Invitación a una decapitacón - Набоков Владимир Владимирович 2 стр.


—Oh, quiere hacerme el favor de cesar de gruñir —dijo el director irritado—. En primer lugar, está contra el reglamento, y en segundo, se lo digo por segunda vez y en claro ruso, no lo sé. Todo lo que puedo decirle es que su compañero de destino es esperado de un día a otro; y cuando llegue y descanse y se acostumbre a los alrededores, todavía tendrá que probar el instrumento, si, desdeí luego, no ha traído el propio, lo que es muy probable. ¿Qué tal el tabaco? ¿No es demasiado fuerte?

—No —respondió Cincinnatus, después de mirar distraídamente su cigarrillo—. Sólo que me parece que de acuerdo con la ley... Usted no, quizás pero sí el administrador de la ciudad... se supone que...

—Ya hemos conversado y ahora basta —dijo el director—: En realidad, yo he venido, no ha escuchar quejas, sino a... —parpadeando buscó primero en un bolsillo, luego en otro. Por fin, de un bolsillo del pecho interior, extrajo una hoja de papel rayado, obviamente arrancada de un cuaderno de escuela.

—Aquí no hay cenicero —observó, haciendo gestos con el cigarrillo—. Oh, bueno, ahoguemos lo que queda en el resto de esta salsa... Así. Yo diría que esta luz es un poco desagradable. Quizás si nosotros... Oh, no importa, tendrá que servir.

Desplegó el papel y, sin calarse las gafas de armazón de asta que mantuvo frente a sus ojos, comenzó a leer claramente:

—«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas...» Creo que será mejor que nos pongamos de pie —se interrumpió con aire preocupado, levantándose de la silla. Cincinnatus lo imitó.

—«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas están sobre ti, y tus jueces se muestran jubilosos y tú te estás preparando para esos movimientos corporales involuntarios que suceden directamente a la separación de la cabeza, te dirijo una palabra de despedida. Es mi misión, y esto yo nunca he de olvidar, proveer a tu estancia en la cárcel de toda esa multitud de comodidades permitidas por la ley. Por lo tanto seré feliz de dedicar toda la atención posible a cualquier expresión de tu gratitud, preferiblemente, sin embargo, por escrito y en un costado de la hoja...»

—Ya está —dijo el director plegando las patillas de las gafas—. Eso es todo. No lo detendré más. Déjeme saber si necesita algo.

