Invitación a una decapitacón - Набоков Владимир Владимирович 6 стр.


—Estoy listo. Me vestiré de inmediato. Sabía que iba a ser hoy.

—Felicitaciones —repitió el director sin prestar atención a la espasmódica agitación de Cincinnatus—. Tengo el honor de informarle que de hoy en adelante tendrá usted un vecino; sí, sí, acaba de mudarse. Apuesto a que ya estaba usted cansado de esperar. Bueno, no se preocupe; ahora, con un confidente, con un compañero con quien jugar y trabajar, no se encontrará tan triste. Y, más aún —pero esto, desde luego, debe quedar estrictamente entre nosotros— puedo informarle que ha llegado la autorización para que reciba a su esposa, demain matin.

Cincinnatus se recostó sobre el catre y dijo:

—Sí, eso está muy bien. Le agradezco, muñeco de trapo, cochero, cerdo pintado... discúlpeme, estoy un poco...

Aquí las paredes de la celda comenzaron a combarse y ahuecarse, como reflejos en aguas intranquilas; el director empezó a fluctuar, el catre se transformó en un bote. Cincinnatus se aferró a la borda para mantener el equilibrio, pero se quedó con el tolete en la mano y, hundido hasta el cuello, entre mil flores moteadas, comenzó a nadar, se enredó, se hundió. Arremangados, los demás le golpearon con varas y bicheros para atraparlo y traerlo hasta la costa. Lo pescaron.

—Nervios, nervios, como una mujercita cualquiera —dijo el médico de la prisión—, alias Rodrig Ivanovich con una sonrisa.

—Respire libremente. Puede comer de todo. ¿Alguna vez tiene sudores nocturnos? Continúe como hasta ahora y, si es muy obediente, quizá le dejemos echar una miradita al muchacho nuevo... pero, está claro, solo una miradita.

—¿Cuánto tiempo... esa entrevista... cuánto tiempo me concederán...? —exclamó Cincinnatus dificultosamente.

—Un momento, un momento. No se apure tanto, no se excite. Le prometimos que se lo mostraríamos y lo haremos. Póngase las chinelas, arréglese el cabello. Creo que... —el director miró interrogativamente a Rodion, quien asintió—. Pero por favor guarde absoluto silencio —recomendó a Cincinnatus—; y no toque nada. Venga, levántese, levántese. Usted no se lo merece; usted amigo, está portando mal, pero sin embargo tiene permiso; ahora, ni una palabra, mudo como una tumba...

En puntas de pie, manteniendo el equilibrio con los brazos, Rodrig Ivanovich dejó la celda y con él Cincinnatus perdiendo sus enormes zapatillas. En lo profundo del corredor, Rodion estaba ya encorvado sobre una puerta de imponentes cerrojos; había abierto la mirilla y espiaba. Sin volverse, hizo un gesto con la mano exigiendo un silencio aún mayor y luego imperceptiblemente lo transformó en uno de llamada. El director se alzó aún más sobre la punta de sus pies y se volvió con gesto amenazador, pero Cincinnatus no pudo evitar rozar los pies. Aquí y allí, en la semioscuridad de los pasillos, las indefinidas siluetas de los empleados de la prisión, se reunían, se encorvaban, hacían pantalla con la mano sobre los ojos para tratar de vislumbrar algo a la distancia. El ayudante de laboratorio Rodion dejó que el jefe mirara por el ocular ya enfocado. Con un sólido crujido de su espalda, Rodrig Ivanovich se inclinó para mirar... Mientras tanto, entre las sombras grises figuras indefinidas cambiaban de posición, formaban fila, y ya muchos pies se movían como pistones mudos, listos para marchar. Por fin el director se hizo a un lado lentamente y tiró con suavidad de la manga de Cincinnatus, invitándole, como un profesor a un lego que le visita, a examinar la platina. Cincinnatus aplicó humildemente su ojo contra el círculo luminoso. Al principio sólo vio burbujas de sol y bandas de colores, pero luego distinguió un catre idéntico al que tenía en su celda: apiladas cerca de él vio dos espléndidas maletas de brillantes cerraduras y un gran estuche como los que se usan para llevar un trombón.

—Bueno, ¿ve usted algo? —murmuró el director, inclinándose junto a él con un vaho de lilas sobre una tumba abierta. Cincinnatus asintió, aunque no había visto aún la principal atracción; corrió su mirada hacia la izquierda y entonces sí que vio algo.

