Relatos De Ivan Petrovich Belkin - Pushkin Alejandro Sergeevich 4 стр.


—Buen disparo —dije volviéndome hacia el conde.

—Sí —comentó él—, un disparo excelente. Y usted, ¿tira bien?

—No lo hago mal —contesté, satisfecho de que la conversación tocara, por fin, un tema que me era familiar—. A treinta pasos y tomando como blanco un naipe, no fallaría, aunque se entiende que con pistolas conocidas.

—¿De veras? —preguntó la condesa con muestras de gran interés—. Y tú, amigo mío, ¿acertarías en un naipe a treinta pasos de distancia?

—Deberíamos probar algún día —contestó el conde—. En tiempos no tiraba mal, pero hace cuatro años que no he tenido una pistola en la mano.

—En tal caso — observé — le aseguro que no acertaría en un naipe ni siquiera a veinte pasos: la pistola exige un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En mi regimiento, yo era uno de los mejores tiradores. En cierta ocasión estuve un mes sin tocar una pistola porque mis armas estaban en reparación. ¿Y sabe lo que ocurrió? El primer día que disparé, fallé cuatro veces seguidas tirando sobre una botella a veinticinco pasos. Estaba presente un capitán, un hombre bromista y gracioso, que me dijo: «Se ve, hermano, que la mano no te llega a la botella.» No, excelencia, no debe descuidar este ejercicio si no quiere perder la puntería por completo. El mejor tirador que he conocido disparaba cada día por lo menos tres veces antes de comer. Para él, esto era como el tomarse una copa de vodka.

El conde y la condesa parecían satisfechos de que yo hubiera roto mi silencio.

—¿Y qué tal tirador era? —me preguntó el conde.

—Verá, excelencia: si veía posarse una mosca en la pared (¿se ríe, condesa?; palabra de honor que es verdad), si veía posarse una mosca, gritaba: «¡Kuzka, la pistola!», y Kuzka le traía la pistola cargada. Disparaba y dejaba a la mosca aplastada en la pared.

—Es extraordinario — comentó el conde—. ¿Cómo se llamaba?

—Silvio, excelencia.

—¡Silvio! —exclamó el conde, poniéndose en pie de un salto—. ¿Usted conoció a Silvio?

—Claro que sí, excelencia. Fuimos amigos. Lo habíamos acogido en nuestro regimiento como a un hermano, pero hará cosa de cinco años que no tengo la menor noticia de él. ¿Le conoció también su excelencia?

—Le he conocido, vaya si le he conocido. ¿No le refirió un caso muy raro?

—¿Se refiere, excelencia, a la bofetada que un tipo pendenciero dio a Silvio en un baile?

—¿Le dijo a usted el nombre de ese pendenciero?

—No, excelencia, no me lo dijo... ¡Ah! —proseguí, empezando a adivinar la verdad—. Perdóneme... No podía suponer... ¿Será usted...?

—Soy yo mismo — contestó el conde, presa de gran emoción—. Y el cuadro agujereado es un recuerdo de nuestro último encuentro...

—Por favor, querido —suplicó la condesa—, no lo cuentes, me va a dar miedo oírlo.

—No —replicó el conde—, lo contaré todo. El conoce la ofensa que infligí a su amigo; que conozca también la manera como Silvio se vengó.

El conde me acercó un sillón y yo escuché con el más vivo interés el siguiente relato.

—Me casé hace cinco años. El primer mes, the honey moon, lo pasé aquí, en esta aldea. A esta casa debo los mejores instantes de mi vida y uno de mis más penosos recuerdos.

»Una tarde paseábamos a caballo mi esposa y yo; su yegua se puso terca, mi esposa se asustó, me entregó las bridas y decidió volver andando a casa. Yo me adelanté. En el patio vi un carricoche; me anunciaron que en el despacho me esperaba un hombre. No había querido decir su nombre, se había limitado a explicar que tenía un asunto pendiente conmigo. Entré en esta misma pieza y distinguí en la oscuridad a un hombre cubierto de polvo y con la barba crecida; estaba aquí, junto a la chimenea. Me acerqué, tratando de recordar sus facciones.

»—¿Me conoces, conde? —preguntó con voz temblorosa.

»—¡Silvio! — exclamé y, lo confieso, sentí que los cabellos se me erizaban.

»—En efecto —prosiguió él—. Me debes un disparo. He venido a descargar mi pistola. ¿Estás dispuesto?

»El arma le asomaba por un bolsillo de la levita. Medí doce pasos y me coloqué en aquel rincón, pidiéndole que disparase en seguida, antes de que mi esposa volviera. No mostraba prisa, pidió luz. Trajeron unas velas. Cerré la puerta, con la orden de que no entrara nadie, y le pedí una vez más que disparase.

«Sacó la pistola y apuntó... Yo contaba los segundos... pensaba en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó la mano.

»—Lamento —dijo— que mi pistola no esté cargada con huesos de cereza... una bala pesa mucho. Me sigue pareciendo que esto no es un duelo, sino un asesinato: no tengo la costumbre de apuntar sobre una persona desarmada. Comencemos de nuevo. Echemos suertes para ver a quién corresponde disparar el primero.

