»El despilfarro de las reservas del combustible mineral y de los bosques, el agotamiento de los ríos y del suelo, los peligrosísimos experimentos para la creación de mortíferas armas atómicas; todo esto caracterizaba el pensar y el hacer de quienes, a costa de la miseria y los sufrimientos de la mayoría, querían prolongar la existencia de un régimen social caduco. Allí precisamente nació y prosperó el pernicioso concepto de la élite privilegiada, la idea de la superioridad de un grupo, clase o raza, sobre otros, la justificación de la violencia y la guerra, todo aquello que en tiempos remotos conocióse con el nombre de fascismo.
»Todo grupo privilegiado tratará inevitablemente de frenar el progreso, a fin de conservar sus privilegios, mientras que la parte oprimida de la sociedad luchará contra esos intentos en defensa de sus propios derechos. Cuanto mayor era la presión ejercida por el grupo privilegiado, tanto más fuerte la resistencia ofrecida, tanto más encarnizadas las formas de lucha, tanto más crueles los hombres y más acusada su degradación moral. Además de la lucha entre las clases, la lucha entre los países privilegiados y oprimidos. Recuerden la historia de la pugna entre el mundo nuevo, socialista, y el mundo viejo, capitalista, y comprenderán la razón de la ideología bélica, la propaganda de la idea de que las guerras son inevitables y eternas hasta en el Cosmos. A mí me parece como si eso fuera la quinta esencia del mal, la serpiente que, por más que se la cuide, morderá, pues no puede dejar de morder. Recuerden la siniestra luz rojo-amarilla con que ardía la estrella ante la cual hemos pasado en nuestro camino...
— ¡El Corazón de la Serpiente! — exclamó Taina.
— Eso es. Y en los escritos de los defensores de la vieja sociedad que proclamaban el estallido inevitable de la guerra y la existencia perpetua del capitalismo, veo también el corazón de un reptil venenoso.
— Por consiguiente, nuestros temores son atavismos de los tiempos en que aquella serpiente emponzoñaba la vida de los hombres, ¿no es así? — dijo Kari con un dejo de tristeza—. Y yo soy, probablemente, el hombre más víbora de todos nosotros, pues abrigo todavía temores... o dudas, como quiera que se los llame.
— ¡Kari! — gritó Taina en tono de reproche.
Mas él siguió obstinado:
— Nuestro jefe nos ha hablado de las crisis mortales que destruían las civilizaciones avanzadas. Todos conocemos planetas donde la vida sucumbió porque sus habitantes se vieron arrastrados a una guerra atómica antes de que pudieran crear una nueva sociedad conforme a las leyes de la ciencia y poner fin a la sed de exterminio, ¡arrancar de cuajo el corazón de la serpiente! Sabemos que nuestro planeta estuvo a punto de correr la misma suerte. De no haber surgido en Rusia el primer Estado socialista, que marcó el comienzo de grandes transformaciones en la vida del planeta, el fascismo se hubiera extendido y, con él, las mortíferas guerras atómicas. ¿Y si ellos están allí? — el joven astronauta señaló con la cabeza hacia el lado de donde esperábase la aparición de la astronave desconocida—. ¿Y si ellos no han pasado aún este peligroso límite de su historia?
— Eso queda excluido, Kari — objetó con calma Mut Ang—. Es posible cierta analogía entre el desarrollo de las formas superiores de la vida y las formas superiores de la sociedad. El hombre ha podido desarrollarse tan sólo en un medio ambiente relativamente estable y favorable. Eso no implica que no haya habido cambios. Por el contrario, los ha habido y muy radicales, pero únicamente en relación al hombre, y no a la naturaleza en general. Los cataclismos, las grandes conmociones y los cambios hubieran imposibilitado el desarrollo de los seres racionales. Lo mismo cabe decir de la forma superior de la sociedad, que no supo lanzarse a la conquista del espacio, construir astronaves y penetrar en las profundidades insondables del Universo hasta que no se estabilizaron las condiciones de vida de toda la humanidad, hasta que no fueron, por consecuencia, eliminadas totalmente las guerras asoladoras que acompañaban al capitalismo... Por eso estoy seguro de que esos habitantes de otro mundo que vienen a nuestro encuentro también han pasado el punto crítico. Seguramente hubieron sufrido no poco hasta construir una sociedad verdaderamente racional.