Sentado sobre una silla al costado de la mesa, tan quieto como hecho de caramelo, estaba un imberbe hombrecillo, de unos treinta años, vestido con un antiguo pero limpio y recién planchado pijama de prisión; era todo rayas —medias rayadas y novísimas chinelas de cuero marroquí— y mostraba una suela virgen al cruzar su pierna gorda, corta y tiesa sobre la otra, tomándose la canilla con sus manos regordetas; una límpida agua-marina brillaba en su anular, su cabeza notablemente redonda lucía cabellos rubios como la miel peinados al medio, sus largas pestañas arrojaban sombra sobre sus mejillas de querubín, y la blancura de sus dientes hermosos e iguales, refulgía entre sus labios color púrpura. De tanta brillantez, parecía estar helado, derritiéndose un poco bajo el dardo de sol que le caía de arriba. Sobre la mesa no había nada más que un elegante reloj de viaje en un estuche de cuero.

—Es suficiente —murmuró el director con una sonrisa—, mí querer mirar también —y nuevamente volvió a pegar su ojo al círculo luminoso. Rodion le hizo señas a Cincinnatus de que ya era hora de regresar al hogar. Las confusas figuras de los empleados se habían ido acercando respetuosamente en fila india: detrás del director había ya una larga cola de personas que esperaban echar una mirada; algunos habían llevado a sus hijos mayores.

—Realmente lo estamos malcriando —murmuró Rodion quien durante largo rato no pudo abrir la puerta de la celda de Cincinnatus, hasta que le espetó una porción de potentes maldiciones rusas, que le dieron resultado. Renació la calma. Todo estaba igual.

—No, no todo. Mañana vendrás —dijo Cincinnatus en voz alta, temblando todavía a causa de su reciente desmayo—. ¿Qué te diré? —continuó pensando, murmurando, estremeciéndose—. ¿Qué me dirás tú? A pesar de todo te amaba y seguiré amándote —de rodillas, con los hombros hacia atrás, mostrándole los talones al verdugo y estirando mi cuello de ganso— aún entonces. Y después quizá más que nada después— te amaré, y un día tendremos una real y absoluta aplicación, y entonces nos ensamblaremos, tú y yo, y formaremos una sola figura, y resolveremos el acertijo: trace una línea del punto A al punto B... sin mirar o sin levantar el lápiz... uniremos los puntos, trazaremos la línea y tú y yo formaremos ese único diseño que ansio. Si me haces esas cosas cada mañana, me tendrán bien entrenado y llegaré a endurecerme.

Cincinnatus tuvo un ataque de bostezos —las lágrimas le rodaban por las mejillas, y sin embargo joroba tras joroba crecía bajo su paladar. Eran nervios —no sentía sueño. Tenía que encontrar algo que le mantuviera ocupado hasta el día siguiente— aún no habían llegado los libros nuevos. Todavía tenía en su poder el catálogo... ¡Oh, sí, los dibujitos! Pero ahora, a la luz de la entrevista de mañana...

Una mano infantil, indudablemente la de Emmie, había dibujado una serie de cuadros, formando (como le pareciera el día anterior a Cincinnatus) una narración coherente, una promesa, una muestra de fantasía. Primero se veía una línea horizontal —es decir, este piso de piedra; sobre ella una silla rudimentaria, algo parecida a un insecto, y encima un enrejado formado por seis cuadros. Luego aparecía el mismo dibujo, pero con el agregado de una luna llena, con las esquinas de su agria boca cayendo más allá del enrejado. A continuación un banquillo hecho en tres trazos, con un carcelero sin ojos (por lo tanto durmiendo) sobre él, y en el piso un anillo con seis llaves. Luego el mismo llavero, solo que un poquito más grande, con una mano acusadamente pentadactil y con manga corta, que trataba de tomarlo. Esto empieza a ponerse interesante. La puerta está entreabierta en la figura siguiente y del otro lado algo que parece el espolón de un gallo: todo lo que puede verse del prisionera que huye. En seguida, el mismo Cincinnatus, con comas sobre su cabeza en lugar de cabello, vestido con una batita oscura, representando como mejor pudo la habilidad de la artista: por su tríángulo isósceles. Lo conduce una niñita: piernas como púas, falda ondulante, líneas paralelas por cabello. Luego lo mismo otra vez, sólo que en forma de plano: un cuadro por celda, una línea angular por corredor, con una línea de puntos indicando la ruta y una escalera como un acordeón al final. Y finalmente el epílogo: la oscura torre, sobre ella una luna complacida, con las comisuras de su boca rizadas hacia arriba.

