Prologo
Al contrario que el Nilo, que se puede descender llevado por la corriente o remontar a vela, el Tigris es un rio de sentido unico. En Mesopotamia, los vientos corren, como las aguas, de la montana hacia el mar, nunca hacia tierra adentro, hasta tal punto que las barcas, a la ida, deben cargar con asnos y mulas que puedan remolcarlas a la vuelta por los secos caminos, como bamboleantes y azarados cascarones, hasta su lugar de atraque.
En el extremo norte, donde nace, el Tigris indomito corre entre las rocas y solo algunos barqueros armenios se atreven a navegarlo, con los ojos clavados en las efervescencias de las perfidas aguas. Extrana arteria en la que los navegantes no se cruzan, no se adelantan, no intercambian saludos ni consignas. De ahi esa impresion embriagadora de navegar solo, sin demonio protector, sin otra escolta que las palmeras de las orillas.
Luego, al llegar a la ciudad de Ctesifonte, metropoli del pais de Babel y residencia de los reyes partos, el Tigris se calma, la gente puede acercarse a el sin respeto, ya no es mas que un gigantesco brazo fluido que se puede cruzar de una orilla a otra en unos serones redondos de fondo plano en los que se amontonan hombres y mercancias y que se hunden hasta la borda y a veces giran como trompos sin que por ello naufraguen, vulgares cestos de junco trenzado que despojan al rio del Diluvio de su imponente aspecto. Es entonces tan manso que pueden chapotear en el unas siniestras parejas abrazadas: pellejos de animales decapitados, vaciados, recosidos y luego inflados, a los que se aferran cuerpo a cuerpo los nadadores, como para una danza de supervivencia.
La historia de Mani comienza al alba de la era cristiana, menos de dos siglos despues de la muerte de Jesus. A las orillas del Tigris han quedado rezagados multitud de dioses. Algunos emergieron del Diluvio y de las primeras escrituras, otros vinieron con los conquistadores o con los mercaderes. En Ctesifonte, pocos fieles reservan sus plegarias para un unico idolo, sino que van de templo en templo dependiendo de las celebraciones. Se acude al sacrificio de Mitra para merecer una parte del festin; luego, a la hora de la siesta, se busca un rincon de sombra en los jardines de Istar y, al final del dia, se va a merodear por los alrededores del santuario de Nanai para acechar la llegada de las caravanas; es junto a la Gran Diosa donde los viajeros encuentran refugio para pasar la noche. Los sacerdotes los reciben, les ofrecen agua perfumada y luego les invitan a inclinarse ante la estatua de su bienhechora. Aquellos que vienen de lejos pueden dar a Nanai el nombre de una divinidad familiar; los griegos la llaman a veces Afrodita, los persas Anahita, los egipcios Isis, los romanos Venus, y los arabes Allat; para todos es madre nutricia y su seno generoso huele a la calida tierra roja regada por el rio eterno.
No lejos de alli, sobre una colina que domina el puente de Seleucia, se yergue el templo de Nabu. Dios del conocimiento, dios de lo escrito, vela por las ciencias ocultas y visibles. Su emblema es un estilete, sus sacerdotes son medicos y astrologos y sus fieles depositan a sus pies tablillas, libros o pergaminos que el acepta mas gustoso que cualquier otra ofrenda. En los gloriosos dias de Babilonia, el nombre de este dios precedia al de los soberanos, que por eso se llamaban Nabonasar, Nabopolasar, Nabucodonosor… Hoy, solo los letrados frecuentan el templo de Nabu, el pueblo prefiere venerarle a distancia; cuando la gente pasa por delante de su portico para acudir ante otras divinidades, apresura el paso lanzando furtivas y temerosas miradas hacia el santuario, ya que Nabu, dios de los escribas, es tambien el escriba de los dioses, el unico encargado de inscribir en el libro de la eternidad los hechos pasados y venideros. Algunos ancianos, al bordear la pared ocre del templo, se tapan el rostro precipitadamente. Quiza Nabu haya olvidado que estan aun en este mundo, ?por que recordarselo?
