Pnin - Набоков Владимир Владимирович 7 стр.


—Cálmese, Timofey; yo me encargaré de las explicaciones. Mire, ésta me gusta. ¡Oh!, pero si es muy ingeniosa. Tenemos aquí una combinación de dos ideas: la Isla Desierta y la Niña de la Nube. Ahora mire, Timofey, por favor.

De mala gana, él se caló las gafas para leer.

—Esta es una isla desierta con una palmera solitaria, y éste es un resto de balsa rota, y éste es un marinero náufrago, y éste es el gato del barco que él salvó, y esto, aquí, en esa roca...

—Imposible —dijo Pnin—. Tan pequeña isla, además coa palma, no puede existir en mar tan grande.

—Bueno, aquí existe.

—Aislamiento imposible —dijo Pnin.

—Sí, pero... Oiga, usted no está jugando limpio, Timofey. Sabe perfectamente que está de acuerdo con Lore en que el mundo de la mente está basado en una transacción con la lógica.

—Tengo mis reservas —dijo Pnin—. Primeramente, la lógica misma...

—Bueno, bueno. Parece que nos hemos alejado de nuestro pequeño chiste. Ahora, mire el cuadro. Entonces, éste es el marinero, y éste es el gatito, y ésta es una sirena algo distraída que merodea por la vecindad. Y ahora mire las nubecitas que hay inmediatamente encima del marinero y del gatito.

—Explosión de bomba atómica —dijo Pnin tristemente.

—No, en absoluto. Es algo mucho más gracioso. Vea usted: se supone que estas nubecitas redondas son las proyecciones de sus pensamientos. Y ahora llegamos por fin a la parte divertida. El marinero imagina a la sirena con un par de piernas, y el gato la imagina con torso de pez.

—Lermontov —dijo Pnin, alzando dos dedos — lo dijo todo sobre las sirenas en sólo dos poemas. No puedo comprender el humorismo americano ni siquiera cuando estoy de buen humor, y debo decir... —se retiró las gafas con manos temblorosas, echó la revista a un lado con el codo y, apoyando la cabeza en su brazo, estalló en sollozos ahogados.

Ella oyó abrirse y cerrarse la puerta. Un momento después Laurence atisbo la cocina con sigilo juguetón. Con su mano derecha, Joan le indicó que se fuera, y con la izquierda le señaló el sobre de bordes irisados encima de los paquetes. La sonrisa íntima que le dirigió fue un resumen de la carta de Isabel. El la cogió y, ya sin bromear, se alejó de puntillas.

Los hombros absurdamente robustos de Pnin seguían sacudiéndose. Ella cerró la revista y, por un minuto, estudió la cubierta: colegiales brillantes como juguetes; Isabel y el hijo de Hagen; árboles sombríos en día de asueto; un chapitel blanco; las campanas de Waindell.

—¿Ella no quiere volver? —preguntó Joan, suavemente.

Pnin, con la cabeza en el brazo, comenzó a golpear la mesa con su mano flojamente empuñada.

—Tengo nadie —gimió, entre sonoros y húmedos resoplidos—. Ya no me queda nadie, nadie! I haf nofing... I haf nofing left, nofing, nofing!

CAPITULO TERCERO

1

Durante los ocho años que Pnin llevaba enseñando en la Universidad de Waindell, había cambiado de alojamiento, por una u otra causa, «principalmente sónica», casi cada semestre. La acumulación consecutiva de habitaciones se. asemejaba ahora en su memoria a esas vitrinas de mueblerías en que se exhiben grupos de sillones, camas, lámparas, trozos de chimenea, todo fuera del tiempo y del espacio, mezclados bajo la suave luz de la mueblería mientras fuera nieva y oscurece, y nadie ama verdaderamente a nadie.

