Pidiendo excusas por su «negligente tocado», Pnin exhibió el filme ante un grupo de estudiantes. Betty Bliss, una graduada que trabajaba en Literatura Comparada, curso en el que Pnin era ayudante del doctor Hagen, manifestó que Timofey Pavlovich se veía exactamente como un Buda en una película oriental que había visto en el Departamento Asiático. Esta Betty Bliss, una muchacha rolliza y maternal de unos veintinueve veranos, era una suave espina clavada en la carne ya madura de Pnin. Diez años antes, ella había tenido por amante a un apuesto bellaco que la dejó por una pequeña vagabunda; más tarde había tenido un affairrastrero y terriblemente complicado, más dostoievskiano que chejoveniano, con un inválido que ahora estaba casado con su enfermera, una lindota de tres al cuarto. El pobre Pnin titubeaba. En principio, no excluía el matrimonio. En su nueva gloria dental llegó, durante un seminario y luego que los otros se hubieron ido, hasta retener la mano de ella en la suya y darle palmaditas mientras, sentados juntos, discutían en prosa el poema de Turguenev Cuán bellas, cuan frescas eran las rosas. Ella apenas pudo terminar de leerlo; el pecho le estallaba en suspiros, vibraba la mano retenida.
—Turguenev —dijo Pnin, volviendo a dejar la mano de ella sobre la mesa — fue obligado por la fea cantante Pauline Viardot, adorada por él, a hacer de idiota en charadas y tableaux vivants. Y madame Pushkin dijo; «Usted me molesta con sus versos, Pushkin.» Y ¡cuesta pensarlo!, en su vejez la esposa del colosal Tolstoy prefería mucho más a un estúpido músico de nariz roja en lugar de él.
Nada tenía Pnin contra miss Bliss. Cuando trataba de imaginar una vejez tranquila, la veía con bastante claridad llevándole su bata de levantarse o llenándole la estilográfica. Gustaba de ella, pero su corazón pertenecía a otra mujer.
Es imposible — como habría dicho Pnin — ocultar un gato en una bolsa. Para poder explicar la abyecta excitación que se apoderó de mi pobre amigo una tarde de mitad del Trimestre, al recibir cierto telegrama y recorrer luego a zancadas su habitación durante cuarenta minutos por io menos, debe decirse que Pnin no había sido siempre soltero. Los Clements estaban jugando a las damas chinas entre los reflejos del confortable fuego de la chimenea, cuando Pnin bajó estruendosamente la escalera, resbaló y casi cayó a los pies de ellos como un suplicante en alguna ciudad antigua colmada de injusticia; luego recuperó el equilibrio... sólo para estrellarse contra la pala y las tenazas.
—He venido —dijo, jadeando— para informar, o, más correctamente, preguntar a ustedes si puedo recibir una visita del sexo femenino el sábado; de día, por supuesto. Es mi ex esposa, ahora doctora Liza Wind. Acaso hayan ustedes oído sobre ella en círculos psiquiátricos.
5
Hay ciertas mujeres amadas cuyos ojos, por una mezcla casual de brillo y forma, nos afectan, no directamente, no en el momento de la tímida percepción, sino en un estallido retardado y acumulativo de luz y cuando la ingrata está ausente; pero Ia agonía mágica se queda y sus lentes y focos se instalan en la oscuridad. Fueren los ojos de Liza Pnin —ahora Wind— como fuesen, sólo parecían revelar su esencia, su agua de gemas preciosas, cuando se les evocaba con el pensamiento. Entonces, un resplandor vacío, ciego, de aguamarina húmeda, se estremecía y clavaba la mirada, como si una salpicadura de mar y de sol se hubiera metido entre los propios párpados. En la realidad, los ojos de Liza eran de un azul transparente, con negras pestañas y lagrimales de un rojo vivo, y se estiraban ligeramente hacia las sienes, donde un grupo de arruguitas felinas se desplegaban en abanico de cada uno. Tenía una mata de cabellos castaño oscuro sobre la frente lustrosa; cutis de rosa y nieve; usaba un lápiz labial de un rojo muy tenue y, salvo cierto grosor de las muñecas y los tobillos, casi no había defectos en su exuberante, elemental y animada aunque descuidada belleza.
