En el taller luchó durante largo tiempo con intrincadas fruslerías y fabricó muñecas de trapo para colegialas; allí estaba el pequeño y velludo Pushkin con su gorro de piel y un ratonesco Gogol luciendo un chaleco rimbombante y el viejo y pequeño Tolstoi, de gorda nariz, con blusa de campesino y muchos otros, como por ejemplo Dobrolyubov, con gafas sin lentes y todo abotonado. Habiendo desarrollado artificialmente un aprecio por este mítico siglo XIX, Cincinnatus estaba preparado para ser completamente absorbido por las nieblas de esa antigüedad encontrando así un falso refugio, pero otra cosa le distrajo.
Allí, en aquella fabriquita, trabajaba Marthe; sus húmedos labios entreabiertos, apuntando un hilo al ojo de una aguja. —¡Hola, Cincinnatus!—, y así comenzaron esos embelesados vagabundeos por los muy, muy espaciosos (tantísimo, que hasta las colinas a la distancia aparecían brumosas por el éxtasis de su lejanía) Tamara Gardens donde, sin razón alguna, los sauces lloran sobre tres arrofl yos, en tres cascadas, cada una con su pequeño arco iris caen en el lago, donde un cisne flota del brazo de su imagen. Las llanas praderas, los rododendros, los robledales, los alegres jardineros con sus botas verdes jugando al escondite todo el día; alguna gruta, algún banco idílico sobra el cual tres graciosos habían dejado tres pequeños montoncitos (es una broma; son imitaciones hechas de hojalata pintada de marrón), algún cervatillo, saltando en la avenida y transformándose ante tus propios ojos en temblorosas manchas de sol; ¡así eran esos jardines! Allí está el parloteo balbuciente de Marthe, sus medias blancas, sus zapatillas de terciopelo, su frío pecho y sus besos col sabor a frutillas silvestres. Si solo uno pudiera ver desde aquí... Por lo menos las copas de los árboles... Por lo menos las colinas distantes... Cincinnatus se ajustó un poco más la bata. Cincinnatus movió la mesa y comenzó a arrastrarla hacia atrás, mientras ésta chillaba con ira: ¡con cuán poca voluntad, con cuántos temblores se movía por el piso de piedra! Sus temblores se transmitían a los dedos de Cincinnatus y al paladar de Cincinnatus mientras él retrocedía hacia la ventana (es decir, hacia la partid donde muy, muy arriba, se hallaba la inclinada cavidad de la ventana). Cayó una ruidosa cuchara, la taza comenzó a bailar, el lápiz le imitó, un libro se deslizó sobre otro. Cincinnatus puso la silla sobre la mesa. Finalmente subió. Pero, desde luego vio nada; sólo el ardiente cielo con unos pocos cabellos blancos peinados hacia atrás, restos de las nubes que no pudieron tolerar lo azul. Apenas si pudo Cincinnatus estirarse hasta los barrotes más allá de los cuales se alzaba el túnel de la ventana con más barrotes aún al final, y su sombreada repetición sobre las desconchadas paredes de la pendiente de piedra. Allí, en un costado, escrita con la misma mano firme y despreciativa de una de las frases a medio borrar que leyera antes, estaba la inscripción: «No puedes ver nada. Yo también probé».
Cincinnatus estaba parado en puntas de pie, prendido de los barrotes de hierro con sus manecitas, todas blancas por el esfuerzo, y la mitad de su cara recibía la luz del sol, y el dorado de su bigote izquierdo brillaba, y había una pequeñita jaula dorada en cada uno de los espejos de sus pupilas, mientras abajo, detrás, sus talones se levantaban fuera de unas zapatillas demasiado grandes.
—Un poco más y se caerá —dijo Rodion, quien había estado allí parado durante todo un minuto, y ahora sujetaba firmemente la pata de la temblorosa silla—. Está bien, está bien. Ya puede ir bajando.
