Relatos De Ivan Petrovich Belkin - Pushkin Alejandro Sergeevich 3 стр.


—Caballero, tenga la bondad de salir, y dé gracias a Dios de que esto ha ocurrido en mi casa.

No poníamos en duda las consecuencias del incidente y dábamos ya por muerto a nuestro nuevo camarada. El oficial abandonó la casa, no sin antes decir que estaba dispuesto a responder de la ofensa como tuviese a bien el señor banquero. El juego se prolongó unos minutos, mas se veía que el anfitrión no estaba para cartas, por lo que nos levantamos uno a uno y nos marchamos a nuestras casas, haciendo comentarios acerca de la próxima vacante.

Al otro día nos preguntábamos en el picadero si aún estaría vivo el pobre teniente, cuando se presentó él mismo y le hicimos esa pregunta. Nos contestó que hasta entonces no había tenido noticia alguna de Silvio. Aquello nos sorprendió. Nos acercamos a casa de Silvio y lo encontramos en el patio, entretenido en meter bala sobre bala en el as de una baraja pegado a la puerta. Nos recibió como de costumbre, sin referirse para nada al incidente del día anterior. Pasaron tres días y el teniente seguía vivo. Nosotros nos preguntábamos, sorprendidos, si sería posible que Silvio no llegara a batirse. Silvio no se batió. Se conformó con una explicación muy somera e hicieron las paces.

Aquello le perjudicó extraordinariamente en la opinión de los jóvenes. La falta de valor es lo que menos perdona la gente moza, que suele ver en la bravura la cumbre de las virques humanas y la justificación de toda clase de vicios. Mas todo se fue olvidando poco a poco, y Silvio recuperó su antigua influencia.

Yo era el único que ya no podía acercarme a él. Dotado de una romántica imaginación, había cobrado por aquel hombre más afecto que ningún otro; su vida era un enigma y se me figuraba el héroe de alguna novela misteriosa. El me estimaba: al menos, sólo conmigo se olvidaba de su habitual lengua envenenada y hablaba de las cosas con sencillez y amenidad extraordinarias. Pero después de aquella desgraciada noche, la idea de que su honor había quedado en entredicho y la ofensa no había sido lavada por su propia voluntad, me producía vergüenza y rehuía mirarle a la cara. Silvio era demasiado inteligente y poseía demasiada experiencia para no verlo y no adivinar la causa. Mi actitud parecía apenarle; por lo menos advertí un par de veces sus deseos de buscar una explicación conmigo, pero yo hice por esquivarla y Silvio se alejó de mí. A partir de entonces no le veía más que en presencia de otros camaradas, y ya no volvimos a nuestras sinceras conversaciones de antes.

Los ociosos habitantes de la capital no tienen la menor idea de las muchas distracciones que llenan la vida de los habitantes de las aldeas o de las ciudades pequeñas; una de ellas es, por ejemplo, el día de correo. Los martes y los viernes las oficinas de nuestro regimiento estaban llenas de oficiales: unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos. Las cartas eran abiertas allí mismo, los oficiales se comunicaban unos a otros las noticias y las oficinas ofrecían un animadísimo aspecto. Silvio recibía la correspondencia dirigida a las señas del regimiento y, por lo general, era uno de los que se hallaban presentes. Cierto día le entregaron un pliego, del que rompió los sellos con extraordinaria impaciencia. Al recorrer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados cada uno con sus propias misivas, no advirtieron nada.

—Señores —les dijo Silvio—, las circunstancias exigen mi marcha inmediata. Parto esta misma noche. Espero que no me negarán el honor de comer conmigo por última vez. Le espero también a usted —añadió volviéndose hacia mí—, le espero sin falta.

Dicho esto, salió rápidamente y nosotros, después de convenir que nos reuniríamos en casa de Silvio, nos fuimos cada uno por nuestro lado.

Llegué a casa de Silvio a la hora fijada y encontré allí a casi todos los oficiales del regimiento. El equipaje estaba ya hecho, no quedaban más que las paredes desnudas y agujereadas por las balas. El anfitrión estaba de un humor excelente y su alegría no tardó en comunicarse a todos; los tapones de las botellas saltaban continuamente y nosotros deseamos a Silvio de todo corazón un buen viaje y toda suerte de venturas. Nos levantamos de la mesa cuando ya la noche estaba avanzada. En el momento en que cada uno buscaba su gorra, Silvio, que se despedía de todos, me tomó del brazo y me detuvo en el instante mismo en que me disponía a salir.

—Necesito hablar con usted — me dijo en voz baja.

Yo me quedé.

Los invitados se habían ido; estábamos solos. Sentados uno frente al otro, encendimos en silencio nuestras pipas. Silvio parecía preocupado; no quedaban huellas de su turbulenta alegría. Su sombría palidez, sus ojos resplandecientes y el espeso humo que salía de su boca le daban un aspecto verdaderamente diabólico. Pasaron unos instantes y Silvio rompió el silencio.