Los letrados se rien de los temores de la multitud. Ellos, que aman la sabiduria mas que el poder o la riqueza, mas incluso que la felicidad, se jactan de venerar a Nabu mas que a cualquier otro dios. El miercoles, dia consagrado a su idolo, se reunen en el recinto del templo. Copistas, negociantes o funcionarios reales forman pequenos corros animados y locuaces que deambulan, cada uno segun sus costumbres. Unos toman la avenida central y rodean el santuario para desembocar en el estanque oval donde nadan los peces sagrados. Otros prefieren la avenida lateral, mas umbria, que lleva al cercado donde estan encerrados los animales para el sacrificio. De ordinario, gacelas, corderos, pavos reales y cabritos andan sueltos por los jardines; solo permanecen encerrados algunos toros y dos lobos cautivos; pero la vispera de las ceremonias, los esclavos que dependen del templo reunen a los animales para dejar libres las avenidas y prevenir la caza furtiva.
Entre los paseantes del miercoles, se reconoce facilmente a Pattig. Unas piernas enfundadas en un pantalon con forma de tubo, plisado a la moda persa, unos brazos delgados que revolotean bajo una capa de brocado y, coronando esta silueta endeble, envuelta en colores vivos, una cabeza que parece robada a una estatua de gigante: barba oscura abundante, rizada como un racimo de uvas, y cabellera espesa y esponjada, sujeta en la frente por una banda de sarga bordada con la insignia de su casta, la de los guerreros, que es solo una reliquia, ya que Pattig no ejerce ya ni la guerra ni la caza. En sus ojos se ha apagado toda violencia y sus labios estan constantemente agitados por un temblor, como si una pregunta, contenida durante mucho tiempo, se dispusiera a brotar.
Aunque apenas tiene dieciocho anos, este hijo de la alta nobleza parta estaria rodeado de una gran consideracion si su mirada no trasluciera un candor infantil que le despoja de toda majestad. ?Como no recibir con sonrisas condescendientes a aquel que irrumpe ante un desconocido y se presenta en estos terminos: «Soy un buscador de la verdad»!
Precisamente con estas palabras se ha dirigido Pattig, este miercoles, a un personaje totalmente vestido de blanco que se mantiene apartado, inclinado sobre el estanque oval, y que lleva en la mano un largo baston nudoso, rematado por una empunadura colocada de traves que golpetea con un movimiento protector.
– Buscador de la verdad -repite el hombre sin burla aparente-. ?Como no serlo en este siglo en el que tanta devocion se codea con tanta incredulidad!
El joven parto se siente en terreno amigo.
– Mi nombre es Pattig. Soy originario de Ecbatana.
– Y yo soy Sittai, de Palmira.
– Tus ropas no son las de la gente de tu ciudad.
– Tus palabras no son las de la gente de tu casta.
El hombre ha acompanado su replica con un gesto de irritacion. Pattig, que no ha notado nada, prosigue:
– ?Palmira! ?Es verdad que han erigido alli un santuario sin estatua, consagrado «al dios desconocido»?
El otro deja transcurrir un largo rato antes de responder con evidente desgana:
– Eso dicen.
– ?Asi que jamas has visitado ese lugar! Sin duda hace mucho tiempo que abandonaste tu ciudad.
Pero el palmireno se contenta con un carraspeo. Sus rasgos se han endurecido y mira a lo lejos como para divisar a un amigo que se hubiera retrasado. Pattig no insiste. Susurra una palabra de despedida y se une al corro mas proximo sin dejar de vigilar al hombre con el rabillo del ojo.
Aquel que se ha identificado como Sittai permanece en el mismo lugar, solo, jugueteando con su baston. Cuando le ofrecen una copa de vino, la toma, aspira su perfume y hace ademan de llevarsela a los labios, pero Pattig observa que en cuanto el sirviente se aleja, derrama la bebida al pie de un arbol hasta la ultima gota; cuando le presentan una brocheta de langostas asadas, la actitud es la misma: comienza por rechazarla y, puesto que insisten, toma una y pronto la deja caer por detras de el, hundiendola luego en el suelo de un taconazo antes de inclinarse sobre el estanque para enjuagarse los dedos.
Absorto en ese espectaculo, Pattig no escucha a sus interlocutores que, irritados, se apartan de el. Solo le distrae la voz de un joven sacerdote clamando que la ceremonia va a comenzar e invitando a los fieles a apresurarse hacia la gran escalinata que lleva al santuario. Algunos tienen aun en la mano una copa o un vaso y conversan mientras caminan, pero sus pasos pronto se aceleran, ya que nadie quiere perderse los primeros momentos de la celebracion.