Rodion tenía ojos azules del color del aciano y, como siempre, su espléndida barba roja. Este atractivo ejemplar de ruso, se elevaba hacia Cincinnatus, quien apoyaba en él la planta de su pie desnudo, es decir era su doble quien lo hacía, mientras que el propio Cincinnatus había ya descendido de la silla a la mesa. Rodion, abrazándolo comal a una criatura, lo bajó con sumo cuidado, y luego volvió la mesa a su lugar con un sonido de violín y se sentó en el borde, balanceando el pie que estaba en el aire y apretando el otro contra el piso, asumiendo la seudogarbosa actitud de los libertinos de opereta en la escena de la taberna, mientras Cincinnatus tiraba el cinturón de su bata y hacía lo posible por no llorar.
Rodion cantaba con su voz de bajo-barítono dando vuelta los ojos y blandiendo el jarro vacío. Marthe también acostumbraba a cantar esa arrolladura canción. Las lágrimas fluían de los ojos de Cincinnatus. Al llegar a una nota culminante, Rodion arrojó el jarro contra el piso y se deslizó a la mesa. Su canto pasó al coro, aun cuando estaba solo. Repentinamente levantó ambos brazos y salió.
Sentado sobre el piso, Cincinnatus miró hacia arriba través de sus lágrimas; la sombra de las rejas ya se había mudado. Trató —por centésima vez— de mover la mesa pero, ay, las patas estaban empernadas al suelo desde hacía una eternidad. Comió un higo y comenzó a caminar otra vez por la celda.
Diecinueve, veinte, veintiuno. A los veintidós fue transferido a un jardín de infantes como maestro de la división F, y por ese entonces se casó con Marthe. Casi inmediatamente después que asumiera sus nuevas tareas (que consistían en mantener ocupados a niñitos cojos, jorobados o bizcos), un personaje importante presentó una queja de segundo grado contra él. Cautamente, en forma de conjetura, fue expresada la sugestión de la ilegalidad básica de Cincinnatus. Junto con este memorándumlos padres de ciudad examinaron también las viejas denuncias que de tanto en tanto hicieran llegar sus compañeros de taller más perceptivos. El presidente del comité de educación y ciertos otros personajes oficiales, se turnaron encerrándose con él y le sometieron a los tests prescriptos por la ley. Durante varios días seguidos no se le permitió dormir, y fue obligado a resistir pequeñas conversaciones sin sentido hasta lindar con el delirio; a escribir cartas a distintos objetos y fenómenos naturales; representar escenas de la vida diaria e imitar diversos animales, oficios y enfermedades. Todo esto ejecutó, por todo esto pasó, porque era joven, listo, sano, tenía ansias de vivir, de vivir por algún tiempo con Marthe. De mala gana le dejaron en libertad, le permitieron continuar trabajando con niños de la categoría más inferior, que eran material disponible, para ver qué resultaría. Él los sacaba a pasear, de a pares, mientras daba vueltas a la manivela de una pequeña caja de música que aparecía una moledora de café; los días de fiesta solía hamacarlos en la plaza de juegos. Todos ellos aguantaban la respiración al volar por el aire y chillaban al llegar al suelo. A algunos les enseñó a leer.
Mientras tanto Marthe comenzó a engañarlo durante el mismísimo primer año de matrimonio; en cualquier parte y con cualquiera. Generalmente, cuando Cincinnatus regresaba a casa, ella le recibía con una cierta sonrisa saciada, el mentón contra el cuello, como reprochándose; y espiándole con sus honestos ojos redondos, le decía con voz suave:
—La pequeña Marthe hoy lo hizo otra vez—. Él la contemplaba un instante, con la palma de la mano contra la mejilla, como una mujer, y luego, gimiendo en silencio, atravesaba todas las habitaciones, llenas de los parientes de Marthe, y se encerraba en el baño, donde pataleaba y dejaba correr el agua y tosía, para cubrir el sonido de sus sollozos. Algunas veces, como para justificarse, ella le decía:
—Tú sabes qué criatura generosa soy; es algo tan pequeño, y significaba un alivio tan grande para un hombre.
