Annotation
El tema de El ojo es el desarrollo de una investigación que conduce al protagonista por un infierno de espejos y acaba en la fusión de imágenes gemelas. No sé si los lectores modernos compartirán el intenso placer que obtuve hace treinta y cinco años componiendo en un determinado esquema misterioso las distintas fases de la búsqueda del narrador, pero en todo caso el énfasis no está en el misterio sino en el esquema. Averiguar el paradero de Smurov sigue siendo, creo, un deporte excelente a pesar del paso del tiempo y de los libros, como lo es el paso del espejismo de una lengua al oasis de otra. La trama no podrá reducirse en la mente del lector —si leo correctamente esa mente— a una dolorosísima historia de amor en la que un atormentado corazón no sólo es desdeñado, sino también humillado y castigado. Las fuerzas de la imaginación, que, a la larga, son las fuerzas del bien, permanecen firmemente del lado de Smurov, y la amargura misma del amor torturado resulta tan embriagadora y tonificante como su más extática satisfacción.
Vladimir Nabokov
EL OJO
PREFACIO
El título ruso de esta novelita es (en su transcripción tradicional) Soglyadatay, pronunciado fonéticamente «Sagly - dat -ay», con el acento en la penúltima sílaba. Es un antiguo término militar que significa «espía» u «observador», ninguno de los cuales tiene la flexible amplitud de la palabra rusa. Después de considerar «emisario» y «gladiador», renuncié a la idea de combinar sonido y sentido, y me contenté con mantener el «ay» (pronunciación fonética de «eye»: ojo) al final del largo tallo. Con este título el relato se abrió camino plácidamente a lo largo de tres números de Playboyen los primeros meses de 1965.
Compuse el texto original en 1930, en Berlín —donde mi mujer y yo habíamos alquilado dos habitaciones a una familia alemana en la tranquila Luitpoldstrasse—, y apareció a finales de ese año en la revista de emigrados rusos Sovremennyya Zapiski, de París. La gente de este libro son los personajes favoritos de mi juventud literaria: expatriados rusos que viven en Berlín, París o Londres. En realidad, por supuesto, también podrían haber sido noruegos en Nápoles o ambracianos en Cambridge: siempre he sido indiferente a los problemas sociales, limitándome a utilizar el material que casualmente tenía a mano, como un comensal locuaz dibuja la esquina de una calle en el mantel o dispone una miga y dos aceitunas como un diagrama entre el menú y el salero. Una consecuencia divertida de esta indiferencia a la vida en comunidad y a las intrusiones de la historia es que el grupo social arrastrado descuidadamente al centro de atención artístico adquiere un aire falsamente permanente, que el escritor emigrado y sus lectores emigrados dan por supuesto en determinado momento y en determinado lugar. Los Ivan Ivanovich y Lev Osipovich de 1930 hace tiempo que han sido sustituidos por lectores no rusos y que hoy en día están perplejos e irritados por tener que imaginar una sociedad de la que no saben nada; ya que no me importa repetir una y otra vez que manojos de páginas han sido arrancados del pasado por los destructores de la libertad, desde que la propaganda soviética, hace casi medio siglo, confundió a la opinión pública extranjera haciéndola ignorar o denigrar la importancia de la emigración rusa (que todavía espera su cronista).
La época de la narración es 1924-25. La guerra civil ha terminado en Rusia hace unos cuatro años. Lenin acaba de morir, pero su tiranía sigue floreciendo. Veinte marcos alemanes no llegan a cinco dólares. Entre los expatriados del Berlín del libro hay desde indigentes hasta prósperos hombres de negocios.
