La nave terrena apagó su reflector, para volver a encenderlo a la onda de 430 y enfocar un rayo azul celeste hacia la popa. Al instante se apagó la columna de luz anaranjada en la nave ajena.
Los astronautas esperaban con la respiración contenida. La nave aquella parecíase más que nada a un carrete: dos conos unidos por los vértices. Uno de ellos — por lo visto, el delantero— tenía la base cubierta por una cúpula; el otro la tenía ancha y abierta en forma de embudo. El centro de la nave era una gruesa banda de líneas indefinidas que emitía tenues destellos y a través de la cual vislumbrábanse los contornos del cilindro que unía los conos. De súbito, la banda se encogió perdiendo su transparencia, y empezó a girar como la rueda de una turbina. La nave empezó a crecer y, en cosa de tres o cuatro segundos ocupó toda la superficie de las pantallas de observación. Estaba claro que era más grande que el Telurio.
— ¡Afra, Yas y Kari! Ustedes vendrán conmigo a la cámara de la esclusa, hacia la salida — dijo Mut Ang—. Usted, Tey, quédese en el puesto de control. Encendamos el iluminador planetario y las luces de posición de babor.
Con febril precipitación pusiéronse las ligeras escafandras que se usaban para explorar planetas y para salir de la nave al espacio cósmico, adonde no se extendiera el mortífero efecto de las radiaciones estelares.
Mut Ang examinó rigurosamente los equipos de sus tres acompañantes, comprobó el funcionamiento de su propia escafandra y conectó las bombas, que aspiraron en el acto el aire de la esclusa. En cuanto el índice de enrarecimiento llegó a la marca verde, el capitán hizo girar tres manivelas. En el mayor silencio, como todo lo que ocurría en el Cosmos, separáronse hacia los lados varias puertas blindadas de corredera que aislaban los Compartimentos; luego saltó la tapa redonda de una escotilla y un ascensor hidráulico entró en acción, sorbiendo el suelo de la cámara de la esclusa. Los cuatro astronautas encontráronse en una plataforma circular: la plataforma de observación superior, que se hallaba a cuatro metros de altura sobre la proa del Telurio.
Al resplandor de las luces azules, la nave espacial desconocida era totalmente blanca. Ostentaba la opaca e inmaculada albura de la nieve de las montañas en contraste con el Telurio, cuya espejeante superficie de metal reflejaba todos los tipos de radiación cósmica. Únicamente el anillo central de la misteriosa nave continuaba proyectando suaves destellos.
La gigantesca mole iba acercándose a ojos vistas. Lejos de otros campos de gravitación los dos vehículos cósmicos se atraían mutuamente, y eso era prueba de que la nave extraña no estaba hecha de antimateria.
El Telurio extendió por la banda de babor sus gigantescos topes de aterrizaje. Estos tenían la forma de flexibles tubos telescópicos, en cuyos extremos había unos cojines de un plástico dotado de elasticidad y recubierto con una capa para proteger la nave de un posible contacto con algo que fuese de antimateria. Una ranura negra, como una boca que sonríe con descaro, abrióse en la parte superior de la proa de la nave desconocida, y por ella salió un balcón rodeado de finos balaustres. Algo blanco movióse en la negra abertura, y cinco figuras aparecieron en la plataforma. Afra dejó escapar un grito de desilusión. Aquellos cinco seres eran de un color pálido mortal y proporciones descomunales. En cuanto a estatura no se diferenciaban mucho de los hombres de la Tierra; pero les ganaban considerablemente en complexión, y una especie de gibas de caprichosas formas alzábanse a sus espaldas. En vez de los cascos esféricos y transparentes de los cosmonautas terrenos, llevaban puesta sobre los hombros una especie de concha grande, calcárea, con la parte convexa mirando hacia atrás. Delante veíase una orla de grandes espinas, dispuestas en forma de abanico, bajo la cual, en la densa oscuridad, brillaba tenuemente un cristal negro.
El primero, al aparecer, hizo un recio movimiento que reveló que tenía dos brazos y dos piernas. La nave blanca empezó a virar, y al encontrarse la proa frente a la banda del Telurio, sacó afuera una armazón de placas metálicas rojas, cuya longitud rebasaría los veinte metros.
