Gounod había dirigido La marche fúnebre de una marioneta; Reyer, su bella obertura de Sigurd; Saint-Saens, la Danza macabra y una Ensoñación oriental; Massenet, una Marcha húngara inédita; Giraud, su Carnaval; Delibes, El vals lento de Sylvia y los pizzicati de Copelia. Las señoritas Krauss y Denise Bloch habían cantado, la primera, el bolero Vísperas sicilianas; la segunda, el brindis de Lucrecia Borgia.
Pero el triunfo mayor recayó en Christine Daaé, que había comenzado con algunos pasajes de Romeo y Julieta. Era la primera vez que la joven artista cantaba esta obra de Gounod que, además, aún no se había llevado a la ópera y que la ópera Cómica acababa de reponer mucho después de haber sido estrenada en el antiguo Teatro Lírico por la señora Carvalho. ¡Ah! Hay que compadecer a aquellos que no oyeron a Christine Daaé en el papel de Julieta, que no conocieron su gracia ingenua, que no se estremecieron con los acentos de su voz seráfica, que no sintieron volar sus almas junto a la suya sobre las tumbas de los amantes de Verona: «¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! ¡Perdónanos!»
Pues bien, todo esto no fue nada al lado de los acentos sobrehumanos que dejó oír en el acto de la prisión y en el trío, final de Fausto, que cantó en sustitución de la Carlotta que se hallaba indispuesta. Jamás se había oído ni visto aquello!
Era «una Margarita nueva» lo que la Daaé interpretaba, una Margarita de un esplendor, de un fulgor aún insospechados.
La sala entera había estallado en miles de clamores de inenarrable emoción dirigidos a una Christine que sollozaba y desfallecía en los brazos de sus compañeros. Hubo que llevarla a su camerino. Parecía haber entregado su alma. El gran crítico P. De St.-V fijó el inolvidable recuerdo de este minuto maravilloso en una crónica a la que tituló con justicia La nueva Margarita. Como gran artista que era, el crítico simplemente ponía al descubierto que esta bella y dulce niña había aportado aquella tarde algo más que su arte: su corazón. Ninguno de los amigos de la ópera ignoraba que el corazón de Christine permanecía tan puro como era a los quince años, y P de St.-V declaraba que «para comprender lo que acababa de suceder con Daaé, ¡era necesario imaginar que se había enamorado por primera vez! Quizá soy un poco indiscreto -añadía-, pero sólo el amor es capaz de realizar un milagro tal, una transformación tan fulgurante. Cuando oímos, hace dos años, a Christine Daaé en el recital del Conservatorio, nos dio grandes esperanzas… ¿Pero de dónde proviene la sublime actuación de hoy? ¡Si no desciende del cielo en alas del amor, tendré que pensar que asciende del infierno y que Christine, como el maestro cantor Ofterdingen, hizo un pacto con el diablo! Quien no haya oído cantar a Christine Daaé el trío final de Fausto no conoce Fausto. ¡No podría superarse esta exaltación de la voz y esta sagrada embriaguez de un alma pura!»
Sin embargo, algunos abonados protestaban. ¿Cómo podía habérseles ocultado tanto tiempo semejante tesoro? Christine Daaé había sido hasta entonces un Siebel aceptable al lado de esa Margarita demasiado espléndidamente material que era la Carlotta [9]. ¡Y había sido necesaria la ausencia incomprensible e inexplicable de la Carlotta, en esta velada de gala, para que a pie firme la pequeña Daaé pudiera dar muestra de lo que era capaz, en una parte del programa reservada a la diva española! ¿Y por qué, privados de Carlotta, los señores Debienne y Poligny se habían dirigido a la Daaé? ¿Conocían acaso su genio oculto? Y si lo conocían, ¿por qué lo escondían? ¿Por qué, ella también, lo ocultaba? Cosa rara, no se le conocía en la actualidad ningún profesor. Y había declarado en vanas ocasiones que en lo sucesivo trabajaría completamente sola. Todo lo cual resultaba muy inexplicable.
El conde de Chagny había asistido, de pie en su palco, a este delirio y había compartido los estruendosos bravos.
