Recuerdo que nos cubrieron de besos, de palmaditas, de abrazos y, sobre todo, de un torrente inagotable de palabras que recayó, cálido e impetuoso, sobre nosotros. Resultaba todo muy confuso, pero aun así pude captar que le estaban más que agradecidos al Altísimo porque hubiéramos podido regresar a salvo. Poco más recuerdo de aquella noche, salvo un inmenso tazón de leche caliente y haberme dormido exhausto, pero feliz.
Cuando desperté a la mañana siguiente, descubrí que mi madre se encontraba al lado de la cama y charlaba en voz baja con el presbítero. Ambas circunstancias resultaban de lo más inesperado. Primero, porque yo dormía siempre con el resto de los muchachos acogidos en la iglesia del apóstol Pedro mientras que mi madre lo hacía con las demás mujeres dedicadas a Dios y, segundo, porque el presbítero jamás entraba en los dormitorios. ¿Qué hacían junto a mi lecho visitantes tan inesperados? Fingí seguir dormido y agucé el oído para enterarme de lo que estaban hablando.
– Hazme caso, mujer -decía el presbítero pronunciando cada palabra como si la masticara y, acto seguido, la escupiera-. Tu hijo sigue en peligro… Debe abandonar la iglesia del apóstol Pedro.
– Pero… pero nos dejó ir…
– ¡Oh, vamos! ¡VAMOS! -exclamó el hombre a la vez que con un gesto de la mano imponía silencio a mi madre-. Aurelius Ambrosius está a punto de desembarcar en Britannia si es que no lo ha hecho ya. Cuando eso suceda, Vortegirn se sentirá más indignado que nunca e intentará calmar su cólera con cualquiera…
– Pero… pero nos permitió marcharnos… -protestó mi madre en voz baja.
– Precisamente, precisamente. Conozco a gente como Maximus o Roderick. Pueden parecer derrotados, pero nunca se dan por vencidos. Pedirán perdón por todos sus crímenes cuando Vortegirn pierda el poder, pero nunca perdonarán al niño. En cualquier momento, enviarán a milites en su busca y entonces todo será muy diferente. No tendrá la menor posibilidad de que lo escuche el Regissimus o un juez como sucedió contigo. Lo degollarán sin más. Eso si no le hacen algo peor…
Mi madre inclinó la cabeza y guardó silencio por un instante. Por la manera en que le subía y le bajaba el pecho, me percaté de que contenía las lágrimas a duras penas.
– ¿Qué pretendes que haga? -preguntó al fin.
– El muchacho es bueno, es aplicado, casi me atrevería a decir que tiene una especial agudeza. Aquí… bueno, ya ha aprendido todo lo que puedo enseñarle…
Me cogió por sorpresa aquella afirmación. ¿Era posible que el presbítero no supiera más allá de lo que habíamos visto en sus clases? No podía creerlo…
– ¿Qué he de hacer? -volvió a indagar mi madre con la voz aún más cargada de angustia.
– Llevar al niño al norte -respondió y yo sentí un peso insoportable en la boca del estómago.
– Al norte… -dijo mi madre con una voz mortecina que no preguntaba sino que simplemente era un eco.
El presbítero asintió con la cabeza.
– ¿Por qué crees que los hombres del Regissimus no perseguirán a mi hijo hasta allí? -preguntó-. Lo más seguro es que busquen en cualquier iglesia, conventículo, ermita…
– Porque no irá a ninguno de esos sitios -cortó el presbítero-. Sería… sería muy peligroso… en eso tienes razón. Lo llevaré con un amigo mío. Se trata de un sabio, de un erudito, de un hombre que le enseñará mucho más de lo que yo podría.
Hizo una pausa y, con un tono seco que me pareció insoportablemente severo, dijo:
– No quiero ocultarte que es posible que nunca vuelvas a ver al muchacho.
Hizo una pausa como si esperara que mi madre pronunciara alguna objeción, pero la verdad es que no dijo ni una sola palabra.
– No es sólo cuestión de que esté a salvo -continuó el hombre-. Naturalmente, eso es muy importante, pero hay muchas más cosas. También se trata de que… oh, mujer, ¿acaso no lo entiendes? Tu hijo tiene un don. Es un don muy especial, un don que ningún hombre puede otorgar, porque sólo Dios lo concede y eso únicamente a algunos elegidos.
