Antologia De Cuentos - Чехов Антон Павлович 13 стр.


—¿Cuál de pelo largo? —preguntan inquietos los muchachos—. Aquí no se ha quitado la ropa nadie de esas señas. En total se la han quitado seis. Dos tártaros, un caballero, dos comerciantes, un diácono... y nadie más. ¿A ver si es que has tomado al padre diácono por uno de esos de pelo largo de que hablas...?

—¡Diablo, qué cosas se les ocurren! ¡Sé lo que digo!

Mijailo examinó la vestimenta del diácono, palpó su traje y se encogió de hombros... Una expresión de profundo asombro se deslizó por su rostro.

—¿Cómo es?

—Delgadito..., rubio..., con una barbita... está constantemente tosiendo.

—¡Hum!... —murmuró Mijailo—. ¡Entonces..., eso quiere decir que he ofendido a una persona del clero!... ¡Dios mío!... ¡Qué pecado! ¡Qué pecado!... ¡Yo, que estoy haciendo ejercicios espirituales, hermanos!..., ¿cómo voy a poder confesarme después de haber ofendido a una persona del clero?... ¡Perdona, Dios mío, al pecador!... ¡Corro a pedirle perdón...!

Y Mijailo, rascándose la nuca y con rostro afligido, se dirigió a los baños. Ya no estaba el diácono en la tabla de arriba, sino abajo, junto a los grifos y llenando de agua un barreño.

—¡Padre diácono! —le dijo Mijailo con voz llorosa—. ¡Perdone a este pecador, por el amor de Dios!

—¿Qué tengo que perdonarle?

Mijailo suspiró profundamente; se arrodilló ante el diácono e inclinándose hasta el suelo dijo:

—¡Haber pensado que en su cabeza había ideas...!

II

—Me asombra que su hija..., dada su belleza y su buena conducta... no se haya casado todavía —dijo Nicodim Egorich mientras subía a la tabla de arriba.

Nicodim Egorich Potichkin estaba desnudo como cualquier hombre desnudo, pero llevaba puesto un gorro sobre su cabeza calva. Tenía miedo a la congestión cerebral y al ataque de apoplejía, por lo que tomaba siempre su baño de vapor con su gorro encima de la cabeza. Su compañero Macar Tarasich Peschkin, viejecillo de piernas delgaduchas y azuladas, al escuchar esta pregunta se encogió de hombros y dijo:

—No se ha casado porque Dios no me ha dotado de suficiente carácter. Soy demasiado tímido, Nicodim Egorich, y ahora no sirve de nada la timidez. Los novios de ahora son feroces y hay que tratarlos con procedimientos adecuados.

—¿Cómo feroces?... ¿Desde qué punto de vista...?

—¡Muy consentidos!... Hay que emplear con ellos la severidad, Nicodim Egorich... No andar con contemplaciones y, si es necesario, pegarles unas cuantas bofetadas y acudir a la Policía... ¡Eso es lo que hay que hacer!... Son gente inútil..., sin ningún valor...

Los dos amigos se tumbaron el uno al lado del otro sobre la tabla y empezaron a darse golpes con los vergajos.

—Sin ningún valor... —prosiguió Macar Tarasich—. A mí me han hecho sufrir bastante..., ¡canallas!... Si mi carácter fuera más firme..., hace tiempo que mi Dascha estaría casada y tendría una porción de niños... ¡Eso es!... A decir verdad, ahora, en el campo femenino, señor mío, hay un cincuenta por ciento de solteronas... ¡Y observe bien, Nicodim Egorich..., que todas estas mozas tuvieron novios en su juventud!... ¿Por qué no se casaron?... ¿Cuál fue la causa?... No se casaron porque los padres no supieron retener al novio y lo dejaron escapar.

—Exacto.