Pronto estuvo embarazada, y no de él. Dio a luz un nino; inmediatamente volvió a quedar embarazada —otra vez no de él— y alumbró a una niña. El niño era cojo y perverso; la niña, obtusa, obesa y casi ciega. A raíz de sus defectos ambos niños terminaron en su jardín de infantes, y resultaba extraño ver a Marthe tan ágil, suave y sonnw sada, llevando a casa a su rechoncha y a su lisiado. Gradualmente, Cincinnatus fue dejando de vigilarse, y un día,; durante una reunión al aire libre en el parque de la ciudad sonó repentinamente la alarma, y alguien dijo en voz alta:
—Ciudadanos, hay entre nosotros un...—. Aquí siguió una extraña, casi olvidada palabra, y el viento silbó entre los algarrobos, y Cincinnatus no encontró nada mejor que leyantarse y echar a andar, arrancando distraídamente hojas de arbustos que bordeaban el sendero. Y diez días despues fue arrestado.
—Mañana, probablemente —dijo Cincinnatus mientras caminaba lentamente por la celda—. Mañana, probablemente —dijo Cincinnatus y se sentó sobre el catre, frotándose la frente con la palma de la mano. Un rayo del ocaso repetía efectos ya familiares. Mañana probablemente —dijd Cincinnatus en su suspiro—. Hubo tanta calma hoy; del modo que mañana, bien temprano...
Por un momento todos guardaron silencio; el jarro de barro con agua en el fondo que había ofrecido de bebei a todos los prisioneros del mundo; las paredes con sus brazos sobre los hombros unas de otras como un cuarteto discutiendo un secreto cuadrado en inaudibles murmullos, la araña de terciopelo, por alguna razón parecida a Marthe; los inmensos libros negros sobre la mesa...
—Qué equivocación —dijo Cincinnatus, y repentinamente rompió a reír. Se puso de pie y se quitó la bata, el casquete, las zapatillas. Se quitó la cabeza como un tupé, se quitó las clavículas como una sopanda, se quitó las costillas como un camisote. Se quitó las caderas y las piernas, se quitó los brazos como manoplas y los arrojó a un rincón. Lo que quedó de él se fue disolviendo gradualmente coloreando apenas el aire. Al principio, Cincinnatus simplemente disfrutó de la calma, luego, ya sumergido de lleno en su ambiente secreto, comenzó libre y alegremente a...
Sonó el trueno de hierro del cerrojo, y Cincinnatus inmediatamente recuperó todo lo que se había quitado, el casquete inclusive. Rodion el carcelero traía una docena de ciruelas amarillas dentro de una canasta redonda forrada con hojas de vid, un obsequio de la esposa del director.
Cincinnatus, tu ejercicio criminal te ha vivificado.
CAPÍTULO III
Cincinnatus fue despertado por el estrépito de voces que como una predestinación se elevaba en el corredor.
