Antología De Novelas De Anticipación I - Autores Varios 9 стр.


Mientras hablaba, la cámara retrocedió para ampliar su ángulo de visión e incluir en la pantalla, detrás del locutor, a una niña rubia sentada en una silla de ruedas. El pelo le caía en cascada sobre los hombros y estaba cuidadosamente peinado. Sus ojos tenían una expresión entre tímida y asustada. Sus manos se aferraban a los brazos de la silla de ruedas, como buscando un punto de apoyo. Sus piernas estaban cubiertas con un chal.

—Esta es Mary —dijo el locutor, inclinándose hacia la niña—. ¿Quieres saludar al auditorio, Mary?

La niña fijó unos segundos en la cámara sus profundos ojos azules, para volver a apartarlos rápidamente.

—Hola —dijo, con voz apenas audible.

—Mary no está acostumbrada a encontrarse delante de tanta gente —explicó el locutor—. Mary ha estado sentada en esa silla de ruedas durante tres años, desde que una terrible enfermedad le dejó paralizadas las piernas. Confiamos en que Mary podrá volver a andar. Los mejores cirujanos del país han sido consultados, y creen que una operación podrá devolverle el uso de sus piernas. La International Witch Corporation lo ha arreglado todo para que la operación se lleve a efecto. Mañana, Mary ingresará en el hospital. Será intervenida muy pronto. Y, dentro de unas semanas, es probable que vuelva a andar. ¿Te gustaría, Mary? ¿Te gustaría volver a andar? —preguntó, inclinándose hacia la niña.

De nuevo, los ojos se alzaron un breve instante. De nuevo, se apartaron tímidamente.

—Sí —dijo Mary, con su voz apenas audible.

—Entonces, volverás a andar, si es que la cosa es factible —dijo el locutor, mientras la cámara retrocedía todavía más, para incluir un escenario en el cual bailaban las brujas.

Las brujas se movían en el escenario, no en dirección a Mary sino hacia el centro, bailando y entonando su canto.

¡ Brujas del mundo, uníos!

¡Uníos para hacerlo limpio, limpio, limpio!

¡Witch limpia AHORA!

En un ángulo de la pantalla, el cuerpo infantil se estremeció repentinamente en su silla de ruedas. Mary respiró profundamente, se puso pálida, y luego roja. Con un gesto violento apartó el chal y se quedó mirando sus piernas. Su mano se inclinó hasta tocarlas.

En el escenario, una de las brujas dejó de bailar para mirar lo que estaba sucediendo. Las otras se dieron cuenta e interrumpieron también su baile. El canto cesó...

Y Mary se puso en pie, mirándose las piernas. Dio un paso hacia la cámara, y otro. Sus ojos azules se alzaron, maravillados.

En medio de un silencio absoluto, Mary anduvo hacia la cámara, con los ojos abiertos como platos. Con voz apenas audible, habló.

—Estoy... estoy andando —dijo Mary.

Los periódicos lo calificaron del fraude más cruel de todos. Publicaron la noticia de la suspensión del programa Witch, por orden de la emisora y por orden de la International Witch Corporation.

Publicaron las declaraciones de oficiales del FCC anunciando que iba a abrirse una investigación.

Publicaron las declaraciones de Randolph anunciando que iba a demandar a la BBD amp;O.

Publicaron las declaraciones de Oswald anunciando que iba a demandar a los productos Witch.

Pero en lo que más insistieron fue en la historia de una niña, que había desaparecido y no podía ser localizada. Que probablemente había recibido el beneficio de una operación que le había permitido recobrar el uso de sus piernas, pero que se había visto obligada a pagar la operación tomando parte en un cruel fraude de una increíble magnitud.

Bill Howard continuó en la emisora, aunque, de momento, sin patrocinador. Había sido descartado, por todas las partes interesadas, la posibilidad de que Bill hubiera sido cómplice del fraude, y su reputación era inmejorable. Le pidieron que permaneciera en la ciudad para comparecer como testigo en caso necesario, pero la emisora siguió otorgándole su confianza y le mantuvo en su puesto. Era uno de los mejores informadores de la TV, y su modo de hacer que las noticias calasen en el ánimo de la gente hasta conseguir que las aceptasen como parte de sus propias vidas, era único. La emisora decidió, pues, mantenerle en su puesto.

A la noche siguiente la crisis de Formosa había trascendido y era la noticia del día.

Los detalles eran horribles, y fueron explicados minuciosamente. Los que se habían comprometido a guardar el secreto, al ser desligados de su compromiso, contaron todo lo que sabían.

Los efectos del avión infectado, de las bombas portadoras de bacterias, eran los más terribles que podían ser desarrollados en los laboratorios bacteriológicos... y superaban a las epidemias naturales que habían azotado al género humano a través de su historia.

Estos efectos estaban extendiéndose con la rapidez de un fuego en la pradera en un día de viento fuerte.

Toda la zona estaba sometida a una rigurosa cuarentena, y diariamente había que ampliar su extensión. Ningún avión podía aterrizar y volver a despegar. Ningún barco podía entrar y volver a salir. Se estaba organizando un servicio de suministros aéreos lanzados con paracaídas.