Con un suave y amortiguado choque las naves entraron en contacto. Al extremo de los topes, no surgió el deslumbrante relámpago de la desintegración atómica: las dos naves eran de la misma materia.
Afra, Yas y Kari oyeron una risilla contenida en los auriculares de sus teléfonos. Era el capitán. Los demás se miraron perplejos.
— Quiero tranquilizarles a todos, y especialmente a Afra — dijo Mut Ang—. Imagínense qué impresión produciremos nosotros en ellos. Que somos unos muñecos inflados con extremidades articuladas, enormes cabezas redondas y... ¡vacías en sus tres cuartas partes!
Afra soltó la carcajada.
— Lo esencial es el contenido de las escafandras, lo que ellos encierran. Su aspecto exterior no tiene importancia.
— Poseen el mismo número de brazos y piernas que nosotros — comentó Kari.
En torno de la armazón desplegóse una enorme cubierta blanca, que como una manga vacía fue acercándose al Telurio. La primera de las figuras asomadas a la plataforma — Mut Ang adivinó que era, como él, el capitán de la nave— empezó a hacer unos ademanes tan expresivos que no dejaron lugar a dudas que los invitaban a pasar a su nave. En respuesta a ello, los tripulantes del Telurio apresuráronse a sacar de la parte inferior de la nave una galería destinada a comunicar con otros vehículos en el espacio. Era una galería redonda, mientras que la de la nave blanca era elíptica en vertical. Los técnicos terrenos confeccionaron a toda prisa un marco de blanda madera, que al entrar en contacto con el intenso frío del espacio exterior cambió instantáneamente su sistema molecular y se hizo más dura que el acero. Mientras tanto, sobre la plataforma de la nave desconocida había aparecido una caja de rojo metal con una pantalla negra al frente. Dos figuras blancas inclináronse sobre ella, para luego enderezarse y retroceder. Ante los ojos de los terrenos surgió en la pantalla una especie de figura humana cuya parte superior ensanchábase y encogíase rítmicamente. Pequeñas flechas blancas tan pronto volaban al interior de la figura como salían despedidas de ella.
— ¡Qué ingeniosos! — exclamó Afra—. ¡Es la respiración! Nos quieren decir de qué se compone su atmósfera. ¿Cómo lo harán?
Y como contestando a su pregunta, la figura de la pantalla fue reemplazada por un dibujo: un punto negro encerrado en una nubecita redonda, que debía de ser, sin duda, un núcleo atómico rodeado de las sutiles órbitas de unos puntos luminosos, los electrones. Mut Ang sintió como un nudo en la garganta. No estaba en condiciones de pronunciar palabra. En la pantalla había ya cuatro dibujos de ésos: dos en el centro, uno debajo de otro, enlazados por una gruesa línea blanca, y dos laterales unidos a ellos por flechas negras.
Con el corazón a punto de escapárseles del pecho, Mut Ang y sus compañeros pusiéronse a contar los electrones. El dibujo inferior representaba, al parecer, el elemento fundamental del océano: un electrón alrededor del núcleo, o sea hidrógeno. El superior, el elemento principal de la atmósfera y la respiración: nueve electrones en torno del núcleo, o sea... ¡flúor!
— ¡Flúor! — gritó Afra con desesperación.
— Sigan contando — ordenó el capitán—. Arriba, a la izquierda, seis electrones, o sea carbono; a la derecha, siete, es decir, nitrógeno. Todo está más que claro. Trasmita a los de dentro que confeccionen un cuadro similar de nuestra atmósfera y nuestro metabolismo. Todo será igual, a excepción del núcleo central superior, que en vez de flúor, es oxígeno con sus ocho electrones. ¡Qué lastima!
Cuando los telurianos mostraron su cuadro observaron que la figura blanca delantera, parada en el puente de su navío, se tambaleaba y alzaba el brazo hacia la concha de la escafandra en un ademán muy claro para los hombres de la Tierra... Por lo visto, experimentaba emociones iguales, si no más profundas.
