Preguntan si sois felices -continúa. Puedo imaginarme la curiosidad de esta gente: ¿Son felices? ¿Cómo pueden ser felices? Siento sus ojos brillantes sobre nosotras, cómo se inclinan un poco hacia delante para captar nuestra respuesta, sobre todo las mujeres, aunque los hombres también: somos un misterio, algo prohibido, los excitamos.

Deglen no dice nada. Reina el silencio. Pero a veces, no hablar es igualmente peligroso.

– Sí, somos muy felices -murmuro. Tengo que decir algo. ¿Qué otra cosa puedo decir?

CAPÍTULO 6

A una manzana de distancia de Todo Carne, Deglen se detiene, como si no pudiera decidir qué camino coger. Tenemos dos posibilidades: volver en línea recta, o dando un rodeo. Ya sabemos cuál elegiremos porque es el que cogemos siempre.

– Me gustaría pasar por la iglesia -anuncia Deglen en tono piadoso.

– De acuerdo -respondo, aunque sé tan bien corno ella misma lo que pretende.

Caminamos tranquilamente. Ya se ha puesto el sol, y en el cielo aparecen nubes blancas y aborregadas, de esas que parecen corderos sin cabeza. Con la toca que llevamos -las anteojeras- es difícil mirar hacia arriba y tener visión completa del cielo, o de cualquier cosa. Pero igual lo logramos, un poco cada vez, con un pequeño movimiento de la cabeza arriba y abajo, a un costado y hacia atrás. Hemos aprendido a ver el mundo en fragmentos.

A la derecha se abre una calle que baja hasta el río. Hay un cobertizo -dónde antes guardaban los barcos de remo-, algún que otro puente, árboles, verdes lomas donde uno podía sentarse a contemplar el agua o a los jóvenes de brazos desnudos que levantaban sus remos mientras jugaban a las carreras. En el camino hacia el río se encuentran los antiguos dormitorios -que ahora se utilizan para alguna otra cosa-, con sus torres de cuento de hadas pintadas de blanco, dorado y azul. Cuando evocamos el pasado, escogemos las cosas bonitas. Nos gusta creer que todo era así.

Allí también está el estadio de fútbol, donde albergan a los Salvadores de Hombres y donde aún se juegan partidos de fútbol.

Ahora nunca voy al río ni a caminar por los puentes. Ni al metro, aunque allí mismo hay una estación. No se nos permite la entrada, ahora hay Guardianes y no existe ninguna razón oficial para que bajemos esas escaleras y viajemos en esos trenes, por debajo del río y a la ciudad principal. ¿Para qué querríamos nosotras ir de aquí para allá? Podríamos tramar algo malo, y ellos se enterarían.

La iglesia es pequeña, una de las primeras que se erigieron aquí, hace cientos de años. Ya no se usa, excepto como museo. En su interior se pueden ver cuadros de mujeres con vestidos largos y lánguidos, tocadas con sombreros blancos, y de hombres respetables, de rostro serio, vestidos con trajes oscuros. Nuestros antepasados. La entrada es libre.

Sin embargo, no entramos; nos quedamos en el sendero de entrada, contemplando el cementerio Aún subsisten las antiguas lápidas mortuorias deterioradas por el paso del tiempo, erosionadas, con el signo de la calavera y las tibias cruzadas Y la inscripción memento mori, con ángeles de rostro veleidoso y relojes de arena con alas -para que recordemos lo efímera que es la vida-, y las tumbas de un siglo más tarde rodeadas de sauces en señal de duelo.

No se han molestado en tocar las lápidas ni la iglesia. Lo que les ofende es la historia más reciente.

Deglen tiene la cabeza baja, como si rezara. Siempre está así. Se me ocurre que tal vez ella también ha perdido a alguien, a alguna persona determinada, un hombre, un niño. Pero no estoy totalmente convencida. Pienso en ella como en alguien que actúa para que la vean, alguien que está realizando una actuación más que un verdadero acto. Me da la impresión de que hace estas cosas para parecer buena. Está decidida a conformarse.

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