— Me parece que existe algo que pudiera quizá llamarse sabiduría espontánea en las historias de las civilizaciones de los diversos planetas — dijo Tey Eron con los ojos brillantes—. La humanidad no puede vencer el espacio mientras no haya adoptado el modo superior de vida en el que no hay lugar para las guerras y en el que cada cual se siente responsable por todos.
— En otras palabras, la humanidad no era capaz de vencer las fuerzas de la naturaleza en el plano cósmico antes de haber ascendido al grado superior de la sociedad comunista. ¡No podía ni puede haber otro camino! — corroboró Kari—. Lo mismo cabe decir de toda otra humanidad, si entendemos por ella las formas superiores de vida racional organizada.
— Nosotros y nuestras naves son las manos que la humanidad tiende hacia las estrellas — dijo Mut Ang—. ¡Y esas manos están limpias! Mas esto no puede ser privilegio exclusivo de nosotros. Pronto percibiremos el roce de otra mano igual de limpia y poderosa que la nuestra.
Los jóvenes acogieron con voces de júbilo estas palabras finales de su capitán. Y los que ya no eran tan jóvenes y habían aprendido a vigilar sus emociones, rodearon con visible agitación a Mut Ang.
Aquella nave que venía hacia ellos, procedente de un planeta de otro astro muy lejano, hallábase aún a una distancia de millones de kilómetros. Los hombres de la Tierra, por vez primera en la larguísima historia de su evolución, entrarían en contacto con hombres de otro mundo. No era de extrañar, por lo tanto, que los astronautas no pudieran contener la excitación que les agitaba. No, no era posible retirarse a descansar o a consumirse esperando en la soledad. Pero Mut Ang, que había calculado la hora en que las astronaves habrían de encontrarse, ordenó a Svet Sim que administrase a todos un calmante.
— En el momento del encuentro con nuestros hermanos cósmicos, debemos hallarnos en el más perfecto estado físico y espiritual — dijo firmemente, respondiendo a las protestas—. Nos espera una tarea ingente: hallar las vías de comunicación para conversar con ellos, para intercambiar nuestros conocimientos — Mut Ang frunció las cejas—. Nunca he sentido tanto temor como ahora de ser incapaz de realizar esto. — Una sombra de inquietud cayó sobre su rostro, habitualmente sereno; sus dedos crispados palidecieron.
Sólo entonces, tal vez, comprendieron los astronautas la enorme responsabilidad que imponía a cada uno aquel inusitado momento. Ingirieron sin rechistar las píldoras que les ofrecía Svet Sim y se retiraron a sus camarotes.
Al principio, Mut Ang quiso quedarse solo con Kari, pero luego cambió de opinión e invitó también a Tey Eron al puesto de mando.
Mut Ang sentóse en su butaca exhalando un profundo suspiro. Estaba rendido. Estiró las piernas, inclinó la cabeza y se tapó el rostro con las manos. Tey y Kari le observaban en silencio, temerosos de perturbar sus reflexiones.
La nave avanzaba con suma lentitud para las magnitudes cósmicas, o sea a la llamada velocidad tangencial, de 200.000 kilómetros por hora, que es la que se empleaba para penetrar en la zona de Roche de cualquier cuerpo celeste. Los autopilotos mantenían exactamente la nave en la derrota calculada con toda precisión. Ya iba siendo hora de que el radar captase alguna señal de la otra nave. Pero ésta no se dejaba ver ni oír, y a cada minuto que pasaba iba aumentando más y más la inquietud de Tey Eron.
Mut Ang se enderezó y en sus labios dibujóse esa sonrisa medio alegre y medio triste que todos en. el barco conocían tan bien.
— « Ven, amigo lejano, cruza el umbral tan deseado... » — cantó él.