Siendo Pnin un estudiante ambicioso, y ella una sirena más límpida que ahora, se encontraron en París alrededor de 1925. El usaba una barba rala, pardorrojiza (hoy sólo le brotan cerdas blancas si no se afeita. Pobre Pnin, ¡pobre puercoespín albino!), y esta excrecencia monástica, partida al medio y coronada por una nariz reluciente y gorda y por unos ojos ingenuos, era un discreto epítome del tipo físico de la antigua Rusia intelectual. Un empleíllo en el Instituto Aksakov, rue Vert-Vert, combinado con otro en la librería rusa de Saúl Bagrov, rue Gresset, le aseguraban la subsistencia. Liza Bogolepov, estudiante de medicina que acababa de cumplir veinte años, perfectamente encantadora con su blusa de seda negra y su falda sastre, ya estaba trabajando en el sanatorio Meudon dirigida por la extraordinaria y formidable anciana doctora Rosetta Stone, una de las psiquiatras más destructoras de la época. Además, Liza escribía versos, principalmente en anapestos intermitentes. Pnin la vio por primera vez en una de esas tertulias literarias donde los jóvenes poetas emigrados, que habían salido de Rusia en su pubescencia pálida y huérfana de mimos, cantaban elegías nostálgicas dedicadas a un país que, para ellos, ni podía ser más que un triste juguete estilizado, una chuchería encontrada en la buhardilla, uno de esos globos de cristal que se sacuden para provocar dentro una tempestad de nieve suave y luminosa sobre un pino minúsculo y una cabaña de troncos de papier maché. Pnin le escribió una formidable carta de amor (que ahora yace segura en su colección privada) y ella la leyó con lágrimas de autoconmiseración mientras se recobraba de una tentativa farmacopeica de suicidio por un affairalgo tonto con un literato que ahora es... Pero no importa. Cinco analistas amigos le dijeron a coro:
—Pnin... y un hijo inmediatamente.
El matrimonio apenas cambió su modo de vida, salvo que ella se mudó al desaliñado departamento de Pnin. El continuó sus estudios eslavos, ella su psicodrama y su oviponencia lírica, fértil cual gallina ponedora, empollando poemas verdes y malvas acerca del niño que ansiaba concebir y de los amantes que deseaba tener, poemas en los que cada entonación, cada imagen, cada metáfora, había sido ya usada por otras gallinas líricas Uno de sus admiradores, banquero y decidido mecenas, eligió entre los rusos parisienses a un crítico literario influyente, Zhorzhik Uranski, y, por una comida con champaña en el Ougolok, hizo que el pobre tipo dedicara su próximo feuilleton, en uno de los periódicos en lengua rusa, a una apreciación de la musa de Liza, en cuyos cabellos castaños, Zhorzhik colocó, tranquilamente, la diadema de Anna Akhmatov, con lo que Liza rompió en lágrimas de dicha, como si fuera la pequeña miss Michigan o la Rosa Reina de Oregón. Pnin, que no estaba en el secreto, llevaba un recorte de aquel descarado desvarío plegado en su honrada billetera, y leía párrafos a éste o a aquel burlón amigo hasta que el recorte se puso todo raído y borroso. Tampoco estaba en el secreto de asuntos más graves, y, de hecho, se hallaba pegando los restos de la crítica en un álbum cuando, un día de diciembre de 1938, Liza le telefoneó desde Meudon diciéndole que se iba a Montpellier con un hombre que comprendía su «ego orgánico», un tal doctor Eric Wind, y que nunca volvería a verlo. Una francesa desconocida, de pelo rojo, pasó a recoger las cosas de Liza, diciéndole a Pnin: «Bien, ratón