El capitán de la otra nave inclinóse sobre la barandilla de su puente e hizo un brusco movimiento con la mano, como si cortase algo en el vacío. Las espinas de su casco parecían querer clavarse en el Telurio que se encontraba a algunos metros más abajo de la nave blanca. Luego, el capitán levantó los dos brazos y fue bajándolos a cierta distancia el uno del otro, como si enseñase dos planos paralelos.
Mut Ang repitió este movimiento, y entonces el capitán de la nave blanca alzó una mano en señal de muda salutación, giró sobre los talones y desapareció en el negro boquete. Sus compañeros le siguieron.
— Retirémonos también nosotros — dijo Mut Ang, moviendo la palanca de descenso.
La escotilla se cerró sobre ellos antes de que Afra tuviese tiempo de contemplar el magnífico esplendor de las estrellas en la negrura del espacio, cosa que le producía especial deleite. Encendiéronse las luces de la cámara de la esclusa y empezó a oírse un leve resoplar de las bombas, primer indicio de que el aire había adquirido la densidad de la atmósfera terrena.
— ¿Vamos a levantar paredes aislantes y luego unir las galerías? — preguntó Yas Tin en cuanto se hubo desembarazado del casco.
— Sí — repuso Mut Ang—. Eso es lo que quería decirnos el capitán de aquella nave. Lo trágico está en que ellos no pueden existir sin flúor, un gas sumamente deletéreo para nosotros. En cambio nuestro oxígeno les produce a ellos un efecto letal. Muchos de nuestros materiales, pinturas y metales, que son indeteriorables en una atmósfera de oxígeno, pueden sufrir la acción corrosiva de la respiración de esos seres. En lugar de agua, ellos tienen ácido fluorhídrico, el mismo que, en nuestra Tierra, corroe el vidrio y ataca todos los siliciuros. Tendremos, pues, que alzar una pared transparente refractaria al efecto del oxígeno, y ellos, a su vez, deberán erigir una de sustancias resistentes al flúor. Bueno, vamos; no perdamos tiempo. Seguiremos discutiendo mientras hacen la pared.
El suelo azul opaco de la cámara de extinción, que separaba los camarotes de los tripulantes de la sala de máquinas del Telurio, se vio transformado en un laboratorio químico. Allí se fundió una gruesa plancha de un plástico de transparencia cristalina, para cuyo efecto utilizábanse unos componentes traídos de la Tierra, y luego se procedió a la cementación de la misma al calor de unos tapices especiales. Como se ve, un obstáculo inesperado había hecho imposible el contacto directo de los hombres de la Tierra con los llegados de otro planeta.
La nave blanca no daba señales de vida, a pesar de encontrarse bajo constante observación.
En la biblioteca del Telurio, el trabajo bullía. Los expedicionarios seleccionaban películas en relieve, grabaciones magnéticas de vistas de la Tierra, reproducciones de las mejores obras de arte. Preparábanse a toda prisa diagramas y cuadros gráficos de las funciones matemáticas, esquemas de la estructura cristalina de las sustancias más comunes de la Tierra, otros planetas y el Sol. Arreglaron una pantalla estereoscópica de grandes dimensiones, y en una funda refractaria al flúor metieron el aparato sonoro que reproducía la voz humana sin la más leve deformación.
Durante los breves intervalos para la comida y el descanso, los astronautas discutían sobre la extraña atmósfera que envolvía el planeta de donde habían llegado aquellos raros viajeros.
En el planeta desconocido el ciclo de transformación de las substancias debía ser parecido al de la Tierra donde aprovechando la energía radiada por el sol, habíase hecho posible la vida y la acumulación de energía en lucha contra la entropía. Un gas activo libre — fuera oxígeno, flúor o cualquier otro— podía acumularse en la atmósfera sólo como resultado de las funciones vitales de las plantas. La vida animal, incluida la humana, consumía el oxígeno o el flúor en combinación con el carbono, componente básico tanto de los animales como de las plantas.
El océano del planeta desconocido estaría compuesto, al parecer, de un líquido fluorhídrico, que los vegetales descompondrían bajo los efectos de la energía de su sol — lo mismo que las plantas de la Tierra el agua (hidrógeno oxigenado)— para dejar libre el flúor. Este, en mezcla con el nitrógeno, sería respirado por hombres y animales, quienes recibirían energía de la combustión de los hidratos de carbono en flúor y exhalarían fluoruro de carbono y fluoruro de hidrógeno.
