Apenas me estaba preparando para dar mayor animación a mi voz (al acercarse el pasaje más divertido del cuento) cuando de pronto sonó el teléfono en el vestíbulo. Estábamos solos en el piso, y los niños se pusieron en pie de un salto y se lanzaron a la carrera hacia el discordante sonido. Permanecí con el libro abierto en el regazo, sonriendo tiernamente a la línea interrumpida. La llamada resultó ser para mí. Me senté en un crujiente sillón de mimbre y acerqué el auricular al oído. Mis alumnos se quedaron a mi lado, uno a la derecha, el otro a la izquierda, observándome imperturbables.
—Salgo ahora mismo —dijo una voz masculina—. Confío en que estará en casa.
—Su confianza no se verá traicionada —contesté de buen humor—. Pero, ¿quién es usted?
—¿No me reconoce? Tanto mejor: será una sorpresa —dijo la voz.
—Pero me gustaría saber quién habla —insistí, riendo. (Más tarde fue sólo con horror y vergüenza como recordé el malicioso tono burlón de mi voz.)
—A su debido tiempo —dijo la voz, cortante.
Ahí es cuando empecé realmente a divertirme:
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué? —pregunté—. Qué forma más divertida de...
Me di cuenta de que estaba hablando al vacío, me encogí de hombros y colgué.
Volvimos al salón. Dije:
—Vamos a ver, ¿dónde estábamos?
Y, una vez encontrado el pasaje, reanudé la lectura.
Sin embargo, sentí una extraña inquietud. Mientras leía mecánicamente en voz alta, me seguía preguntando quién podría ser este invitado. ¿Un recién llegado de Rusia? Revisé vagamente las caras y las voces que conocía —por desgracia no eran muchas— y por alguna razón me detuve en un estudiante llamado Ushakov. El recuerdo de mi único año de universidad en Rusia, y de mi soledad allí, conservaba al tal Ushakov como un tesoro. Cuando, durante una conversación, yo adoptaba una expresión maliciosa y ligeramente soñadora al mencionarse la canción festiva Gaudeamus igitur y los irresponsables tiempos de estudiante, quería decir que estaba pensando en Ushakov, aunque bien sabe Dios que sólo había charlado un par de veces con él (sobre política u otras tonterías, no recuerdo qué). Sin embargo, era muy poco probable que fuera tan misterioso por teléfono. Me perdí en conjeturas, imaginándome bien a un agente comunista, bien a un excéntrico millonario en busca de un secretario.
El timbre. Nuevamente los niños se precipitaron hacia el vestíbulo. Dejé el libro y los seguí sin prisa. Con gran entusiasmo y destreza corrieron el pequeño cerrojo de acero, accionaron algún artilugio adicional y la puerta se abrió.
Un extraño recuerdo... Incluso ahora, ahora que tantas cosas han cambiado, se me cae el alma a los pies cuando libero ese extraño recuerdo, como a un peligroso criminal de su celda. Fue entonces cuando se derrumbó todo un muro de mi vida, sin ruido alguno, como en el cine mudo. Comprendí que algo catastrófico estaba a punto de ocurrir, pero indudablemente había una sonrisa en mi cara y, si no me equivoco, insinuante; y mi mano, extendida, condenada a encontrar un vacío y anticipándose a ese vacío, trató, sin embargo, de completar el gesto (asociado en mi mente con la resonancia de la frase «cortesía elemental»).
—Abajo esa mano —fueron las primeras palabras del invitado, mientras miraba la palma de la mano ofrecida, que ya se estaba hundiendo en el abismo.
