Relatos De Ivan Petrovich Belkin - Pushkin Alejandro Sergeevich 5 стр.


Mas apenas Vladímir había dejado atrás las últimas casas y salido al campo, se levantó el viento y empezó tal nevasca, que le era imposible ver nada. En un instante, el camino se cubrió de nieve. Cuanto había alrededor desapareció en una neblina turbia y amarillenta, a través de la cual volaban blancos copos de nieve; el cielo se confundió con la tierra; Vladímir se vio en medio del campo y trató inútilmente de volver al camino; el caballo avanzaba a ciegas y a cada instante tropezaba en un montón de nieve o caía en un hoyo; el trineo volcaba a cada paso. De lo único que Vladímir se preocupaba era de no desorientarse. Le pareció, sin embargo, que había transcurrido más de media hora y el soto de Zhádrino seguía sin aparecer. Pasaron otros diez minutos sin que apareciera. Vladímir iba por un campo atravesado por profundas barrancas. La nevasca no cedía, el cielo no se aclaraba. El caballo empezaba a dar muestras de cansancio y Vladímir estaba bañado en sudor, aunque a cada instante se encontraba hundido en la nieve hasta la cintura.

Se convenció, por fin, de que no seguía la dirección debida. Se detuvo a pensar, a recordar, a hacer conjeturas, y se convenció de que debía torcer hacia la derecha. Así lo hizo. Su caballo andaba apenas. Ya llevaba más de una hora de camino. Zhádrino no debía de estar lejos. Pero él avanzaba, y el campo no tenía fin. Todo eran montones de nieve y barrancas. El trineo volcaba a cada instante, y a cada instante tenía que levantarlo. El tiempo transcurría; Vladímir estaba ya muy inquieto.

Por fin, algo negro se vislumbró a un lado. Vladímir se dirigió hacia allí. Al acercarse reconoció el soto. «Gracias a Dios —pensó—, ya estoy cerca.» Siguió, bordeando los árboles, con la esperanza de encontrar en seguida el camino o de contornear el bosquecillo: Zhádrino estaba junto a él. No tardó en descubrir el camino y penetró en la oscuridad de los árboles, desnudados por el invierno. El viento no podía soplar allí con tanta violencia; el camino era llano; el caballo se animó y Vladímir recobró la tranquilidad.

Sin embargo, avanzaba y avanzaba y Zhádrino no aparecía; el soto era interminable. Vladímir comprobó espantado que se había metido en un bosque desconocido. Se sintió dominado por la desesperación. Fustigó al caballo; el pobre animal se puso al trote, pero de ahí a poco empezó a ceder y al cuarto de hora siguió de nuevo al paso, a pesar de todos los esfuerzos del desdichado Vladímir.

Poco a poco, los árboles empezaron a clarear y Vladímir salió del bosque; Zhádrino seguía sin aparecer. Probablemente sería medianoche. Las lágrimas brotaron a raudales de sus ojos; siguió a la buena de Dios. El tiempo se había calmado, las nubes se dispersaban y ante él se extendía la llanura cubierta de un manto blanco y ondulado. La noche era bastante clara, divisó en las cercanías una aldehuela de cuatro o cinco casas. Vladímir se acercó a ella. Saltó del trineo ante la primera isba, corrió a la ventana y empezó a llamar. Al cabo de unos minutos se entreabrieron las maderas y un viejo asomó su barba blanca.

—¿Qué quieres?

—¿Está lejos Zhádrino?

—¿Que si está lejos Zhádrino?

—Sí, sí. ¿Está lejos?

—No mucho. Cosa de diez verstas.

Al oír esta respuesta, Vladímir se agarró la cabeza y quedó inmóvil, como un condenado a muerte.

—¿Y tú de dónde vienes? —preguntó el viejo.

Víadímir no se sentía con fuerzas para contestar.

—Abuelo —dijo—, ¿podrías procurarme caballos para ir a Zhádrino?

—¡Qué caballos podemos tener nosotros! —replicó el mujik.

—¿Podría al menos encontrar un guía? Pagaré lo que me pida.

—Espera — dijo el viejo, cerrando la ventana—. Te voy a mandar a mi hijo. El te acompañará.

Vladímir quedó esperando. No había pasado un minuto cuando empezó a llamar de nuevo. Se abrió la ventana y reapareció la barba.

—¿Qué quieres?

—¿Y tu hijo?

—Ahora mismo sale, se está calzando. ¿O es que tienes frío? Pasa, entrarás en calor.

—Gracias, manda a tu hijo cuanto antes.

El portón rechinó; salió un mozo con su garrote y echó a andar por delante, ya señalando, ya buscando el camino, que estaba cubierto por montones de nieve.

—¿Qué hora es? —le preguntó Vladímir.

—Pronto amanecerá —contestó el joven mujik.

Vladímir ya no volvió a abrir la boca.

Cantaban los gallos y había amanecido cuando llegaron a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada. Vladímir retribuyó al guía y se dirigió a la casa del sacerdote. En el patio no estaba su troika. ¿Qué noticia le aguardaba?