No, esto era solo un auto-engaño, tonterías. La criatura había dibujado sin ton ni son... Copiemos los títulos y dejemos el catálogo a un lado. Sí, la niña... Con la punta de la lengua asomándole por la comisura derecha de la boca, apretando fuertemente el cabo del lápiz, presionándolo con un dedo blanco por el esfuerzo... y entonces, después de trazar una raya particularmente feliz, echándose hacia atrás, balanceando la cabeza de derecha a izquierda, moviendo los hombros, y, al volver a trabajar sobre el papel, sacando otra vez la lengua por la comisura izquierda... tan afanosamente... Tonterías... no nos detengamos más en ello...

Tratando de pensar cómo animar las horas vacías, Cincinnatus decidió asearse para la Marthe de la mañana siguiente. Rodion accedió a acarrear otra tina de agua igual a aquella dentro de la cual Cincinnatus había chapoteado la víspera del proceso. Mientras esperaba el agua, Cincinnatus se sentó a la mesa; hoy ésta se tambaleaba un poco.

—La entrevista —escribió Cincinnatus—, significa seguramente que mi terrible mañana ya se acerca. Pasado mañana, a esta misma hora, mi celda estará vacía. Pero me siento feliz porque voy a verte. Subíamos a los talleres por diferentes escaleras, los hombres por una, las mujeres por otra, pero se juntaban en el penúltimo descanso. No puedo ya evocar a Marthe como era cuando la vi por primera vez, pero sí puedo recordar que noté inmediatamente que abría la boca un instante antes de echarse a reír, y sus redondos ojos castaños, y los pendientes de coral.

Oh, cómo me gustaría reproducirla como era entonces, toda fresca y aún sólida— y luego el gradual ablandamiento —el pliegue entre la mejilla y el cuello cuando volvía la cabeza hacia mí, caldeándose ya y casi viva. Su mundo. Su mundo consiste en simples componentes, simplemente reunidos; creo que la receta de cocina más sencilla es más complicada que el mundo que ella asa tarareando: cada día para sí misma, para mí, para cualquiera. Pero por eso es por lo que —aun entonces, en los primeros días— por eso es por lo que la malicia y la porfía que repentinamente... Tan suave, tan graciosa y cálida, y luego de pronto... Al principio creí que lo hacía a propósito, quizás para demostrar como otra en su lugar podría haberse vuelto regañona y testaruda. ¡Pueden ustedes imaginar mi asombro cuando comprendí que esa era su verdadera personalidad! En razón de qué menudencias... tontita mía, cuán pequeña es tu cabeza si uno palpa a través de toda esa espesa masa castaña de peso a la que tan bien sabes impartir ese brillo infantil, ese halo de inocencia.

«Su pequeña esposa parece muy dulce y gentil, pero muerde, se lo advierto», me dijo su inolvidable primer amante, y lo fundamental era que el verbo no había sido usado en forma figurada... porque era verdad que en ciertos momentos... uno de esos recuerdos que debieran hacerse a un lado, o de lo contrario lo abruman a uno y lo destrozan. La pequeña Marthe lo hizo otra vez... y una vez vi, vi, vi —desde la galería vi— y desde ese día nunca entré a una habitación sin anunciar antes mi llegada desde lejos, con una tos o una exclamación sin sentido. Qué horrible fue la vista de aquella contorsión, aquel jadeo apresurado, todo lo que había sido mío entre la sombra de los Tamara Gardens y que más tarde perdiera. Contar cuántos fueron... tortura sin fin: conversar durante la comida con uno u otro de sus amantes, parecer alegre, decir tonterías, contar chistes, y siempre con el temor mortal de agacharme y acertar a ver la parte inferior de ese monstruo cuya mitad superior era absolutamente presentable, ya que tenía la apariencia de un hombre y una mujer jóvenes con el talle inclinado sobre la mesa, comiendo y conversando tranquilamente; y cuya mitad inferior era un cuadrúpedo retorcido y anhelante. Descendía al infierno para recuperar una servilleta caída. Más tarde Marthe diría (usando siempre la primera persona del plural) «Estamos muy avergonzados de haber sido vistos», y haría un pucherito. Y todavía te amo. Sin escapatoria, fatal, incurablemente... Así como los robles permanecen en aquellos jardines, yo... Cuando te presentaron las pruebas oficiales de que yo era un indeseable, de que tenía que ser apartado de los demás, te sorprendiste de no haber notado nada, ¡y fue tan fácil ocultártelo! Recuerdo que me implorabas que me reformara, sin entender realmente qué era lo que había en mí que debía ser reformado y cómo podría uno hacerlo; y aún ahora no comprendes nada, no te detienes siquiera un instante a pensar si lo entiendes o no, y cuando dudas, tu duda es casi agradable. Sin embargo, cuando el alguacil comenzó su ronda por la corte con el sombrero, tú también arrojaste dentro tu pedacito de papel.