Las habitaciones de su período de Waindell le parecían elegantes comparadas con las que había habitado en el barrio alto de Nueva York, a mitad de camino entre el «Parque Tsentral y la Kostanera», en una manzana inolvidable por los papeles diseminados junto a la cuneta, por la mancha brillante de un excremento de perro en la que ya había resbalado alguien, y por un niño infatigable que hacía rebotar una pelota contra los peldaños del elevado pórtico marrón. Y hasta esa pieza se tornaba hermosa en la mente de Pnin (donde seguía rebotando una pelota pequeña) cuando la comparaba con su antiguo albergue, borroso y empolvado ya por el tiempo, de l su largo período bajo el pasaporte Nansen en la Europa Central. Con los años, Pnin se había vuelto exigente. Ya no le bastaban los lindos adornos. Waindell era una pequeña ciudad tranquila, y Waindellville, situada en una hendidura entre los cerros, era más tranquila aún; pero nada era bastante quieto para Pnin. Al principiar allí su vida, tuvo un estudio primorosamente amueblado en U el Hogar Universitario para Profesores Solteros. Un lugar bonito, pese a ciertos inconvenientes gregarios («¿ Ping-pong, Pnin?» —«Ya no juego más juegos infantiles»), hasta que llegaron los operarios y comenzaron a abrir agujeros en la calle («Calle Olla de Grillos», «Pningrado») y a taparlos después. Tal estado de cosas continuaba sin interrupción, durante semanas en oleadas de terremotos a los que sucedían desmayadas pausas, sin que pareciese pro. bable que se volviera a descubrir la preciosa herramienta enterrada por error. Tuvo (para elegir sólo al azar) aquel cuarto en el Duke's Loge, de aspecto eminentemente hermético; un kabitiet encantador sobre el cual, no obstante, cada tarde, entre portazos y ruidosas duchas en el baño, se paseaban lenta e inflexiblemente dos estatuas con piernas de piedra. Eran modales difíciles de conciliat con la esbelta estructura de sus vecinos del piso alto, que resultaron ser los Starr, del Departamento de Bellas Artes («Yo soy Cristopher y ésta es Louise»). Formaban una pareja angelicalmente suave y ambos sentían un vivo interés por Dostoievski y Shostakovich. Tuvo, en otra pensión, un estudio-dormitorio muy íntimo, adonde nunca vino nadie para que le diera clases gratuitas de ruso. En este refugio, además, no bien comenzó el tremendo invierno de Waindell a introducirse en él, mediante agudas corrientes de aire (que no sólo provenían de la ventana sino también del closet y los enchufes), la habitación a exhalar una ráfaga de demencia y místico delirio, un tenaz murmullo musical de compases más o menos clásicos, extrañamente ubicados en el argénteo radiador, Pnin trató de ahogarlos con una frazada, como si provinieran de un pájaro enjaulado; pero el canto persistió hasta que la anciana madre de mistress Thayer fue llevada al hospital, donde falleció, tras lo cual el radiador cambió la onda de sus rumores por otra más exótica: francés canadiense.

También ensayó domicilios de otro tipo; habitaciones alquiladas en casa de familia que, si bien diferían unas de otras en ciertos aspectos (no todas eran de tejuela, por ejemplo; algunas eran de ladrillo revocado, al menos, parcialmente), tenían una característica común: en los estantes del salón o del rellano de la escalera se hallaban, invariablemente, Hendrick Willem Van Loon y el doctor Cronin. Ambos podían estar separados por un manojo de revistas o por alguna novela histórica gruesa y reluciente, o hasta por algunas biografías más o menos conocidas. También en estas casas colgaba siempre en algún sitio una reproducción de Tolouse-Lautrec. Pero lo que jamás faltaba era la pareja Van Loon-Cronio, cambiando miradas de tierno reconocimiento, como dos vie' amigos que se encuentran en una fiesta entre desconocidos.

2

Volvió por una breve temporada al Hogar Universitario, pero los perforadores del pavimento también volvieron y, con ellos, otras jnolestias. Hoy por hoy, Pnin seguía alquilando el dormitorio rosado de volantes blancos del segundo piso de la casa de los Clements. Este era el sitio que más le había gustado y la primera habitación que había ocupado más de un año. Por aquel entonces, ya había borrado toda huella de su dueña anterior; al menos, así lo creía, porque no había descubierto, y probablemente nunca lo haría, una cara ridícula dibujada en la pared, inmediatamente debajo de la cabecera del lecho; tampoco había visto esas marcas de lápiz semi-borradas en el quicio de la puerta, marcas que indicaban distintas alturas a partir de un metro cuarenta y dos en 1940.

Durante más de una semana Pnin pudo disfrutar de la casa entera. Joan Clements había partido en avión a visitar a su hija casada en un lejano Estado del Oeste, y un par de días más tarde, al comienzo de su curso primaveral de Filosofía, el profesor Clements, llamado por teléfono, también voló al Oeste.

Nuestro amigo se sirvió pausadamente un desayuno a base de leche, cuyo suministro no había sido interrumpido, y a las nueve y media se dispuso a dar su paseo habitual por los jardines.

Agradaba ver esa manera suya de ponerse el abrigo, a la manera de los intelligenskirusos: con la cabeza inclinada, exhibiendo su perfecta calvicie y su gran barbilla tipo duquesa de Wonderland, sujetaba firmemente los extremos cruzados de su bufanda verde para mantenerla sobre el pecho mientras, con una sacudida de sus amplios hombros, conseguía introducirse a un mismo tiempo en ambas mangas, y, con otro empujón, colocarse enteramente el resto del abrigo. Cogió su portfel' (portadocumentos), revisó el contenido y salió.

Aún estaba a tiro de piedra del porche, cuando recordó un libro de la Biblioteca de la Universidad cuya devolución le reclamaban con urgencia para que lo ocupara otro lector. Luchó un momento consigo mismo: todavía necesitaba el volumen. Pero el bondadoso Pnin simpatizaba demasiado con el clamor insistente del estudioso desconocido para no volver en busca del grueso y pesado tomo. Era el volumen 18, dedicado especialmente a Tolstoy: Sovetsky Zolotoy Fond Literaturi(Fondo Dorado de la Literatura Soviética), Moskva-Leningrad, 1940.