—El hombre de hoy en día está muy consentido..., es necio y despreocupado. Todo lo quiere gratis y con ventaja. Le das lo que se le antoja y encima te pide dinero... Cuando se casa calcula: «Si me caso, tendré dinero.» ¡Lo de menos es que coma, que zampe y que acepte mi dinero..., pero que haga siquiera la merced de casarse con la criatura!... Porque a veces, además de que te cuesta el dinero, acabas sufriendo y llorando. Los hay que hacen la corte a la muchacha y que cuando llegan al punto decisivo, esto es, al momento de ir a la iglesia, se vuelven atrás y se ponen a hacer la corte a otra. ¡Desde luego, el noviazgo es muy agradable!... ¡encantador!... Le dan a uno de comer, de beber, le prestan lo que necesita... Por eso el novio sigue así hasta la vejez, y cuando le llega la muerte ya no le hace falta casarse. Algunos están calvos, tienen el pelo blanco y se les doblan las rodillas..., ¡pero siguen de novios!... Hay otros que no se casan por pura estupidez. Un hombre tonto no sabe él mismo lo que quiere, y por eso tan pronto le parece mal una cosa como otra. Frecuenta las casas..., hace el amor... y de pronto, sin que se sepa por qué, sale diciendo: «No puedo casarme. No me da la gana casarme.» Como ejemplo puedo citarle al señor Catavasov, el primer novio de Dascha..., maestro de escuela y consejero titular al mismo tiempo... Había estudiado todas las ciencias. Francés, alemán, matemáticas..., y luego resultó ser un majadero. ¡Un perfecto estúpido y nada más!... ¿Se ha dormido usted, Nicodim Egorich?

—No, no... Es que me agrada cerrar los ojos.

—Así, pues..., como le digo..., empezó a hacer la corte a mi Dascha. He de advertirle que entonces Dascha no había cumplido todavía los veinte años. ¡Era un asombro de muchacha! ¡Un dátil!... Gruesa..., formal... El consejero civil Ciceronov le pidió de rodillas que fuera de institutriz a su casa, pero ella no quiso. Catavasov empezó a frecuentar la nuestra, venía diariamente y se quedaba hasta la noche conversando con ella sobre física y otras diversas ciencias. Le traía libros, le oía tocar el piano... Lo que más le interesaba eran los libros, pero mi Dascha no necesitaba libros... Como también ella era muy erudita, libros no le faltaban... Él, sin embargo, le estaba siempre diciendo que leyera esto y que leyera lo otro... ¡Un aburrimiento de muerte!... Observé, no obstante, que la quería y que ella tampoco parecía tener nada en contra de él..., aunque solía decirme: «No me gusta, papaíto, que no sea militar...» Cierto que no era militar, pero tenía una buena posición..., un carácter noble..., no era borracho..., conque ¿qué más se podía pedir?... Solicitó su mano..., se les bendijo ¡y ni siquiera se informó de la dote!... Sobre este punto... ¡silencio! Lo mismo que si hubiera sido un ser incorpóreo que puede pasarse sin una dote. Se fijó el día de la boda, ¿y qué se figura usted que pasó?... ¿Eh?... Pues que tres días antes de ésta se me presenta en la tienda el propio Catavasov, con los ojos irritados, el rostro pálido como si le hubieran dado un susto y temblando con todo su cuerpo.

»—¿Qué se le ofrece? —le pregunté yo.