El conde de Chagny (Philippe-Georges-Marie) tenía entonces exactamente cuarenta y un años. Era un gran señor y un hombre atractivo. De talla más que mediana, de rostro agradable a pesar de la frente dura y unos ojos un poco fríos, era de una educación refinada con las mujeres y un poco altanero con los hombres, que no siempre le perdonaban sus éxitos mundanos. Tenía un corazón excelente y una conciencia honrada. Tras la muerte del viejo conde Philibert, se había convertido en jefe de una de las más ilustres y antiguas familias de Francia, cuyos títulos de nobleza se remontaban a Luis el Testarudo. La fortuna de los Chagny era considerable y, cuando el viejo conde, que era viudo, murió, no fue tarea fácil para Philippe administrar un patrimonio tan enorme. Sus dos hermanas y su hermano Raoul no quisieron saber nada de la herencia y ni quisieron oír hablar de reparto, encargando de todo a Philippe, como si el derecho de primogenitura no hubiera dejado de existir. Cuándo se casaron las dos hermanas -el mismo día-, tomaron su parte de manos del hermano, no como algo que les perteneciera, sino como una dote, por la que le expresaron su reconocimiento.
La condesa de Chagny -de soltera Moerogis de la Martyniére- había muerto al dar a luz a Raoul, nacido veinte años después que su hermano mayor. Cuando el viejo conde murió, Raoul tenía doce años. Philippe se ocupó activamente de la educación del niño. Fue auxiliado en esta labor, de forma admirable, por sus hermanas primero y luego por una anciana tía, viuda de marino, que vivía en Brest, y que inició al joven Raoul en el gusto por las cosas de la mar. El joven entró en la tripulación del Borda, salió entre los primeros números y realizó tranquilamente su vuelta al mundo. Gracias a poderosas influencias, acababa de ser designado para formar parte de la expedición oficial del Réquin, que tenía la misión de buscar en los hielos polares a los supervivientes de la expedición del Artois, del que no se tenían noticias desde hacía tres años. Mientras tanto, disfrutaba de un largo permiso de seis meses, y las viudas ricas del noble barrio, viendo a este hermoso joven, que parecía tan frágil, le compadecían ya de los rudos trabajos que le esperaban.
La timidez de este marino, casi estoy tentado de decir su inocencia, era notable. Parecía haber salido el día anterior de las faldas de sus hermanas. De hecho, mimado por ellas y por su anciana tía, había conservado de esta educación puramente femenina unos modales casi cándidos, huellas de un encanto que hasta entonces nada había podido empañar. En esa época tenía poco más de veintiún años y aparentaba dieciocho. Llevaba un bigotito rubio, tenía los ojos azules y una tez de niña.
Philippe consentía mucho a Raoul. En principio, se sentía muy orgulloso de él y preveía con gozo una carrera gloriosa para su hermano menor en la misma marina donde uno de sus antepasados, el famoso Chagny de la Roche, había ostentado el rango de almirante. Aprovechaba los permisos del joven para enseñarle París, al que éste casi desconocía en todo lo que esa ciudad puede ofrecer de alegría lujosa y placer artístico.
El conde consideraba que a la edad de Raoul una excesiva prudencia no es muy recomendable. Philippe tenía un carácter muy bien equilibrado, ponderado tanto en sus trabajos como en sus placeres, siempre de modales perfectos, y era incapaz de dar a su hermano un mal ejemplo. Lo llevó con él a todas partes. Le dio a conocer incluso el foyer de la danza. Sé de sobra que se decía que el conde tenía «buenísimas relaciones» con la Sorelli. Pero, ¿acaso podía considerarse un crimen que un joven, que se había mantenido soltero y que por lo tanto disponía de mucho tiempo, especialmente desde que sus hermanas se habían establecido, viniera a pasar una o dos horas después de cenar en compañía de una bailarina que, evidentemente, no era excesivamente espiritual, pero que tenía los ojos más bellos del mundo? Además, hay sitios donde un verdadero parisino, cuando posee el título de conde de Chagny, debe hacerse ver, y en esta época, el foyer de la danza de la ópera era uno de estos sitios.