No era extraño que no hubiese reconocido su voz hacía un momento. Lo que en el teléfono había sonado como una forzada cualidad que deformaba un timbre familiar era, en efecto, una rabia realmente excepcional, un sonido apagado que hasta entonces no había oído nunca en una voz humana. Aquella escena permanece en mi memoria como un tableau vivant: el vestíbulo radiantemente iluminado; yo, sin saber qué hacer con mi mano rechazada; un niño a la derecha y un niño a la izquierda, ambos mirando no al visitante sino a mí; y el propio visitante, con un impermeable color oliva de hombreras a la moda, la cara pálida como paralizada por el flashde un fotógrafo: ojos saltones, narices dilatadas, y un labio repleto de veneno bajo el negro triángulo equilátero de su acicalado bigote. Luego se inició un movimiento apenas perceptible: los labios sonaron al despegarse, y el grueso bastón negro que llevaba en la mano se agitó ligeramente; ya no pude apartar la mirada de aquel bastón.
—¿Qué es? —pregunté—. ¿Qué pasa? Tiene que haber algún malentendido... Sí, un malentendido.
Llegado a este punto encontré un lugar humillante, imposible, para mi mano todavía en el aire, todavía ansiosa: en un vago intento por conservar la dignidad, apoyé la mano en el hombro de uno de mis alumnos; el niño la miró con recelo.
—Mire, amigo mío —espetó el visitante—, apártese un poco. No les voy a hacer daño, no tiene por qué protegerles. Lo que necesito es un poco de espacio, porque voy a sacudirle el polvo.
—Esta no es su casa —dije—. No tiene ningún derecho a armar un escándalo. No comprendo qué quiere de mí...
Me pegó. Me dio un golpe tan sonoro y enérgico en pleno hombro que me tambaleé hacia un lado, haciendo que la silla de mimbre se escapara de mi camino como si tuviera vida. Mostró los dientes y se dispuso a pegarme de nuevo. El golpe me dio en el brazo levantado. Entonces me batí en retirada y me refugié en el salón. Me siguió. Otro detalle curioso: yo estaba gritando a voz en cuello, dirigiéndome a él por su nombre y patronímico, preguntándole a gritos qué le había hecho. Cuando me alcanzó de nuevo, traté de protegerme con un cojín que había agarrado en la huida, pero me lo sacó de la mano de un golpe.
—Esto es una vergüenza —grité—. Estoy desarmado. He sido difamado. Me las pagará...
Me refugié detrás de la mesa y, como antes, todo se congeló por un momento en un cuadro vivo. Allí estaba, mostrando los dientes, el bastón en alto, y, detrás de él, uno a cada lado de la puerta, estaban los niños: tal vez mi recuerdo, llegado a este punto, se haya estilizado pero, si no me equivoco, realmente creo que uno de ellos permanecía apoyado en la pared con los brazos cruzados mientras el otro estaba sentado en el brazo de una silla, y ambos contemplaban imperturbables el castigo que me estaban administrando. De repente todo empezó a ponerse en movimiento, y los cuatro pasamos a la habitación siguiente; el nivel de su ataque descendió perversamente, mis manos formaron una abyecta hoja de parra y entonces, con un horrible golpe cegador, me atizó en la cara. Es curioso que yo mismo no hubiera podido nunca pegar a nadie, no importa la gravedad de la ofensa, y que ahora, bajo su pesado bastón, no sólo fuera incapaz de responder al ataque (ya que no estaba versado en las artes viriles), sino que incluso en aquellos momentos de dolor y humillación no pudiera imaginarme alzando la mano contra un semejante, especialmente si ese semejante estaba enojado y era fuerte; ni siquiera traté de huir a mi habitación donde, en un cajón, había un revólver: adquirido, ay de mí, solamente para ahuyentar a los fantasmas.
La inmovilidad contemplativa de mis dos alumnos, las distintas posturas en que se congelaban como frescos en el extremo de una u otra habitación, la manera obsequiosa con que encendieron las luces en el momento en que yo retrocedía hacia el comedor oscuro: todo esto tiene que ser una ilusión de la percepción: impresiones inconexas a las que yo he impartido significación y permanencia y, si vamos a eso, exactamente tan arbitrarias como la rodilla levantada de un político inmovilizado por la cámara, no en el acto de bailar una jiga, sino simplemente en el de salvar un charco.