3

Los órganos que concurren a la producción de sonidos en el idioma inglés son la laringe, el paladar, los labios, la lengua (esa polichinela de la troupe) y, en último pero no menor término, la mandíbula inferior. Pnin se confiaba en el movimiento superenérgico y algo rumiante de esta mandíbula cuando traducía en clase pasajes de la gramática rusa o algún poema de Pushkin. Si su ruso era música, su inglés era un homicidio. Tenía una dificultad enorme con la «despalatización», y nunca conseguía eliminar esa especie de rocío con que los rusos acompañaban las ty las dantes de las vocales, a las que Pnin suavizaba de modo tan peculiar. Su explosivo hat(sombrero) («Nunca ando en sombrero, aun en invierno») difería de la pronunciación americana corriente de hof(caliente), típica de los habitantes de Waindell, sólo por su menor duración, sonando así muy semejante al verbo alemán hat(tiene). Las o largas se convertían inevitablemente en cortas: su no parecía italiano, y esto se acentuaba por su treta de triplicar el negativo: («¿Puedo llevarlo, míster Pnin?» «No-no-no, sólo estoy a dos pasos desde aquí»). Desconocía la o larga y no se daba cuenta de ello; todo lo que conseguía cuando tenía que pronunciar noon(tarde), era la vocal laxa del alemán nun(ahora).

El cumpleaños de Pnin, de acuerdo al calendario juliano bajo el cual había nacido en San Petersburgo en 1898, caía el 3 de febrero. Pero ya no lo celebraba pues, desde su salida de Rusia, esta fecha se le confundía en medio de las del calendario gregoriano, al que debía restarle trece (no: doce) días.

En el pizarrón nimbado de tiza, que él llamaba jocosamente «pizarreño», escribió una fecha. Esta nada tenía que ver con la que regía en Waindell:

26 de diciembre de 1892

Cuidadosamente estampó un punto final blanco y grande, y agregó debajo:

3,03 P. M., San Petersburgo

Esto fue transcrito, con toda disciplina, por Frank Backman, Rose Balsamo, Frank Carroll, Irving D. Herz, la hermosa e inteligente Marilyn Hohn, John Mead, Jr., Peter Volkov y Allan Bradbury Walsh.

Pnin, estremecido por una risa muda, regresó a su pupitre; tenía un cuento que relatar. Esa línea en la absurda gramática rusa: Brozhu li ya vdol' ülits shuminh(«Ya sea que vague por calles ruidosas»), era en realidad, el comienzo de un famoso poema. Y aunque se suponía que en esa clase de Ruso Elemental, Pnin debía atenerse a ejercicios de lenguaje tales como: Mama, telefon! Brozhu li ya vdol' ulits shuminh. Ot Vladivostoka do Vashinngtona 5.000 mil), él aprovechaba todas las oportunidades para aventurar a sus alumnos por excursiones literarias e históricas.

En ese poema de ocho cuartetos tetramétricos, Pushkin describía su hábito morboso e inveterado, donde quiera que se hallara, hiciera lo que hiciese, de detenerse en pensamientos fúnebres e inspeccionar meticulosamente el día que iba pasando, como si se forzara por descubrir en su criptograma un posible y «futuro aniversario» : el día y el mes que alguna vez, en algún sitio, aparecerían escritos en la lápida de su tumba.

—«¿Dónde me enviará el destino?», futuro imperfecto, «¿la muerte?» —declamaba inspirado Pnin, echando atrás la cabeza y traduciendo, sin acobardarse, literalmente—. « ¿En la lucha, de viaje, o en medio de las olas? ¿o en la vecina hondonada?» Dolina significa lo mismo que «valle». Y diríamos ahora: «Aceptará mis cenizas refrigeradas.» Poussiére «polvo frío», sería quizás más correcto. «Y aunque es indiferente para el cuerpo insensitivo...»

Pnin prosiguió así, hasta terminar el poema. Entonces, indicando dramáticamente con la tiza, observó cuánto cuidado había puesto Pushkin en anotar el día, y hasta el minuto exacto en que escribiera aquella obra.

—Sin embargo — exclamó triunfalmente—, murió en un día muy, ¡pero muy diferente! Murió... —La silla en que se apoyaba emitió un crujido ominoso, y los alumnos se relajaron, estallando en excusables y jóvenes risotadas.

(Alguna vez, en algún sitio —¿sería en San Petersburgo? ¿o en Praga?—, recordó, uno de los payasos había retirado el banquillo en que el otro se sentaba para tocar el piano; no obstante, aquel había seguido tocando incólume su sonata, como si siguiera sentado. ¿Dónde había sido esto? ¡Ah! ¡en el circo Busch: en ¡Berlín!).

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