Aun cuando el día anterior se había preparado para tal despertar, aun así, no pudo controlar su respiración ni los latidos de su corazón. Cerrándose la bata sobre el corazón para que éste no pudiera ver —calma, no es nada (como le habla uno a un niño en el momento de un desastre increíble)— cubriendo su corazón e incorporándose apenas, Cincinnatus prestó atención. Escuchó el arrastrar de muchos pies en varios planos de audición; escuchó voces, también en distintas profundidades; llegó una con una pregunta; otra, más cerca, respondió. Acelerando desde lejos, alguien zumbó y comenzó a deslizarse por la piedra como sobre hielo. En medio del alboroto la voz de bajo del director murmuró algunas palabras, ininteligibles pero categóricamente imperativas. El detalle más aterrador era que toda esa alharaca era perforada por la voz de una criatura: el director tenía una hijita. Cincinnatus distinguió la voz de tenor de su abogado y el refunfuño de Rodion... Y otra vez alguien al pasar hizo una pregunta violenta y alguien violentamente le respondió. Un ruido brusco, un crujido, un repiqueteo, como si alguien buscara algo con una estaca debajo de un banco. ¿No pueden encontrarlo? oyó preguntar claramente al director. Ruido de pasos corriendo. Ruido de pasos corriendo. Pasaban y volvían a retroceder. Cincinnatus no podía tolerarlo más; puso los pies en el suelo: después de todo, no le habían permitido ver a Marthe... ¿Debo comenzar a vestirme, o esperar que lo hagan ellos? Oh, empiecen de una vez, entren...
Sin embargo, le torturaron durante un par de minutos más. Repentinamente la puerta se abrió, y deslizándose, su abogado entró bruscamente. Estaba desarreglado y sudoroso. Se toqueteaba el puño izquierdo de la camisa y sus ojos lo miraban todo a su alrededor.
—Perdí un gemelo —exclamó jadeando rápidamente, como un perro—. Tiene que —choqué contra algo cuando estaba con la pequeña Emmie— es tan traviesa —de los faldones— cada vez que entro —y el asunto es que yo oí algo— pero no le di ninguna —mire, la cadena debe— yo los apreciaba mucho— bueno, ahora ya es tarde —quizás todavía— le prometí a todos los guardias —es una pena, sin embargo.
—Un tonto error de entresueños —dijo Cincinnatus con calma—. Interpreté mal el bullicio. Esta clase de cosas no son buenas para el corazón.
—Oh, gracias, no se preocupe, no es nada —murmuró distraído el abogado. Y con los ojos literalmente fregaba los rincones de la celda. Estaba claro que se encontraba fuera de sí por la pérdida de tan precioso objeto. Estaba claro. La pérdida del objeto lo ponía fuera de sí. El objeto era precioso. Se encontraba fuera de sí por la pérdida del objeto.
Con un débil gemido Cincinnatus volvió a la cama. El otro se sentó a los pies del catre.
—Cuando venía para acá, a verlo a usted —dijo el abogado—, me sentía tan liviano y alegre... Pero ahora esta bagatela me ha apenado, porque, después de todo, estará de acuerdo en que es una bagatela; hay cosas más importantes. Bueno, ¿cómo se siente?
—En ánimo para una charla confidencial —respondió Cincinnatus con los ojos cerrados—. Quiero compartir con usted algunas conclusiones a las que he llegado. Me encuentro rodeado de despreciables espectros, no de personas. Me atormentan como sólo pueden atormentar visiones fantasmagóricas, malos sueños, luces de delirio, las ñoñerías de las pesadillas y todo lo que aquí abajo pasa por vida real. En teoría, uno debería querer despertar. Pero despertar no puedo sin ayuda exterior, y así y todo, temo esta ayuda terriblemente, y mi misma alma se ha vuelto perezosa y se ha acostumbrado a sus abrigados pañales. De todos los espectros que me rodean, usted, Roman Vissarionovich, probablemente sea el más despreciable, pero, por otra parte, en razón de su posición lógica dentro de nuestras inventadas costumbres, usted es, por así decirlo, un consejero, un defensor...
—A su servicio —dijo el abogado, encantado de que por fin Cincinnatus se mostrara conversador.
—De modo que es por eso que quiero preguntarle: ¿por qué motivo se niegan ellos a decirme la fecha exacta de la ejecución? Un momento, todavía no he terminado. El así llamado director evita darme una respuesta precisa, y alude que —¡un momento!—. Quiero saber, en primea lugar, quién tiene la total y absoluta autoridad para señalar, el día. Quiero saber, en segundo lugar, cómo obtener algo sensato de esta institución, o individuo, o grupo de individuos...