La propaganda que intentaba hacer creer que la duración de la epidemia era cuestión de horas, o de días, no era creída por nadie. Se recordó Suez, pero fue recordado como un fraude... y el país estaba más que harto de fraudes.

Randolph recibía una interminable serie de lo que él denominaba llamadas de chiflados, preguntándole por qué no entraban en acción los maravillosos productos Witch.

Oswald recibía también llamadas de chiflados, y también Bill Howard.

Bill Howard estaba preocupado, y seguía tratando de sumar dos y dos, y cada noche informaba de los detalles de la situación de Formosa. Los detalles llegaban por telégrafo con toda su crudeza, y Bill tenía que ir suavizándolos a medida que los transmitía.

Bill Howard sudaba en el mes de enero, y cada día hurgaba un poco más, tratando de penetrar en la realidad que se escondía detrás de las noticias mutiladas por la censura, que ahora se ejercía de un modo riguroso, incluso sobre los telegramas. Por teléfono, a través de comentarios y de habladurías, iba reconstruyendo la verdadera historia... los verdaderos horrores que no podía transmitir en su boletín.

A veces se rebelaba contra los censores y contra sí mismo, diciéndose que todo el mundo tenía derecho a saber lo que pasaba en realidad.

Así es como termina el mundo, pensaba. Con un sollozo que llega después de la agonía, cuando la agonía es demasiado intensa.

Y seguía recordando a una niña que andaba hacia la cámara con los ojos muy abiertos.

Si yo fuese un científico —se decía a sí mismo—, si fuera un científico en lugar de un periodista, podría fabricar un cerebro electrónico que me aclarase las probabilidades que tengo de obtener una respuesta a mis preguntas. Las probabilidades, indudablemente, no serían superiores a una entre un billón. Las probabilidades serían nulas. Las brujas son para quemarlas, se dijo a sí mismo.

Se dijo a sí mismo un montón de cosas, y siguió sudando sumergido en el frío de enero.

Habían transcurrido dos semanas desde que el mundo oyó los primeros detalles acerca de Formosa, y los detalles eran ahora tan macabros, que no podían ser transmitidos.

Aquella noche, con el mapa del mundo detrás de su mesa, Bill Howard se inclinó hacia su auditorio.

Les habló del aspecto humano de la historia de Formosa.

Habló de la gente que estaba allí, sometido a mil torturas, personas de carne y hueso y no simple material de estadística.

Describió a una familia, y la convirtió en una familia que vivía en la puerta de al lado. Madre, padre, hijos, esperando la llegada de la muerte, entre los peores tormentos que todos los laboratorios del mundo juntos pudieran crear. Una familia que esperaba de un momento a otro que uno de sus miembros fuera atacado por la locura. Una familia que esperaba de un momento a otro la más horrible de las muertes.

Tomó su puntero y mostró el creciente perímetro de la zona de cuarentena. Señaló la situación del centro del desastre.

Luego se inclinó de nuevo hacia su auditorio.

—Escuchen ahora —dijo—, ya que el mundo no puede seguir soportando esta tortura.

Respiró profundamente y puso toda la fuerza de su ser en sus palabras.

- ¡Brujas del mundo, uníos!-dijo—. ¡Uníos para hacerlo limpio, limpio, limpio! ¡Witch limpia AHORA!

La palabra final estaba ya en el aire cuando el censor de la emisora consiguió cortar el contacto.

El Presidente y su gabinete pusieron al país en una doble alerta. Rusia había terminado con la epidemia de Formosa, según las últimas noticias, y ahora iban a atacar directamente a los Estados Unidos antes de enviar su ultimátum.

La gente de todo el mundo aceptó la historia con una inesperada calma. Al igual que lo de Hiroshima, era algo demasiado inesperado, demasiado grande, totalmente inimaginable. Lo que estaba sucediendo era muy raro, desde luego, y la gente iba a su trabajo con aspecto preocupado, o furioso, o enojado, pero con una inesperada calma.

Los periódicos publicaron amplios editoriales acerca del problema, preguntándose quién había terminado con la epidemia de Formosa —¿tenía alguien la respuesta?— y dejando para los estadistas el problema de lo que la posesión de una fuerza tal de saneamiento podía significar. Luego cambiaron radicalmente de tema, ya que nadie estaba seguro de lo que tenía que creer.

Bill Howard ya no estaba en la emisora, desde luego. No le importaba. Ahora tenía un verdadero problema.

Hemos comprado un poco de tiempo —pensaba—. Un poco de tiempo para desarrollarnos.

Hemos comprado un poco de tiempo a los fanáticos y a sus estadistas, a los cabezas de chorlito y a sus políticos, a los militares y a los industriales...

Nosotros, la gente de la calle, tenemos hoy un poco más de tiempo del que disponíamos ayer.

¿Cuánto tiempo?

Bill Howard lo ignoraba.

En aquella ocasión, hubo tiempo para actuar. En aquella ocasión, habían transcurrido unas semanas, mientras la crisis iba en aumento y el mundo se enfrentaba a una muerte horrible. La crisis había sido larga. Dio tiempo para que un hombre utilizara su cerebro y encontrara una solución.