»—¡Perdóneme, Macar Tarasich! —dijo él—; pero no puedo casarme con Daria Macarovna. ¡Me he equivocado! —dijo—. ¡Su florida juventud..., su imaginación..., me hicieron pensar que había de encontrar en ella el terreno..., digamos..., la frescura espiritual!... ¡Veo, sin embargo, que ya ha tenido tiempo de adquirir otras inclinaciones! Dice que le atrae la vanidad, que no sabe lo que es trabajar y que con la leche de su madre ha mamado... Ya no recuerdo qué era lo que había mamado... Él seguía hablando y llorando al mismo tiempo. Yo, señor mío, me limité a enfadarme y lo dejé marchar. Ni me dirigí al juez, ni fui a quejarme a su jefe, ni dije nada por la ciudad. Si hubiera acudido al juez, seguro que se hubiera asustado y se hubiera casado... A la autoridad le tendría sin cuidado lo que ella había mamado... ¿Te has prometido a una joven?... ¡Pues tienes que casarte, y se acabó!... ¿Oyó usted hablar de un comerciante llamado Kliakin?... Era un mujik, ¡pero qué ocurrencia tuvo!... También el novio de su hija, que había reparado en que la cuestión de la dote no estaba del todo clara, empezó a protestar. Kliakin entonces se encerró con él en la despensa, sacó de su bolsillo una gran pistola con todas las balas en regla y le dijo: «¡Jura delante de la imagen que te casarás! ¡Si no lo haces —dijo—, ahora mismo te mataré, canalla! ¡Ahora mismo!...» El joven juró y se casó. ¿Lo está usted viendo?... Yo, en cambio, no soy capaz de hacer eso ni de pegarme con nadie... En otra ocasión, un funcionario ucraniano... un tal Briusdenco..., vio a mi Dascha y se enamoró de ella. Iba tras de ella, rojo como un cangrejo y diciéndole una porción de cosas. Su boca despedía calor, como una estufa. Se pasaba el día entero sentado en nuestra casa y la noche paseando bajo las ventanas. También Dascha había empezado a quererlo. Le gustaban sus ojos, porque decía que en ellos había ¡fuego y negrura de noche!... Así, pues, el ucraniano venía a visitarnos, y un día se decidió a pedir la mano de Dascha. Ésta, que puede decirse que estaba encantada..., se la concedió. «Comprendo, papaíto —me dijo—, que no es militar; pero como, en cambio, pertenece al departamento de Asuntos Eclesiásticos..., o sea, como si fuera de intendencia, lo quiero mucho...» Se veía que la muchacha, a pesar de su juventud, sabía distinguir... ¿Se fija usted cómo dijo «¡De intendencia!»?... Cuando el ucraniano se enteró de la dote, regateó un poco conmigo, pero dijo que estaba conforme con todo. Lo único que quería era que la boda se celebrara lo antes posible. Pues bien..., cuando llegó el día de los esponsales y vio reunidos a los invitados, se agarró la cabeza con las manos y exclamó: «¡Dios mío! ¡Cuántos parientes tiene! ¡No estoy conforme..., no! ¡No puedo! ¡No quiero!...» Y así dale que dale. Yo intenté por todos los medios tranquilizarlo. «Pero ¿se ha vuelto loco su señoría?... ¡Cuantos más parientes, más honor!...» Pero él no estaba de acuerdo con esto. Cogió su gorro y no volvimos a verlo más. Le contaré también otro caso: El guardabosque Alialiev pretendió casarse con Dascha. La quería por su inteligencia y por su conducta. A su vez, Dascha se enamoró de él. Le agradaba su carácter equilibrado. Era, en efecto, un hombre bueno y noble. Procedió en aquella ocasión con mucha seriedad. Se enteró de la cuantía de la dote, revolvió todos los baúles y reprendió a Matriona por no haber sabido preservar bien las capas de la polilla. A mí también me dio una lista de sus haberes. Era, desde luego, un noble carácter y una persona seria (es un pecado hablar mal de él) y, a decir verdad, a mí me gustaba enormemente. Se pasó dos meses regateando conmigo. Yo le daba ocho mil, pero él quería ocho mil quinientos. Regateábamos y regateábamos constantemente. Se daba el caso de que nos sentáramos a tomar el té, lleváramos bebidos quince vasos y siguiéramos siempre regateando... Yo subí hasta doscientos, pero él no quiso aceptar. ¡Y eso fue lo que nos separó!... ¡Trescientos rublos!... Él se fue todo pálido y lloroso... ¡Quería tanto a Dascha!... Ahora, pecador de mí, me culpo a mí mismo... Debería haberle dado los trescientos rublos o haberlo asustado o avergonzado delante de la ciudad entera..., o haberlo metido en una habitación oscura y propinado unas cuantas bofetadas. ¡Ahora me doy cuenta de que el que perdió fui yo! ¡Perdí por tonto!... Pero ¡qué se le va a hacer, Nicodim Egorich!... Mi carácter es así..., demasiado tímido.