Este tipo de metabolismo proporcionaría un 50% más de energía que el basado en el oxígeno. Nada tenía de extraño, por lo tanto, que este metabolismo hubiera permitido el desarrollo de las formas superiores de vida. Pero examinadas las cosas desde el punto de vista dialéctico, la gran actividad del flúor — mayor que la del oxígeno— requería una radiación solar más intensa. Para que la energía solar pudiese desintegrar la molécula del fluoruro de hidrógeno en el proceso de la fotosíntesis de las plantas, no hacían falta los rayos del sector de luz amarilla verde, como para el agua, sino rayos de mayor intensidad, o sea azules y violetas. Por lo visto, el sol del planeta desconocido era un astro azul de temperatura sumamente elevada.
— ¡Qué contradicción! — dijo Tey Eron, que acababa de regresar del taller—. El fluoruro de hidrógeno se transforma muy fácilmente en gas.
— Sí. A una temperatura de veinte grados sobre cero — repuso Kari, tras de consultar un manual.
— ¿Cuál es el punto de congelación?
— Ochenta bajo cero.
— Por consiguiente, en ese planeta debe de prevalecer el frío. Y eso no concuerda con la hipótesis de la estrella azul de temperatura excesivamente elevada.
— ¿Por qué no? — replicó Yas Tin—. Su órbita podrá estar muy distante de ella. Sus océanos podrán encontrarse en las zonas polares del planeta o en las de clima moderado. O bien...
— Es posible que existan aún muchas razones — dijo Mut Ang—. Pero, sea como sea, tenemos ante nosotros una astronave llegada de un planeta cuya atmósfera contiene flúor, y pronto conoceremos todos los pormenores de su vida. Ahora, lo más importante es comprender que el flúor constituye un elemento muy raro en el Universo. Aunque las últimas investigaciones han revelado que el flúor, por su grado de difusión, no ocupa el cuadragésimo lugar, sino el decimoctavo, nuestro oxígeno es el tercero de los elementos más comunes, después del hidrógeno y del helio; le siguen, por números de átomos, el nitrógeno y el carbono. Otro sistema de cálculos demuestra que en el mundo hay doscientas mil veces más oxígeno que flúor. Y eso significa únicamente que en el Cosmos hay poquísimos planetas con abundancia de flúor, y que los rodeados de una atmósfera fluórica — es decir, que las plantas durante su larga existencia han cargado de flúor la atmósfera— constituyen una verdadera excepción de la regla.
— Ahora comprendo el gesto de desesperación del capitán — dijo Afra Devi—. Buscan a seres semejantes a ellos. Por eso ha debido de ser muy grande su decepción.
— Eso demuestra que ellos llevan ya mucho tiempo buscando, y además que se han encontrado ya en su camino con otros seres racionales...
— ¡Sin duda! — corroboró Afra—. Con seres que respiran oxígeno como nosotros.
— Pero pueden haber también otros tipos de atmósferas — replicó Tey Eron—. Por ejemplo: una atmósfera saturada de cloro, o de azufre, o de hidrógeno sulfurado.
— ¡En esas atmósferas no pueden desarrollarse las formas superiores de vida! — exclamó Afra con aire triunfal—. Pues, en el metabolismo, producen de tres a diez veces menos energía que el oxígeno, ¡nuestro poderoso y vivificante oxígeno terreno!
— Eso no reza para el azufre, que, en cuanto a producción de energía, es equivalente al oxígeno — objetó Yas Tin.
— ¿Se refiere usted a una atmósfera de anhídrido sulfuroso y un océano de azufre líquido? — preguntó Mut Ang, a lo que el ingeniero Yas Tin asintió con la cabeza.
— Pero en tal caso el azufre no sustituye al oxigeno, sino al hidrógeno de nuestra Tierra — dijo Afra, frunciendo el ceño— , es decir, ¡al elemento más común del Universo! Dudo de que el azufre, dada su rareza, pueda ocupar el lugar que le corresponde al hidrógeno. Está claro que una atmósfera de este género será un fenómeno aún más raro que la fluórica.