Iacobus - Asensi Matilde 16 стр.


– ¡La señal del oro! -estaba diciendo Jonás-. ¡Del oro templario!

– En efecto -afirmé, retomando el hilo de la conversación-. Los templarios han debido ocultar su aureus o, al menos, parte de él, a lo largo del Camino del Apóstol, y Evrard, que posiblemente conocía los escondites, o la forma de encontrar esos escondites, estaba autorizado a utilizar esas riquezas para llegar en perfectas condiciones hasta Portugal, con el auxilio, además, de sus hermanos que, sin duda, están vigilando los tesoros mientras aparentan mantenerse al margen de los viejos conflictos que dieron al traste con su Orden, viviendo sin oficio ni beneficio, como simples caballeros, en las cercanías de sus antiguos castillos, fortalezas o encomiendas.

– ¡Cuando el papa Juan y vuestro gran comendador sepan todo esto…! -exclamó Jonás con los ojos brillantes.

El que no sabía lo que le esperaba cuando lo supieran era yo.

El papa Juan XXII y el gran comendador hospitalario de Francia, frey Robert d‘Arthus-Bertrand, duque de Soyecourt, me escucharon con gran atención durante la hora larga que duró mi alocución. De vez en cuando mis dos oyentes hacían alguna observación, algún comentario entre ellos que yo no entendía muy bien, como que la carta inculpatoria, la prueba fundamental que el Papa me había solicitado, debía ser destruida inmediatamente. Por supuesto, a la vista de los hechos que yo narraba, Juan XXII decidió que era absolutamente imprescindible dar la aprobación a la nueva Orden Militar solicitada por Don Dinis, el rey de Portugal.

Al parecer, durante el mes que había durado mi investigación, el Hospital y el Papado habían estrechado profundamente sus vínculos y ahora ambos estaban interesados, sobre todo, en el oro del Temple. Presumo que mi desconcierto y, es más, mí evidente -aunque contenida-indignación ante algunas de sus preguntas, llevaron a frey Robert a darme una pequeña explicación que, de no estar yo al tanto de información tan delicada como la que les había aportado, no me habría facilitado nunca.

Una de las bulas dictadas por el anterior Papa, Clemente V, durante el proceso a los templarios -la bula Ad Providam-, ordenaba que el Hospital de San Juan de Jerusalén, como principal beneficiario de los bienes templarios tras la suspensión de la Orden, pagaría, con cargo a las rentas procedentes de esos mismos bienes, unas altas pensiones a los freires, sargentos y principales responsables templarios que, habiendo abandonado su templarismo, hubieran decidido permanecer en los reinos cristianos en los que la persecución y aniquilación llevada a cabo en Francia no se hubiera producido de manera tan brutal. Por esa razón, me aclaró frey Robert, se estaba produciendo la paradoja de tener que pagar grandes sumas de dinero, durante el resto de sus vidas, a cientos de antiguos templarios, mientras que ni el Hospital ni la Iglesia ni los reinos habían recibido la parte completa de los bienes que les correspondían, puesto que la mayoría de las riquezas, todas aquellas que podían ser transportadas, habían desaparecido.

Ante esta situación, el papa Juan XXII, allí presente, estaba pensando seriamente en dictar una nueva bula que anulara la de Clemente V, siempre y cuando, como es natural, la Iglesia -el Tesoro Pontificio- percibiera a cambio una cantidad de fondos lo bastante importante como para compensar dicho favor. Resultaba, pues, de vital importancia encontrar el oro del Temple, ese mismo oro que, según mi informe, se encontraba parcialmente escondido a lo largo del Camino de Santiago.