Ejemplos de los últimos son Kashmarin, el marido de pesadilla de Matilda (que evidentemente se escapó de Rusia por la ruta del sur, por Constantinopla), y el padre de Evgenia y Vanya, un caballero de edad (que dirige juiciosamente la filial londinense de una empresa alemana, y mantiene a una corista). Kashmarin es probablemente lo que los ingleses llaman de «clase media», pero las dos jóvenes damas del número 5 de Peacock Street pertenecen claramente a la nobleza rusa, con título o sin él, lo que no les impide tener gustos bárbaros en sus lecturas. El carigordo marido de Evgenia, cuyo nombre hoy en día resulta más cómico, trabaja en un banco de Berlín. El coronel Mukhin, un pedante desagradable, luchó en 1919 bajo el mando de Denikin, y en 1920 bajo el de Wrangel, habla cuatro lenguas, ostenta un aire frío y mundano, y probablemente le irá bien con el trabajo fácil hacia el que lo está dirigiendo su futuro suegro. El bueno de Román Bogdanovich es un báltico empapado de cultura alemana, más que rusa. El excéntrico judío Weinstock, la pacifista doctora Marianna Nikolaevna y el mismo narrador, que no pertenece a ninguna clase concreta, son representantes de la multifacética intelectualidad rusa. Estas indicaciones deberían facilitar un poco las cosas a ese tipo de lector que (como yo mismo) desconfía de las novelas que tratan de personajes espectrales en ambientes que no le son familiares, tales como las traducciones del magiar o del chino.
Como es bien sabido (para emplear una famosa frase rusa), mis libros no sólo cuentan con la bendición de una ausencia absoluta de significación social, sino que además están hechos a prueba de mitos: los freudianos revolotean ávidamente en torno a ellos, se acercan con oviductos ardientes, se detienen, husmean y retroceden. Por otra parte, un sicólogo serio puede distinguir por entre mis criptogramas centelleantes de lluvia un mundo de disolución del alma en el que el pobre Smurov sólo existe en la medida en que se refleja en otros cerebros, que a su vez se encuentran en el mismo trance extraño y especular que él. La textura del relato remeda las novelas policíacas, pero en realidad el autor renuncia a toda intención de engañar, confundir, embaucar o bien de defraudar al lector. En efecto, sólo el lector que pesque inmediatamente el sentido obtendrá una auténtica satisfacción de El ojo. Es poco probable que incluso el más crédulo y más atento de los lectores de este rutilante relato tarde mucho en darse cuenta de quién es Smurov. Lo probé con una anciana dama inglesa, con dos doctorandos, con un entrenador de hockey sobre hielo, con un médico y con el hijo de doce años de un vecino. El niño fue el más rápido; el vecino, el más lento.
El tema de El ojoes el desarrollo de una investigación que conduce al protagonista por un infierno de espejos y acaba en la fusión de imágenes gemelas. No sé si los lectores modernos compartirán el intenso placer que obtuve hace treinta y cinco años componiendo en un determinado esquema misterioso las distintas fases de la búsqueda del narrador, pero en todo caso el énfasis no está en el misterio sino en el esquema. Averiguar el paradero de Smurov sigue siendo, creo, un deporte excelente a pesar del paso del tiempo y de los libros, como lo es el paso del espejismo de una lengua al oasis de otra. La trama no podrá reducirse en la mente del lector —si leo correctamente esa mente— a una dolorosísima historia de amor en la que un atormentado corazón no sólo es desdeñado, sino también humillado y castigado. Las fuerzas de la imaginación, que, a la larga, son las fuerzas del bien, permanecen firmemente del lado de Smurov, y la amargura misma del amor torturado resulta tan embriagadora y tonificante como su más extática satisfacción.
VLADIMIR NABOKOV
Montreux, 19 de abril de 1965
* * *
Conocí a esa mujer, a esa Matilda, durante mi primer otoño de vida de emigrado en Berlín, a principios de los años veinte de dos etapas de tiempo, este siglo y mi asquerosa vida. Alguien acababa de encontrarme un puesto como preceptor en una familia rusa que todavía no había tenido tiempo de empobrecerse, y que seguía sustentándose con los fantasmas de sus antiguas costumbres de San Petersburgo. No había tenido experiencia previa en la educación de niños: no tenía la menor idea de cómo comportarme y de qué hablar con ellos. Eran dos, ambos varones. En su presencia sentía una cohibición humillante.
