Jonás, que desde nuestra salida de Ponç de Riba iba perdiendo desvergonzadamente el pelaje de respetuoso y humilde novicius, protestó enérgicamente:
– ¿Por qué no podemos hacer esa dura peregrinación con algo de comodidad? ¡Es terrible pensar en lo que nos espera! Creo que no me apetece acompañaros.
– Tú, García Galceráñez, vas a venir conmigo hasta el final, quieras o no quieras.
– No estoy de acuerdo. Deseo volver a mi monasterio.
¡Paciencia, paciencia!
– ¿Otra vez con lo mismo? -exclamé, soltándole un papirotazo.
Por fin, el jueves 9 de agosto cruzamos a pie las murallas de Aviñón y dejamos atrás el soberbio Pont St.-Bénézet, sobre el negro Ródano, cuando todavía la luz del sol asomaba escasamente en el cielo. No tardamos mucho en encontrarnos con el primer grupo de peregrinos que, como nosotros, se encaminaba hacia Arlés. Se trataba de una nutrida familia teutona la cual, junto con sus parientes cercanos y todos sus criados, se dirigía a Santiago para consumar una vieja promesa. Aquel primer mediodía comimos de su comida y bebimos de su vino, pero, al atardecer, los teutones se dieron cuenta de que perdían mucho tiempo sofrenando el paso de sus carros y sus caballos para ajustarse a nosotros, que íbamos a pie, y se despidieron alegremente, con grandes muestras de simpatía. Les dijimos adiós con alivio -no hay gente más amable y pesada que la germana-, y volvimos a quedarnos solos en el camino. Al caer el sol, encendimos una hoguera junto al río y dormimos al raso, escuchando el incansable croar de las ranas.
Tardamos todavía media jornada más en llegar hasta Arlés, y lo hicimos en un estado realmente lamentable: en primer lugar, ni el muchacho ni yo estábamos acostumbrados a caminar tanto, así que las sandalias de cuero nos habían lacerado las carnes hasta casi dejar los huesos al aire; y, en segundo lugar, la cojera nos había obligado a recorrer las últimas millas con unos balanceos mortificantes, así que, además de las llagas y las úlceras ensangrentadas, sufríamos de multitud de dolores en todas las partes del cuerpo comprendidas entre el pelo de la cabeza y las uñas de los pies. Si al menos hubiéramos podido alojamos en una hostería como la de París, habríamos descansado de nuestras penas sobre buenos jergones de paja, pero la penitencia de pobreza impuesta por el inexistente confesor del inexistente caballero de Born nos negaba, incluso, ese mísero consuelo. Dicha penitencia no era un capricho necio por mi parte, aun cuando Jonás no pudiera verlo de otra forma. El hecho de tener que depender de la limosna y la misericordia ajenas nos permitiría acceder a casi cualquier casa, castillo, burgo, aldea, parroquia, monasterio o catedral que saliera a nuestro encuentro, lo que nos facilitaría en extremo las charlas y contactos con las gentes del lugar. Ninguna información es trivial cuando se carece de todos los datos necesarios. De manera que, maltrechos y descalabrados, tuvimos que cobijarnos, como otros muchos peregrinos, en las naves de la venerable basílica de San Honorato, de donde un sacristán nos echó a patadas antes del amanecer para que pudiera celebrarse la primera misa del día. ¡Y vivediós que me alegré de que nos expulsaran! Estaba harto de la pestilencia, la suciedad, las ratas, los insectos y las pulgas de nuestro alojamiento y de la fetidez de nuestros compañeros de acomodo.
Esa mañana, con mis últimas monedas, compré lienzos y ungüento para nuestras desolladuras, así como algo de pan de cebada y miel. Con una fina aguja de hueso pinché las ampollas de mis pies y las de los pies del muchacho, cuidando de no rasgar la piel muerta al extraer la serosidad, y luego apliqué meticulosamente la untura. Aunque teníamos muchas ganas de visitar el famoso cementerio de Ailiscampis -en el cual, según la leyenda, descansaban los diez mil guerreros del ejército de Carlomagno-, nuestros cuerpos nos lo impidieron, obligándonos a descansar junto a la fuente de una plazuela hasta que se hizo de noche. Regresamos entonces a la iglesia de San Honorato para maldormir y esperar el día siguiente -domingo-, en que tendría lugar el solemne acto religioso de bendición y despedida de los numerosos concheiros que nos habíamos reunido a tal efecto en Arlés durante las últimas semanas. Es costumbre que los peregrinos viajen en grupos para protegerse de los bandidos y los salteadores que infestan los caminos; sin embargo no era mi intención hacer el viaje con nadie (al menos, una vez que hubiéramos entrado en tierras de Aragón), pero resultaba más prudente empezar el largo recorrido con las viandas y los regalos que la ciudad entregaba a los viajeros con motivo de su marcha.