—Demasiado tímido..., exacto. Bien... yo ya me voy. Siento la cabeza un poco pesada.

Nicodim Egorich se golpeó con los vergajos por última vez y bajó. Macar Tarasich agitó los suyos con renovado brío y suspiró.

Exageró la nota

La finca a la cual se dirigía para efectuar el deslinde distaba unos treinta o cuarenta kilómetros, que el agrimensor Gleb Smirnov Gravrilovich tenía que recorrer a caballo. Se había apeado en la estación de Grilushki.

(Si el cochero está sobrio y los caballos son de buena pasta, pueden calcularse unos treinta kilómetros; pero si el cochero se ha tomado cuatro copas y los caballos están fatigados, hay que calcular unos cincuenta.)

—Oiga, señor gendarme, ¿podría decirme dónde puedo encontrar caballos de posta? —le preguntó el agrimensor al gendarme de servicio en la estación.

—¿Cómo dice? ¿Caballos de posta? Aquí no hay un perro decente en cien kilómetros a la redonda. ¿Cómo quiere que haya caballos? ¿Tiene usted que ir muy lejos?

—A la finca del general Jojotov, en Devkino.

—Intente en el patio, al otro lado de la estación —dijo el gendarme, bostezando—. A veces hay campesinos que admiten pasajeros.

El agrimensor dio un suspiro y, malhumorado, pasó al otro lado de la estación. Tras muchas discusiones y regateos, se puso de acuerdo con un campesino alto y recio, de rostro sombrío, picado de viruelas, embutido en un chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.

—Vaya un carro —gruñó el agrimensor al subir al destartalado vehículo—. No se sabe dónde está la parte delantera ni la parte trasera...

—Nada más fácil —replicó el campesino—. Donde el caballo tiene la cola es la parte de adelante y donde está sentado su señoría es la parte de atrás.

El caballo era joven, aunque muy flaco, abierto de patas y de orejas caídas. Cuando el campesino, alzándose sobre su asiento, lo azotó con el látigo, el caballo se limitó a sacudir la cabeza; al segundo azote, acompañado de una blasfemia, el carro rechinó y empezó a temblar como si tuviera fiebre. Después del tercer azote, el carro se tambaleó; después del cuarto, se puso en marcha.

—¿Crees que llegaremos a este paso? —preguntó el agrimensor, dolorido por las fuertes sacudidas y maravillado de la habilidad que muestran los carreteros rusos para combinar la marcha a paso de tortuga con sacudidas capaces de arrancarle a uno el alma del cuerpo.

—¡Desde luego! —respondió el carretero, en tono tranquilizador—. El caballo es joven y animoso... Cuando se pone en marcha, no hay modo de detenerlo. ¡Arre-e-e, maldi-i-i-to!

Cuando el carro salió del patio de la estación empezaba a oscurecer. A la derecha del agrimensor se extendía una llanura interminable, oscura y helada. Probablemente conducía al lugar donde Cristo dio las tres voces... En el horizonte, donde la llanura se confundía con el cielo, se extinguía perezosamente el frío crepúsculo de aquella tarde otoñal. A la izquierda del camino, en la oscuridad, se divisaban unos montones que lo mismo podían ser pilas de heno del año anterior que casas rurales. El agrimensor no veía lo que había delante, pues en aquella dirección su campo visual quedaba tapado por la ancha espalda del carretero. La calma era absoluta. El frío, intensísimo. Helaba.

"¡Qué parajes más solitarios! —pensaba el agrimensor, mientras trataba de taparse las orejas con el cuello del abrigo—. Ni un solo árbol, ni una sola casa... Si por desgracia te asaltan, nadie se entera de ello, aunque dispares un cañonazo. Y el cochero no tiene un aspecto muy tranquilizador que digamos... ¡Vaya espaldas! Un tipo así te pega un trompazo y sacas el hígado por la boca. Y su cara es de lo más sospechosa..."