Sobre todo, hoy. En efecto, se ha corrido el rumor de que, la vispera, Nabu se habia agitado en su pedestal, senal manifiesta de su deseo de moverse. Hasta parece que se vieron gotas de sudor que le corrian por las sienes, la frente y la barba, y que el Gran Sacerdote le habia prometido de rodillas organizar una procesion ese miercoles a la puesta del sol. Segun una antigua tradicion, Nabu conduce el mismo sus cortejos; los sacerdotes se contentan con llevarlo, con los brazos estirados, muy alto por encima de sus cabezas, y el dios, con imperceptibles empujones, les indica la direccion que deben tomar. Algunas veces, les hace ejecutar una danza, otras, un largo trayecto rectilineo que les lleva a un lugar donde exige que se le deposite. Sus menores movimientos son otros tantos oraculos que los adivinos tonsurados se comprometen a interpretar; porque el idolo habla de cosechas, de guerras y de epidemias, dirigiendo a veces a este o a aquel personaje unas senales de alegria o de muerte.
Mientras los fieles penetran por grupos en el santuario y el canto de los oficiantes va ganando en amplitud, Sittai, que se ha quedado solo afuera, pasea de un lado a otro por el atrio que lleva desde la gran escalinata a la puerta oriental.
El sol no es ya mas que una cresta de ladrillo ardiente, lejos, mas alla del Tigris; los portadores de antorchas forman un semicirculo en torno al altar, los sacerdotes inciensan la estatua de Nabu, los chantres recitan un encantamiento, acompanandose de un monotono timbal:
?Nabu, hijo de Marduk, esperamos tus palabras!
?De todas las regiones, hemos venido a contemplarte!
?Cuando preguntamos, eres tu quien responde!
?Cuando buscamos refugio, eres tu quien protege!
?Tu eres el que sabe, tu eres el que dice!
?Quien mas que tu merece que le sigan?
?Quien mas que tu merece nuestras ofrendas?
Nabu, hijo de Marduk, planeta resplandeciente,
Grande es tu lugar entre los dioses.
Nabu sonrie a la luz temblorosa de las antorchas, sus ojos parecen clavados en la afluencia de fieles, sobre los que reina de pie, con su larga barba que le llega hasta la mitad del pecho, enfundado en una cenida coraza y en su tunica de madera veteada que se ensancha formando un pedestal. Se acercan seis sacerdotes, desplazan la estatua y la instalan sobre unas andas de madera que izan hasta sus hombros y luego mas alto, por encima de sus cabezas. Mientras se forma la procesion, el dios se eleva a cada paso hasta flotar en el aire. Sus porteadores le encuentran muy ligero; con las manos extendidas, apenas le rozan y el dios parece flotar por encima de la multitud que se apretuja con gritos de extasis. Los porteadores giran sobre si mismos, luego dibujan un circulo mas amplio antes de dirigirse hacia la salida. Los fieles se apartan.
Ahora la procesion esta fuera, en el pequeno atrio. El dios efectua una corta danza alrededor del pozo de las aguas lustrales y avanza hacia la escalinata. En ese momento, un sacerdote tropieza y se esfuerza por recobrar el equilibrio, pero ya el siguiente se tambalea a su vez y se desploma. La estatua, sin sujecion, parece saltar hacia la monumental escalera por la que rueda dando brincos, seguida por las miradas de la multitud petrificada.
Por muy guerrero, por muy parto que sea, Pattig no puede contener las lagrimas. No es el funesto presagio lo que le abruma. Para el se trata de otra cosa: es su fervor el que ha sido insultado. Ha querido creer en Nabu; semana tras semana, experimentaba la necesidad de contemplarle, macizo en su trono, infalible, sin edad, sonriendo a la decadencia de los imperios, haciendo caso omiso de las calamidades. ?Y, bruscamente, esta caida!
Sin embargo, se le ocurre una idea que le impide abandonarse a las lamentaciones. Arrodillandose en el lugar del drama, no tarda en descubrir, clavado entre dos losas de marmol, un trozo de baston. Lo extrae, lo examina y no le cabe la menor duda de que la punta superior ha sido aserrada. «?Maldito palmireno!», murmura Pattig que recuerda a Sittai paseandose por el atrio, deteniendose y clavando su baston en el suelo antes de retorcerlo y arrancarlo como se haria con una mala hierba. Pattig se levanta y busca inutilmente con los ojos, a su alrededor, al hombre del traje blanco. «?Maldito palmireno!», refunfuna una vez mas, tentado de gritar «al asesino», «al deicida», de lanzar a la exaltada muchedumbre en persecucion del sacrilego.