Reconozco que me sentí confuso al escuchar aquellas palabras. ¿A qué se estaba refiriendo el presbítero? ¿Qué era, exactamente, un don? ¿Y cuál era el mío? Me devanaba los sesos, pero no conseguía entender nada.
– Por eso, resulta urgente que sea puesto a salvo -continuó-. Sé que te duele, pero… no queda otro remedio y, bueno, no sabemos… quizá…
Un silencio pesado, espeso, agobiante invadió la salita donde fingía dormir, y mi madre y un presbítero intentaban adoptar una decisión sobre mi futuro.
– Está bien… -dijo mi madre y aunque su voz resultó apenas audible no tengo la menor duda de que aquellas palabras le resultaron más costosas que si hubiera pronunciado un elaborado discurso.
Un golpe de aire, expulsado por el presbítero con la misma fuerza que si lo hubiera contenido durante horas, corroboró la pertinencia total de aquellas palabras.
– ¿Lo despierto?
– No… -dijo el presbítero- creo que es mejor que lo dejes reposar un poco. El camino va a ser muy largo. Mucho más de lo que te imaginas.
Felix qui potuit rerum cognoscere causas… sí, tenía toda la razón el autor de las Églogas. Es dichoso el que conoce las causas de las cosas. Con toda seguridad, ese conocimiento no le libra de muchos de los efectos terribles de la existencia, pero si se sabe el origen de lo que vivimos, parece como si todo cobrara un sentido, como si todo poseyera una coherencia, como si todo estuviera dotado de una armonía quizá dolorosa, pero innegable. ¿Y qué sucede con el que ignora las causas? ¿Qué pasa con el que no logra comprender la razón de su enfermedad, de la muerte de un ser querido, de su desdicha, de su pobreza, de su soledad? Para algunos, esa circunstancia no tarda en convertirse en la puerta que conduce al odio y a la desesperación, a la envidia y a la búsqueda de algún inocente al que culpar de lo que nos sucede. Sin embargo, para otros, para los que creen sinceramente que el Sumo Hacedor sujeta de manera irreal las riendas de nuestra existencia, se trata únicamente,le otra oportunidad para ejercitar la fe. Es el momento -o la sucesión de momentos- en que pueden decirse, la vida me ha asestado un gol pe y resulta tan severo que desharía a cualquiera. Sin embargo, yo sé -sí, lo se- que es por mi bien y que de él sólo se derivará, si sé verlo, el bien porque el Bien Absoluto así lo ha dispuesto. Feliz sí el que anote las causas. Aún más feliz el que sin conocerlas sigue adelante apoyado en el Salvador.
II
– ¿Estás seguro?
Levanté la mirada del trozo de madera gastada cubierto de signos irregulares trazados con tiza. Sí. La verdad era que sí, que n o tenía duda alguna.
Mi maestro sonrió. Se trataba de una sonrisa satisfecha, amplia, serena, la que produce la enorme alegría de ver a un alumno aprovechado, a uno de esos discípulos que justifican toda tina vida de docencia. Pero no se quiso permitir aquella pequeña debilidad. Borró de golpe el gesto benevolente que colgaba de sus labios y dijo:
-Extremum hunc, mihi concede laborem: pauca mihi sunt dicenda.
Reconocí inmediatamente la manera en que había adaptado el inicio de la décima Égloga de Virgilio. Sin duda, se trataba de una manera elegante de pedirme que continuáramos un poco más la tarea de traducir de la lengua de Cicerón.
-Volo certe [3]-respondí.
Esta vez le resultó más fácil ocultar su innegable satisfacción. Bastó con que se inclinara sobre el texto que tenía ante los ojos y me instara a seguir traduciendo. Aunque era duro a decir verdad, muy duro-, aunque el frío era realmente espantoso, aunque la comida dejaba mucho que desear y aunque difícilmente hubiéramos podido estar más incómodos en aquel lugar gélido y húmedo, sentía mucho afecto por Blastus, mi maestro. Desde luego, cuando abandoné con el presbítero la iglesia del apóstol Pedro no podía sospechar que nadie fuera capaz de abrigar en su interior tanta sabiduría. Por aquel entonces, yo sabía leer y escribir, y también podía hacer algunas cuentas, e incluso conocía los rudimentos de latín, la lengua de Roma y de nuestra iglesia, pero ¿cómo hubiera podido imaginar lo que me faltaba por aprender?
