Cincinnatus no dormía, no dormía, no dormía —no, estaba dentro del sueño, pero con un quejido salió y otra vez no dormía, no dormía, y todo se mezclaba.
Marthe, el patíbulo, el terciopelo —¿y qué iría a suceder... qué resultaría? ¿Una decapitación o una cita? Todo se confundió, pero volvió a abrir los ojos en un último parpadeo cuando se encendió la luz y Rodion entró en la celda en punta de pie, tomó de sobre la mesa el catálogo encuadernado en negro, salió, y se hizo la oscuridad.
CAPÍTULO VI
¿Qué era eso? —por entre todo lo terrible, nocturnal, ingobernable— ¿qué era esa cosa? Había sido lo último en hacerse a un lado, cediéndole paso de mala gana a los pesados, inmensos vagones del sueño, y ahora era lo primero en regresar apresuradamente —tan agradable, tan, tan agradable— hinchándose, haciéndose más preciso, envolviendo su corazón con calor: ¡Hoy viene Marthe!
En ese mismo instante Rodion trajo una carta color lila sobre una bandeja, tal como en las obras de teatro. Cincinnatus se encaramó en la cama y leyó lo siguiente: «¡Un millón de disculpas! ¡Una equivocación inexcusable! Al consultar el texto de la ley se descubrió que solamente puede concederse una entrevista una vez concluida la semana siguiente al proceso. Por lo tanto debemos postergarla hasta mañana. Nuestros mejores deseos, viejito, y cariños. Por aquí todo está igual, una preocupación tras otra, la pintura pedida para las casillas de los centinelas, otra vez resultó mala. Ya me había quejado una vez por escrito, pero sin resultado alguno.» Rodion, tratando de no mirar a Cincinnatus, recogía los platos sucios de la víspera. Debía ser un día triste; la luz que penetraba desde arriba era gris, y las oscuras ropas de cuero del compasivo Rodion, parecían húmedas y rígidas.
—¡Oh, bueno! —dijo Cincinnatus—, como ustedes quieran, como ustedes quieran... de todos modas yo soy impotente. —(El otro Cincinnatus... un poco más pequeño, lloraba hecho una bola)—. Está bien, que sea mañana. Pero quisiera pedirle que llame...
—Inmediatamente —le interrumpió Rodion con tal presteza que parecía no haber estado esperando otra cosa; estaba por partir, pero justo en ese momento el director, que aguardara impaciente junto a la puerta, apareció un instante demasiado pronto, de manera que chocaron.
Rodrig Ivanovich traía en la mano un calendario de pared y no sabía donde dejarlo.
—Un millón de disculpas —gritó—. ¡Una equivocación inexcusable! Al consultar el texto de la ley... —Habiendo repetido su mensaje al pie de la letra, Rodrig Ivanovich se sentó a los pies de Cincinnatus y añadió apresuradamente—: En tal caso usted puede elevar una queja, pero considero un deber prevenirle que el próximo congreso se reunirá en el otoño y para ese entonces, mucha agua, y no solo agua, habrá pasado por encima de la represa. ¿Está claro?
—No tengo pensado quejarme —dijo Cincinnatus—, pero deseo preguntarle si existe en el así llamado orden de las así llamadas cosas que forman su así llamado mundo, siquiera algo que pueda ser considerado una seguridad de que usted mantendrá una promesa.
—¿Una promesa? —preguntó el director sorprendido dejando de abanicarse con la parte de cartón del calendario (representaba una acuarela: la fortaleza al atardecer). ¿Qué promesa?
—Que mañana vendrá mi mujer. Ya sé que usted no accederá a darme ninguna garantía, en este caso; peroi yo voy a ampliar mi pregunta: ¿en este mundo, hay, puede haber, alguna clase de garantía, alguna promesa de algo, o es que ni siquiera saben lo que quiere decir eso? Una pausa.
—No es una pena lo que ocurre con Roman Vissarionovich —dijo el director—. ¿Se enteró? Está en cama con un resfrío, y aparentemente bastante serio...