En realidad, por lo que parece, no presenciaron toda mi ejecución; en un momento determinado, temiendo por los muebles de sus padres, fieles a su deber, empezaron a telefonear a la policía (una tentativa que el hombre interrumpió con un rugido atronador), pero no sé dónde situar este momento, si al principio o en esa apoteosis de sufrimiento y horror cuando por fin caí sin fuerzas al suelo, exponiendo mi redondeada espalda a sus golpes, sin dejar de repetir con voz ronca:
—Basta, basta, tengo el corazón débil... Basta, tengo el corazón...
Mi corazón, permítaseme que lo diga entre paréntesis, siempre ha funcionado muy bien.
Un minuto más tarde todo había terminado. Encendió un cigarrillo, jadeando ruidosamente y agitando la caja de cerillas; se quedó sin hacer nada por algún tiempo, ponderando el asunto, y luego, tras decir algo sobre una «leccioncita», se ajustó el sombrero y salió apresuradamente. Me levanté al instante del suelo y me dirigí a mi habitación. Los niños corrieron detrás de mí. Uno de ellos trató de colarse. Lo arrojé fuera de un codazo, y sé que le dolió. Cerré la puerta, me enjuagué la cara, casi gritando a causa del contacto cáustico del agua, luego saqué la maleta de debajo de la cama y empecé a hacerla. Resultó difícil: me dolía la espalda y la mano izquierda no me funcionaba bien.
Cuando salí al vestíbulo con el abrigo puesto, cargando la pesada maleta, reaparecieron los niños. Ni siquiera los miré. Mientras bajaba la escalera, sentía que me observaban desde arriba, estirando el cuerpo por encima de la barandilla. A mitad del camino me crucé con la profesora de música; el martes era su día. Era una dócil muchacha rusa con gafas y patizamba. No la saludé, sino que desvié mi cara hinchada y, espoleado por el profundo silencio de su sorpresa, salí precipitadamente a la calle.
Antes de suicidarme quería escribir unas cuantas cartas tradicionales y, durante por lo menos cinco minutos, estar sentado a salvo. De modo que paré un taxi y fui a mi antigua dirección. Por suerte, mi habitación familiar estaba libre y la propietaria, una anciana diminuta, empezó a hacer la cama en seguida: un esfuerzo inútil. Esperé impaciente a que se fuera, pero estuvo afanándose largo rato, llenando el jarro, llenando la vasija, bajando la persiana, tirando bruscamente de un cordón o algo que estaba trabado, mientras miraba hacia arriba, con la negra boca abierta. Finalmente, tras emitir un maullido de despedida, se fue.
En el centro de la habitación había un hombrecillo miserable, tembloroso, vulgar, con un sombrero hongo, quien, por alguna razón, se frotaba las manos. Esto es lo que vislumbré de mí mismo en el espejo.
Entonces abrí rápidamente la maleta y saqué papel de escribir y sobres, encontré en el bolsillo un triste cabo de lápiz y me senté a la mesa. Resultó, sin embargo, que no tenía a quién escribir. Conocía a poca gente y no quería a nadie. De modo que la idea de las cartas quedó desechada y lo demás quedó desechado también; había imaginado vagamente que tenía que ordenarlo todo, ponerme ropa limpia, y dejar todo mi dinero —veinte marcos— en un sobre con una nota diciendo quién debería recibirlo. Entonces me di cuenta de que no había decidido todo esto hoy sino hacía tiempo, en diversos momentos, cuando solía imaginar alegremente qué hacía la gente para pegarse un tiro. Como un inveterado habitante de la ciudad que recibe una invitación inesperada de un amigo del campo empieza por comprarse un termo y un par de botas resistentes, no porque realmente las pueda necesitar, sino inconscientemente como consecuencia de ciertas ideas previas, no probadas, sobre el campo, con sus largos paseos por bosques y montañas. Pero cuando llega no hay bosques ni montañas, sólo campos de labranza llanos, y nadie quiere caminar a grandes zancadas por la carretera en el calor. Entonces vi, como cuando se ve un verdadero campo de nabos en lugar de las cañadas y claros de una tarjeta postal, qué convencionales eran mis ideas previas sobre las tareas que preceden al suicidio; un hombre que ha optado por la autodestrucción está muy alejado de los negocios mundanos, y sentarse a escribir su testamento sería, en ese momento, un acto tan absurdo como darle cuerda al reloj ya que, junto con el hombre, todo el mundo queda destruido; la última carta se convierte inmediatamente en polvo y, con ella, todos los carteros; y se desvanecen como el humo los bienes legados a una progenie inexistente.
