Artorius - Vidal César 6 стр.


Se acercó a Vortegirn y asió con su diestra su brazo izquierdo. Entonces pareció que el Regissimus despertaba sobresaltado de un sueño tejido por la culpa y el desasosiego.

– La fortaleza se caía por el agua… -musitó sin que pueda asegurar si se lo decía a la reina o sólo pensaba en voz alta.

– ¿Maximus y Roderick estaban equivocados? -preguntó la mujer con una frialdad absoluta, como si simplemente hubiera dicho algo como «¿crees que puede llover?» o «¿debería ponerme más ropa por el viento?».

Pero Vortegirn no respondió. Se desasió de la mano de la bárbara y dio unos pasos hacia mí. Al llegar a donde me encontraba, dobló las piernas hasta que su mirada quedó a la altura de la mía.

– ¿Qué pasará ahora? -me preguntó y en sus pupilas pude distinguir un océano de pesadumbre y derrota.

Han pasado muchos años desde aquel día y, sin embargo, al recordar los ojos de Vortegirn no puedo evitar una sensación extraña en la boca del estómago. Así me sucede no sólo porque se trataba de un hombre singular en una situación excepcional, sino, sobre todo, porque fue la primera vez que aquello me pasó. De manera totalmente inesperada, sentí un calor especial que me invadía y algo que desataba mi lengua y comenzaba a hablar sin que yo lo pretendiera o supiera muy bien lo que estaba diciendo.

– Tú, oh domine -comencé a decir- has invitado a los sajones a venir a esta tierra y esos paganos se han comportado con tu pueblo, el pueblo al que debías proteger, como si fueran un dragón. Las montañas y los valles se nivelarán y los ríos que corren por los valles lo harán empapados en sangre y la práctica de la religión verdadera declinará y aumentará la destrucción de las iglesias, pero, al final, uno que fue expulsado regresará y se enfrentará con los invasores.

Mi madre me dijo después que al escuchar aquellas palabras el rostro de la mujer del Regissimus se había contraído en una terrible mueca de odio y que Maximus y Roderick me habían mirado, primero, con sorpresa y luego con un gesto de refrenada maldad. Pero eso lo sé porque así me lo refirió mi madre va que yo estaba totalmente absorto en la transmisión de aquel mensaje que pronunciaba mi boca, pero que procedía de algún lugar externo a mi ser.

– ¿Qué será de mí? -indagó Vortegirn con un tono de voz que era más de rendición que de temor.

– No conservarás lo que ahora tienes, oh domine -le respondí-. Dios va a ejecutar Su juicio sobre ti.

Al parecer, según me contaría mi madre, Maximus y Roderik se entregaron a realizar aspavientos en señal de escándalo protesta al escuchar esas palabras. A la sazón, yo no veía nada más allá del rostro de Vortegirn e incluso éste carecía de importancia para mí poseído como estaba de aquella fuerza que me impulsaba, suave pero firmemente, a pronunciar mi mensaje.

– ¿No tengo salida alguna? -me preguntó un Vortegirn cansado que parecía haber envejecido décadas en tan sólo unos instantes.

– Durante años Dios te ha dado la oportunidad de arrepentirte, de regresar a los caminos que abandonaste en tu juventud, de enmendar tus acciones -respondí- pero no has hecho caso. Ahora tu tiempo, oh domine, ha concluido.

– Rex -gritó Roderick aplicando a Vortegirn un término latino que a nadie era lícito aplicar-, ordena que se ejecute a este niño. Lo que dice es intolerable. Es alta traición.

– Que lo sacrifiquen -añadió Maximus-. Que lo sacrifiquen.

Sin moverse de la posición en que se encontraba, Vortegirn alzó la mano derecha para imponer silencio a sus siervos.

– Nadie hará daño a este niño -comenzó a decir con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas-. Ni a su madre. Se les proporcionarán vituallas suficientes para que regresen sanos y salvos a su aldea. Ahora mismo.

Y entonces todo sucedió muy deprisa. Antes de que pudiera percatarme bien de lo que estaba sucediendo, me encontraba de nuevo en el camino con mi madre.