Tey, fruncido el ceño, escudriñaba en la densa negrura de la pantalla delantera. El estribillo del capitán parecióle poco oportuno para la seriedad del momento. Pero Kari, que había repetido la letrilla, más alegre aún, lanzaba maliciosas miradas al sombrío semblante del segundo capitán.
— Oiga, Kari, haga la prueba de dar señales con el rayo de nuestro localizador — dijo de pronto Mut Ang, dejando de canturrear— : dos grados a babor, otros dos a estribor y luego en línea vertical.
Tey sintióse algo confuso. ¡Vaya! En vez de haber reprochado mentalmente al capitán, mejor hubiera sido que a él, a Tey, se le hubiese ocurrido una cosa tan sencilla.
Pasaron dos horas. Kari imaginábase al rayo del localizador deslizándose por la inmensidad del espacio y dejando atrás en cada zig-zag cientos de miles de kilómetros. Aquellas señales, por su magnitud, superaban en mucho las leyendas más fantásticas inventadas en la Tierra.
Tey Eron se hallaba en un estado de pasividad contemplativa. Sus pensamientos discurrían lentos, sin provocar emociones. El hombre se acordó de la extraña sensación de aislamiento que le había acompañado siempre desde que abandonó la Tierra. El hombre primitivo había debido de experimentar algo semejante: la angustia de estar desligado de todo, de no tener obligación alguna ni preocupación por el futuro. Lo mismo habrían sentido, probablemente, los hombres en los períodos de las grandes calamidades, guerras y conmociones sociales. Para Tey Eron lo pasado, todo lo dejado en la Tierra, habíase ido para no volver. Un abismo de cientos de años separábale del futuro, donde todo debería ser nuevo y misterioso. Por eso ni le emocionaba lo que pudiera ocurrir, ni trazaba planes o proyectos... Su único afán era trasladar a la Tierra los nuevos conocimientos adquiridos en las profundidades del Universo. ¡Ir adelante, adelante! Pero de pronto había sucedido algo que eclipsó todas las esperanzas y preocupaciones del segundo capitán.
Entretanto, Mut Ang trataba de representarse la vida de la enigmática nave. Según él, el barco debía de ser muy parecido al Telurio y también semejantes las tripulaciones de uno y otro. Pero se convenció de que era mucho más fácil atribuir a aquellos viajeros desconocidos las características más fantásticas que supeditar la imaginación a las rígidas leyes de las que Afra Devi había hablado en forma tan convincente.
Sin alzar la cabeza, sólo por la tensión que se apoderó súbitamente de sus compañeros, comprendió Mut Ang que en la pantalla del radar había aparecido una señal. No llegó a ver aquel punto luminoso, ¡tan rápido había pasado por el brillante disco negro! El timbre de señales apenas si sonó. Los astronautas saltaron de sus asientos y se inclinaron por encima de las tablas de control en un instintivo afán de ver mejor en la pantalla. Por breve que hubiera sido la aparición del punto luminoso, era muy importante. La otra nave había efectuado un viraje para encontrarse con ellos, y no se había ocultado en las sombras del espacio. Por lo visto, el mando estaba a cargo de seres no menos expertos que los del Telurio en materia de vuelos cósmicos, pues habían sabido calcular con bastante exactitud y rapidez el rumbo de retorno y que ahora buscaban al Telurio con su localizador a una distancia enorme. Dos partículas ínfimas, perdidas en aquella insondable oscuridad, buscábanse la una a la otra... Y al propio tiempo eran dos mundos inmensos, pictóricos de energía y de saber que se tanteaban mutuamente con haces dirigidos de ondas luminosas. Kari movió el rayo del localizador, pasando la aguja de control de « 1.488 » a « 375 », y luego descendiendo más y más la escala numérica... El punto luminoso surgió de nuevo, y otra vez desapareció para volver a brillar en la pantalla, acompañado de señales acústicas de muy corta duración.
Tras de tomar en sus manos los vernieres del localizador, Mut Ang comenzó a describir una espiral desde la periferia hacia el centro del gigantesco círculo trazado por el rayo en la zona de aproximación de la astronave.
