—¡Vasia! —exclamó zarandeando a su marido—. ¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta, Vasili, te lo suplico!
—¿Qué ocurre? —balbucea el consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.
—¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor..., ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.
—¿Qué pasa? ¿Quién... es?
—¡Dios mío! No oye... Pero, comprende, pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y...¡la vasija de plata está en el aparador!
—¡Majaderías!
—¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?
El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.
—¡Dios mío, qué seres! —gruñó—. ¿Es que ni de noche me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!
—Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.
—¿Y qué? Que entre... Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla.
—¡Eso es peor aún! —gritó María Michailovna—. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.
—¡Vaya una virtud!... No permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.
—¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante..., semejante... ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!
—¡Dios mío!... —gruñó Gaguin con fastidio—. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?
—¡Vasili, que me desmayo!
Gaguin escupió con desdén, se calzó las zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.
—Vasilia —le dijo—, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
—Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor.
—¡Qué desorden! Cogen las cosas y no las vuelven a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.
Al entrar en la cocina se dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas...
—¡Pelagia! —gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla—. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?
—¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?
—Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.
—Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como ésas...¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!
—Bueno, bueno... No hay por qué gritar tanto... ¡Que se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?
—Es vergonzoso, señor —dice Pelagia, con voz llorosa—. Unos señores cultos... y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros...-se echó a llorar—. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.
—¡Bueno, basta!... ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!
Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.
—Escucha, Pelagia —le dice—. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
—¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.
Gaguin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirige sin hacer ruido al dormitorio.
María Michailovna se había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud.
"¡Cuánto tarda en volver! —piensa—. Menos mal si es ese... cínico, pero ¿y si es un ladrón?"
Y en su imaginación se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza..., muere sin proferir un grito..., un charco de sangre...
Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente.
—¡Vasili! —gritó con voz estridente—. ¡Vasili!
—¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí... —le contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos—. ¿Te están matando acaso?
Se acercó y se sentó en el borde de la cama.
—No había nadie —dice—. Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa..., una!...
Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.
—¡Lo que tú eres es una miedosa! —se burla de ella—. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una sicópata!
—Huele a brea —dice su mujer—. A brea o... a algo así como a cebolla..., a sopa de coles.
—Sí... Hay algo que huele mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía... ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.
Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer lo miraba con gran asombro, espanto y cólera...
—¿Has cogido la bata en la cocina? —le preguntó palideciendo.
—¿Por qué?
—¡Mírate al espejo!
El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras, etc. ¿Qué pasa entre Gaguin y la cocinera? María Michailovna da rienda suelta a su imaginación.
En los baños públicos
I
—¡Oye, tú..., quien seas! —gritó un señor gordo, de blancas carnes, al divisar entre la bruma a un hombre alto y escuálido, con una barbita delgada y una cruz de cobre sobre el pecho—. ¡Dame más vaho!
—Yo no soy bañero, señoría... Soy el barbero. La cuestión del vaho no es de mi incumbencia. ¿Desea, en cambio, que le ponga unas ventosas...?
El señor gordo acarició sus muslos amoratados y después de pensar un poco contestó:
—¿Ventosas?... Bueno, ¿por qué no?... Pónmelas. No tengo prisa.
El barbero corrió a la habitación de al lado en busca de los aparatos, y unos cinco minutos después, sobre el pecho y la espalda del señor gordo proyectaban su sombra diez ventosas.
—Lo he reconocido, señoría... —empezó a decir el barbero, mientras aplicaba la undécima ventosa—. El sábado pasado se sirvió usted venir a bañarse aquí y me acuerdo de que le corté los callos. Soy Mijailo, el barbero... ¿No lo recuerda?... Aquel día me preguntó usted algo sobre las novias...
—¡Ah, sí!... ¿Y qué hay?
—Nada... Ahora estoy haciendo ejercicios espirituales y no quiero criticar porque es pecado, pero no puedo menos de decir a su señoría (y que Dios me perdone por mis censuras) que las novias de ahora son muy ligeras y carecen de reflexión... Antes, las novias aspiraban a casarse con un hombre serio, formal..., que tuviera un capitalito, que supiera hablar de todo y no se olvidara de la religión..., pero las de ahora..., ¡la instrucción es lo único que les interesa! No les des más que un hombre instruido...; de un comerciante o de un funcionario no quieren ni oír hablar... ¡Se ríen de ellos!... ¡Claro que la instrucción!... Un hombre instruido puede alcanzar un puesto muy elevado, mientras que otro que no lo es no pasa toda su vida de escribiente y cuando se muere no deja ni siquiera para el entierro... ¡De esos hay muchos!... Por aquí suele venir uno de esos instruidos..., uno de Correos... Es un hombre que sabe de todo, hasta redactar telegramas..., pero no tiene ni para lavarse con jabón. ¡Da pena verlo!
