Pnin - Набоков Владимир Владимирович 6 стр.


6

—Mira —dijo Joan a su marido el sábado por la mañana—, he resuelto decir a Timofey que hoy tendrá libre la casa de 2 a 5. Debemos dar a esas patéticas criaturas todas las oportunidades posibles. Tengo que hacer en la ciudad y te dejaré en la Biblioteca.

—Sucede —repuso Laurence— que no tengo la menor intención de que me dejen en alguna parte, y tampoco de moverme de aquí por hoy. Además, es altamente improbable que necesiten ocho habitaciones para su cita.

Pnin se puso su traje café nuevo (pagado con la conferencia de Cremona) y después de un almuerzo apresurado en El Huevo y Nosotros, se encaminó por el parque, nevado a retazos, a la estación de autobuses de Waindell. Llegó casi con una hora de anticipación. No se preocupó de dilucidar por qué habría sentido Liza la necesidad urgente de verlo precisamente cuando regresaba de su visita a Saint Bartholomew, el colegio preparatorio vecino a Boston, adonde iría su hijo el siguiente otoño; sólo sabía que una marea de dicha espumeante se alzaba tras la barrera invisible que iba a romperse de un momento a otro. Vio llegar cinco autobuses, y en cada uno le pareció descubrir claramente a Liza que le hacía señas por una ventana mientras ella y los otros pasajeros empezaban a salir en fila. Pero se fue uno y otro autobús sin que ella apareciera. Súbitamente oyó tras de sí la voz sonora de Liza («¡ Timofey, zdrast-vuy!»), y, girando en redondo, la vio emerger del único Greyhound donde no pensaba que vendría. ¿Qué cambio pudo discernir nuestro amigo en ella? ¿Qué cambio podía caber, buen Dios? Ahí estaba, siempre cálida y boyante, a pesar del frío, y ahora llevaba abierto el abrigo de piel de foca sobre su blusa con vuelos, y abrazaba la cabeza de Pnin mientras éste sentía la fragancia de pomelos de su cuello y murmuraba: «Nu, nu, vot i horosho, nu vot», meras palpitaciones verbales de su corazón, y ella gritaba: «¡Oh, tienes espléndidos dientes nuevos!»

El la ayudó a subir a un taxi; la bufanda diáfana y brillante de Liza se enganchó en algo, Pnin resbaló en el pavimento y el chófer dijo:

—Tranquilícense — y cogió la valija de Liza.

Era como si todo hubiera sucedido antes, exactamente igual. Se trataba, según ella le informó mientras subían por la calle Park, de un colegio de acuerdo con toda la tradición inglesa. No, no deseaba comer; había almorzado bien en Albany. Era un colegio «muy bien» — lo dijo en inglés—; los niños jugaban una especie de tenis de salón con las manos, entre paredes, y en la clase su hijo iba a estar junto con... (Liza pronunció, con falsa desgana, un apellido americano muy conocido, que nada significaba para Pnin porque no era ni el de un poeta ni el de un presidente).

—A propósito — interrumpió él, haciendo un quite e indicando—, desde aquí puedes ver un rincón de los jardines universitarios.

Todo esto se debía («Sí, ya veo, vizhu, vizhu, kampus kak kampus: lo de siempre»), todo esto, incluso la beca, se debía a la influencia del doctor Maywood («Tú sabes, Timofey, algún día debes escribirle unas palabritas, nada más que en señal de cortesía»). El Director, un religioso, le había mostrado los trofeos que Maywood había ganado ahí cuando niño. Eric quería, por supuesto, que Victor fuera a una escuela pública, pero ella no había tomado en cuenta su deseo. La mujer del reverendo Hopper era sobrina de un conde inglés.

—Ya estamos. Este es mi palazzo—dijo Pnin, chanceándose y sin haber podido concentrarse en la rápida conversación de ella.

Entraron, y él sintió de pronto que ese día, aguardado con tan terribles ansias, iba pasando demasiado veloz; se iba, se habría ido en pocos minutos. Quién sabe, pensó, si ella dijese de una vez lo que quería de él, el día se retardaría y podría disfrutarlo de veras.

—Qué sitio más horripilante, kakoy zhutkiy dom—dijo Lizsi sentándose en la silla vecina al teléfono y quitándose las zapatilla de goma (¡qué movimientos tan familiares!)—. Mira esa acuarela con los minaretes. Deben de ser una gente horrible.

—No —dijo Pnin—. Son mis amigos.