Mientras surcábamos prados sin cultivar, bosques espesos y arroyos helados, por mi corazón fueron pasando las más diversas imágenes sobre cómo sería mi futuro mentor. Lo mismo lo imaginaba como un anciano alto y fuerte de luengas barbas blancas, que se me antojaba que tendría que ser un personaje calvo y redondo. Lo mismo pensaba en alguien vestido con atavíos humildes semejantes a los del presbítero, como me lo sospechaba dotado de indumentarias casi lujosas como las que había visto que llevaban Roderick y Maximus cuando estuve con mi madre en el castra de Regissimus. ¿Se trataría de un presbítero como el que se ocupaba de la iglesia del apóstol Pedro o, por el contrario, de algún maestro de la corte? ¿Íbamos hacia una aldea tranquila y modesta como la que acabábamos de abandonar o, más bien, nos encaminábamos a un castra como el del rey Vortegirn? Todas esas preguntas y muchas más se agolpaban en el interior de mi corazón arremolinándose y excitando mi mente para que imaginara las cosas más diversas. No me atreví a formular ninguna pregunta a mi guía y tampoco él me informó de nada. Creo que fue mejor así porque, ocupado en adivinar, no dediqué mucho tiempo a pensar en la madre que quedaba detrás de mí. Tan sólo cuando, por la noche, buscábamos un sueño indispensable que reparara nuestras fatigas me venía a la cabeza su imagen, pálida y llorosa, en el momento de despedirnos.
No tengo una idea muy clara del tiempo que nos llevó aquel viaje. Pienso que no fue menos de cuatro días, pero no podría asegurarlo con total certeza. Sí puedo decir que resultó agotador porque el presbítero caminaba a una velocidad excesiva para mí y ni aminoraba su marcha ni se detenía por muy cansado que yo pudiera estar. A decir verdad, parecía aprovechar su mayor rapidez y así, cuando el sol excepcionalmente nos agobiaba, apretaba el paso para alcanzar la sombra de algún árbol donde esperaba a que yo llegara. Sin embargo, en ese momento, en lugar de concederme que yo pudiera disfrutar también del descanso, emprendía de nuevo la marcha conmigo jadeando en pos de él. No era, ciertamente, muy considerado para conmigo, pero quiero creer que actuaba así por mi bien.
Quedé un tanto desilusionado -lo reconozco- al ver a Blastus. Acostumbrado a lugares más amplios como la iglesia o el dormitorio donde descansaba con otros niños, la cabaña en la que vivía el que iba a ser mi preceptor me pareció minúscula. Aunque, quizá no fue la pequeñez lo que más me llamó la atención, sino la forma en que estaba totalmente atestada de recipientes, escritos y libros. Era difícil caminar por en medio de aquel recinto sin tirar algo al suelo y rayaba lo imposible el poder realizar las labores domésticas como traer agua o cocinar sin causar algún estropicio de mayor o menor envergadura.
Con todo, lo que más me desilusionó fue el aspecto del preceptor. Era un hombre de estatura reducida, delgado, de barba pobre en aquel entonces. Se encontraba lejos, por lo tanto, de la presencia imponente que yo hubiera esperado. Pero más curiosa resultaba su manera de hablar. Se llevaba frecuentemente las manos a las sienes como si deseara sujetarse el cabello, alzaba la barbilla para lanzar alguna orden o insistir en una enseñanza y caminaba de una manera extraña que nunca antes me había sido dado contemplar. Si me hubiera fijado tan sólo en la apariencia externa -y así fue durante algunos días- el pesar más absoluto se hubiera apoderado de mí. Sin embargo, no tardé mucho en percatarme de que tras su comportamiento áspero, tras su habla cortante y tras sus aseveraciones rudas y directas, Blastus encerraba una gran sabiduría que pronto ansié que me transmitiera.
Ahora acababa de cerrar el texto de Virgilio y, al respirar hondo, me había comunicado que pasábamos a otra parte de nuestras clases. El problema es que no resultaba fácil saber por dónde querría llevarme.