—¡Pobre, pero honrado! —dijo una voz de bajo, ronca, que venía de la tabla de arriba—. ¡Hombres así deben ser nuestro orgullo! ¡La instrucción, cuando va unida a la pobreza, es testimonio de elevadas cualidades del alma!... ¡Mal educado...!
Mijailo miró de soslayo a la tabla de arriba.
Allí, golpeándose la frente con unos vergajos, estaba sentado un hombre escuálido y huesudo..., sólo compuesto, al parecer, de piel y de costillas. El largo pelo colgante que le cubría no permitía ver su cara, distinguiéndose tan sólo dos ojos llenos de desprecio y malignidad que miraban fijamente a Mijailo.
—Es uno de esos que se dejan el pelo largo... —dijo Mijailo haciendo un guiño significativo—. De esa gente que llaman..., de ideas... ¡Cuántos de esos hay ahora! No se les puede cazar a todos. La conversación cristiana les repugna tanto como a las fuerzas maléficas el incienso... ¿Le oye usted defender la instrucción?... ¡Estos son los que gustan a las novias de ahora! ¡Estos precisamente, señoría!... ¡Da asco!... Figúrese que este otoño me manda a llamar la hija de un pope y me dice: «Búscame, Michel... (en las casas suelen llamarme Michel..., como rizo el pelo a las señoras...), búscame —dice— un novio. Pero que sea escritor». Por suerte, en aquel momento sabía yo de uno. Solía éste frecuentar la taberna de Porfirii Emejianovich, a quien acostumbraba amenazar con hablar de él en el periódico. Cuando se le acercaba el mozo a cobrarle el vodka que se había bebido, le pegaba una bofetada y se ponía a gritar: «¿Cómo?... ¿Pedirme a mí que pague?... ¿No sabes acaso quién soy yo? ¿Ignoras que puedo perderte hablando de ti en el periódico?...» Era pequeñito y solía ir muy andrajoso... Yo lo atraje hablándole del dinero del pope, le enseñé un retrato de la señorita, le alquilé un traje..., ¡pero a la señorita no le gustó! «¡No tiene la cara bastante melancólica!», me dijo. Ella era la primera que no sabía qué diablo quería.
—¡Eso es una calumnia a la Prensa! —se oyó decir desde la misma tabla a la ronca voz de bajo—. ¡Y tú; una porquería!
—¿Porquería yo?... ¡Hum!... ¡Tiene usted la suerte, caballero, de que esta semana esté haciendo ejercicios espirituales!... ¡De no haber sido así, le hubiera dicho que porquería es una palabra!... Según eso, ¿también es usted escritor?
—Sea o no sea escritor, ¿con qué derecho hablas de lo que no entiendes? ¡Ha habido muchos escritores en Rusia y varios de ellos fueron de gran utilidad para su país, por lo que nuestro deber es honrarlos y no hablar mal de ellos! Con esto me refiero lo mismo a los escritores profanos que a los religiosos.
—¡Los religiosos no se ocupan de tales asuntos!
—¡Eso no lo puedes comprender tú..., ignorante!... ¡Dmitrii Rostovskii, Innokentii Jersonskii, Filaret Moscovskii y demás hombres de la iglesia, contribuyeron con sus creaciones a la formación de la cultura!
Mijailo miró de reojo a su adversario y movió la cabeza.
—Este me está resultando demasiado... —murmuro rascándose la nuca—, demasiado inteligente... ¡Por algo lleva esos pelos!... ¡Por algo!... Lo comprendemos perfectamente —dijo en voz alta—, y ahora mismo vamos a demostrarle que sabemos la clase de persona que es. (Quédese un ratito con las ventosas, señoría, que yo en seguida vuelvo. Voy a decir solamente...)
Y Mijailo, acomodándose al andar los mojados pantalones y chapoteando con los pies descalzos, pasó a la habitación de al lado.
—Escucha... Ahora saldrá del baño uno de esos de pelo largo... —dijo dirigiéndose al joven que vendía el jabón—. Vigílalo... Es de esos que van sembrando la confusión entre la gente... De esos que andan a vueltas con las ideas... Habría que ir a buscar a Nazar Zajarevich...
—Debes decírselo a los muchachos.
Mijailo se dirigió a los muchachos encargados del guardarropa y les dijo en voz baja:
—Ahora va a salir uno de pelo largo... De esos que van sembrando la confusión entre la gente. Hay que vigilarlo e ir corriendo a avisar al ama y que mande a buscar a Nazar Zajarevich para que levante acta... ¡Dice unas cosas!... ¡Tiene unas ideas...!