—Mi querido Timofey —continuó ella, mientras él la escoltaba escalera arriba—, tuviste amigos bastante tremendos en tu tiempo.

—Y ésta es mi pieza —dijo Pnin.

—Creo que me voy a tender en tu cama virginal, Timofey, y te recitaré unos versos en un minuto. Ese infernal dolor de cabeza se me está despertando de nuevo. Me había sentido espléndidamente todo el día.

—Tengo aspirinas.

—Um, um —dijo ella, y esa negativa extranjera se destacó extrañamente contra su lengua nativa.

El se dio vuelta cuando ella comenzó a quitarse los zapatos; el sonido que hicieron al caer al suelo le recordó días muy lejanos.

Ella reposaba de espaldas, falda negra, blusa blanca, cabello castaño, con una mano sonrosada cubriéndose los ojos.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó Pnin («Que diga lo que quiere de mí, rápidamente»), mientras se desplomaba en la mecedora blanca junto al radiador.

—Nuestro trabajo es muy interesante —dijo ella, siempre cubriéndose los ojos—, pero debo decirte que ya no amo a Eric. Nuestras relaciones se han deshecho. De paso te diré que a Eric le disgusta el niño. Dice que él es el padre terrestre y tú, Timofey, el padre acuático.

Pnin comenzó a reír; se estremeció de risa; la mecedora crujía bajo su peso. Sus ojos semejaban estrellas y estaban húmedos.

Por un instante, ella lo miró con curiosidad, por debajo de su mano regordeta, y continuó:

—Eric es un duro bloque emocional en su actitud hacia Victor. Ignoro cuántas veces el niño lo asesinó en sus sueños. A Eric, la paternidad (hace tiempo que lo he observado) le confunde los problemas en vez de aclarárselos. Es una persona muy difícil. ¿Cuál es tu sueldo, Timofey?

El se lo dijo.

—Bien —dijo ella—, no es cuantioso. Pero supongo que podrás prescindir de una parte. Es más que suficiente para tus necesidades, para tus microscópicas necesidades, Timofey.

Su abdomen, ceñidamente fajado bajo la falda negra, saltó dos o tres veces con una muda, íntima, bien intencionada y reminiscenre ironía; Pnin se sonó, sacudiendo la cabeza con embeleso, lleno de un voluptuoso jolgorio.

—Escucha mi último poema —dijo ella, con las manos al lado de su cuerpo, mientras se mantenía enteramente rígida de espaldas; y entornó rítmicamente, con tonos de aspiración profunda y notas graves:

Ya nádela tyomnoe plat’e,

l monashenki ya skromney;

Iz slonovoy kosti raspyat’e

Nad holodnoy postel'yu moey

No ogni nebivalih orgiy

Prozhigayut moyo zabityo

l shepchi ya imya Georgiy...

Zolotoe imya tvoyo!»

Me he puesto un vestido oscuro

y estoy más recatada que una monja;

un crucifijo de marfil

yace en mi lecho frío.

Pero las luces de fabulosas orgías

arden a través de mi olvido,

y murmuro el nombre de George...

¡tu dorado nombre!

—Es un hombre muy interesante — continuó ella, sin intervalo alguno—. Absolutamente inglés, por añadidura. Piloteó un bombardero durante la guerra y ahora está en una firma de corredores que no simpatizan con él y no lo comprenden. Viene de una familia muy antigua. Su padre era un soñador: tenía un casino flotante, ¿sabes? Pero lo arruinaron unos gángsters judíos en Florida y fue voluntariamente a prisión en lugar de otro hombre; es una familia de héroes.

Hizo una pausa. El silencio en la pequeña habitación parecía. ritmado, no roto, por las pulsaciones y tintineos de esos tubos de órgano blanqueados en la garganta de Liza.

—Hice un informe completo para Eric — continuó con un suspiro—. Y ahora me asegura que puede curarme si coopero. Desgraciadamente, también estoy cooperando con George.

Pronunciaba Georgecomo en ruso; las dos gduras, las dos ealargadas.

—Bien, c'est la vie, como dice Eric con tanta originalidad. ¿Cómo puedes dormir con esa telaraña colgando del techo?

Miró su reloj-pulsera.

—¡Vaya!, tengo que alcanzar el bus de las 4,30. Tienes que llamar un taxi en seguida. Tengo que decirte algo importantísimo.

Por fin llegaba... ¡tan tarde!