– Peer -dijo-. Pasemos al arte de curar. Lo último que estudiamos fue la división que Dioscórides hace de las cañas…
Le escuché sin decir una palabra. Sí, recordaba aquella clase. A ver por dónde salía ahora.
– Las cañas… -repitió con un ligero tono de impaciencia.
– ¿Las… cañas?
La mirada que me lanzó Blastus era una mezcla de «¿Eres tonto?» «¿Estás sordo?» y «¿Te burlas de mí?» en un solo gesto. Tragué saliva y respondí sin lograr, por mucho que lo deseaba, que el miedo me abandonara el cuerpo.
– De las cañas, una se llama compacta y con ella se hacen las flechas. Hay otra que recibe el nombre de hembra y con ella se elaboran las lengüetas para las flautas. Luego existe otra que es gruesa y tiene nudos apretados y se usa para escribir…
– ¿Eso es todo? -indagó con voz irritada Blastus.
– No -respondí acompañando mis palabras de un gesto de cabeza-. Además está la caña que nace junto a los ríos y otra blanquecina, delgada, que sirve para curar.
– Vamos a detenernos en ésa -dijo mi maestro- pero antes dime los nombres de cada una de las cañas.
Respiré hondo. El latín era mi lengua madre de la misma manera que el britannus. Incluso prefería aquél porque poseía una estructura especialmente adecuada para transmitir conocimientos y ordenar el pensamiento. Pensar en latín constituía una gimnasia de la mente que me permitía asimilar mejor cualquiera de las enseñanzas ineludibles que me dispensaba mi maestro. Sin embargo, a pesar de todo, seguía teniendo una considerable dificultad para asimilar el griego. No era un problema de su gramática que, a decir verdad, era más sencilla que la latina, con conjugaciones más simples y un número más reducido de declinaciones. Se trataba de una cuestión de vocabulario. El griego no se parecía a ningún idioma que yo hubiera escuchado antes y memorizar sus términos más simples me exigía un esfuerzo especial. Por supuesto, mi maestro había reparado en ello y, vez tras vez, hurgaba en la herida como si encontrara un placer especial en ello.
– La compacta -comencé a decir atemorizado- se llama nastós. La utilizada para las flautas recibe el nombre de zelys. La que sirve para escribir es la syringuia… la… la que nace junto a los ríos es denominada donax y la curativa… la curativa es la fragmites.
Blastus clavó su mirada en mí. Fruncía de tal manera los ojos que no tenía la menor idea de si había recitado correctamente el nombre de cada una de las cañas o había incurrido en algún error digno de que me propinara una docena de azotes.
– Está bien -dijo al fin-. Volvamos ahora a la caña fragmites. Recítame sus propiedades.
Me sentí aliviado, pero sólo por un instante. A fin de cuentas, ahora tenía que adentrarme en las cualidades específicas de una planta, a decir verdad de una de las docenas de diferentes frutos de la tierra cuyas virtudes debía dominar de la misma manera que controlaba el movimiento de mis piernas al caminar o de mi garganta al tragar.
– La caña fragmites tiene una raíz que se m a y puede aplicarse como cataplasma. Si se usa con bulbos f sirve para extraer espinas y aguijones…
– ¿Eso es todo? -preguntó imperioso Blastus.
– No, no, domine -respondí inmediatamente-. Con vinagre, esta caña sirve para mitigar las luxaciones y los dolores de lomos. Además sus hojas verdes, majadas y aplicadas encima, curan las erisipelas y otras inflamaciones. La corteza, quemada y en cataplasma con vinagre, sana las alopecias.
– No tiene más que virtudes esta planta, ¿verdad? -me dijo Blastus con una sonrisa curiosamente burlona.
– Pues… pues sí -respondí contento de haber pasado la prueba.
– ¡Pues no, pues no! -gritó, casi aulló mientras me cogía de la patilla izquierda y tiraba hacia arriba hasta obligarme a ponerme de puntillas.
– ¡A! -me quejé.
– Escucha bien esto porque no volveré a repetírtelo -escupió más que pronunció Blastus-. Cualquier medicina, cualquiera por muy buena que pueda ser, tiene siempre algo malo. ¿Sabes lo que pasaría si el penacho de estas cañas se te metiera en las orejas? ¿Lo sabes?