Annotation
El texto original ruso de esta novela se titula Priglashenie na kazn'. No obstante la desagradable repetición del sufijo, yo habría sugerido traducirlo como Invitación a una Ejecución, pero por otra parte, Priglashenie na otsechenie golovi (Invitación a una decapitación) era lo que realmente hubiera dicho en mi idioma nativo, de no haberme encontrado con un tartamudeo similar. Escribí el original ruso en Berlín, hace exactamente un cuarto de siglo, unos quince años después de haber huido del régimen bolchevique, y justo antes de que el régimen nazi alcanzara su mayor popularidad. La cuestión de que si mi visión de ambos en términos de una misma sórdida y bestial farsa tuvo algún efecto sobre este libro, debe preocupar al buen lector tan poco como a mí.
Vladimir Nabokov
Invitación a una decapitación
LATINOAMERICANA DE BOLSILLO
Título original en inglés:
INVITATION TO A BEHEADING
Traducción de Lydia de García Díaz
© EDITORIAL SUR S. R. L., 1960. Buenos Aires
PREFACIO
El texto original ruso de esta novela se titula Priglashenie na kazn'. No obstante la desagradable repetición del sufijo, yo habría sugerido traducirlo como Invitación a una Ejecución, pero por otra parte, Priglashenie na otsechenie golovi (Invitación a una decapitación)era lo que realmente hubiera dicho en mi idioma nativo, de no haberme encontrado con un tartamudeo similar.
Escribí el original ruso en Berlín, hace exactamente un cuarto de siglo, unos quince años después de haber huido del régimen bolchevique, y justo antes de que el régimen nazi alcanzara su mayor popularidad. La cuestión de que si mi visión de ambos en términos de una misma sórdida y bestial farsa tuvo algún efecto sobre este libro, debe preocupar al buen lector tan poco como a mí.
Priglashenie na kazn'apareció en París, por entregas, en una revista editada por emigrantes rusos, la Sovremenríiya Zapiski, y más tarde fue publicada en esa misma ciudad por el Dom Knigi. Los críticos emigrados, a quienes confundió pero gustó, creyeron distinguir en la novela cierto aire «kafkasiano», ignorando que yo no sabía alemán, desconocía absolutamente la moderna literatura germana, y no había leído aún ninguna traducción inglesa o francesa de la obra de Kafka. Sin duda, existen ciertos lazos estilísticos entre este libro y, digamos, mis primeras obras (o la ya posterior Bend Sinister); pero no hay ninguno entre éste y El castilloo El proceso. Las afinidades espirituales no tienen lugar en mi concepto de crítica literaria, pero si tuviera que elegir un alma gemela, sería por cierto aquel gran artista, antes que G. H. Orwell o cualquier otro abastecedor popular de ideas ilustradas y ficción publicitaria. A ese respecto nunca pude entender por qué cada libro mío invariablemente impulsa a los críticos a lanzarse a una precipitada carrera en busca de nombres más o menos célebres para compararme con ellos en apasionada discusión. Durante tres décadas me han arrojado (para nombrar unos pocos de esos inocentes proyectiles) a Gogol, Dostoievski, loyce, Voltaire, Sade, Stendhal, Balzac, Byron, Biernohm, Proust, Kleist, Makar, Marinsky, Mary McCarthy, Meredith (!), Cervantes, Charlie Chaplin, la baronesa Murasaki, Pushkin, Ruskin, y hasta Sebastián Knight. Un autor, sin embargo, nunca ha sido mencionado en esta relación, el único autor a quien reconozco agradecido su influencia sobre mí en el momento de escribir este libro, a saber, el extravagante, melancólico, sabio, ingenioso, mágico y desde todo punto de vista encantador Pierre Delalande, de mi invención.
Si algún día hago un diccionario de definiciones huérfanas de palabras a quien definir, una de las más preciadas será: «Reducir, ampliar, o si no alterar u obligar o alterar, en aras de una tardía mejoría, los propios escritos, para su traducción».