»La cabeza me daba vueltas... Creo que me resistí a aceptar... Finalmente, cargamos otra pistola; doblamos dos papeleos; él los metió en el mismo gorro que yo había agujereado de un tiro; de nuevo saqué el primer número.

»—Eres endiabladamente afortunado, conde —dijo con una sonrisa que no olvidaré jamás.

»No recuerdo lo que me ocurrió entonces y cómo pudo obligarme a ello... pero disparé y di en ese cuadro.

El conde señaló el cuadro agujereado; su rostro le ardía como si fuera de fuego; el de la condesa estaba más blanco que su pañuelo; se me escapó una exclamación.

—Disparé — continuó el conde — y, gracias a Dios, fallé. Entonces Silvio (en aquel instante estaba verdaderamente horroso), Silvio empezó a apuntar sobre mí. De pronto se abrió la puerta, entró Masha y se precipitó hacia mí y me abrazó, lanzando un grito. Su presencia me devolvió la serenidad.

»—Querida —le dije—, ¿no ves que se trata de una broma? ¡Cómo te has asustado! Anda, bebe un vaso de agua y luego ven con nosotros. Te presentaré a un viejo amigo y camarada.

»Masha se resistía a creerme.

»—¿Es verdad lo que dice mi marido? —preguntó al terrible Silvio—. ¿Es verdad que se trata de una broma?

»—El siempre está de broma, condesa —le contestó Silvio—. En una ocasión me dio en broma una bofetada; en broma, me atravesó de un balazo este gorro; en broma, ha disparado contra mí y acaba de fallar. Ahora soy yo el que tiene ganas de broma...

«Después de estas palabras, quiso apuntar sobre mí... ¡en presencia de ella! Masha se arrojó a sus pies.

»—¡Levántate, Masha, es una vergüenza! —grité enfurecido—. Y usted, caballero, ¿tendrá el valor de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?

»—No —respondió Silvio—. Ya estoy satisfecho: he visto tu turbación, tu temor. Te he obligado a disparar contra mí y con eso me conformo. Me recordarás. Te dejo con tu conciencia.

»Se disponía a salir, pero antes se detuvo en la puerta, miró el cuadro que yo había agujereado, disparó casi sin apuntar y desapareció. Mi esposa se había desmayado; la servidumbre no se atrevió a cerrarle el paso, mirándole aterrorizados. Salió al portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo hubiera podido serenarme.

El conde calló. Así supe el fin de la historia cuyo comienzo tanto me impresionara en otra ocasión. Se dice que Silvio se incorporó a la insurrección de Alejandro Ypsilanti, en la que mandaba una sección de la batería, y murió en la batalla de Skuliani.

LA NEVASCA

A fines de 1811, época memorable para nosotros, el bueno de Gavrila Gayrílovich R. vivía en su finca de Nenarádovo. En toda la comarca gozaba de fama de hospitalario y afable; constantemente acudían a su casa los vecinos para comer, beber, jugar al bostoncon su esposa, a cinco kopeks la puesta, o, simplemente, para ver a su hija, María Gavrílovna, una esbelta y pálida señorita de diecisiete años. Pasaba por un partido rico y eran muchos los que la deseaban para sí o para sus hijos.

María Gavrílovna se había educado en la lectura de novelas francesas y, por consiguiente, estaba enamorada. Su elegido era un alférez pobre, que se encontraba de permiso en su aldea. Huelga decir que el joven ardía en igual pasión y que los padres de su amada, al advertir la mutua predisposición, habían prohibido a la hija hasta pensar en él; en cuanto al joven, lo recibían peor que a un consejero retirado.

Nuestros enamorados mantenían correspondencia y se veían a diario, a solas, en el pinar o en la vieja capilla. Allí se juraban amor eterno, se lamentaban de su suerte y hacían toda dase de proyectos. En cartas y conversaciones, pues, llegaron, cosa muy natural, a la siguiente conclusión: si no podemos vivir el uno sin el otro y la voluntad de unos padres crueles se opone a nuestra dicha, ¿por qué no prescindir de esa voluntad? Esta, feliz idea, se comprende, acudió primero a la mente del joven y agradó mucho a la romántica imaginación de María Gavrílovna.

Llegó el invierno y se interrumpieron las entrevistas; la correspondencia, en cambio, se hizo más animada. Vladímir Nikoláievich suplicaba en cada una de sus cartas que tuviera confianza en él; se casarían en secreto, permanecerían algún tiempo ocultos y luego se echarían a los pies de los padres, quienes, claro está, quedarían por fin conmovidos ante la heroica constancia y la desgracia de los enamorados y les dirán irremisiblemente:

—¡Hijos, venid a nuestros brazos!