—Tengo la sensación de que usted no me contestará a ningún precio; no es de extrañar, pues aún la irresponsabilidad termina por desarrollar su propia lógica. Durante treinta años he vivido entre espectros que semejan ser sólidos al tacto, ocultándoles el hecho de que soy vivo y real; pero ahora que me han apresado, no existe razón para que me restrinja con ustedes. Por lo menos, pondré a prueba toda la inconsistencia de este mundo suyo.
El director se aclaró la voz y continuó como si no hubiera ocurrido nada:
—Tan serio, en realidad, que como médico no estoy seguro si podrá él asistir —esto es si se mejorará a tiempo — bref, sí podrá trabajar en su función.
—Váyase —dijo Cincinnatus con los dientes apretados.
—No esté tan alicaído —continuó el director—. Mañana, mañana su sueño se hará realidad. Qué calendario tan mono, ¿no es cierto? Una obra de arte. No, esto no es para usted.
Cincinnatus cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el director le daba la espalda de pie en medio de la celda. El delantal de cuero y la barba roja aparentemente olvidados por Rodio yacían aún confundidos sobre la silla.
—Hoy tendremos que esmerarnos particularmente al limpiar su morada —dijo sin volverse—, hay que prepararla para la entrevista de mañana... Mientras limpiamos aquí el piso... voy a pedirle... —Cincinnatus volvió a cerrar los ojos y la voz, más pequeña en volumen continuó—: ...voy a pedirle que salga al corredor. No tomará mucho tiempo. Hagamos un verdadero esfuerzo, de modo que mañana, en forma digna, pulcra, elegante, alegre...
—¡Fuera! —gritó Cincinnatus mientras se levantaba temblando.
—Imposible —anunció gravemente Rodion afanándose con las tiras de su delantal—. Tenemos que trabajar aquí. Mire cuánto polvo... Ya lo agradecerá.
Se miró en un espejo de bolsillo, se peinó las patillas y, aproximándose por fin al catre, entregó sus cosas a Cincinnatus. Las chinelas habían sido prudentemente rellenas con papel y el dobladillo de la bata cuidadosamente levantado y sujeto con alfileres. Cincinnatus, no muy seguro sobre sus pies, se vistió y apoyándose un poco en el brazo de Rodion salió al pasillo. Allí se sentó sobre un banquito, con las manos metidas dentro de las mangas, como un hombre enfermo. Con la puerta de la celda bien abierta, Rodion comenzó a limpiar. La silla fue puesta arriba de la mesa; la sábana quitada del catre; sonó el asa del balde; la corriente de aire se infiltró entre los papeles de la mesa y una hoja planeó hasta el piso.
—¿Qué hace allí como un tonto? —gritó Rodion, cubriendo con su voz el ruido del agua, el chapoteo y el alboroto—. Debería darse un paseíto por los corredores... Vamos, no tenga miedo, aquí mismo estaré por si sucede algo, todo lo que tiene que hacer es gritar.
Obedientemente Cincinnatus se levantó del banquito, pero apenas se hubo movido junto a la fría pared —sin duda alguna emparentada con la roca sobre la que se alzaba la fortaleza— apenas se hubo alejado unos pasos (y ¡qué pasos!, débiles, livianos, humildes) apenas hubo dejado atrás a Rodion, la puerta abierta y los baldes en escorzo, Cincinnatus sintió la agitación de la libertad. Ésta creció en intensidad cuando dio vuelta la esquina. A excepción de las manchas de humedad y las grietas, las desnudas paredes no tenían adorno alguno; solamente en un lugar, alguien había garabateado con un pincel de pintor casero: «Probando el pincel.» «Probando el pin...» y allí una fea corrida de pintura ocre. A causa del insólito esfuerzo de caminar solo, a Cincinnatus se le fueron aflojando los músculos y sintió una puntada en el costado.