Llevaban la cuenta de lo que fumaba, y esa suave curiosidad me hacía mantener el cigarrillo en un ángulo extraño e incómodo, como si fuese la primera vez que fumaba; se me caía constantemente la ceniza en el regazo, y entonces sus limpias miradas pasaban atentamente de mi mano al polen gris claro que al frotarlo penetraba paulatinamente en la lana.
Matilda, una amiga de sus padres, los visitaba a menudo y se quedaba a cenar. Una noche, al irse, como caía un estrepitoso aguacero, le prestaron un paraguas, y ella dijo:
—Qué amables, muchas gracias, el joven me acompañará a casa y se lo devolverá.
A partir de entonces, acompañarla a su casa era uno de mis deberes. Supongo que más bien me atraía, esa dama rolliza, sin inhibiciones, con ojos de vaca y una boca grande que formaba un frunce carmesí, un intento de capullo de rosa, cuando se miraba en su espejo de bolsillo para empolvarse la cara. Tenía los tobillos delgados y un andar airoso que compensaba muchas cosas. Rezumaba un calor gracioso; en cuanto aparecía, yo tenía la sensación de que habían subido la calefacción del cuarto, y cuando, tras deshacerme de este gran horno vivo al acompañarla a su casa, regresaba solo entre los sonidos líquidos y el brillo de azogue de la noche despiadada, tenía frío, frío hasta casi sentir náuseas.
Más tarde llegó su marido de París y venía a cenar con ella; era un marido como cualquier otro, y no le presté mucha atención, salvo para reparar en la costumbre que tenía de carraspear en el puño antes de hablar, con un ruido rápido y sordo; y en el pesado bastón negro de puño brillante con el que daba golpecitos en el suelo mientras Matilda transformaba la despedida de la anfitriona en un exuberante soliloquio. Al cabo de un mes el marido partió, y, la misma noche en que por primera vez la acompañé a su casa, Matilda me invitó a que subiera para que me llevara un libro que hacía tiempo intentaba persuadirme de que leyera, algo en francés titulado Ariane , Jeune Filie Russe. Llovía como de costumbre, y había halos temblorosos en torno a los faroles; mi mano derecha estaba sumergida en el pelo caliente de su abrigo de piel de topo; con la izquierda sostenía un paraguas abierto sobre el que tamborileaba la noche. Este paraguas —más tarde, en el piso de Matilda— estaba abierto junto a un radiador de vapor y no dejaba de gotear y gotear, vertiendo una lágrima cada medio minuto, y así logró formar un gran charco. En cuanto al libro, me olvidé de llevármelo.
Matilda no fue mi primera amante. Antes de ella, me amó una costurera de San Petersburgo. También ella era rolliza, y también ella no dejaba de aconsejarme que leyera cierta novelita ( Murochka, historia de la vida de una mujer). Estas dos abundantes damas emitían, durante la tormenta sexual, un pitido agudo, asombrado, infantil, y a veces me parecía que había sido un esfuerzo inútil todo lo que había sufrido cuando me escapé de la Rusia bolchevique, cruzando, muerto de miedo, la frontera finlandesa (aunque fuera en un tren rápido y con un pase prosaico), sólo para saltar de un brazo a otro casi idéntico. Además, Matilda pronto empezó a aburrirme. Tenía un tema de conversación constante y, para mí, deprimente: su marido. Este hombre, decía, era un noble bruto. La mataría en el acto si llegara a enterarse. La adoraba y era ferozmente celoso. Una vez, en Constantinopla, había agarrado a un francés emprendedor y lo golpeó varias veces contra el suelo, como a un trapo. Era tan apasionado que daba miedo. Pera era hermoso en su crueldad. Yo intentaba cambiar de tema, pero éste era el caballo de batalla de Matilda, que ella montaba con sus muslos gordos y robustos. La imagen que creaba de su marido resultaba difícil de conciliar con el aspecto del hombre en el que yo apenas si había reparado. Al mismo tiempo, me parecía sumamente desagradable conjeturar que después de todo tal vez no era una fantasía suya, y, en ese momento, un celoso fanático en París, percibiendo la situación difícil en que se encontraba, estaba representando el papel banal que le había asignado su esposa: rechinar los dientes, poner los ojos en blanco y respirar hondo por la nariz.