Al mecerse la tina junto al muelle, subía de ella un vaho alegre e incitante. Impulsivamente, con dos gestos rápidos, Cincinnatus exhaló un suspiro e hizo a un lado las hojas escritas. De un modesto armario sacó una toalla limpia. Cincinnatus era tan pequeño y delgado que podía meterse entero dentro de la tina. Se sentaba allí como en una canoa y flotaba tranquilamente. Un rayo rojizo del ocaso, confundiéndose con el vapor, producía un estremecimiento multicolor dentro del pequeño mundo de la celda de piedra. Llegado a la costa, Cincinnatus st paró y descendió a tierra. Mientras se secaba luchaba contra el vértigo y las palpitaciones. Estaba muy delgado, y ahora que la luz del sol poniente exageraba las sombras de sus costillas, la mismísima estructura de su caja torácica parecía un triunfo de críptica coloración, así como ponía de manifiesto la desnuda naturaleza de lo que le rodeaba, de su cárcel.

Mi pobre pequeño Cincinnatus. Mientras se secaba, tratando de encontrar alguna diversión en su propio cuerpo, se detuvo a observar sus venas, y no pudo evitar pensar en que muy pronto serían cortadas, y todo su contenido se escaparía. Sus huesos eran frágiles y delgados; las humildes uñas de sus pies (mis queridas, mis inocentes uñas) lo miraban con atención infantil; y, al sentarse así sobre el catre —desnudo, con toda su delgada espalda al aire, desde el coxis a la vértebra cervical, para los curiosos del otro lado de la puerta (podía oír sus murmullos, empujones, una discusión por tal o cual cosa— pero no importa, que miren) Cincinnatus podría haber pasado por un joven enfermizo —hasta la parte de atrás de su cabeza, con la nuca hundida y un copete de cabello mojado, era infantil— y excepcionalmente fácil de manejar. De la misma maleta Cincinnatus sacó un pequeño espejo y un frasco de líquido para depilar, que siempre le traía el recuerdo de aquel maravilloso lunar hirsuto que Marthe tenía en el costado. Se frotó con ella sus espinosas mejillas evitando rozar el bigote.

Ya estaba limpio y presentable. Exhaló un suspiro y se puso la fresca camisa de dormir, que aún olía a lavado casero.

Oscureció. Se acostó y siguió flotando. A la hora de costumbre. Rodion encendió la luz y se llevó el balde y la tina. La araña bajó hacia él en un hilo de luz y se ubicó en el dedo que Rodion le ofreciera, hablando con ella como con un canario. Mientras tanto la puerta que daba al corredor permanecía abierta, y de pronto algo se movió allí... por un instante bailaron las puntas de dos rizos gemelos, y desaparecieron cuando Rodion alzó la vista para contemplar a la pequeña trapecista negra que se elevaba bajo la Cúpula del circo. La puerta aún continuaba semiabierta. El corpulento Rodion con su delantal de cuero y su rizada barba roja, andaba pesadamente por la celda, y, cuando el reloj (más cerca ahora por lo directo de la comunicación) comenzó su ronco matraqueo previo a las campanadas, sacó un grueso reloj de un lugar recóndito de su faja y verificó la hora. Luego, suponiendo que Cincinnatus dormía, le observó por un rato, inclinándose sobre su escoba como sobre una alabarda. Habiendo llegado quién sabe a qué conclusiones, volvió a moverse... Justo en ese momento, en silencio y no muy ligero, una pelota roja y azul entró rodando en la celda, siguió el lado de un triángulo rectángulo directamente hasta debajo del catre, desapareció un instante, golpeó contra el sillico y salió corriendo por el otro cateto, es decir hacia Rodion, quien, sin notarla siquiera, acertó a golpearla con la punta del pie al dar un paso; entonces siguiendo la hipotenusa, la pelota salió por la misma franja por donde entrara. Con la escoba al hombro, Rodion dejó la celda. Se apagó la luz.

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