de alcantarilla, te quedaste sin muchacha para taper dessus.» Uno o dos meses después llegó una carta en alemán del doctor Wind, llena de comprensión y de excusas, asegurando al lieber herrPnin que él, el doctor Wind, estaba ansioso de casarse con «la mujer que ha salido de vuestra vida para entrar en la mía». Por supuesto, Pnin habría dado a Liza el divorcio con la misma prontitud con que le habría dado la vida, con los húmedos tallos cortados y un poco de helecho, todo envuelto con la misma tersura de la florista que huele a tierra cuando la lluvia convierte el día de Pascuas en espejos grises y verdes. Pero sucedió que el doctor Wind tenía en Sudamérica una esposa defl mente tortuosa y pasaporte falsificado, que no quería ser molestada mientras ciertos planes suyos no se realizaran. Entretanto, el Nuevo Mundo también había comenzado a llamar a Pnin; de Nueva York, un gran amigo suyo, el profesor Constantino Chateau, le ofrecía toda la ayuda necesaria para que emigrase. Pnin informó al doctor Wind de sus planes y envió a Liza la última edición de una revista de emigrados, donde ella aparecía mencionada en la página 202. Y recorrida ya la mitad del tedioso infierno que idearon los burócratas europeos (con gran diversión de los soviéticos) para los que tenían ese triste papelucho llamado Pasaporte Nansen (una especie de tarjeta de recomendación dada a los emigrados rusos), cuando en un húmedo día de abril de 1940 sonó un enérgico ruido en su puerta y entró Liza, resoplando y ¿llevando por delante, como si fuera una cómoda, un embarazo de siete meses. Mientras se arrancaba el sombrero y disparaba los zapatos, ella manifestó que todo había sido un error, y que de ahí en adelante sería otra vez la legal y fiel esposa de Pnin, pronta a seguirle dondequiera que fuese, aun allende los mares.
Probablemente ésos fueron los días más felices en la vida de Pnin; un resplandor permanente de dicha densa y dolorosa; la preparación de las visas, y aquellos exámenes médicos en que un : doctor sordomudo aplicaba un falso estetoscopio al corazón trabado de Pnin a través de todas sus ropas; esa bondadosa dama rusa (parienta mía) que tanto le ayudó en el Consulado Americano; y el viaje a Burdeos, y el barco tan hermoso y limpio... todo tenía un rico tinte de cuento de hadas. Pnin no sólo estaba pronto a adoptar al niño cuando naciera, sino que lo deseaba con vehemencia, y Liza escuchaba con expresión satisfecha, un tanto vacuna, los planes pedagógicos que él desenvolvía, ya que Pnin parecía presentir los vagidos del nene y la primera palabra que éste diría en un futuro cercano. Ella siempre había gustado de las almendras confitadas, pero ahora las consumía en cantidades fabulosas (un kilo entre París y Burdeos), y el ascético Pnin contemplaba esa gula con sacudidas y encogimientos de encantado! asombro; y algo de la suavidad sedeña de esas dragées le quedó en la mente, mezclada para siempre con el recuerdo de la piel tirante, el colorido, y los perfectos dientes de ella.
Fue un tanto desilusionante el que, apenas llegada a bordo, ella diera una mirada al mar turgente, dijera: «Nu, eto izvinite» (no hay nada que hacer), y se retirara al seno del barco donde, durante la mayor parte de la travesía, permaneció acostada de espaldas en la cabina que compartía con las volubles esposas de tres lacónicos polacos: un campeón de lucha romana, un jardinero y un barbero, todos compañeros de camarote de Pnin.