Jamás me hubiera imaginado, ni en mis peores sueños, encontrar hombres tan codiciosos en puestos tan sagrados e importantes. En sus pupilas brillaba la avaricia, el deseo de engrandecer con riquezas tanto el trono pontificio como, desgraciadamente, la Orden del Hospital de San Juan (ya de por sí la más poderosa de Europa, tras la desaparición de los Caballeros del Templo de Salomón). No era de este modo como yo concebía el ideal de servicio al necesitado, el espíritu de generosidad universal, la consolación a los enfermos. Es cierto que, después de mi viaje, estaba mucho más al tanto de la fama de usurero y ruin que se había ganado Juan XXII, un hombre que había llenado la ciudad de Aviñón de banqueros, comerciantes, traficantes y cambistas; que se había rodeado de una corte mucho más suntuosa, rica y palaciega que la de cualquier monarca del orbe; un pontífice que vendía bulas a cambio de dinero y que, según había oído, permitía la exhibición de crucifijos en los que la figura del Hijo de Dios aparecía clavada por una sola mano, ya que la otra se introducía en una bolsa de monedas que le colgaba del cinto. En realidad, no había querido hacer caso de tales murmuraciones, pero el brillo dorado que ahora veía reflejado en sus afilados y diminutos ojuelos me hacían sospechar que los rumores debían ser completamente ciertos. Por desgracia, lo mismo se podía decir del gran comendador de Francia de la Orden del Hospital y, durante un segundo, mí indignación me llevó a plantearme escribir muy seriamente al Senescal de Rodas para contarle todo aquello que estaba viendo y oyendo, pero recordé a tiempo que había sido el propio Senescal quien me había puesto bajo las órdenes directas de aquel hombre indigno, y que, por lo tanto, mi capacidad de maniobra había quedado muy restringida; no tenía más remedio que callar, callar y obedecer, y consolarme pensando que pronto regresaría a Rodas y dejaría de mancillarme en aquel degradado clima.

Se me ordenó retirarme un momento a una sala contigua mientras frey Robert y Su Santidad debatían acerca de las cosas que yo les había contado. Tenían que tomar algunas decisiones, me dijeron, y volverían a llamarme al cabo de unos pocos minutos. Mientras esperaba, caí de repente en la cuenta de lo importante que era atender personalmente la educación de mi hijo: por nada del mundo quería que Jonás corriera el riesgo de convertirse en un hombre depravado y ambicioso como aquellos que últimamente veía en los círculos del poder. Quería que su única ambición fuera la cultura y que su catadura humana fuera la mejor, así que, me dije, debía llevarlo conmigo a Rodas, ponerlo en las manos de los mejores maestros de mi Orden, vigilar de cerca su evolución y sacarlo de aquel mundo de locos en el que se había convertido la cristiandad; el material del que estaba hecho era inmejorable, pero ¿y las influencias que podía recibir si encaminaba sus pasos en mala dirección? Debía llevarlo conmigo a Rodas, sin falta y sin excusa.

En estos intranquilos pensamientos estaba, cuando fui requerido nuevamente a la presencia del Sumo Pontífice.

– Nos y vuestro comendador, frere Galcerán -dijo suavemente el Santo Padre, mostrando la mejor de sus sonrisas-, hemos decidido que emprendáis la peregrinación a Santiago.

Me quedé mudo de asombro.

– Ya sabemos, hermano -añadió frey Wobert en tono de disculpa-, que deseáis volver inmediatamente a Rodas, pero la misión que ahora Su Santidad ha decidido encomendaros es de vital importancia para nuestra Orden.

Yo continuaba mudo de asombro.

– Veréis, frere, si Nos mandáramos un ejército cristiano allende los Pirineos para recuperar el oro de los templarios, ¿creéis que encontraríamos algo? Naturalmente que no, ¿verdad? Conociendo a esos canallas como Nos los conocemos, ese oro debe estar perfectamente oculto en lugares insospechados, inaccesibles y, probablemente, llenos de trampas. Pero si vos -continuo impasible Su Santidad, mirándome a los ojos-, con vuestra aguda inteligencia, sois capaz de encontrar esos escondites, resultará fácil para una mesnada de caballeros extraer de ellos el producto de vuestro hallazgo.