Se sentó a la mesa y comenzó a escribir rápidamente, indicando de esta forma que la audiencia había terminado. Cincinnatus salió. Sobre la pared del corredor dormitaba la sombra de Rodion, reclinada sobre la sombra de un banquillo, con solamente una orla de barba rojiza delineada. Más adelante al doblar la pared, el otro guardia se había sacado la máscara de su uniforme y se secaba la cara con la manga. Cincinnatus comenzó a bajar la escalera. Los escalones de piedra eran angostos y resbaladizos, con la impalpable espiral de una barandilla fantasma. Al llegar al fondo, nuevamente recorrió corredores. Una puerta cuyo cartel «Oficina» se traslucía invertido como en un espejo, estaba abierta de par en par. La luz de la luna destellaba sobre un tintero y el canasto de papeles crujía y se sacudía furiosamente bajo la mesa: un ratón debía haber caído dentro. Cincinnatus, después de cruzar muchas otras puertas, tropezó, brincó y se encontró en un pequeño patio, lleno de varias partes de la luna desmantelada. Esa noche, el santo y seña era silencio, silencio de Cincinnatus y le dejó pasar; lo mismo ocurrió en todas las otras puertas. Dejando atrás la neblinosa masa de la fortaleza, comenzó a deslizarse por un empinado y húmedo banco de césped; alcanzó un pálido sendero entre las colinas, cruzó dos, tres veces los meandros del camino principal —que, habiéndose sacudido por encima la última sombra de la fortaleza, corría más derecho y libre— y un puente de filigrana a través de un riachuelo seco, condujo a Cincinnatus hasta la ciudad. Subió hasta la cima de un terraplén, dobló a la izquierda hacia Garden Street y pasó rápidamente junto a unos arbustos de gris florescencia. En algún lugar relampagueó una ventana iluminada; detrás de alguna empalizada un perro sacudió su cadena pero no ladró. La brisa hacía cuanto podía para enfriar el cuello desnudo del fugitivo. De tanto en tanto, llegaba una ola de fragancia de los Tamara Gardens. ¡Cuán bien conocía ese parque público! Allí, donde Marthe, cuando novia, se asustaba de las ranas y escarabajos... Allí, donde cada vez que la vida parecía insoportable, se podía vaga con un capullo de lila apretado en los labios y lágrima como luciérnagas en los ojos. Aquel verde parque de alerces, la languidez de sus laguillos, el tum-tum-tum de una banda distante... Dobló hacia Matterfact Street, pasó lasl ruinas de una vieja fábrica, el orgullo de la ciudad, pasó susurrantes tilos, pasó las blancas casas de aspecto festivo de los empleados de telégrafos, perpetuamente celebrando el cumpleaños de alguien, y desembocó en Telegrap Street. Desde allí, un estrecho sendero lo llevó cuesta arriba, y otra vez los tilos comenzaron a murmurar discretamente. Dos hombres, supuestamente sentados sobre un banco, conversaban quedamente en medio de la oscuridad de un jardín público. —Digo que está equivocado—, dijo uno. El otro contestó ininteligiblemente y ambos exhalaron un suspiro que se mezcló naturalmente con el susurro del follaje. Cincinnatus llegó corriendo a una plaza circular donde la luna montaba guardia sobre la familiar estatua de un poeta que parecía un Hombre de las Nieves con un cubo por cabeza, las piernas pegadas— y, luego de unos pocos pasos más, se encontró en su propia calle. A la derecha la luna dibujaba distintos perfiles de ramas sobre las paredes de casas iguales, de modo que sólo por la expresión de las sombras, sólo por la barra interciliar entre dos ventanas, Cincinnatus reconoció su casa. La ventana de Marthe en el piso superior, estaba oscura pero abierta. Los niños deben estar durmiendo en la comba galería; allí se veía algo blanco. Cincinnatus subió corriendo los escalones del frente, abrió de un empujón la puerta y entró en su iluminada celda. Se volvió, pero ya estaba encerrado. ¡Horror! El lápiz brillaba sobre la mesa. La araña estaba sentada sobre la pared amarilla.

—¡Apaguen la luz! —gritó Cincinnatus.

Quien le observaba a través de la mirilla la apagó. La oscuridad y el siencio comenzaron a fundirse, pero el reloj interfirió; sonó once veces, pensó un instante, y sonó otra vez más; y Cincinnatus yació boca arriba contemplando la oscuridad, donde brillantes puntitos, se desperdigaban y desaparecían gradualmente. La oscuridad y el silencio se fundieron completamente. Fue entonces, y solamente entonces (eso es, yaciendo boca arriba sobre el catre de una celda, después de media noche, luego de un horrible, horrible, simplemente no puedo decirles cuán horrible día) que Cincinnatus C. evaluó claramente su situación.

Al principio, contra el fondo de este terciopelo negro que forra por las noches la parte interior de los párpados la cara de Marthe apareció como en un relicario. Su tez sonrosada de muñeca, su frente brillante de convexidad infantil; sus finas cejas de trazo hacia arriba; muy por encima de sus redondos ojos color avellana. Ella comenzó a parpadear, volviendo la cabeza, y alrededor de su suave cuello blanco como crema, llevaba una cinta de terciopelo negro. Y la aterciopelada quietud de su vestido brillaban en el fondo, confundiéndose con la oscuridad. Así es cómo él la vio entre el público cuando lo condujera hasta el banquillo de los acusados, recién pintado, donde no se atrevió a sentarse, sino que se quedó de pie a su lado (y todavía tenía las manos sucias de pintura esmeralda y los periodistas codiciosamente fotografiaron las impresiones digitales que dejara sobre el respaldo del asiento). Todavía podía ver los ostentosos pantalones de los petimetres, y los espejos de mano e iridiscentes chales de las mujeres a la moda; pero las caras le eran indistintas; de todos los espectadores sólo recordaba a la Marthe de ojos redondos. El abogado defensor y el fiscal, ambos maquillados para parecer casi iguales (la ley exigía que fueran mellizos homólogos, pero como no siempre los había, se empleaba maquillaje), decían con rapidez de virtuoso las cinco mil palabras asignadas a cada uno. Hablaban alternadamente y el juez, siguiendo el veloz diálogo, movía la cabeza a derecha e izquierda, y todas las otras cabezas le imitaban; sólo Marthe, de perfil, estaba sentada inmóvil como un niño sorprendido, su mirada fija en Cincinnatus, de pie junto al banco de plaza de brillante color verde. El abogado defensor, partidario de la decapitación clásica, derrotó fácilmente al inventivo fiscal, y el juez resumió el caso.