La tercera tarde del viaje, habiéndose quedado él en el salón hasta mucho después de que Liza se fuera a dormir, aceptó con júbilo una partida de ajedrez propuesta por el ex-editor de un periódico de Frankfurt, un patriarca melancólico de ojos abolsonados, vestido con un sweater de cuello de tortuga y pantalones bombachos. Ninguno de los dos era buen jugador; ambos eran adictos a sacrificios de piezas espectaculares aunque enteramente innecesarios ; cada uno tenía ansias excesivas de ganar, y el juego sólo resultaba animado por el fantástico alemán que hablaba Pnin ( Wenn Sie so, dann Ich so, und Pfer fliegt). De pronto se acercó otro pasajero y dijo : «Entschuldingen, Sie?», ¿podía observar el juego?, y se sentó junto a ellos. Tenía cabellos rojizos, muy cortos, y largas pestañas pálidas que se asemejaban a polillas; vestía una raída chaqueta cruzada. Pronto se puso a mascullar disimuladamente y a mover la cabeza cada vez que el patriarca, tras larga y digna meditación, se echaba adelante para hacer una jugada absurda. Por fin, el servicial espectador, evidentemente un experto, no pudo resistir a hacer retroceder un peón que su compatriota acababa de mover, y a indicar, con él índice vibrante, una torre que podía reemplazarle, el que el frankfurtés introdujo, incontinenti, en el corazón de la defensa de Pnin. Nuestro hombre perdió, por supuesto, y se preparaba a dejar el salón, cuando el experto le dio alcance diciendo: Entschuldigen Sie?, ¿podía hablar un momento con herrPnin? («Usted ve, conozco su nombre», observó alzando su hábil índice), y acto seguido sugirió que bebieran un par de cervezas en el bar. Pnin aceptó, y ya con los jarros delante, el cortés desconocido continuó así: «En la vida, como en el ajedrez, es mejor analizar siempre los propios motivos e intenciones. El día que llegamos a bordo yo estaba como un niño juguetón. No obstante, a la mañana siguiente comencé a temer que cierto marido astuto — esto no es una lisonja, sino una hipótesis retrospectiva — estudiaría tarde o temprano la lista de pasajeros. Hoy, mi conciencia me ha juzgado y me ha encontrado culpable. No puedo seguir soportando el engaño. ¡A su salud! Esto no es en absoluto nuestro néctar alemán, pero es mejor que Coca-Cola. Mi nombre es; doctor Eric Wind; creo que no le es desconocido.»
Pnin, en silencio, con el rostro descompuesto, oprimiendo todavía con una palma el húmedo jarro, había empezado ya a deslio zarse torpemente de su incómodo asiento en forma de hongo, cuando Wind le apoyó cinco largos y sensitivos dedos en la manga.
— Lasse mich, lasse mich—gimió Pnin, tratando de desasirse de esa mano lacia y adulona.
—Por favor —dijo el doctor Wind—, sea justo. El prisionero tiene siempre la última palabra; es su derecho. Hasta los nazis lo reconocen. Y, antes que nada, quiero que me deje pagar por lo menos la mitad del pasaje de la señora.
— Ach nein, nein, nein—dijo Pnin—. Terminemos esta conversación de pesadilla ( diese koschmarische Sprache).
—Como quiera —dijo el doctor Wind, y procedió a espetarle a Pnin los siguientes puntos: Primero, que todo había sido idea de Liza, «para simplificar las cosas, ¿sabe?, por el bien de nuestro niño» (el «nuestro» sonaba tripersonal). Que Liza debía ser tratada como una mujer muy enferma (ya que el embarazo no era más que una sublimación de un deseo de muerte); que él, (el doctor Wind) se casaría con ella en América, «adonde también voy», agregó, para mayor claridad: y que él (el doctor Wind) debía ser autorizado, por lo menos, a pagar la cerveza. Desde entonces, y hasta el fin del viaje, que había cambiado de verde y plata a un gris uniforme, Pnin se ocupó a toda hora de sus manuales de lengua inglesa. Aunque invariablemente manso con Liza, trató de verla lo menos posible y sin despertar sus sospechas. De vez en cuando, el doctor Wind aparecía quién sabe de dónde y, de lejos, le hacía señas tranquilizadoras y agradecidas. Y al fin, el día en que la enorme estatua de la Libertad emergió de entre la densa neblina matinal y los edificios, pálidos y hechizados, se alzaron listos para ser inflamados por el sol, semejantes a esos misteriosos rectángulos de alturas desiguales que uno ve en los gráficos comparativos (fuentes naturales, la frecuencia de espejismos en diversos desiertos), el doctor Wind se acercó resueltamente a los Pnin e, identificándose con el espectáculo, dijo:
—Los tres debemos entrar a la tierra de la libertad con corazones puros.