Ella quería que Timofey ahorrara todos los meses algo para el niño, «porque ahora no podía pedirle a Bernard Maywood», y ella podía morirse, «y Eric no se preocupaba de lo que sucediera», y alguien tenía que enviar al muchacho una pequeña suma de vez en cuando, como si proviniera de su madre, «para el bolsillo, ¿sabes?» Iba a estar entre niños ricos. Ella escribiría a Timofey dándole la dirección y algunos detalles más. Sí. Nunca había dudado de que Timofey era un amorcito ( Nu kakoy zhe ti dushka). Y, ahora, ¿dónde estaba la sala de baño? ¿Y tendría él la amabilidad de llamar un taxi por teléfono?

—Te diré de paso... —dijo Liza, cuando Pnin la ayudó a ponerse el abrigo y, como de costumbre, buscaba cejijunto la fugitiva bocamanga mientras ella escarbaba y tentaba—. ¿Sabes, Timofey? Este traje marrón tuyo es un error: un caballero no usa el marrón. La despidió y volvió caminando por el parque. Tenerla, guardarla tal como era, con su crueldad, su vulgaridad, sus ojos azules cegadores, su mísera poesía, sus pies gordos, su alma impura, seca, sórdida, infantil. De pronto pensó: «Si las personas se reúnen en el cielo (no lo creo, pero supongámoslo), ¿cómo voy a evitar que me envuelva esa cosa marchita, inútil y coja que es su alma? Pero ésta es la tierra, y yo, cosa curiosa, estoy vivo, y algo hay en mí y en la vida...»

Inesperadamente (porque la desesperación humana raras vece» conduce a grandes verdades) le pareció estar al borde de una solución simple del universo, pero una llamada urgente interrumpió sus meditaciones. Una ardilla, bajo un árbol, había visto a Pnin en el sendero. Con un movimiento sinuoso, como el de un zarcillo, el inteligente animal subió hasta el borde de una fuente para beber y, cuando Pnin se aproximó, le tendió la cara ovalada e hinchó los carrillos emitiendo un sonido balbuciente, algo vulgar. Pnin comprendió y, tras torpes tanteos, encontró la clavija que había que oprimir para que saliera agua. Mirándolo con desprecio, el roedor, sediento, se acercó a la columna sólida y centelleante y bebió largo rato. «Quizás tenga fiebre», pensó Pnin, llorando calladamente, sin disimulo, mientras continuaba oprimiendo cortésmente el dispositivo y procuraba no encontrarse con la mirada desagradable que se mantenía fija en él. Apagada su sed, la ardilla se alejó sin la menor manifestación de gratitud.

El padre acuático siguió su camino, llegó al final del sendero y torció hacia una calle lateral, donde había un pequeño bar hecho de troncos, con macetas granate en sus ventanas francesas.

7

Cuando Joan, a las cinco menos cuarto, llegó a casa con una bolsa de provisiones, dos revistas y tres paquetes, encontró en el buzón del porche una carta aérea certificada de su hija. Habían transcurrido más de tres semanas desde que Isabel escribiera brevemente a sus padres para decirles que, después de su luna de miel en Arizona, había llegado sana y salva a la ciudad natal de su marido. Haciendo malabarismos con los paquetes, Joan desgarró el sobre. Era una carta extáticamente dichosa, y la devoró mientras a su alrededor todo se bañaba en la irradiación de su alivio. Al lado afuera de la puerta palpó, y luego vio, las llaves de Pnin pendientes de la cerradura, meciéndose en su estuche de cuero como un trocito de sus más amadas visceras; las utilizó para abrir la puerta y, no bien hubo entrado, oyó venir de la despensa un golpeteo anarquista y vigoroso: armarios que se abrían y cerraban sucesivamente.

Dejó la bolsa y los paquetes en la mesa de la cocina y gritó hacia la despensa:

—¿Qué está buscando, Timofey?

Este salió, muy ruborizado, con una mirada delirante, y ella se sobresaltó al verle el rostro, con un confuso tropel de lágrimas sin secar.

—Busco, John, los viscosos y el soda —dijo, trágicamente.

—Creo que no hay soda —contestó ella, con su lúcida prudencia anglosajona—. Pero hay whisky en abundancia en el armario del comedor. No obstante, le propongo que bebamos una buena taza de té caliente.

El hizo el gesto ruso de «renunciación».

—Quiero absolutamente nada —dijo, y se sentó junto a la mesa de la cocina dando un terrible suspiro.

Ella se sentó a su lado y abrió una de las revistas que compraran.

—Miremos algunas ilustraciones, Timofey.

—No quiero John. Usted sabe que no distingo qué es aviso y qué no es aviso.

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