Pero los sacerdotes suben ya, llevando con inutiles precauciones las piezas rotas de la estatua, un trozo de brazo pegado aun al hombro, un mechon de barba colgado de un lobulo de la oreja… La colera de Pattig se transforma en tristeza resignada. Casi le reprocha a Nabu ofrecer semejante espectaculo. Se aleja, dispuesto a vagar hasta el alba por los senderos del templo. Por instinto, sus pasos toman de nuevo el camino del estanque oval y, con los ojos aun llenos de lagrimas, mira hacia el lugar donde se encontraba aquel hombre maldito.
Alli esta Sittai. En la misma losa. En la misma postura. Tan blanco como siempre, desde el gorro hasta las sandalias, golpeando con la mano la empunadura de un baston singularmente corto. Pattig se planta ante el, le coge por la tunica y le zarandea:
– ?Ay de ti, palmireno! ?Por que has hecho eso?
El hombre no deja traslucir ni sorpresa ni inquietud y tampoco intenta soltarse. Su elocucion es tranquila y firme.
– Si es verdad que Nabu ha guiado los pasos de sus sacerdotes, es el quien les ha hecho tropezar. ?O bien ignoraba, a pesar de su omnisciencia, que yo habia roto mi baston en aquel lugar?
– ?Por que le guardas rencor al dios Nabu? ?Te ha castigado de alguna manera? ?Se ha negado a salvar a un hijo enfermo?
– ?Guardar rencor a esa viga esculpida? No puede ni afligir ni curar. ?Que podria hacer Nabu por ti o por mi si no puede hacer nada por el mismo?
– ?Y ahora blasfemas! ?No respetas la divinidad?
– El dios que yo adoro no se cae, no se rompe, no teme ni mi baston ni mis sarcasmos. Solo el merece un fervor como el tuyo.
– ?Cual es su nombre?
– Es el quien da los nombres a los seres y a las cosas.
– ?Y por el has roto la estatua?
– No, la he roto por ti, hombre de Ecbatana. Tu que buscas la verdad, ?la esperas aun de la boca de Nabu?
Pattig abandona la lucha y con aire ausente va a sentarse, ya vencido, en el borde del estanque. Sittai avanza hacia el y le pone la mano abierta sobre la cabeza. Un gesto de posesion al que acompanan estas palabras:
– La verdad es una amante exigente, Pattig, no tolera ninguna infidelidad; a ella le debes toda tu devocion, todos los momentos de tu vida son suyos. ?Es realmente la verdad lo que buscas?
– ?Nada mas que eso!
– ?La deseas hasta el punto de abandonar todo por ella?
– Todo.
– Y si fuera a ti a quien se le pidiera manana romper un idolo, ?lo harias?
Pattig se sobresalta y se echa atras.
– ?Por que tendria que ofender a Nabu? En este templo me han recibido como a un hermano, he compartido su vino y su carne y, a veces, alrededor de este estanque, las mujeres me han abierto los brazos.
– A partir de este dia, no beberas vino, no volveras a comer carne y no te acercaras a ninguna mujer.
– ?A ninguna mujer? ?He dejado una esposa en mi pueblo de Mardino!
Es una suplica, Pattig esta desconcertado, pero Sittai no le deja un instante de respiro:
– Tendras que abandonarla.
– Va a dar a luz dentro de unas semanas. ?Estoy impaciente por ver a mi primer hijo! ?Que padre seria si los abandonara?
– Pattig, si realmente es la verdad lo que buscas, no la encontraras en el abrazo de una mujer ni en los vagidos de un recien nacido. Ya te lo he dicho, la verdad es exigente; ?la deseas aun o has renunciado ya a ella?
* * *
Cuando, corriendo a su encuentro hasta el camino alto se lanza a su cuello, jadeante, y el la rechaza friamente con las dos manos, Mariam se dice que su marido, por pudor, no quiere que el extranjero que le acompana sea testigo de sus efusiones.
Con todo, se siente un poco herida, pero se guarda de demostrarlo y ordena que lleven a los dos hombres unos lebrillos de agua y toallas para que puedan lavarse el polvo de los caminos. Ella se escabulle tras una colgadura. Cuando reaparece, una hora mas tarde, es un verdadero festin lo que lleva a la terraza. Mientras ella avanza con las primicias, dos copas del mejor vino de la tierra de Mardino, un sirviente la sigue cargado con una gran bandeja de cobre donde se superponen platos y escudillas. Totalmente concentrado en escuchar al hombre de blanco que le habla a media voz, Pattig no les ha oido acercarse.