– Lo que Su Santidad y yo, como portavoz de vuestra Orden, queremos decir -continuó frey Robert-, es que resultaría imposible encontrar esas riquezas utilizando los medios habituales. Ya habéis visto que, ni bajo tortura, los templarios han consentido revelar sus verdaderos secretos. Sin embargo, si vos hacéis el camino como… ¿cómo los llaman?, como un concheiro, como un penitente que acude a la tumba del Apóstol para obtener la indulgencia compostelana, vuestros ojos serán capaces de ver mucho más que una veintena de hombres armados, ¿no os parece?

Lo cierto es que yo seguía estando mudo de asombro.

– Partiréis inmediatamente -ordenó el Santo Padre-. Tomaos unos días de descanso para preparar vuestro largo viaje hasta Compostela. Aunque, eso sí, procurad que nadie os vea fuera de vuestra capitanía; recordad que estamos rodeados de espías que podrían poner un desgraciado fin a vuestra misión. Después, cuando estéis listo, partid.

– Pero… -balbucí-. ¿Cómo…? ¡Es imposible, Santidad!

– ¿Imposible? -preguntó éste volviéndose hacia el comendador-. ¿He oído imposible?

– No tenéis opción, Galcerán -exclamó mi superior con un tono que no admitía réplica; podía ser duramente sancionado por desobedecer órdenes, llegando incluso a perder la casa [7]-. Debéis cumplir lo que se os ha encomendado. Permaneceréis en la capitanía de Aviñón hasta que os sintáis preparado para partir, tal y como ha dicho el Santo Padre, y después emprenderéis el camino hacia Compostela. Algunos hombres del Papa os seguirán a distancia durante la peregrinación, de manera que podáis comunicarles vuestros descubrimientos mediante canales que ya estableceremos. Adoptaréis la personalidad de un pobre peregrino y haréis uso de vuestros conocimientos y habilidades para encontrar esas «Tau-aureus» que tan espléndidamente habéis desvelado.

– Dejadme, al menos, unos segundos para pensar… -supliqué atribulado-. Dejadme, al menos, que lleve conmigo a mí escudero, el novicius que saqué del monasterio de Ponç de Riba para enseñarle los rudimentos de la medicina. Ha resultado ser un buen muchacho y un excelente compañero para mis investigaciones.

– ¿Qué sabe ese novicius de todo este asunto? -preguntó enfurecido el papa Juan.

– El fue, Santidad, quien resolvió el enigma del mensaje.

– Debemos suponer, por tanto, que está informado de todo.

– Así es, Santo Padre -repuse, firmemente decidido a que Jonás me acompañara a costa de lo que fuera, incluso de una dura sanción. Aquel viaje, bien mirado, podía suponer, tanto para él como para mí, el reencuentro con la tercera persona implicada en nuestra común historia: su madre, Isabel de Mendoza-. Y, por cierto, Santo Padre -añadí, dando por zanjada la cuestión de Jonás-, voy a necesitar una autorización muy especial que sólo vos podéis proporcionarme…

IV

Durante los primeros días de aquel mes de agosto de 1317, ayudados por la lectura de una bellísima copia hecha por los monjes de Ripoll del Liberperegrinationis del Codex Calixtinus , preparamos meticulosamente cada detalle de nuestro próximo viaje a la tumba del Apóstol Santiago en tierras de Galicia. Recibimos, asimismo, abundante y muy provechosa información de varios clérigos que habían realizado la peregrinación en años recientes, y que nos contaron que el infinito número de caminos jacobeos que recorre Europa se reduce drásticamente en Francia a cuatro vías principales: la «tolosana» por Toulouse, la «podense» por Le Puy, la «lemovicense» por Limoges, y la «turonense» por Tours. Era evidente que si Evrard debía alcanzar los Pirineos desde París, la ruta más directa para él hubiera sido la «turonense», que pasaba por Orleans, Tours, Poitiers, Burdeos y Ostabat para penetrar en España por Valcarlos y Roncesvalles. Sin embargo, nosotros, por la situación más meridional de Aviñón, bajaríamos hasta Arlés para tomar la ruta conocida como «tolosana», que partiendo de Saint-Gilles, pasaba por Montpellier y Tolosa, para cruzar los Pirineos por el Summus Portus .