La muchedumbre se congregó a las puertas de la basílica desde primeras horas de la mañana. El ambiente era festivo y el tiempo acompañaba, pues hacía calor y el sol despuntaba con firmeza. Los canónigos de todas las iglesias de la ciudad concelebraron con gran fasto la Santa Misa, al término de la cual, unos a unos y otros a otros -pues varias hileras había-, nos fueron entregando los útiles de peregrino después de pronunciar la bendición para cada atributo o prenda; la escarcela para la comida:
– En nombre de nuestro Señor Jesucristo, recibe esta escarcela, hábito de tu peregrinación, para que castigado y enmendado te apresures en llegar a los pies de Santiago, adonde ansías llegar, y para que después de haber hecho el viaje vuelvas a/lado nuestro con gozo, con la ayuda de Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén .
El bordón para las caminatas y la defensa:
– Recibe este báculo que sea como sustento de la marcha y del trabajo, para el camino de tu peregrinación, para que puedas vencer las catervas del enemigo y llegar seguro a los pies de Santiago, y después de hecho el viaje, volver junto a nos con alegría, con la anuencia del mismo Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. [12]
La calabaza para el agua, el sombrero para el sol y la esclavina para el frío y el mal tiempo. La mayoría llevábamos, además, una caja de estaño colgada del hombro en la que guardábamos los documentos y salvoconductos necesarios para el viaje (los de Jonás y míos eran, obviamente, falsos). Luego, en la plaza, hubo comida y bebida para todos mientras los juglares cantaban versos atrevidos y actuaban los mimos y los magos. Jonás se atracó de almendras azucaradas y tuve que arrancarle de las manos, cuando ya la tenía en los labios, una copa rebosante de vino aromatizado.
Salimos en grupo de Arlés para dirigirnos, más diseminados, hacia Saint-Gilles, a unas diez millas de distancia, entre Nimes y el Ródano, lugar donde se hallaba enterrado el cuerpo del santo del mismo nombre, que gozaba en toda Francia de una fama excelente por su rapidez en responder a las súplicas. Este santuario era parada inevitable del Camino por la ruta tolosana, ya que visitar el sepulcro del santo y besar su altar se consideraba muy provechoso y milagrero.
Llegamos al anochecer y, una vez hubimos dejado nuestras escasas pertenencias en la alberguería, nos dispusimos a cumplimentar la salutación. Acostumbrados a la oscuridad del exterior, cuando entramos en la iglesia los brazos se nos fueron a la cara en un gesto de protección que de poco nos valió, pues el templo resplandecía como el oro, iluminado por miles de cirios, candelas y lamparillas y, era una luz tan fuerte, que Jonás, cuya admiración no tenía límites, se pasó un buen rato parpadeando y lagrimeando hasta que se habituó. En verdad la tumba de aquel varón era algo notable y digno de ser visitado. Protegía su cuerpo un arca de oro, cuya cubierta a dos aguas presentaba una decoración en forma de escamas de pez, con trece piedras de cristal de roca engastadas en el remate. En el centro de la cara anterior del arca, dentro de un círculo dorado rodeado por dos filas de piedras preciosas de todas clases, la figura sedente de Jesucristo impartía la bendición con una mano mientras que con la otra sostenía un libro abierto en el que podía leerse: «Amad la paz y la verdad.» Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue la franja central del lado izquierdo del arcón, en la que aparecían burdamente representados los doce signos solares: aries, tauro, géminis, cáncer, leo, virgo, libra, escorpio, sagitario, capricornio, acuario y piscis. Me estaba preguntado, intrigado, qué demonios hacían aquellos signos allí, cuando de pronto me sobresalté y me llevé la mano al cinto, sin recordar que no iba armado:
– Beatus vir qui timet dominum [13] -dijo una voz ronca y grave a cierta distancia de mi espalda.