Pero volvamos a los buenos terratenientes de Nenarádovo y veamos lo que allí ocurre.

Nada, sencillamente.

Los viejos se despertaron y salieron a la sala, Gavrila Gavrílovich con gorro de dormir y un chaquetón de frisa, y Praskovia Petrovna con una bata enguatada. Trajeron el samovar y Gavrila Gavrílovich mandó a la criada a preguntar si María Gavrílovna se sentía mejor y cómo había descansado. La criada volvió diciendo que la señorita había dormido mal, pero que se sentía mejor y se disponía a acudir a la sala. En efecto, se abrió la puerta y María Gavrílovna se acercó a dar los buenos días a sus padres.

—¿Cómo va esa cabeza, Masha? —le preguntó Gavrila Gavrílovich.

—Mejor, papá —contestó ella.

—Seguramente saldría tufo de la estufa —añadió Praskovia Petrovna.

—Es posible, mamá.

El día transcurrió felizmente, pero con la llegada de la noche Masha cayó enferma. Mandaron a la ciudad en busca de un médico. Acudió éste y la encontró delirando. Se le había declarado una fuerte calentura y la pobre enferma estuvo dos semanas al borde de la muerte.

En la casa nadie sabía nada de la tentativa de fuga. Las cartas escritas la víspera habían sido quemadas; la doncella no dijo ni una palabra a nadie, temerosa de la ira de los señores. Por su cuenta y razón, el sacerdote, el alférez retirado, el bigotudo agrimensor y el pequeño ulano fueron discretos. Al cochero Terioshka nunca se le había escapado una palabra de más, ni siquiera estando bebido. Así, el secreto fue guardado por más de media docena de cómplices. Pero la propia María Gavrílovna, en su incesante delirio, lo reveló. Sus palabras, empero, eran tan incongruentes, que la madre, que no se apartaba de su cabecera, lo único que pudo deducir de ellas fue que su hija estaba perdidamente enamorada de Vladímir Nikoláievich y que, sin duda, el amor era la causa de la enfermedad. Se aconsejó con su marido y con varios vecinos y se llegó a la unánime decisión de que, al parecer, tal era el sino de María Gavrílovna, que los designios del destino son ineludibles, que la pobreza no es pecado, que no se vive con bienes, sino con personas, y así por el estilo. (Los proverbios morales son en nuestro país asombrosamente útiles cuando somos incapaces de encontrar por nuestra propia cuenta justificación a nuestros actos.)

Mientras tanto, la señorita empezó a reponerse. Hacía tiempo que Vladímir no aparecía por la casa de Gavrila Gavrílovich. Recordaba con temor sin duda, el mal recibimiento que hasta entonces se le había hecho. Decidieron comunicarle la inesperada felicidad que le aguardaba: el consentimiento para la boda. Pero ¡cuál no sería el estupor de los propietarios de Nenarádovo cuando, en respuesta a su invitación, recibieron una carta que parecía escrita por un loco! Les anunciaba que jamás volvería a poner los pies en su casa y pedía que olvidasen a aquel desgraciado para quien la muerte era ya la única esperanza. Días más tarde supieron que Vladímir se había incorporado al ejército. Esto sucedía en 1812.

Pasó largo tiempo sin que los padres se atreviesen a comunicar la noticia a Masha, que seguía convaleciente. Ella no hablaba nunca de Vladímir. Unos meses más tarde, al encontrar su nombre en las listas de oficiales distinguidos y heridos de gravedad en la batalla de Borodino, se desmayó. Temieron que las calenturas se reprodujeran. Pero, a Dios gracias, el desmayo no tuvo otras consecuencias.

Una desgracia más había de alcanzarle: falleció Gavrila Gavrílovich, dejándola heredera universal de toda la hacienda. Pero la fortuna no le consolaba; compartía sinceramente el dolor de la pobre Praskovia Petrovna y juró no separarse nunca de ella. Abandonaron Nenarádovo, lugar de tristes recuerdos, y se trasladaron a otra finca.

También aquí proliferaban los pretendientes en torno a la hermosa y acaudalada joven, pero ella jamás insinuaba la menor esperanza. La madre insistía a veces en la necesidad de elegir compañero: María Gavrílovna meneaba la cabeza y quedaba pensativa. Vladímir ya no existía: había muerto en Moscú, la víspera de la entrada de los franceses. Su memoria parecía sagrada para Masha, al menos conservaba cuanto pudiera recordárselo: los libros que él había leído en tiempos, sus dibujos y cuadernos de música, los versos que había copiado para ella. Los vecinos, al saberlo, se hacían cruces de su constancia y esperaban curiosos al héroe que debería triunfar sobre la triste fidelidad de aquella virginal Artemisa.