Además, quizá Philippe no hubiera llevado a su hermano a los bastidores de la Academia Nacional de música si éste no hubiera sido el primero en pedírselo en varias ocasiones, con una dulce obstinación de la que el conde debía acordarse más tarde.
Philippe, después de haber aplaudido aquella noche a la Daaé, se había vuelto hacia Raoul y lo había visto tan pálido que se había asustado.
– ¿No ve usted que esta mujer se encuentra mal? -había dicho Raoul.
En efecto, en el escenario tuvieron que sostener a Christine Daaé.
– Eres tú el que va a desmayarse… -dijo el conde inclinándose hacia Raoul-. ¿Qué te pasa?
Pero Raoul ya se había puesto en pie.
– Vamos -dijo con voz temblorosa.
– ¿Adónde quieres ir, Raoul? -preguntó el conde, asombrado del estado en que se encontraba su hermano menor.
– ¡Vayamos a ver qué pasa! ¡Es la primera vez que canta así!
El conde observó con curiosidad a su hermano y una ligera sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios.
– ¡Bah! -y añadió enseguida-: ¡Vamos, vamos!
Parecía estar encantado.
En seguida se encontraron en la entrada de los abonados, que estaba abarrotada. A la espera de poder entrar en el escenario, Raoul desgarraba sus guantes con un gesto inconsciente. Philippe, que era comprensivo, no se burló de su impaciencia. Pero ya estaba resignado. Ahora sabía por qué Raoul estaba distraído cuando le hablaba y también por qué parecía sentir un vivo placer encauzando todas las conversaciones hacia la Opera.
Penetraron en el escenario.
Una masa de fracs se dirigía apresuradamente hacia el foyer de la danza o hacia los camerinos de los artistas. A los gritos de tramoyistas se mezclaban las alocuciones vehementes de los jefes de servicio. Los figurantes del último cuadro que abandonan el escenario, los «viejos verdes» que empujan, un bastidor que pasa, un decorado que baja del telar, un practicable [10] que sujetan a martillazos, el eterno «sitio del teatro» que resuena en los oídos como la amenaza de alguna catástrofe nueva para vuestra chistera o de una sólida carga contra vuestros riñones: tal es el acontecimiento habitual de los entreactos y que nunca deja de turbar a un novato como el joven del bigotito rubio, de ojos azules y tez de niña que atravesaba, todo lo rápido que la aglomeración se lo permitía, el escenario en el que Christine Daaé acababa de triunfar y bajo el que Joseph Buquet acababa de morir.
La confusión no había sido nunca tan completa como en esta noche, pero Raoul no había sido nunca menos tímido. Apartaba con el hombro vigoroso todos los obstáculos, sin ocuparse de lo que se decía a su alrededor, sin intentar atender a las palabras asustadas de los tramoyistas. Tan sólo le preocupaba el deseo de ver a aquélla cuya voz mágica le había arrancado el corazón. Sí, sentía claramente que su pobre corazón aún nuevo ya no le pertenecía. Había intentado defenderlo desde el día en que Christine, a la que conocía de pequeña, había reaparecido ante él. Sintió en su presencia una emoción muy dulce a la que quiso rechazar mediante la reflexión, ya que se había hecho el juramento, tanto sé respetaba a sí mismo y a su fe, de que no amaría más que a la que fuera su mujer, y ni por un momento podía imaginar en casarse con una cantante. Pero he aquí que a la dulce emoción había seguido una sensación atroz. ¿Sensación? ¿Sentimiento? Había en ello algo físico y algo moral. El pecho le dolía como si se lo hubieran abierto para arrancarle el corazón. ¡Sentía allí un hueco horrible, un vacío real que jamás podría ser rellenado más que por el corazón de ella! Estos son acontecimientos de una psicología particular que, parece ser, no pueden ser comprendidos más que por los que han sido heridos, en el amor, por un golpe extraño, llamado en el lenguaje común, «un flechazo».
El conde Philippe tenía dificultad en seguirlo. Y continuaba sonriendo.