– Caeli enarrant gloriam Dei -respondí rápidamente dándome la vuelta para ver al desconocido emisario a quien estaba esperando desde nuestra salida de Aviñón.
Semioculto en la penumbra y embozado en un largo manto oscuro, un individuo de aspecto inquietante, de gran estatura y corpulencia, nos contemplaba inmóvil. Permanecimos durante unos segundos observándonos mutuamente en actitud hosca, hasta que el hombre dio un paso hacia la luz y se dejó ver con mayor claridad. Le hice una seña a Jonás para que permaneciera donde estaba y me dirigí pausadamente hacia él, sin dejar de mirarle a los ojos, de un azul muy claro. Llevaba los cabellos cortos y la barba larga, ambos de un intenso color rubio muy en contraste con su vestimenta. Su complexión era formidable, sus mandíbulas prominentes y lucía una enorme y abultada frente ósea. Sin duda debía tratarse de alguien importante dentro de los cuerpos de guardia del Santo Padre.
– Sire Galcerán de Born -dijo cuando estuve cerca-, soy el conde Joffroi de Le Mans, vuestra sombra.
Aquello no podía dejar las cosas más en su sitio.
– Conde Joffroi de Le Mans, soy freire Galcerán, caballero del Hospital de San Juan de Jerusalén, médico y vuestra carga.
Pareció sorprenderse con mi respuesta, seguramente por estar más acostumbrado a causar miedo y consternación que indiferencia.
– Estas son mis órdenes -continuó, como si no me hubiera escuchado o como si todo lo que no fuera ponerme al tanto de ellas careciera de importancia-. Seguiros día y noche hasta que encontréis el tesoro de los templarios, ayudaros con mis armas y las armas de los cinco hombres que me acompañan en caso de que necesitéis ayuda, mataros a vos y a vuestro novicio sí intentáis engañar a la Santa Madre Iglesia.
Sentí cómo crecía dentro de mí la indignación conforme el maldito conde iba hablando. Allí estábamos mi hijo y yo buscando un tesoro que nos importaba un ardite, cumpliendo una ambiciosa misión que, de tener éxito, sólo serviría para enriquecer más a quienes ya eran ricos, pasando penalidades en una peregrinación que no deseábamos hacer y, encima, venia aquel azotacalles y nos amenazaba de muerte.
– Vuestras órdenes no me interesan, conde -respondí irritado-. Para mi es como sí vos no existierais, puesto que sólo sois mí sombra. Yo tengo un encargo que cumplir, y lo cumpliré.
– Por razones de Estado, su santidad Juan XXII desea que llevéis a cabo el trabajo lo más pronto posible.
– Ya lo suponía, no me pilla de sorpresa -repuse-. Pero habéis de saber, conde Joffroi, que todavía no sé hacer milagros y que Su Santidad tendrá que conformarse con lo que la velocidad de mis pies y la agudeza de mis ojos puedan rendir. De vos sólo deseo una cosa antes de rogaros que desaparezcáis de mí vista: ¿cómo podré pediros ayuda si llega el caso? Ya veis que no llevo armas.
– Nosotros lo sabremos -replicó dándose la vuelta y alejándose-. Siempre os estaremos vigilando.
– Gracias, conde -exclamé a modo de despedida. Y el eco de mi voz se apagó en las naves del templo, no sin que yo percibiera una nota aguda de temor escondida en mi última sílaba. ¿Estaría mi Orden al tanto de aquella amenaza o sería exclusivamente una maniobra del Papa? En cualquiera de los dos casos, no podía pedir ayuda a nadie.
Tardamos tres días en llegar a Montpellier y otros diez en alcanzar Toulouse, visitando en los alrededores de la ciudad los sepulcros de san Guillermo de Aquitania, en Gellone -que murió luchando contra los sarracenos-, de los santos mártires Tiberio, Modesto y Florencia, enterrados en la abadía benedictina de Saint-Thibéry, a orillas del río Hérault, y de san Saturnino, confesor y obispo, que sufrió martirio atado a unos fieros toros sin domar que le arrastraron por unas escalinatas de piedra destrozándole la cabeza y vaciándole los sesos.