Fue entonces que Cincinnatus se detuvo y, mirando a su alrededor como si recién tomara contacto con esa soledad de piedra, hizo acopio de toda su voluntad, evocó su vida entera, y trató de comprender su situación con la mayor exactitud. Acusado del más terrible de los crímenes, delito gnóstico, tan extraño e inenarrable que era necesario usar circunloquios tales como «impenetrabilidad», «opacidad», «oclusión»; sentenciado por ese crimen a morir decapitado; prisionero en la fortaleza a la espera de la desconocida pero cercana e inexorable cita (que él preveía ya claramente, como la torsión, tirón y crujido de un monstruoso diente; todo su cuerpo la inflamada encía, y su cabeza aquel diente); parado ahora en el pasillo de la prisión con el corazón abatido —vivo aún, intacto aún, Cincinnatus aún— Cincinnatus C. sintió un desesperado anhelo de libertad, la más vulgar, física, físicamente factible clase de libertad, y al instante imaginó, con una claridad sensorial tal, que todo parecía formar un fluctuante halo que emanaba de sí mismo, la ciudad más allá del poco profundo río, la ciudad, que desde cualesquiera de sus puntos permitía contemplar —ora en esta perspectiva, ora en aquella, ora en lápiz, ora en tinta— la alta fortaleza donde él se encontraba. Y tan poderosa y dulce era esta corriente de libertad que vio todo mejor de lo que en realidad era: sus carceleros, que de hecho lo era el mundo entero, le parecieron más dóciles; en el intrincado fenómeno de la vida buscó una posible senda; una especie de visión bailó ante sus ojos como las mil iridiscentes agujas de luz que rodean el deslumbrador reflejo del sol sobre una esfera niquelada... Parado en el pasillo de la prisión y escuchando allí las amplias sonoridades del reloj que había comenzado su pausada enumeración, imaginó la vida en la ciudad tal como generalmente se desenvolvía a la fresca hora de una mañana como esa: Marthe, con los ojos bajos, sale caminando de la casa con una canasta vacía, seguida a una distancia de tres pasos por un joven calavera de bigote oscuro; las vagonetas eléctricas con forma de cisne o góndolas donde uno se sienta como en un carrousel, se deslizan en una corriente sin fin a lo largo del boulevard; sillones y canapés son sacados de los almacenes a airearse un poco, y de camino a la escuela, los niños se sientan sobre ellos mientras el pequeño mandadero, con su carretilla llena de libros, se seca la frente como un trabajador hecho y derecho; «relojitos» a cuerda de dos asientos, como los llamamos aquí en las provincias, tic-tac tic-tac se deslizan por el pavimento recién regado (y pensar que éstos son los degenerados descendientes de las máquinas del pasado, de aquellos espléndidos y aerodinámicos automóviles... ¿qué me hizo pensar en esto? ah, sí, las fotografías de la revista); Marthe escoge algunas frutas; horribles y decrépitos caballos, que hace mucho han dejado de maravillarse ante las visiones del infierno, entregan a los distribuidores de la ciudad, mercaderías de las fábricas; vendedores de pan callejeros con camisas blancas, caras brillosas, gritan, mientras hacen malabarismos con sus panes, arrojándolos alto al aire, cogiéndolos luego y volviéndolos a tirar; tras una ventana cubierta casi por una enredadera, un alegre cuarteto de telegrafistas entrechocan vasos y beben a la salud de los paseantes; un famoso charlatán, viejo glotón y fachendoso vestido con pantalones de seda rojos, come pollo a cuatro carrillos en un pabellón en los Lesser Ponds; las nubes se dispersan y, al son de una banda, luz y sombra corren por las calles en declive y visitan las callejuelas laterales; en el aire hay olor a tilos, a piedra húmeda y a carburo; la perpetua fuente del mausoleo del Capitán Somnus riega profusamente con su chorro al capitán d9t piedra, al bajorrelieve que está a sus pies y a las temblorosas rosas; Marthe con los ojos bajos, vuelv a casa con la canasta llena, seguida a tres pasos de di tancia por un petimetre rubio... Estas son las cosas qu Cincinnatus vio y escuchó, a través de las paredes mien tras sonaba el reloj y, aunque en realidad todo en esta ciudad era muerto y feo comparado con la vida secreta de Cincinnatus y su llama culpable, aunque lo sabía perfectamente y también sabía que no había esperanza, sin embargo en ese momento aún suspiraba por estar en aquellas calles familiares... pero entonces el reloj terminó de sonar, el cielo imaginario se cubrió y la cárcel recobró toda su fuerza.