—Oye, amigo —le preguntó al cochero—. ¿Cómo te llamas?

—¿A mí me hablas? Me llamo Klim.

—Dime, Klim, ¿qué tal andan las cosas por aquí? ¿No hay peligro? ¿No hay quienes hagan bromas pesadas?

—No, gracias a Dios. ¿Quién va a gastar bromas en un lugar como éste?

—Me alegro de que no tengan esas aficiones. Pero, por si acaso, voy armado con tres revólveres —mintió el agrimensor—. Y, con un revólver en la mano, el que quiera buscarme las pulgas está arreglado: puedo enfrentarme con diez bandidos, ¿sabes?

La oscuridad era cada vez más intensa. De pronto el carro emitió un quejido, rechinó, tembló y dobló hacia la izquierda, como si lo hiciera de mala gana.

"¿A dónde me lleva este sinvergüenza? —pensó el agrimensor—. Íbamos en línea recta y ahora, de repente, tuerce hacia la izquierda. Sabe Dios... quizás a alguna cueva de bandoleros... y... no sería el primer caso..."

—Escucha —le dijo al campesino—. ¿De veras no son peligrosos estos parajes? ¡Qué lástima! Con lo que a mí me gusta verme las caras con los bandidos... Aquí donde me ves, con mi aspecto flaco y enfermizo, tengo la fuerza de un toro... En cierta ocasión me atacaron unos bandidos. Pues bien, lo sacudí a uno de tal modo, que ahí quedó, ¿entiendes? Y los otros, gracias a mí, fueron enviados a Siberia condenados a trabajos forzados. Ni yo mismo sé de dónde saco tanta fuerza... Tomo con una mano a un hombrón como tú... y lo volteo.

Klim miró de reojo al agrimensor, parpadeó y arreó al caballo.

—Sí, amigo —continuó el agrimensor—. Pobre del que se meta conmigo. Le arranco los brazos, las piernas y, de postre, el bandido tiene que vérselas luego con los tribunales. Todos los jefes de policía y todos los jueces me conocen. Soy un funcionario del Estado, un personaje... La Superioridad sabe que hago este viaje... y está pendiente de que nadie se meta conmigo. A lo largo del camino, detrás de los arbustos, hay soldados apostados y gendarmes apostados. ¡Para! ¡Para! —bramó súbitamente—. ¿Dónde te has metido? ¿Adónde me llevas?

—¿No tiene usted ojos? ¡Al bosque!

"Es cierto, al bosque —pensó el agrimensor—. ¡Me había asustado! Pero no me conviene que este hombre se dé cuenta de mi preocupación... Ya ha notado que tengo miedo. ¿Por qué se vuelve a mirarme tantas veces? Seguro que está tramando algo... Antes avanzaba a paso de tortuga y ahora vuela."

—Oye, Klim, ¿por qué arreas de ese modo al caballo?

—No le he dicho nada. Se ha puesto a galopar por iniciativa suya. Cuando echa a correr, no hay modo de detenerlo... Con esas patas que tiene...

—¡Mientes, amigo! ¡Mientes! Y te aconsejo que no corras tanto. Frena un poco al caballo. ¿Me oyes? ¡Frénalo!

—¿Por qué?

—Porque... porque detrás de mí debían salir otros cuatro camaradas de la estación. Tienen que alcanzarnos... Prometieron alcanzarme en este bosque... El viaje será más entretenido con ellos... Son gente sana, fuerte... los cuatro llevan pistola... ¿Por qué te vuelves tantas veces y te agitas como si tuvieras agujas en el asiento? ¿Eh? ¡Cuidado, amigo! ¿Tengo monos en la cara? Lo único que tengo interesante son mis revólveres... Espera, voy a sacarlos y te los enseñaré... Espera...

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