—Quizá no nos volvamos a ver — me dijo —; pero antes de marchar quisiera darle una explicación. Usted habrá podido observar que me preocupo poco de la opinión ajena, pero le estimo y me sería muy penoso que usted guardase de mí una impresión equivocada.

Se detuvo y comenzó a cargar de nuevo la pipa; yo callaba, con la vista baja.

—A usted le pareció extraño — continuó — que no pidiera satisfacciones a ese borracho y cabeza rota de R. Convendrá conmigo que, teniendo yo derecho a elegir el arma, su vida estaba en mis manos; en cambio, la mía estaba casi segura. Podría yo atribuir tal moderación a un espíritu magnánimo, pero no quiero mentir. Si hubiera podido castigar a R. sin exponer en absoluto mi vida, no le habría perdonado por nada del mundo.

Miré asombrado a Silvio. Tal confesión me había dejado estupefacto. El prosiguió:

—Como le digo: no tengo derecho a exponer mi vida. Hace seis años recibí una bofetada, y mi enemigo vive aún.

Mi curiosidad se hallaba sumamente excitada.

—¿No se batió usted con él? —pregunté—. ¿Tal vez las circunstancias les separaron?

—Me batí —respondió Silvio—, y he aquí el recuerdo de nuestro duelo.

Se levantó, sacó de una caja de cartón un gorro rojo con galones y una borla dorada (lo que los franceses llaman bonnet de police) y se lo puso. El gorro presentaba un orificio de bala una pulgada más arriba de la frente.

—Usted sabe — continuó Silvio — que serví en el regimiento de húsares de X. Ya conoce mi carácter: estoy acostumbrado a ser el primero en todo, pero de joven esto era en mí una verdadera pasión. En aquellos tiempos estaban de moda los escándalos: yo era el primer juerguista del regimiento. Nos enorgullecíamos de nuestras borracheras. Le gané en beber al famoso Burtsov, cantado por Denís Davídov. En nuestro regimiento había duelos a cada instante: en todos era yo testigo o actor. Mis compañeros me adoraban, y los jefes del regimiento, que cambiaban sin cesar, veían en mí un mal necesario.

»Yo gozaba tranquilamente (o más bien intranquilamente) de mi fama cuando llegó al regimiento un joven de rica y noble familia (no quiero decir su nombre). ¡Jamás he encontrado a un hombre tan afortunado y tan brillante! Imagínese usted: juventud, inteligencia, belleza, la alegría más desbordante, la valentía más despreocupada, un nombre conocido, dinero que gastaba a manos llenas y que no se agotaba nunca, y comprenderá la impresión que produjo entre nosotros.

»Mi supremacía estaba en peligro. Seducido por mi fama, trató de buscar mi amistad, pero yo le acogí fríamente y él se apartó de mí sin sentirlo lo más mínimo. Llegué a odiarle. Sus éxitos en el regimiento y entre las mujeres me desesperaban. Comencé a buscar pendencia con él. A mis burlas contestaba con burlas que siempre me parecían más inesperadas e ingeniosas que las mías y que eran, indudablemente, mucho más alegres: él bromeaba y yo estaba rabioso. Por fin, estando en un baile en casa de un noble polaco, al verle objeto de la atención de todas las damas, y en particular de la anfitriona, con quien yo mantenía relaciones, le dije al oído un insulto soez. El no pudo contenerse y me dio una bofetada. Echamos mano a los sables, mientras las damas se desmayaban; nos separaron y aquella misma madrugada fuimos a batirnos.

»Era al amanecer. Yo estaba en el lugar convenido con mis tres padrinos y esperaba la llegada de mi adversario, desasosegado por una inexplicable impaciencia. El sol primaveral había salido y empezaba a sentirse calor. Le vi desde lejos. Venía a pie, con el dormán colgado del sable, en compañía de un solo padrino. Se acercaba con su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron doce pasos. Me correspondía tirar el primero, pero la rabia que me dominaba me producía una emoción tan intensa que, desconfiando de mi buen pulso, y para dar tiempo a calmarme, le cedí el primer disparo. Mi adversario no aceptó. Decidimos echarlo a suertes: él, siempre favorito de la fortuna, sacó el primer número. Apuntó y me atravesó el gorro. Llegaba mi vez. Le miré ávidamente, tratando de captar siquiera fuese una sombra de inquietud. Estaba a merced de mi pistola, eligiendo las cerezas maduras y escupiendo los huesos, que llegaban hasta mí. Su indiferencia me hizo perder la razón. "¿Qué gano, pensé, quitándole la vida si él no la tiene en el menor aprecio?" Una idea malvada pasó por mi mente. Bajé la pistola.

»—Parece que no se ha hecho el ánimo de encontrarse con la muerte — le dije—, no quiero interrumpir su desayuno.

»—No me molesta en absoluto — replicó él—. Puede disparar si gusta, aunque puede hacer lo que mejor le parezca. Le debo el disparo, siempre estaré a su disposición.

»Me volví hacia los padrinos, diciéndoles que en aquel momento no tenía intención de disparar, y así terminó nuestro duelo.