Al fondo del escenario, pasada la puerta doble que se abre a los escalones que conducen al foyer y a los que conducen a los palcos de la izquierda de la planta baja, Raoul hubo de detenerse ante la pequeña tropa de «ratas» que, recién bajadas de su granero, obstruían el pasillo por el que pretendía introducirse. Más de un comentario burlón fue pronunciado por pequeños labios pintados, a los que él no respondió. Por fin consiguió pasar y se sumergió en la oscuridad de un corredor invadido por el estruendo de las exclamaciones que proferían los admiradores entusiastas. Un nombre ahogaba todos los rumores: ¡Daaé, Daaé! El conde, detrás de Raoul, se decía: «El muy bribón sabe el camino», y se preguntaba cómo lo había aprendido. Él nunca lo había llevado al camerino de Christine. Había que suponer por lo tanto que éste había ido solo mientras el conde se quedaba charlando en el foyer con la Sorelli, ya que a menudo ella le rogaba que permaneciera a su lado hasta el momento de salir a escena, y quien a veces tenía la manía tiránica de dejarle al cuidado de las pequeñas polainas con que bajaba de su camerino y con las que garantizaba el lustre de sus zapatillas de raso y la limpieza de la maillot color carne. La Sorelli tenía una excusa: había perdido a su madre.
El conde. retrasando la visita que debía hacer a la Sorelli, seguía pues la galería que conducía al camerino de la Daaé y comprobaba que aquel corredor nunca había sido tan frecuentado como aquella noche en la que todo el teatro parecía trastornado por el éxito de la artista, y también por su desvanecimiento. Pues la hermosa niña aún no se había recuperado y habían ido a buscar al médico del teatro, que llegó entretanto empujando a los grupos de gente y seguido por Raoul, que le pisaba los talones.
De este modo, el médico y el enamorado se encontraron al mismo tiempo al lado de Christine, que recibió del uno los primeros cuidados y abrió los ojos en brazos del otro. El conde se había quedado, con otros muchos, en el umbral de la puerta, ante la cual se ahogaba.
– ¿No cree, doctor, que estos señores deberían «desalojar» el camerino? -preguntó Raoul con audacia increíble-. No se puede respirar aquí dentro.
– Tiene usted toda la razón -afirmó el doctor, y despachó a todos, excepción hecha de Raoul y de la doncella.
Esta contemplaba a Raoul con los ojos agrandados por el más sincero de los asombros. Jamás lo había visto.
Sin embargo, no se atrevió a interrogarlo.
Y el doctor pensó que si el joven actuaba así era, evidentemente, porque tenía derecho a hacerlo. De tal forma que el vizconde permaneció en el camerino presenciando cómo la Daaé volvía a la vida, mientras los dos directores, Debienne y Poligny, que habían acudido para expresar su admiración a su pupila, se veían rechazados al pasillo, con sus trajes oscuros. El conde de Chagny, echado al corredor como los demás, se reía a carcajadas.
– ¡Ah, el muy bribón! ¡El muy bribón!
Y añadía para sí: «Para que te fíes de esos jovenzuelos que adoptan aires de niñitas».
Estaba radiante.
– Es un Chagny -concluyó, y se encaminó al camerino de la Sorelli; pero ésta bajaba hacia el foyer con su pequeño rebaño que temblaba de miedo, y el conde la encontró en el camino, como ya se ha dicho.
En el camerino, Christine Daaé había dejado escapar un profundo suspiro al cual respondió un gemido. Volvió la cabeza, vio a Raoul y se estremeció. Miró al doctor, al que sonrió, después a su
criada y por último a Raoul.
– ¡Señor! -preguntó a este último con una voz que era tan sólo un suspiro-. ¿Quién es usted?
– Señorita -respondió el joven, al tiempo que se arrodillaba y depositaba un ardiente beso en la mano de la diva-, señorita, soy el niño que fue a recoger su chal del mar.
Christine volvió a mirar al doctor y a la doncella, y los tres se echaron a reír. Raoul se levantó muy sonrojado.
– Señorita, ya que le place no reconocerme, quisiera decirle algo en privado, algo muy importante.