Los otros hacían, al parecer, lo mismo. Al cabo de prolongados esfuerzos, el punto luminoso se detuvo en el tercer círculo de la negra pantalla, oscilando solamente a causa de la vibración de ambas naves. El timbre de señales sonaba ahora sin cesar, y fue preciso desconectarlo, No cabía duda de que el rayo del Telurio había sido captado por los aparatos de la astronave desconocida. Los dos vehículos cósmicos se aproximaban el uno al otro, cubriendo en una hora no menos de cuatrocientos mil kilómetros.
Tey Eron leyó los cálculos hechos por la computadora mecánica. Entre las naves mediaba una distancia aproximada de tres millones de kilómetros. Dentro de siete horas deberían encontrarse. Pero al cabo de sesenta minutos podría utilizarse el freno integral, que retardaría el encuentro por algunas horas, a condición de que la otra nave hiciese lo propio valiéndose de cálculos similares. Era posible que los desconocidos parasen más pronto o que las naves se cruzasen de nuevo en el espacio, y eso volvería a retrasar el encuentro, cosa indeseable porque la espera hacíase insoportable.
Sin embargo, la nave aquella no ocasionó molestia alguna. Empezó a frenar más rápidamente que el Telurio; pero luego, al establecer el ritmo de deceleración de éste, siguió su ejemplo. Las naves iban acercándose más y más. Los tripulantes del Telurio volvieron a reunirse en el puesto central. Todos tenían clavados los ojos en la pantalla negra del radar donde el punto luminoso habíase transformado en una mancha. Era el rayo del Telurio, reflejado por la astronave desconocida. La mancha tomó la forma de un cilindro diminuto ceñido por un grueso anillo, lo que no tenía la más remota semejanza con el Telurio. Al estar más cerca, podían ya discernirse, en los extremos del cilindro, unos abultamientos cupuliformes.
Los fulgurantes contornos aumentaban y se extendían hasta ocupar por completo la pantalla negra.
— ¡Atención! ¡Cada cual a su puesto! ¡La deceleración final será de 8 « g »!
Los ojos inyectábanse de sangre, la vista se nublaba y un sudor pegajoso asomaba a la frente bajo la inmensa presión que hundía las butacas hidráulicas... El Telurio paró y quedó suspenso en la helada oscuridad del espacio, donde no existía ni abajo, ni arriba, ni lados, ni fondo, a ciento dos parsecs de nuestro astro querido, el dorado Sol.
Apenas recobrados de aquella fuerte impresión, los astronautas conectaron las pantallas de observación directa y un reflector gigantesco, pero no vieron nada más que una niebla luminosa delante de sí y a babor. El reflector se apagó, y en aquel instante una viva luz azul celeste deslumbre a los que tenían la vista puesta en la pantalla.
— ¡El polarizador a treinta y cinco grados! ¡El filtro de ondas luminosas! — ordenó escuetamente Mut Ang.
— ¿A la onda de seiscientos veinte? — preguntó Tey Eron.
— ¡Está bien!
El polarizador apagó el resplandor azul. Y entonces un poderoso torrente de luz anaranjada penetró en la densa oscuridad, viró, rozó el borde de algo sólido y, por fin, ¡iluminó toda la astronave desconocida!
Se encontraba tan sólo a unos cuantos kilómetros de allí. La seguridad con que se habían acercado hablaba en elogio de los pilotos de ambos vehículos. Era difícil precisar desde lejos las dimensiones de la nave desconocida. Inesperadamente partió de ella un grueso rayo de luz anaranjada, que, por la longitud de la onda, coincidía con la del Telurio. Encendióse y se apagó, para surgir de nuevo al cabo de un instante y quedar en línea vertical, ascendiendo hacia unas constelaciones desconocidas que titilaban al borde de la Vía Láctea.
Mut Ang se restregó la frente con la mano, lo que hacía siempre como si palpase sus pensamientos.
— Es, por lo visto, una señal — dijo Tey Eron con cautela.
— ¡Qué duda cabe! A mi juicio, nos quieren decir que no nos movamos, porque piensan acercarse ellos. Vamos a contestarles.