Mientras tanto, la guerra terminó gloriosamente. Nuestros regimientos regresaban del extranjero. El pueblo corría a recibirlos. La música interpretaba melodías conquistadas: Vive Henri-Quatre, valses tiroleses y arias de la Gioconda. Los oficiales que habían empezado la campaña casi adolescentes regresaban curtidos por el humo de la pólvora y cargados de condecoraciones. Los soldados charlaban alegremente entre sí, intercalando en cada frase palabras alemanas y francesas. ¡Un tiempo inolvidable! ¡Tiempo de gloria y entusiasmo! ¡Cómo latía el corazón ruso a la palabra patria! ¡Qué dulces lágrimas las del encuentro! ¡Con qué unanimidad uníamos el sentimiento de orgullo nacional y el amor al soberano! ¡Y qué momento para él!

Las mujeres, las mujeres rusas se mostraron entonces incomparables. Su habitual frialdad había desaparecido. Su entusiasmo era verdaderamente embriagador cuando, al recibir a los vencedores, gritaban «¡Hurra!»

y tiraban las cofias al aire.

¿Qué oficial de aquel entonces no confesará que debe a la mujer rusa la mejor y más valiosa de las recompensas?

En aquellos brillantes días, María Gavrílovna vivía con su madre en la provincia de X. y no advirtió siquiera cómo ambas ciudades festejaban el regreso de las tropas. Pero en las ciudades pequeñas y aldeas quizá el entusiasmo general fuese aún mayor. La aparición en esos lugares de un oficial era allí un auténtico triunfo y el galán de frac lo pasaba muy mal a su lado.

Ya hemos dicho que, a pesar de su frialdad, María Gavrílovna seguía viéndose rodeada de pretendientes. Pero todos tuvieron que retirarse cuando entró en escena el coronel de húsares Burmín, herido y con la cruz de San Jorge, con una atractiva palidez, según decían las señoritas de la comarca. Frisaba en los veintiséis años y se hallaba de permiso en su finca, lindante con la de María Gavrílovna, que le hacía objeto de grandes distinciones. En su presencia, su habitual melancolía se esfumaba y ella parecía revivir. No se podía decir que coqueteara, pero el poeta, al observar su conducta, habría dicho:

Se amor non è, che dunche...

Burmín era, en efecto, un joven muy agradable. Poseía la mente que agrada a las mujeres: la mente del decoro y de la observación, sin pretensiones de ningún género y con espíritu un tanto burlón. Ante María Gavrílovna se mostraba sencillo, sin sentirse cohibido; pero toda su alma y todas sus miradas le seguían, dijera lo que dijera o hiciese lo que hiciese. Parecía de un natural pacífico y discreto, aunque corría el rumor de que en tiempos había sido un terrible calavera. Pero esto no le perjudicaba en el concepto que de él tenía María Gavrílovna, quien (como todas las damas jóvenes en general) perdonaba de buen grado las travesuras que ponen de manifiesto audacia y un inflamable carácter.

Pero más que todo... (más que la ternura, más que su agradable conversación, más que la atractiva palidez, más que el brazo en cabrestillo) era el silencio del joven húsar lo que espoleaba su curiosidad y su imaginación. Tenía que admitir que le agradaba mucho; probablemente también él, con su inteligencia y conocimiento del mundo, había advertido las distinciones de que era objeto: ¿cuál era, pues, la causa de que hasta entonces no le hubiera visto a sus pies y no hubiese escuchado su declaración? ¿Qué le retenía? ¿La timidez, el orgullo, las artes del astuto mujeriego? Para ella constituía un enigma. Después de mucho meditarlo, María Gavrílovna llegó a la conclusión de que la única causa era la timidez y se formuló el propósito de animarle con más atenciones y, si las circunstancias lo aconsejaban, también con ciertas muestras de ternura. Preparó, pues, el más sorprendente de los desenlaces y esperaba con impaciencia la hora de la romántica explicación. Porque el secreto, de cualquier género que sea, siempre es algo que abruma un corazón de mujer.

Sus acciones militares tuvieron el éxito apetecido: al menos, Burmín cayó en un estado de meditación tan profunda y sus negros ojos se clavaron con tal fuego en María Gavrílovna, que el instante decisivo parecía hallarse próximo. Los vecinos hablaban de la boda como de algo decidido, y la buena Praskovia Petrovna se alegraba de que su hija hubiese encontrado, por fin, un novio digno de ella.

La anciana estaba un día en la sala, haciendo solitarios, cuando entró Burmín y preguntó por María Gavrílovna.

—Está en el jardín —contestó ella—. Vaya usted, yo les esperaré aquí.

Burmín salió y la anciana se persignó, mientras pensaba: ¡a ver si hoy termina todo!

Burmín encontró a María Gavrílovna junto al estanque, al pie de un sauce, con un libro en la mano y vestida de blanco: una auténtica heroína de novela. Después de las primeras preguntas, ella, intencionadamente, desanimó la conversación, aumentando así la mutua turbación, de la que sólo podía sacarles una explicación súbita y decidida. Así fue: Burmín, sintiendo lo embarazoso de su situación, le dijo que hacía tiempo estaba buscando la oportunidad de abrirle su corazón y le rogó que le escuchase unos momentos. María Gavrílovna cerró el libro y bajó la vista en señal de aquiescencia.

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