A decir verdad, no se puede negar que todo había acontecido de la mejor manera. Habíamos salido de la iglesia sin saber lo que nos esperaba aunque temiendo cualquier cosa. Luego nos habíamos enterado de que un presbítero llamado Maximus y un diácono de nombre Roderick habían aconsejado al Regissimus que sacrificara a un niño sin padre para evitar que se desplomara por enésima vez una torre que estaba construyendo. A Dios gracias, de todos aquellos peligros nos habíamos salvado. Si la fortaleza no podía mantenerse en pie era porque, por debajo del terreno en el que Vortegirn deseaba levantarla corría un arroyo. Aquellos apóstatas habían señalado el problema, pero habían sido incapaces de solucionarlo. A decir verdad, el remedio propugnado por ellos había sido injusto, sanguinario y, para remate, ineficaz. Ahora si algo había quedado de manifiesto era que cuando desecaran la zona no restaría obstáculo alguno para llevar a cabo los deseos de Vortegirn. Supongo que después de que todo hubo quedado de manifiesto, se podía haber acusado a Maximus y a Roderick de ser unos sucios embusteros, y de que no les había importado sacrificar a una criatura para conseguir sus propósitos y de que, a pesar de su profesión de fe cristiana, en realidad, no eran sino siervos de una religión antigua y rancia que había causado la desgracia de Britannia durante siglos. Pero ni mi madre ni yo lo hicimos. Quizá se debió a que nos sentíamos extraordinariamente felices por haber sobrevivido; quizá era que le dábamos tan poca importancia a aquellos dos impostores que no nos molestamos en exponerlos a un castigo que hubiera sido justo; quizá tan sólo asistí a una muestra más de la fe de mi madre, una fe que se sustentaba en la justicia, pero que también sabía perdonar. Y, a fin de cuentas, ¿qué más daba? Yo sabía que no perdurarían mucho tiempo.

Nos hallábamos ya muy cerca de la aldea cuando formulé a i ni madre una pregunta que venía picándome casi desde el momento en que habíamos abandonado la ciudad de Vortegirn.

– Madre -comencé a decir-. Todo ha sido como lo de Moisés y los magos del rey de Egipto, ¿verdad?

Mi madre reprimió una sonrisa al escuchar la pregunta.

– Nunca deberías compararte con gente del pasado -comenzó a decirme-. Hacerlo sólo puede conducirte a la soberbia o al desánimo. A la soberbia porque podrías llegar a pensar (pie eres mejor que ellos y al desánimo si no alcanzas a igualar lo que hicieron. ¿Comprendes?

– Creo que sí -contesté- pero ¿fue como lo de Moisés o no?

Mi madre no respondió. Se limitó a guardar silencio durante unos instantes y entonces nuevamente se dirigió a mí:

– ¿De dónde sacaste lo que le dijiste al Regissimus?

– No… creo que… bueno, no lo sé, madre. La verdad es que no lo sé. Fue como si… como si algo en mi interior hablara por mí…

Se detuvo en seco al escuchar aquellas palabras.

– Sabes que no tolero que me mientas -afirmó mientras me miraba directamente a los ojos.

– No es ninguna mentira, madre -respondí-. Fue así. Era algo… humm, caliente y fuerte y… y también muy agradable… como si fuera muy poderoso…

– No debes decir nada de esto a nadie -me interrumpió mi madre-. Ni una palabra. Será un secreto entre tú y yo. ¿Lo entiendes?

No, no lo entendía, pero asentí con la cabeza. A fin de cuentas, algo en mi interior me decía que mi madre tenía razón.

– Hijo -comenzó a decir-. Es pronto para saberlo. Desde luego, es muy pronto, pero hay seres a los que Dios otorga dones especiales, dones que tienen muy pocos y con los que hay que ser especialmente responsables.

– ¿Como el Regissimus? -indagué intentando comprender lo que intuía como una lección especialmente importante.

– Sí, hijo -concedió mi madre-. Como el Regissimus. A él Dios le encomendó la misión de protegernos con las armas. Quizá no lo merecía y quizá incluso llegó hasta el poder de manera intolerable, pero en su mano estuvo arrepentirse de su maldad y actuar bien. Si así lo hubiera hecho, el Señor, el único Señor, lo hubiera mantenido en el poder porque es misericordioso y siempre concede al menos una oportunidad. Pero en lugar de encaminar sus sendas hacia Dios, Vortegirn se apartó cada vez más de él. Unió su destino al de una pagana y permitió que un pueblo extraño oprimiera a aquellos a los que él debía dispensar justicia. Ahora, como tú bien sabes, no tiene oportunidad de volverse atrás. Tan sólo le espera un juicio que será horrible.