Más tarde, después de una grotesca estadía en Ellis Island. Liza y Timofey se separaron.
Hubo algunas complicaciones pero, por fin, Wind se casó con ella. En el curso de los primeros cinco años en América, Pnin la divisó varias veces en Nueva York. El y los Wind se naturalizaron el mismo día; luego, después de su traslado a Waindell en 1945, Pnin pasó una media docena de años sin encuentros ni carteos. No obstante, oyó hablar de ella de tiempo en tiempo. No hacía mucho (en diciembre de 1951) su amigo Chateau le había enviado un ejemplar de una revista psiquiátrica con un artículo escrito por la doctora Albina Dunkelberg, el doctor Eric Wind y la doctora Liza Wind. El artículo se titulaba Psicoterapia de Grupo Aplicada a la Orientación Conyugal. Pnin se ruborizaba siempre de los intereses psihooslinie (psicoasnales) de Liza; y aún ahora, que ya debía sentirse indiferente, experimentaba una punzada de repulsión y lástima. Eric y ella trabajaban a las órdenes del gran Bernard Maywood — un gigante genial a quien el superadaptable Eric llamaba el patrón — en un Gabinete de Investigaciones agregado al Centro de Paternidad Planificada. Alentado por este protector suyo y de su mujer, Eric dearrolló la ingeniosa idea (posiblemente ajena) de llevar por nuevas sendas a los clientes más manejables y estúpidos del Centro. Era una especie de trampa psico-terapéutica, una «válvula de escape» en la que un grupo de jóvenes amigas casadas, en equipos de ocho, se relajaban en una habitación confortable, en una atmósfera de confianza jovial y tuteadora, ante médicos instalados en una mesa y un secretario tomaba notas discretamente. Los episodios traumáticos de la niñez de cada cual flotaban en el ámbito como cadáveres. En esas sesiones, las señoras debían comentar, con absoluta franqueza, sus problemas de desajuste conyugal, los que involucraban, evidentemente, una senda comparación de notas sobre los cónyuges, quienes también eran entrevistados más tarde, en «grupos de maridos», también muy en confianza y con generosa distribución de cigarros puros y diagramas anatómicos. Pnin omitió los informes y la casuística, y aquí no tenemos para qué entrar en esos detalles risibles. Baste decir que ya en la tercera sesión del grupo femenino, cuando esta o aquella dama, vuelta ya del hogar debidamente iluminada, reencontraba a sus hermanas aún traumatizadas — aunque siempre en éxtasis—, se producía una tintineante nota de renovación que amenizaba todo el tratamiento: («Bueno, niñas, anoche, cuando; George...») Y esto no era todo. El doctor Wind esperaba elaborar una técnica que le permitiera reunir a todos esos maridos y esposas en un equipo mixto. Era espantoso oír a Eric y a Liza relamerse con la palabra «equipo». En una larga carta al acongojado Pnin, el profesor Chateau afirmaba que el doctor Wind había: llegado hasta llamar «equipo» a los gemelos siameses. Ciertamente, Wind, idealista y avanzado, soñaba con un mundo feliz que consistiera en comunidades centúpletas y siamésicas, anatómicamente ligadas, naciones enteras construidas alrededor de un hígado comunicante. «No es más que una especie de microcosmos del comunismo, toda esa psiquiatría», rugía Pnin en su respuesta a Chateau. «¿Por qué no dejan a la gente su pequeño dolor privado? ¿No es el dolor — se pregunta uno — la única cosa en el mundo que la gente posee verdaderamente?»