La próxima vez podría ser distinto. Podía haber un satélite esperando, con un botón dispuesto para ser pulsado. Había una terrible cantidad de botones que esperaban ser pulsados, se dijo Bill a sí mismo, botones por todo el mundo, proyectiles teledirigidos apuntando a... sí, a todos los pueblos del mundo.

La próxima vez podía suceder todo en el espacio de unas horas, incluso de unos minutos. La próxima vez, las bombas podían estar en el aire antes incluso de que la gente supiera que los botones iban a ser pulsados.

Bill Howard sacó su máquina de escribir.

Cuando uno tiene un problema lo mejor que puede hacer es hablarle a la máquina de escribir, si es la única cosa que puede escucharle.

¿Cuál es el problema?, se preguntó a sí mismo. E inmediatamente lo escribió. Empezó por el principio y le contó toda la historia a su máquina de escribir. Le contó cómo había sucedido todo.

Ahora, pensó, hay que encontrarle un final a la historia.

Si se deja con la indicación Continuar, continuar, desde luego. Alguien pulsará un día un botón, y, con ello, escribirá la última palabra de la historia: FIN.

El problema era, en esencia, bastante sencillo explicado en términos de milagro.

Del modo que iban las cosas, se necesitaba un milagro para que el mundo se mantuviera unido el tiempo suficiente para disipar todos los malentendidos. Se necesitaba un milagro para que se impusiera el sentido común, que era el único sustituto posible contra las impuestas apetencias de guerra.

El poder de las brujas era, evidentemente, un poder para el pueblo: para el pueblo que necesitaba aquella protección, que necesitaba aquellos milagros.

Nunca sabremos quién hizo el trabajo —se dijo a sí mismo Bill Howard—. Es mejor así. Es como cambiar de sitio un mueble muy pesado. Uno puede decir "Yo no lo he hecho" pues a pesar de haberlo empujado, no ha conseguido que se mueva. Uno puede incluso estar seguro de no haberlo hecho. Pero el mueble se mueve si se coloca a su alrededor a la gente necesaria.

¿Quiénes son las brujas? Son el pueblo, y el pueblo no es para quemarlo. Para quemarlos son los fanáticos y sus estadistas, los cabezas de chorlito y sus políticos, los cerebros y los trusts de cerebros... pero las brujas, no.

Una hora más tarde, Bill Howard se sentaba de nuevo ante su máquina de escribir. Había expuesto el problema general... pero ahora tenía un problema específico, y para un hombre de su categoría profesional, era un problema completamente sincero.

Necesitaba otra ocasión para invocar a aquel poder. Sólo una ocasión. Lo suficiente para eliminar aquella violenta arraigada resistencia a la idea de que el pueblo tenía poderes... ¡y podía hacer milagros!

Los Intrusos

Edmond Cooper

Fue como si el universo hubiera empezado a dar vueltas repentinamente. De un modo lento, impresionante, miríadas de puntitas de diamante, flotando a través de un océano de absoluta oscuridad, empezaron a oscilar en ordenado ritmo alrededor de la nave lunar. Súbitamente, la Tierra se balanceó como una linterna en la víspera de Todos los Santos, y la propia luna se hizo invisible por la popa del vehículo espacial.

Hacía seis horas que la nave había cruzado la frontera neutral en su prolongado descenso a través de un cuarto de millón de millas de silencio. Ahora, después de cinco días de gravedad cero, el momento de la acción había llegado.

Las estrellas dejaron de girar y la verde linterna de la Tierra quedó colgada de algún invisible garfio. El universo estaba inmóvil otra vez: la nave lunar se había colocado en posición para su dificultoso aterrizaje.

A quinientas millas de distancia, los profundos cráteres de la Luna abrían amenazadoramente sus fauces a la nave en descenso. Iban ensanchándose, mostrando sus ocultos perfiles, sus desolados espolones rocosos, y toda la inmovilidad de pesadilla de un mundo petrificado.

Seis ansiosos pares de ojos miraban a través de los paneles de observación. Vieron al cráter Tycho, rodeado de resquebrajaduras y arrugadas llanuras de lava, abalanzarse a su encuentro como si estuviera ávido por tragarse a la nave.

Pasados diez minutos seis hombres habrían realizado un sueño de conquista imaginado desde hacía siglos: pisar la superficie de la Luna.

El capitán Harper contempló, como hipnotizado, la pantalla situada en frente de su litera, y se preguntó si Dios les ayudaría. El profesor Jantz, matemático y astrónomo, intentaba librarse del temor elemental que empezaba a invadirle, calculando el cubo de 789. Los doctores Jackson y Holt, geólogo y químico, respectivamente, intercambiaban instrucciones en voz baja previendo la difícil posibilidad de que uno de ellos sobreviviera al otro. Pegram, el navegante, acariciaba una pata de conejo; y Davis, el mecánico, recitaba mentalmente El Viaje Dorado a Samarkanda, mientras contemplaba una manoseada fotografía de la muchacha con la cual podía haberse casado.

¡ Sesenta segundos para el punto encendido-susurró el altavoz —. Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... cero!

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