Calló por un instante y, de repente, comenzó a deslizar su diestra sobre mi rostro en una caricia suave y tierna.

– En esta vida todos cometemos equivocaciones. Y no sólo caemos en el error. También hacemos el mal a sabiendas de que lo es. Pecamos. No te sorprendas por ello porque, a fin de cuentas, forma parte de nuestra naturaleza. Pero también debes saber que siempre existe una posibilidad de perdón para el que ansía enderezar sus caminos. Sólo cuando se desaprovecha esa oportunidad, sólo entonces es cuando estamos verdaderamente perdidos.

– Como le pasa al Regissimus… -pensé en voz alta.

– Sí. Eso es lo que está a punto de sucederle y eso es lo que no debe sucederte nunca a ti.

– No me sucederá nunca -afirmé abrumado por una inesperada sensación de responsabilidad.

– Prométemelo, hijo.

– Te lo prometo -respondí.

Mi madre sonrió con ternura al mismo tiempo que se le llenaban los ojosde lágrimas. No estaba apenada. No. En absoluto. Creo más bien que se sentía dichosa, feliz, incluso satisfecha.

Cuando recuerdo ahora aquella tarde, siento un dolor suave, como el que se experimenta en algunas cicatrices pequeñas cuando se acerca el frío tiempo de las lluvias. Pienso que mi existencia no estaba entonces exenta de peligros -acababa de salvarme de la muerte por una distancia no mayor que el ancho de un cabello- pero yo la vivía sin preocupación alguna, si» ansiedad posible, sin la menor angustia. Todo era enormemente sencillo y natural, como lo es la elaboración del pan o la siega o el pasear a la sombra de los árboles. Entonces no podía saberlo -ni siquiera sospecharlo- pero el final de esa época.e acercaba a pasos agigantados. Nunca volvería a tener oportunidad de hablar tanto tiempo con mi madre ni nunca vería de n nievo al Regissimus. Esa misma noche desembarcó en Britannia el que iba a sucederlo en el poder.

SEGUNDA PARTE BARBARI

Patines operum exiguoque adsueta iuventus… sí tenía razón Virgilio, el maestro al que no me encontraré en el cielo. Lo ideal es que la juventud esté entrenada para soportar trabajos y que se satisfaga con poco. Por supuesto, cuando uno es joven semejante perspectiva no resulto agradable. Incluso puede ocasionar sufrimientos, sinsabores y amarguras. Sin embargo, ese camino, por muy angosto que resulte, es el mejor. Cuando en los primeros años uno se ha acostumbrado a bregar con las dificultades de la vida y a conformarse con lo que trae en su imparable fluir, la existencia acaba resultando mucho más fácil y, sobre todo, más fecunda. De repente, de manera casi inadvertida, se descubre que (podemos salir adelante y que también aguantamos las vueltas más ingratas de la Rueda de la Fortuna. Pero ¡ay de aquellos jóvenes a los que dio todo y se libró de todo tipo de contratiempos! Cuando tengan que comenzar a vivir la vida real, tan sólo encontrarán motivos de doler y de resentimiento, un dolor y un resentimiento que se irán haciendo rada vez peores, porque es imposible que en nuestro paso por la tierra no nos veamos enfrentados con la dificultad y porque debemos estar siempre preparados para hacer ese camino con escaso equipaje ya que ni siquiera ése podremos llevarnos cuando llegue el momento de comparecer ante el Creador.

I

La noche en que mi madre y yo llegamos de regreso a nuestra aldea, la misma noche en que pusimos a descansar nuestros exhaustos miembros en una de las humildes dependencias de la iglesia del apóstol Pedro, desembarcó en Britannia Aurelius Ambrosius, el hijo del Regissimus asesinado por Vortegirn. La reacción que provocó su llegada fue inmediata.