A menudo, cuando regresaba trabajosamente a casa, con la petaca vacía, la cara ardiéndome en la brisa matutina como si acabase de quitarme el maquillaje teatral, con una palpitación de dolor que me resonaba en la cabeza a cada paso, examinaba por todos lados mi insignificante felicidad, y me maravillaba, me apiadaba de mí mismo, y me sentía abatido y asustado. Para mí la cumbre del acto amoroso no era más que una loma desierta con una vista despiadada. Al fin y al cabo, para vivir feliz, un hombre tiene que conocer de vez en cuando unos instantes de perfecto vacío. Sin embargo, yo estaba siempre expuesto, siempre con los ojos abiertos; incluso cuando dormía no dejaba de vigilarme, sin comprender nada de mi existencia, me enloquecía la idea de no poder dejar de ser consciente de mí mismo, y envidiaba a todas esas personas simples —oficinistas, revolucionarios, tenderos— quienes, con confianza y concentración, realizan sus trabajos insignificantes. No tenía ningún caparazón de ese tipo; y en aquellas mañanas terribles de color azul pastel, mientras mis tacones resonaban por la ciudad desierta, imaginaba a alguien que se enloquece porque empieza a percibir claramente el movimiento de la esfera terrestre: allí está, tambaleándose, intentando mantener el equilibrio, agarrándose a los muebles; o sentándose junto a una ventana con una mueca excitada, como la del desconocido en un tren que se dirige a ti diciendo: «Vaya forma de devorar las vías, ¿no es cierto?» Pero pronto tanto sacudimiento y balanceo lo marean; empieza a chupar un limón o un cubito de hielo, y se tiende en el suelo, mas todo en vano. El movimiento no puede detenerse, el maquinista está ciego, los frenos no se encuentran por ninguna parte: y el corazón le estalla cuando la velocidad se vuelve intolerable.
¡Y qué solo estaba! Matilda, que preguntaba coquetamente si escribía poesía; Matilda, que me incitaba astutamente a que la besara en la escalera o en la puerta, sólo para tener la oportunidad de fingir un estremecimiento y susurrar apasionadamente: «Qué loco...»; Matilda, naturalmente, no contaba. ¿Y a quién más conocía yo en Berlín? Al secretario de una organización de ayuda a los emigrados; la familia que me empleaba como preceptor; el señor Weinstock, propietario de una librería rusa; la viejecita alemana a la que había alquilado antes una habitación: una lista exigua. Así que todo mi indefenso ser invitaba a la calamidad. Una noche, la invitación fue aceptada.
Eran aproximadamente las seis. En el interior el aire se iba haciendo más pesado a medida que anochecía, y yo apenas podía distinguir las líneas del divertido cuento de Chejov que estaba leyendo con voz insegura a mis educandos; pero no me atrevía a encender las luces: esos niños tenían una extraña propensión, impropia en personas de su edad, a la frugalidad, un odioso instinto para la economía doméstica; sabían el precio exacto de los embutidos, la mantequilla, la electricidad, las distintas marcas de coches. Mientras leía en voz alta Los amores del contrabajo, tratando inútilmente de divertirles, y sintiendo vergüenza por mí mismo y por el pobre autor, sabía que se daban cuenta de mi lucha con el borroso anochecer y esperaban tranquilamente para ver si iba a aguantar hasta que se encendiera la primera luz en la casa de enfrente, que diera el ejemplo. Lo conseguí, y la luz fue mi recompensa.