Fragmentos de estos discursos, en los cuales las palabras «traslucidez» y «opacidad» subían y explotaban como burbujas, sonaban en los oídos de Cincinnatus, y el correr de la sangre se transformó en aplauso, y la cara de relicario de Marthe permaneció en su campo visual y se desvaneció sólo cuando el juez —que se había acercado tanto que sobre su atezada nariz podía él ver los poros agrandados, en uno de los cuales, en la mismísima punta, había germinado un solitario pero largo pelo— pronunció en un húmedo susurro:

—Con el gracioso consentimiento del auditorio, se le hará colocar la galera roja—. Frase característica creada por los jueces cuyo significado conocían hasta los colegiales.

Y sin embargo he sido formado con tanto cuidado —pensó Cincinnatus mientras lloraba en la oscuridad—. La curva de mi columna vertebral fue calculada tan exacta, tan misteriosamente. Siento frecuentemente, comprimidas en mis pantorrillas, la enorme cantidad de millas que aún podría correr en mi vida. Mi cabeza es tan cómoda...

El reloj dio una media, perteneciente a alguna hora desconocida.

CAPITULO II

Los diarios matutinos que le fueron alcanzados por Rodion junto con una taza de chocolate tibio, la hoja local Buenos días, compañerosy el más serio Voz del Público, como siempre abundaban en fotografías en colores. En el primero encontró la fachada de su casa: los niños mirando desde la galería, su suegro mirando por la ventana de la cocina, un fotógrafo asomado a la ventana de Marthe; en el segundo estaba la vista familiar que se apreciaba desde esa misma ventana, que daba al jardín, mostrando el manzano, el portal abierto, y la figura del hombre que fotografiaba la fachada. Además, encontró dos fotos suyas, mostrándolo tal como era en su mansa juventud.

Cincinnatus era hijo de un pasajero desconocido y pasó su niñez en una gran institución más allá del río Strop (sólo al llegar a los veinte años conoció a la inquieta, pequeña, y todavía juvenil Cecilia C. que lo concibiera una noche en los laguillos siendo aún una adolescente). Desde sus primeros años, Cincinnatus, comprendiendo por una extraña y feliz casualidad el peligro en que se hallaba, se las arregló cuidadosamente para ocultar cierta peculiaridad suya. Era impermeable a los rayos de los demás y por lo tanto causaba una rara impresión cuando le encontraban desprevenido, como un solitario obstáculo oscuro en este mundo de almas transparentes; sin embargo aprendió a fingir traslucidez empleando un complejo sistema de ilusiones ópticas, por así decirlo, pero en cuanto se olvidaba de sí mismo, en cuanto se permitía una ausencia momentánea de autocontrol en la manipulación de las ladinamente iluminadas facetas y ángulos en que colocaba a su alma, inmediatamente surgía la alarma. En medio de la excitación de un juego, sus contemporáneos de pronto lo rechazaban como si sintieran que su lúcida mirada y la claridad de sus sienes eran una hábil mentira y que en verdad Cincinnatus era opaco. Algunas veces, en lo más profundo de un repentino silencio el maestro, con desazonada perplejidad solía reunir todas sus reservas de piel alrededor de sus ojos, lo contemplaba fijamente largo rato y decía finalmente:

—¿Qué le pasa, Cincinnatus?— Entonces Cincinnatus se rehacía, y, apretando su propio yo contra el pecho, lo ocultaba en lugar seguro.