Me preocupaba la influencia que todas estas truculentas historias pudieran tener en la joven mente de Jonás. Aunque ya me estaba encargando yo de contarle otro tipo de cosas y de sembrar buenas semillas en su entendimiento, todavía no había llegado la hora de su completa iniciación, pues le faltaban unos cuantos años para poder ser armado caballero (sus orígenes eran oficialmente inciertos y, aunque esto se resolviera antes o después, aún tardaría un tiempo en ser capaz de llevar la armadura y sus accesorios, de manejar la lanza y, sobre todo, de blandir, a brazo partido, una pesada espada de buen acero franco). Lamentablemente, su formación en el cenobio de Ponç de Riba le hacía muy vulnerable a las llamativas y seductoras hazañas de los santos y los mártires, la mayoría de los cuales, en el caso de no haber sido simples guerreros cuyas batallas resultaron en provecho de la Iglesia, ni siquiera habían sido cristianos, verificándose que el largo brazo eclesiástico había maquillado sus vidas -casi siempre paganas o iniciadas-, para ajustarlas a los cánones romanos de la santidad.
El fervor religioso de Jonás crecía según avanzaba nuestra peregrinación y según el número de sepulcros que visitábamos, pero mi preocupación llegó al máximo cuando, llegados a Borce a finales de agosto, al pie mismo del Summus Portus, le descubrí escondiendo en el morral el pedazo de tocino ahumado que nos había dado una buena mujer cuando le pedimos comida por
amor de Dios y de Santiago.
– ¿Qué diablos haces? -le interrogué mientras le retiraba las manos y abría su escarcela para mirar dentro. Un hedor nauseabundo me atacó el olfato cuando aparté las dos o tres cosas que cubrían la superficie: comida de varios días, en estado de putrefacción, se descomponía en el fondo del morral. Algo me barruntaba yo y por eso había estado esperando el momento de pillarle in flagrante delicto-. ¿Se puede saber qué es todo esto?
Ni un mínimo asomo de vergüenza o temor se reflejó en su rostro infantil cubierto de bozo en el bigote y las quijadas. Antes bien, percibí un gesto de obstinación, de terquedad ofendida cuando le miré fijamente.
– No tengo por qué explicaros nada.
– ¿Cómo que no? Estás echando a perder los alimentos que tanto nos cuesta conseguir y, en lugar de comértelos, los arrojas como desperdicios al fondo de la escarcela.
– Es un asunto sólo mío y de Dios.
– Pero ¿qué tonterías son ésas? -bramé hecho una furia-. Caminamos sin descanso desde que sale el sol hasta que se pone, y tú, en vez de alimentarte para reponer fuerzas, te dedicas a desperdiciar la comida. ¡Quiero una explicación ahora mismo o probarás la suavidad de esta vara en tus flacas posaderas! -Y arranqué una rama flexible y larga de un haya que tenía a mi diestra.
– Quiero ser mártir -murmuró.
– ¿Que quieres ser qué…?
– ¡Que quiero ser mártir!
– ¡Mártir…! -grité mientras un resto de sensatez me avisaba de que, o me calmaba, o perdería más que ganaría con aquel condenado muchacho.
– El sufrimiento y el martirio son caminos de perfección y de acercamiento a Dios.
– Pero ¿ a ti quién te ha dicho eso?
– Me lo enseñaron en el cenobio, pero lo había olvidado -dijo a modo de excusa-. Ahora sé que mi vida sólo tiene un sentido: ser mártir de Cristo, morir purificado por el sufrimiento. Quiero llevar la corona de espinas de los elegidos.
La estupefacción me impidió soltar una blasfemia. Me dije que aquel hijo mío estaba necesitando desesperadamente una buena formación militar y cortesana. Lo malo era que en aquel momento estábamos rodeados de montañas, entre Borce y el poblado de Urdós -que ya se divisaba en la distancia-, a punto de abandonar el valle de Aspe para ganar la cumbre del Sum-mus Portus, y que, en ese entorno, no podía proporcionársela. Tenía que resolver la situación utilizando algún ardid. Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto todos los movimientos probables de la partida.