Hablando en general, el apremio crece en proporción al espacio de tiempo que separa al modelo de la mímica; pero cuando mi hijo me dio a revisar la traducción de este libro, y cuando yo, después de tantos años tuve que releer el original ruso, hallé con alivio, que no tenía que luchar con ninguna endiablada enmienda creativa. Mi lenguaje ruso, en 1935, englobaba una cierta visión de los términos precisos que correspondían, y las únicas correcciones necesarias fueron las de pura rutina, en bien de esa claridad de expresión que en inglés parece requerir una pirotecnia menos rebuscada que en ruso. Mi hijo resultó ser un maravilloso traductor congénito; y había quedado establecido entre nosotros que la fidelidad al autor es lo primero, no importa cuán raro sea el resultado. Vive le pedant, y abajo con los gaznápiros que creen que todo está bien si se conserva el «espíritu» mientras las palabras se van solas en ingenua y vulgar parranda por los suburbios de Moscú, por ejemplo, y Shakespeare es reducido otra vez al papel del fantasma del rey.
Mi autor favorito (1767-1849) dijo una vez de una novela ya totalmente olvidada «II a tout pour tous. II fait rire l'enfant et frissonner la femme. II donne à l'homme du monde un vertige salutaire et fait rever ceux qui ne révent jamais». «Invitado a una Decapitación» no puede pretender nada de eso. Es un violín en un claro. La gente del mundo lo juzgará un timo. Los ancianos escaparán de él hacia los romances regionales y las biografías de hombres públicos. Ninguna socia de un club de mujeres se sentirá estremecer. Los mal intencionados descubrirán en la pequeña Emmie a una hermana de Lolita, y los discípulos del médico-hechicero vienés, lo desmenuzarán en un grotesco mundo de culpa colectiva y progresivnoieeducación. Pero como dijo el autor de Discours sur les ombres refiriéndose a otra obra cumbre: «Yo conozco (je cónnais) unos pocos (quelques) lectores que brincarán, mesándose los cabellos».
Oak Creek Canyon, Arizona. 9 de junio de 1959.
COMME UN FOU SE CROIT DIEU,
NOUS NOUS CROYONS MORTELS
Delalande: Discours sur les ombres
CAPITULO PRIMERO
De acuerdo con la ley, la sentencia de muerte le fue anunciada a Cincinnatus C. en voz muy baja. Todos se pusieron de pie, cambiando sonrisas. El juez de cabello cano le acercó su boca al oído, contuvo el aliento, le hizo el anuncio y se apartó lentamente, como despegándose de él. De inmediato devolvieron a Cincinnatus a la fortaleza. El camino se arrollaba a su basamento rocoso y desaparecía dentro de la puerta como una serpiente en una grieta. Él estaba tranquilo; sin embargo tuvieron que llevarle en vilo todo el camino a través de los largos corredores, ya que apoyaba sus pies inseguros, como un niño que acaba de aprender a caminar o como si estuviera por caerse, igual que un hombre que sueña que camina sobre el agua y que de pronto es presa de una repentina duda: ¿es esto posible? Rodion, el carcelero, demoró largo tiempo en abrir la puerta de la celda de Cincinnatus —la llave no era ésa— y se cumplió la alharaca de costumbre. Por fin cedió la puerta. Dentro, esperaba ya el abogado. Estaba sentado sobre el catre, hundido hasta los hombros en el pensamiento, sin la levita (que había sido olvidada sobre una silla en la sala de audiencias —era un día caluroso, un día azul de punta a punta-); saltó impaciente al entrar el prisionero. Pero Cincinnatus no estaba de humor para conversaciones. Aunque la alternativa era la soledad de una celda —con su mirilla como un rumbo en un bote— no le importaba, y pidió que le dejaran solo; todos le hicieron una reverencia y partieron.