»Pedí el retiró y me vine a este lugarejo. Desde entonces no ha transcurrido un solo día sin que recordara la venganza. Hoy me ha llegado la hora...

Sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio a leer. Alguien (el encargado de sus asuntos al parecer) le escribía desde Moscú que cierta personadebía contraer matrimonio en breve con una joven y hermosa muchacha.

—Usted adivinará —dijo Silvio— quién es esa cierta persona. Voy a Moscú. ¡Veremos si en vísperas de su boda acoge la muerte con tanta indiferencia como la acogió aquel día comiendo cerezas!

Dicho esto, se puso en pie, tiró el gorro al suelo y empezó a recorrer la pieza de un extremo a otro, como un tigre en su jaula. Yo le había escuchado inmóvil; sentimientos extraños y contradictorios embargaban todo mi ser.

Entró el criado y anunció que el coche estaba dispuesto. Silvio me estrechó con fuerza la mano y nos dimos un abrazo. Subió al carricoche, donde habían sido cargadas dos maletas, una con las pistolas y la otra con sus efectos. Nos despedimos una vez más y los caballos partieron al galope.

II

Pasaron varios años. Circunstancias familiares me obligaron a instalarme en una pobre aldehueía del distrito de N. Debía atender los asuntos de la finca, aunque no dejaba de suspirar calladamente el recuerdo de mi antigua vida despreocupada y bulliciosa. Lo más difícil era, para mí, las veladas de otoño e invierno, que pasaba en la soledad más absoluta. Hasta la hora de la comida, mataba bien que mal el tiempo de conversación con el stárosta, vigilando los trabajos o rece rriendo las nuevas dependencias; pero en cuanto la tarde declinaba, ya no sabía qué hacer. Los pocos libros que hab» encontrado en el fondo de los armarios y en la despensa, tf los conocía de memoria. Kirílovna, el ama de llaves, me había repetido todos los cuentos que podía recordar; las canciones de las mujeres me producían tedio. Me inicié en beber el dulce licor, pero me causaba dolor de cabeza; y además, lo confieso, tenía miedo a convertirme en un «borracho para olvidar penas», es decir, en el borracho más empedernido, entre los que abundaban en nuestro distrito. No tenía vecinos cercanos, a excepción de dos o tres de esos empedernidos, cuya conversación se reducía simplemente a hipos y suspiros. La soledad era más soportable.

A cuatro verstas de mi casa se extendía una rica finca perteneciente a la condesa de B., pero únicamente el administrador la habitaba. La condesa sólo la había visitado una vez, el primer año de casada, y únicamente había vivido un mes en ella. Mas un día, en la segunda primavera de mi vida de anacoreta, se corrió el rumor de que la condesa iba con su marido a pasar el verano en su aldea. Y en efecto, llegaron a primeros de junio.

La llegada de un vecino acaudalado es todo un acontecimiento para quienes viven en el campo. Los propietarios y su servidumbre comienzan a hablar de ello dos meses antes y siguen hablando tres años después. En lo que a mi respecta, lo confieso, la noticia de la llegada de una vecina joven y hermosa me causó fuerte impresión; ardía en deseos de verla, y así, el primer domingo siguiente a su venida, me dirigí después de comer a la aldea de X. a fin de presentar mis respetos a sus señorías como vecino más cercano y seguro servidor.

Un criado me introdujo en el despacho del conde y salió para anunciar mi llegada. La espaciosa pieza estaba adornada con todo el lujo imaginable; a lo largo de las paredes se alineaban armarios llenos de libros y, sobre cada armario, un busto de bronce; encima de la chimenea de mármol veíase un ancho espejo; el piso estaba tapizado de paño verde y cubierto de alfombras. Perdido el hábito del lujo en mi pobre casa y después de no haber visto durante tanto tiempo la riqueza ajena, me intimidé; esperaba al conde con cierto nervosismo, al igual que un solicitante provinciano aguarda la salida de un ministro.

Se abrió la puerta y apareció un hombre como de treinta y dos años, de muy buena presencia. El conde se acercó a mí con gesto franco y amistoso; yo traté de recobrarme y empecé a presentarme ceremoniosamente, pero él no me permitió seguir en este tono. Tomamos asiento. Su conversación, espontánea y afable, no tardó en disipar mi timidez, nacida en aquel rincón perdido. Comenzaba ya a sentirme a mis anchas, cuando entró la condesa y la turbación se apoderó de mí con más intensidad que antes. En efecto, era una gran belleza. El conde me presentó. Quise parecer desenvuelto; pero por más esfuerzos que hiciera por mostrarme sencillo, más torpe me sentía. Ellos, a fin de darme tiempo a sosegarme y habituarme a mis nuevos conocidos, comenzaron a hablar entre sí, tratándome sin cumplidos, como a un buen vecino. Mientras tanto, yo recorría la estancia, examinando libros y cuadros. Aunque no soy entendido en pintura, un lienzo llamó mi atención. Representaba un paisaje de Suiza, pero lo que me maravilló no fue la pintura, sino el que el cuadro estuviese atravesado por dos balas, que habían sido disparadas una sobre la otra.

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