Mariam hace senas al sirviente de que no haga ningun ruido al colocar los manjares sobre la mesa baja. Si dos platos se entrechocan, esboza una mueca, pero inmediatamente se tranquiliza con el espectaculo de esas golosinas a las que Pattig es tan aficionado: yemas de huevo duro rematadas con una gota de miel, lonchas finas de faisan con pure de datiles… Los dias en que su hombre va a Ctesifonte, Mariam ocupa asi su tiempo, ingeniandose en prepararle los mas sabrosos manjares; de esa manera, el tendra siempre prisa por volver, y si esta con amigos, antes que ir a una taberna descuidando sus obligaciones, los traera orgullosamente a su casa, seguro de que alli estaran mejor atendidos que los comensales de un rey.
Despues de una ultima ojeada para verificar que todo esta en su sitio, Mariam va a sentarse en un cojin al otro extremo de la habitacion. A veces, cuando su marido esta solo, cena con el; nunca cuando tiene invitados, pero apenas se aleja, preocupada en comprobar a cada instante que a los comensales no les falte de nada.
Transcurren unos largos minutos. Absortos en su charla, Pattig y Sittai no han tendido aun la mano hacia la mesa. ?Se han dado cuenta siquiera del festin que se les ofrece? ?Han olido el aroma que invade la terraza? Mariam se apena en silencio. Aunque se hubieran parado en el camino para comer, deberian al menos, por pura cortesia, tomar una albondiga, una aceituna, un sorbito de esas copas que ha colocado justo delante de ellos.
Pero ahora el invitado saca de debajo de su tunica una especie de chal que extiende sobre sus rodillas, extrae de el un pan negruzco, lo parte y se lleva un trozo a la boca. Mariam contiene la respiracion. ?Asi que ese individuo desdena todo lo que ella ha preparado para mordisquear un vulgar pedazo de pan! Y eso no es todo. Ahora desenrolla mas el chal, saca de el dos pequenos pepinos arrugados y los moja en una garrafa de agua antes de darle uno a su anfitrion. Pattig, visiblemente azarado, se queda con la hortaliza en la mano, pero el palmireno mastica la suya ostensiblemente.
No pudiendo aguantar mas, Mariam se acerca al extrano personaje.
– ?Hay algo en esta comida que incomode a nuestro invitado?
El hombre no dice nada y aparta la mirada. Pattig interviene:
– Nuestro huesped no puede comer estos alimentos.
Mariam contempla la mesa con desolacion.
– ?De que alimentos hablas? Hay aqui tantas cosas diferentes. Platos cocinados con aceite, otros con grasa, otros asados o cocidos, carnes, verduras crudas e incluso pepinos. ?Nuestro invitado no puede tocar nada de todo esto?
– No insistas, Mariam, vete, estas importunando a nuestro huesped.
– ?Y tu, Pattig, no tienes hambre despues de haber caminado?
Con un movimiento de la mano, su marido repite el mismo gesto de alejamiento que hizo al llegar y anade:
– Llevate todo esto, Mariam, ni el ni yo tenemos hambre, no deseamos ningun alimento. ?No puedes dejarnos solos?
Mariam no ha esperado a salir de la habitacion para estallar en sollozos. Corre hacia su cuarto sujetandose el vientre como si este fuera a rodar a sus pies. La anciana Utakim, su sirvienta, su unica amiga, que se ha apresurado a reunirse con ella, la encuentra sentada en el suelo aturdida, respirando agitada y quejumbrosamente.
– Entonces es verdad lo que dicen de los hombres; ?basta un maleficio, un encuentro, un elixir, para que su amor aparezca, para que su amor se vaya!
Utakim ha visto nacer a Mariam. Cuando su madre murio de parto, fue ella quien la amamanto, y la vispera de su boda, fue ella quien la vistio y la maquillo. ?Quien mejor que ella podria consolarla?
– Ya conoces a tu hombre; en cuanto una idea le preocupa, se olvida de comer, comienza a palidecer, a adelgazar, como si estuviera enamorado. ?Acaso no sabes que es asi? Hoy tiene a ese visitante y se alimenta de sus palabras, pero manana lo habra olvidado y sera de nuevo un amante insistente, un padre impaciente. Asi es como siempre ha sido y asi es como lo has amado.