De modo que estamos llegando al final. La parte derecha del libro, todavía no gustada, que durante nuestra deliciosa lectura palpábamos levemente comprobando mecánicamente si todavía quedaban muchas páginas (y su grosor plácido y fiel contentaba siempre a nuestros dedos) de pronto, sin razón alguna, se ha vuelto bien magra: unos pocos minutos de rápida lectura, ya cuesta abajo, y ¡horror! El montón de cerezas, cuyo conjunto nos había parecido de un negro tan lustroso y rojizo, se ha transformado de pronto en discretas drupas: aquella de allí está un poco pasada, y esta de aquí está marchita y seca alrededor de su cuesco (y la última es inevitablemente acida y verde). ¡Horror! Cincinnatus se quitó su chaquetón de seda, vistió su bata y, golpeando un poco los pies para detener el temblor, comenzó a recorrer la celda. Sobre la mesa brillaba una limpia hoja de papel, y, claramente perfilado contra su blancura, yacía un lápiz de punta bien afilada, tan largo como la vida de cualquier hombre excepto Cincinnatus, y con brillo de ébano en cada una de sus seis facetas. Un ilustrado descendiente del dedo índice. Cincinnatus escribrió: «A pesar de todo estoy relativamente. En resumidas cuentas yo tenía presentimientos, tenía presentimientos de este final». Rodion estaba parado del otro lado de la puerta y espiaba a través de la mirilla con la decidida atención del capitán de un barco. Cincinnatus sintió un frío en la nuca. Tachó lo que había escrito y comenzó a sombrearlo suavemente; una decoración embrionaria fue apareciendo gradualmente y tomó forma de cuerno de carnero. ¡Horror! Rodion espiaba por la mirilla azul en el horizonte ora subiendo, ora bajando. ¿Quién se estaba mareando? Cincinnatus. Comenzó a sudar, todo se oscureció y sintió que se le erizaban los cabellos. Un reloj dio las horas —cuatro o cinco— con las vibraciones y revibraciones y reverberaciones propias de una prisión. Ruido de pies, una araña —amiga oficial del preso— bajó por un hilo desde el techo. Sin embargo, nadie golpeó la pared, ya que Cincinnatus era a ese entonces el único prisionero (¡en tan enorme fortaleza!).
Algún tiempo después Rodion el carcelero entró y se ofreció para bailar un vals con él. Cincinnatus aceptó. Comenzaron a girar. Las llaves que colgaban del cinturón de cuero de Rodion tintineaban, él olía a sudor, tabaco y ajo; tarareaba, soplando por entre su roja barba, y crujían sus oxidadas articulaciones (¡ay! ya no era el de antes; ahora estaba gordo y le faltaba el aliento). La danza los llevó hasta el corredor. Cincinnatus era mucho más pequeño que su compañero. Cincinnatus era tan ligero como una hoja. El viento del vals hacía ondear las puntas de su largo pero delgado bigote y sus grandes ojos límpidos miraban de soslayo, como siempre ocurre con los danzarines tímidos. En realidad era muy pequeño para ser ya un hombre. Marthe solía decir que sus zapatos hasta a ella le iban estrechos. En la esquina del corredor estaba apostado otro guardia sin nombre con un rifle y una máscara perruna con boca de gasa. Describieron un círculo cerca de él y se deslizaron de vuelta dentro de la celda. Y entonces Cincinnatus lamentó que el amistoso abrazo del desvanecimiento hubiera sido tan breve.
Con banal tristeza volvió a sonar el reloj. El tiempo avanzaba en progresión aritmética: ahora eran las ocho. La fea ventanica demostró ser accesible al acaso; un llameante paralelogramo apareció sobre la pared lateral. La celda se llenó hasta el techo con los óleos del atardecer, que contenían extraordinarios pigmentos. Así uno podría pensar si allí, a la derecha de la puerta, estaba el cuadro de algún audaz colorista o si se trataba de otra ventana ornada, de ésas que ya no existen. (En realidad era un pergamino que colgaba sobre la pared, con dos columnas de preciáis «reglas de prisioneros»; la esquina doblada, las letras rojas del encabezamiento, las viñetas, el antiguo sello de la ciudad —a saber: un hogar con alas— proveían los materiales necesarios para la iluminación vespertina). La cuota de muebles de la celda, consistía en una mesa, una silla y el catre. La cena (los condenados a muerte tenían derecho a recibir las mismas comidas que los carceleros), hacía largo rato que esperaba y se enfriaba en una bandeja de cinc. Se hizo bastante oscuro. De pronto el lugar se llenó de una dorada y altamente concentrada luz eléctrica.