Con el correr del tiempo dichos lugares se hicieron más escasos: el sol del interés público penetró en todas partes, y la mirilla de la puerta estaba colocada en forma tal que en toda la celda no había un solo rincón que el observador no pudiera atravesar con su mirada penetrante. Por lo tanto Cincinnatus no desmenuzó los multicolores periódicos, no los tiró, como hizo su doble (el doble, el vagabundo, que nos acompaña a cada uno de nosotros —a ti, a mi, a él—, realizando lo que quisiéramos hacer en ese mismo momento, pero no...) Cincinnatus hizo a un lado los diarios con toda calma y terminó su chocolate. La nata marrón que se extendía sobre éste se transformó en un arrugado desecho sobre sus labios. Entonces Cincinnatus vistió la bata negra (que era demasiado larga para él), las zapatillas... negras con pompones y el casquete negro, y comenzó a caminar por la celda tal como lo hiciera cada mañana desde el primer día de su confinamiento.

Niñez en los prados suburbanos. Jugaban a la pelota, al marrano, al papaíto de piernas largas, al a la una la mula, al gallo ciego. Él era ligero y vivaz, pero no les gustaba jugar con él. En el invierno las cuestas de la ciudad se cubrían de una uniforme capa de nieve, y qué divertido era deslizarse en los «cristalinos» trineos Saburov. Cuán rápidamente caía la noche cuando uno volvía a casa después de correr en trineo... Qué estrellas, cuántos pensamientos y tristeza arriba y cuánta ignorancia abajo. En la helada oscuridad metálica las ventanas brillaban con luz ámbar y carmín; las mujeres con pieles de zorro sobre vestidos de seda cruzaban la calle de casa a casa; la vagoneta eléctrica levantaba una momentánea ventisca luminiscente al pasar corriendo sobre la vía espolvoreada de nieve.

Una vocecilla; —Arkady Ilyich, mira a Cincinnatus...

Él no se enojaba con los cuenteros, pero éstos se multiplicaron, y, al madurar, se hicieron temibles. Cincinnatus, que para ellos era negro como el carbón, como si hubiera sido tallado en un enorme bloque de noche, el opaco Cincinnatus se volvería hacia uno y otro lado tratando de recibir los rayos, tratando con ansia desesperada de colocarse en forma tal que pareciera traslúcido. Los que le rodeaban se comprendían a la primera palabra, ya que no poseían palabras que terminaran en forma inesperada, quizás en alguna letra arcaica, una upsilamba, que se transformara en un pájaro o en una catapulta con consecuencias inusitadas. En el pequeño y polvoriento museo de Second Boulevard, adonde le llevaban cuando niño, y adonde él llevaría más tarde a sus alumnos, había una colección da objetos raros y maravillosos. Pero todos los concurrentes, excepto Cincinnatus, los encontraban tan limitados y transparentes como a sus semejantes. Lo que no tiene nombre no existe. Desgraciadamente todo tenía nombre.

«Existencia sin nombre, sustancia intangible», leyó Cincinnatus en la pared detrás de la puerta.

«Perpetuos celebrantes de onomásticos, podé...», estaba escrito en otro lugar.

Más hacia la izquierda, con mano fuerte y nítida, sin una sola línea superflua: «Nota que cuando se dirigen a ti...». El resto había sido borrado.

A continuación, con desmañada letra infantil: «Cobraré multa a quien escriba», firmado: «Director de la Prisión».

Y todavía podía discernirse otra frase, antigua y enigmática: : «Medidme mientras vivo; después será demasiado tarde».

—De todos modos, yo he sido medido —dijo Cincinnatus, reanudando su paseo y golpeando las paredes con los nudillos—. ¡Pero, como no quiero morir! Mi alma se ha retraído debajo de la almohada. ¡Oh, no quiero! Hará frío cuando deje mi cuerpo caliente. No quiero... Esperen un poco... Déjenme dormitar un poco más...

Doce, trece, catorce. A los quince Cincinnatus fue a trabajar a un taller de juguetes, adonde lo asignaron en razón de su pequeña estatura. Por las noches, en la Biblioteca Flotante in memoriamdel Dr. Sineokov, quien se ahogara exactamente en ese punto del río de la ciudad, se regalaba con libros antiguos al perezoso besar de las olitas. El chirriar de las cadenas, la pequeña galería con sus pantallas de color naranja, el chapoteo, la calma superficie de las aguas aceitadas por la luna y, a la distancia, las luces titilando en la negra tela de araña de un altivo puente. Más tarde, sin embargo, los valiosos volúmenes comenzaron a sufrir los estragos de la humedad, de modo que al final fue necesario secar el río, encauzando todas las aguas hacia el Strop por medio de un canal construido especialmente.

Назад Дальше