Una cosa que había sospechado desde hacía tiempo —el absurdo del mundo— se me hizo evidente. De pronto me sentí increíblemente libre, y la misma libertad era una indicación de ese absurdo. Tomé el billete de veinte marcos y lo rompí en pequeños pedazos. Me quité el reloj de pulsera y lo empecé a estrellar contra el suelo hasta que se paró. Se me ocurrió que en ese momento, si lo deseaba, podía salir corriendo a la calle y, con vulgares palabrotas de lujuria, abrazar a la mujer que eligiera; o pegar un tiro a la primera persona que encontrara, o romper un escaparate... Eso era prácticamente todo lo que se me ocurría: la imaginación de lo ilícito tiene un alcance limitado.
Cargué el revólver con cautela, torpemente, luego apagué la luz. La idea de la muerte, que en otro tiempo me había asustado tanto, era ahora una cosa íntima y simple. Tenía miedo, un miedo terrible del dolor espantoso que podría causarme la bala; pero, ¿tener miedo del negro sueño aterciopelado, de la oscuridad uniforme, mucho más aceptable y comprensible que el abigarrado insomnio de la vida? Absurdo: ¿cómo se podía tener miedo de eso? De pie en medio de la habitación oscura, me desabroché la camisa, incliné el torso hacia delante, busqué y localicé el corazón entre las costillas. Palpitaba como un animalillo al que se quiere llevar a un lugar seguro, un pajarito o un ratón a quien no se le puede explicar que no tiene por qué temer, que, por el contrario, estamos actuando por su propio bien. Pero estaba tan vivo, mi corazón; de algún modo me parecía que había algo de repugnante en apretar con fuerza el cañón contra la delgada piel bajo la que latía, resistente, un mundo portátil, de manera que aparté un poco el brazo doblado incómodamente, para que el acero no tocara mi pecho desnudo. Luego puse el cuerpo en tensión y disparé. Hubo una fuerte sacudida, y un delicioso sonido vibratorio resonó a mi espalda; nunca olvidaré aquella vibración. Fue sustituida inmediatamente por un gorgoteo de agua, un ronco ruido borboteante. Aspiré, ahogándome en la liquidez; todo dentro de mí y a mi alrededor estaba fluyendo y en movimiento. Me encontré arrodillado en el suelo; extendí la mano para afirmarme, pero se hundió en el suelo como en un agua sin fondo.
Algún tiempo después, si es que es posible hablar aquí de tiempo, quedó claro que el pensamiento humano mantiene su ímpetu después de la muerte. Me encontraba completamente enfajado: ¿era una mortaja?, ¿era simplemente la tensa oscuridad? Lo recordaba todo —mi nombre, la vida en la tierra— con perfecta claridad, y sentí un bienestar maravilloso en la idea de que ahora no había que preocuparse de nada. Con lógica maliciosa y despreocupada avancé de la sensación incomprensible de vendas apretadas a la idea de un hospital e, inmediatamente, obedeciendo a mi voluntad, se materializó a mi alrededor una espectral sala de hospital, y tenía vecinos, momias como yo, tres a cada lado. ¡Qué poderoso era el pensamiento humano, capaz de lanzarse como un rayo más allá de la muerte! Dios sabe por cuánto tiempo seguiría latiendo y creando imágenes después de que mi difunto cerebro hubiera dejado de servir para algo. El cráter familiar de un diente ahuecado seguía conmigo y, paradójicamente, esto me proporcionaba un alivio cómico. Sentía cierta curiosidad por saber cómo me habían enterrado, si había habido una misa de réquiem, y quién había asistido al funeral.