Sucede en ocasiones que los que detentan el poder -y para mantenerse en el mismo han recurrido una y otra vez a la mentira- olvidan cuál es la realidad. Hubo una época, ciertamente, en la que todavía podían distinguir entre lo que era cierto y las falsedades que ellos propalaban. Ahí precisamente residía su fuerza, en que eran capaces de ocultar lo que de verdad acontecía y además deformar la realidad a su gusto. Sin embargo, con el uso continuo de la mendacidad repetida y de siervos embusteros, estos gobernantes se convierten en una especie de seres de los que el gran apóstol dijo que «engañaban a los demás y se engañaban a sí mismos». Cuando llega ese momento, su capacidad para saber dónde acaba la verdad y comienza la mentira seembota e incluso llega a desaparecer. Eso era lo que le pasaba a Vortegirn. En algún momento -estoy convencido de ello- tuvo que saber que su unión con una mujer pagana le.apartaba todavía más de las enseñanzas morales que había recibido. Entonces comenzó a rodearse de consejeros que le decían lo que deseaba escuchar. Era gente como Maximus o Roderick que se presentaban como cristianos, que incluso enseñaban en calidad de tales, pero que, en realidad, eran herejes más que dispuestos a mezclar la leche pura del Evangelio con las peores inmundicias del paganismo. Sin el menor titubeo, aquellas gentes habían seguido consagrando la Eucaristía a la vez que se abrían a aceptar los principios tenebrosos de la mujer pagana del Regissimus. Así, mientras intentaban convertirse en maestros únicos, aprendían también las denominadas artes ocultas.

El resultado de estas mezclas siempre es el mismo. De la misma manera que un poco de estiércol arrojado en un tazón de leche sólo sirve para estropear por completo la comida, aquellas ideas perversas tomadas de los sajones sólo tuvieron como consecuencia la corrupción del cristianismo. Sacrificar niños era una manifestación repugnante de su comportamiento, pero, ni de lejos, fue la única.

¿Y qué habían pensado los britanni, los pobres y sometidos britanni, de todo aquello? Estoy convencido de que la inmensa mayoría estaba en contra. Por supuesto, callaban ya que nadie desea que su vida se acabe antes de lo debido, pero su opinión de aquellos personajes era pésima. Y entonces se produjo una curiosa experiencia. Vortegirn -y sus perversos consejeros- llegó a la conclusión de que actuaba bien y de que, por añadidura, así lo veía también el pueblo. ¿A fin de cuentas no les estaba dando una guía que aunaba, supuestamente, la fe de Cristo con el impulso de los barbari? ¿Por qué rechazar esa alianza? ¿No era su obligación gobernar para ambas clases de súbditos?

Naturalmente, eso era lo que él creía -o quería creer- porque la realidad era muy diferente. Los britanni ansiaban que todo aquello terminara y sentían una profunda repugnancia por todos aquellos comportamientos. De hecho, no puede causar ninguna sorpresa que cuando Aurelius Ambrosius desembarcó todo aquello quedara de manifiesto.

Durante años, los cristianos que no aceptaban a gente como Roderick Maximus, a la vez que guardaban silencio, se habían mantenido casi ocultos. Sospecho que quizá ésa era la razón por la que nos toleraban. Un grupo de mujeres acogido en las dependencias de una iglesia diminuta como la del apóstol Pedro era el ideal de Vortegirn. Siempre podía decir que no perseguía a los verdaderos creyentes y, a la vez, colocarlos entre la espada y la pared. Pero ahora alguien había difundido la noticia de que un niño le había profetizado su inmediato final y en unas horas Aurelius Ambrosius había aparecido. En apenas unos días, milites salidos de los lugares más insólitos reconocieron al recién llegado como Regissimus y comenzó la revuelta, una revuelta que sorprendió a Vortegirn. Sin embargo, en aquel entonces, nada más regresar del castra de Regissimus, ignorábamos todo lo que estaba a punto de suceder y, aunque lo hubiéramos sabido, en cualquier caso, mis preocupaciones eran por aquel entonces muy diferentes.

Cuando llegamos a la iglesia del apóstol Pedro, nos encontramos a todos los miembros de la aldea congregados en su interior. No se trataba, desde luego, de una reunión habitual. El presbítero no hablaba en latín, sino en la lengua de los britanni, y me pareció que lo hacía en un tono preocupado, abatido incluso. Me hubiera gustado saber a qué se estaba refiriendo, pero una de las mujeres presentes captó nuestra llegada, dio un grito y aquello significó el final de la reunión. Como si fueran animales de corral a los que se arroja comida, se dirigieron cloqueando hacia nosotros.

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