Cincinnatus contuvo el aliento, se movió, volvió a detenerse, escuchó: en algún lugar más adelante, a una distancia que no podía calcular, había un golpeteo.
Era un sonido rítmico, rápido, y Cincinnatus con todos sus nervios a flor de piel, lo escuchó como una invitación. Echó a andar, muy atento, muy etéreo y lúcido; dobló incontables esquinas. El ruido cesó, pero luego volvió a oírse más cerca, como un invisible pájaro carpintero. Tap, tap, tap. Cincinnatus apresuró el paso, y una vez más el oscuro pasillo hizo una curva. Repentinamente aumentó la claridad —aunque no era todavía como la luz del día— y ahora el ruido llegaba preciso y casi nítido. Allí delante, en un rayo de pálida luz, Emmie arrojaba una pelota contra la pared.
En ese lugar el pasillo era más ancho, y en el primer momento a Cincinnatus le pareció que sobre la pared izquierda había una gran ventana profunda por la cual se filtraba aquella extraña luz adicional. Emmie, al inclinarse para recuperar su pelota y al levantarse al mismo tiempo la media, lo miró tímidamente a hurtadillas. Sus rizos rubios caían erectos sobre sus brazos y piernas desnudos. Sus ojos brillaban entre sus pestañas casi blancas. Ya se incorporaba, apartando los blondos rizos de su cara, con la misma mano que contenía la pelota.
—Se supone que usted no debe caminar por aquí —dijo. Tenía algo en la boca; lo dio vuelta detrás de su mejilla y lo chocó contra los dientes.
—¿Qué es lo que estás chupando? —preguntó Cincinnatus.
Emmie sacó la lengua; en su independiente y viva punta yacía un pedacito brillante de caramelo rojo.
—Tengo más —dijo—, ¿quiere uno?
Cincinnatus sacudió la cabeza.
—Se supone que usted no debe caminar por aquí —repitió Emmie.
—¿Por qué? —preguntó Cincinnatus.
Ella encogió un hombro, y, haciendo una mueca, arqueando la mano con que sostenía la pelota, las pantorrillas en tensión, se apoyó en el lugar donde él pensara que había un nicho, una ventana, y agitándose, pareciendo de pronto toda piernas, se ubicó sobre una especie de umbral de piedra.
No, era sólo la semblanza de una ventana; en realidad era un nicho vidriado, una vitrina, y desplegaba en su falsa profundidad —sí, por supuesto, ¡cómo no reconocerlo!— una vista de los Tamara Gardens. Este paisaje, pintorreado en varias capas de distancia, ejecutando en borrosos tonos de verde e iluminado por lámparas ocultas, era una reminiscencia, no tanto de un terrario o de la maqueta de una escenografía teatral, como del telón de fondo frente al cual una orquesta de vientos se afana y resopla. Todo estaba reproducido con bastante fidelidad en lo referente a grupos y perspectivas y a no ser por las parduzcas, las estáticas copas de los árboles y la aletargada iluminación, uno podría entrecerrar los ojos e imaginarse a sí mismo contemplando desde un alféizar de esta misma prisión, aquellos mismos jardines. La indulgente mirada reconoció aquellas avenidas, aquel enmarañado verdor de la arboleda, el pórtico a la derecha, los espaciosos álamos, y en medio del poco convincente azul del lago, una pálida burbuja que era seguramente un cisne. Más atrás, en medio de una niebla estilizada, las colinas encorvaban sus redondas espaldas, y encima de ellas, en una especie de firmamento azul pizarro bajo el cual vive y muere el drama, quietas nubes. Y todo esto, por alguna razón, tenía un aire anticuado, estaba cubierto de polvo, y el vidrio a través del cual miraba Cincinnatus tenía manchas que recordaban la mano de una criatura.