Por más vueltas que le daba, no tenía ni idea de cómo iniciar la búsqueda de un oro que, sin duda, estaría escondido de manera insuperable. Me decía, para tranquilizarme, que, si verdaderamente esas riquezas se hallaban ocultas a lo largo del Camino, quienes prepararon los escondrijos tuvieron que dejar rastros que permitieran su recuperación. Por desgracia, era seguro que esas señales obedecerían a códigos secretos que dificultarían mucho, por no decir que imposibilitarían, su localización a cualquiera que no estuviera en posesión de las claves, pero confiaba en que los templarios, como iniciados que eran, hubieran recurrido a signos crípticos universales conocidos también por mí. Me decía, además, que aquel oro no había sido puesto en el Camino con la única finalidad de que Evrard lo encontrase durante su huida, así que, probablemente, empezar el Camino en Aragón en vez de hacerlo desde Navarra, iba a ser un beneficio más que una pérdida, ya que lo recorreríamos en su versión más larga.

Debería fijarme especialmente en las antiguas propiedades de la Orden del Temple, lugares más que probables para encontrar respuestas a mis preguntas, pero me preocupaba el gran número de granjas, encomiendas, castillos, molinos, palacios, herrerías e iglesias que habían formado parte de estas propiedades. La Orden se había establecido durante el primer tercio del siglo XII por todo Aragón, Cataluña y Navarra, extendiéndose después por Castilla y León. Habían luchado bravamente defendiendo las fronteras con los musulmanes y habían participado en todas las batallas importantes -como las ocupaciones de Valencia y Mallorca junto a Jaime I de Aragón, la conquista de Cuenca, la batalla de las Navas de Tolosa y la toma de Sevilla-. Su antiguo patrimonio, pues, era inconmensurable y estaba repartido por todas las tierras cristianas de España. Una ruta como el largo Camino de Santiago planteaba un serio problema a quien, como yo, tuviera que visitar todas y cada una de las edificaciones levantadas o adquiridas por los freires del Temple durante dos siglos y eso sin contar que, como no sabía qué método habían utilizado para señalizar sus ocultas riquezas, debía examinar cualquier elemento que llamara mi atención.

Para comenzar nuestra falsa peregrinación, tanto Jonás como yo necesitábamos asumir nuevas personalidades que nos protegieran de los peligros con los que, evidentemente, íbamos a encontrarnos. Tras mucho pensar, y para no retorcer en exceso la cuerda de la mentira -ya llegaría la hora de hacerlo a conciencia-, yo me convertí en aquello que hubiera llegado a ser de forma natural de no haber seguido los dictados del espíritu y el conocimiento, es decir, me convertí en el caballero Galcerán de Born, segundo hijo del noble señor de TaradelL, viudo reciente de una prima lejana, que peregrinaba hasta el solar del Apóstol en compañía de su primogénito, García Galceráñez, para pedir perdón por antiguas faltas cometidas contra su joven y fallecida esposa. La trama se completaba con la penitencia impuesta por mi confesor de recorrer el Camino en la pobreza más absoluta, haciendo uso, por toda riqueza, de la generosidad de las gentes. Por fortuna, según el propio Codex Calixtinus:

Peregrini sive pauperes sive divites a liminibus Sancti Jacobi redientes, veL advenientes, omnibus gentibus caritative sunt recipiendi et venerandi. Nam quicum que illos recepent et diligenter hospicio procuraverit, non solum beatum Jacobum, verum etiam ipsum Dominum hospitem habebit. Ipso Domino in evangelio dicente: Qui vos recipit me recipit .

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