María Gavrílovna vaciló largo tiempo; muchos planes de fuga fueron rechazados. Por fin, dio su consentimiento: el día fijado debería retirarse sin cenar a su habitación con el pretexto de que le dolía la cabeza. Su doncella estaba al tanto de la conspiración; ambas deberían salir al jardín por la puerta trasera y allí subirían a un trineo que les estaría esperando y les llevaría directamente a la aldea de Zhádrino, a cinco verstas de Nenarádovo, donde Vladímir las estaría esperando.

La víspera del día decisivo, María Gavrílovna no durmió en toda la noche; hizo los preparativos, recogió la ropa interior y los vestidos y escribió una larga misiva a una señorita muy sentimental, amiga suya, y otra a sus padres. Se despedía de ellos en los términos más conmovedores, justificaba su acto por la fuerza invencible de la pasión y terminaba diciendo que el instante más feliz de su vida sería aquél en que le fuera permitido arrojarse a los pies de sus amadísimos papás. Después de cerrar las dos cartas con un sello de Tula, que representaba dos corazones llameantes con la inscripción adecuada, se echó en la cama poco antes del amanecer y se quedó dormida.

Sin embargo, unos sueños terribles la despertaban a cada instante. Ya le parecía que en el momento mismo en que tomaba el trineo para ir a casarse la sorprendía su padre, la arrastraba con dolorosa rapidez sobre la nieve y la arrojaba a un subterráneo oscuro y sin fondo... Ella caía vertiginosamente con el corazón desfallecido. Ya veía a Vladímir tendido sobre la hierba, pálido y ensangrentado. Agonizando, le suplicaba a gritos que se diese prisa, que acudiese para casarse con él... Otros sueños disparatados y horribles se sucedóan. Se levantó mas pálida que de costumbre y con un dolor de cabeza no fingido. El padre y la madre advirtieron su inquietud; su tierna solicitud y sus constantes preguntas: «Qué ocurre, Masha? ¿Estás enferma, Masha?», desgarraba el corazón de la muchacha. Procuraba tranquilizarlos, trataba de mostrarse alegre, pero no podía.

Llegó la noche. La idea de que se encontraba entre los suyos por última vez, le oprimía el corazón. Estaba más muerta que viva; se despedía en secreto de todas las personas, de cuantos objetos la rodeaban. Se sirvió la cena; su corazón empezó a latir violentamente. Con voz trémula, dijo que no tenía apetito y se despidió de sus padres. Ellos la besaron y la bendijeron como cada noche: Masha estuvo a punto de echarse a llorar.

Al entrar en su alcoba, dejóse caer en un sillón deshecha en lágrimas. La doncella trató de tranquilizarla y de darle ánimo. Todo estaba dispuesto. Dentro de media hora Masha debía abandonar para siempre la casa paterna, su habitación, la apacible vida de soltera... Había empezado la nevasca; el viento ululaba, los postigos se estremecían y eran sacudidos por grandes golpes; todo le parecía amenaza y triste augurio. Pronto el silencio invadió la casa dormida. Masha se envolvió en un chal, se echó por encima una capota de abrigo, tomó su arqueta y salió a la puerta trasera. La doncella la seguía con dos bultos. Llegaron al jardín. La nevasca no cedía; el viento soplaba de cara, como si quisiera detener a la joven irresponsable. A duras penas llegaron al otro lado del jardín. En el camino las esperaba el trineo. Los caballos, helados, no podían estarse quietos; el cochero de Vladímir iba y venía ante las varas, conteniendo a los impacientes animales. Ayudó a la señorita y a la doncella a acomodarse y a colocar los bultos y la arqueta, empuñó las riendas y los caballos partieron al galope. (Confiemos la señorita a la tutela del destino y a la habilidad de Terioshka, el cochero, y volvamos a nuestro joven enamorado.)

Vladímir había estado el día entero haciendo gestiones. Por la mañana estuvo con el sacerdote de Zhádrino, a quien logró convencer con gran esfuerzo; luego se dedicó a buscar testigos entre los propietarios de la vecindad. El primero a quien recurrió en petición de sus servicios, Dravin, un alférez retirado de caballería, de cuarenta años, aceptó de buen grado. La aventura, decía, le recordaba tiempos pasados y las barrabasadas de los húsares. Convenció a Vladímir de que se quedara a comer con él, asegurándole que no debía preocuparse por los otros dos testigos. En efecto, inmediatamente después de la comida se presentaron el agrimensor Schmidt, con sus bigotes y sus espuelas, y un muchacho de unos dieciséis años, hijo del jefe de policía del distrito, que poco antes había ingresado en un regimiento de ulanos. No sólo se mostraron conformes con la petición de Vladímir, sino que incluso le juraron que, llegado el caso, sacrificarían su vida por él. Vladímir los abrazó entusiasmado y volvió a su casa para ultimar los preparativos.

Hacía mucho que había oscurecido. Mandó a su fiel Terioshka a Nenarádovo con su troika y con instrucciones detalladas y precisas y pidió un pequeño trineo de un caballo; y solo, sin cochero, se dirigió a Zhádrino, adonde dos horas más tarde llegaría María Gavrílovna. Conocía bien el camino y el viaje no duraría más de veinte minutos.

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