Cincinnatus bajó los pies del catre. Una bola recorrió su cabeza, de la nuca a la sien, se detuvo y retrocedió. Mientras tanto se abrió la puerta y entró el director de la cárcel.
Como siempre, vestía levita, y se mantenía exquisitamente erguido, una mano sobre el corazón, la otra tras su espalda. Un perfecto tupé negro como la brea que lucía un peinado grasiento, cubría suavemente su cabeza. Su cara, elegida sin amor, con sus mejillas gruesas y cetrinas y su sistema de arrugas un tanto anticuadas, era animada en cierto modo por dos, y solamente por dos, ojos saltones. Moviendo uniformemente las piernas cubiertas por sus pantalones columnarios, caminó desde la pared hasta la mesa, casi hasta el catre —pero, a pesar de su majestuosa solidez, se desvaneció tranquilamente, disolviéndose en el aire. Un minuto después, sin embargo, la puerta s volvió a abrir, esta vez con el chirrido familiar, y, vestid como siempre con su levita, sacando pecho, entró la misma persona.
—Habiendo sabido de fuentes dignas de crédito que su suerte está prácticamente sellada —comenzó a decir con voz baja—, he considerado mi deber, estimado señor...
Cincinnatus dijo:
—Amable. Usted. Mucho. (Esto todavía debía ser mejor dispuesto.).
—Es usted muy amable —dijo un Cincinnatus adicional después de aclararse la voz.
— Merci—exclamó el director sin tener en cuenta la falta de tacto de esa palabra—. ¡ Merci! No piense. El deber. Yo siempre. Pero caramba, puedo atreverme a preguntar, ¿no ha tocado usted su comida?
El director levantó la tapa y alzó hasta su sensitiva nariz el tazón del guiso coagulado. Con dos dedos tomó una papa y comenzó a masticar poderosamente, escogiendo ya con una ceja algo en otro plato.
—No sé qué comida mejor podría usted desear —dijo con disgusto, y, tirándose de los puños, se sentó a la mesa para estar más cómodo mientras comía el budín de arroz.
Cincinnatus dijo:
—Me gustaría saber si habrá para largo.
—¡Excelente sambayon! Me gustaría saber si habrá para largo. Desgraciadamente yo mismo no lo sé. Siempre me informan a último momento; me he quejado muchas veces; puedo mostrarle toda la correspondencia al respecto, si le interesa.
—¿De modo que puede ser mañana por la mañana? —preguntó Cincinnatus.
—Si le interesa... —dijo el director—. Sí, categóricamente delicioso y muy satisfactorio, eso es lo que le diré. Y ahora, pour la digestión, permítame ofrecerle un cigarrillo. No tema, a lo sumo éste sería el penúltimo —añadió ingeniosamente.
—No pregunto por curiosidad —dijo Cincinnatus—. Es verdad que los cobardes son siempre curiosos. Pero le aseguro... Aun cuando no puedo controlar mis escalofríos y cosas por el estilo, eso nada significa. Un jinete no es responsable por los temblores de su caballo. Quiero saberlo por esta razón: la compensación de una pena de muerte es el conocimiento de la hora exacta en que uno ha de morir. U;n gran lujo, pero bien ganado. Sin embargo, me dejan en esa ignorancia que es tolerable sólo para aquellos que viven en libertad. Y, más aún, tengo en mi cabeza muchos proyectos que fueron comenzados e interrumpidos en diversas ocasiones... Simplemente no he de continuarlos si el tiempo que resta hasta mi ejecución no es suficientemente largo para concluirlos con orden. Es por eso que...