Confieso que mientras Jonás hablaba sin parar, mi pensamiento permanecía muy lejos de sus palabras. Le escuchaba con infinita paciencia durante un rato y, cuando ya no podía más, me evadía de su perorata enfrascándome en mis cosas hasta que alguna exclamación, queja o petición me devolvía a la dura realidad. No es que le diera lo mismo que le prestara atención o no (sospecho que detectaba perfectamente mis distracciones), pero era su modo, torpe e impreciso, de tender puentes entre nosotros, incluso por encima de mí mismo. Si su formación progresaba por buen camino, terminaría descubriendo que los puentes entre las personas se tienden escuchando con generosidad y no fatigando los oídos ajenos.
Durante las jornadas de camino entre Jaca y Pons Regine, pasamos por muchos lugares sugestivos a los que presté una puntual atención. Sin embargo, el desánimo empezaba a enroscarse en mi espíritu, a oprimirlo y estrangularlo como un torniquete. Lo cierto es que llevaba demasiado tiempo alejado de los míos, alejado de mis amigos, de mis compañeros y hermanos de Orden. Llevaba mucho tiempo sin nadie a quien poder consultar mis dudas, sin tiempo para mis estudios y mi profesión. Empezaba a sentirme como un desterrado, como un leproso condenado a vivir lejos de los suyos. Era como si, de repente, despertara de un sueño y descubriera que nada de lo que había vivido hasta entonces había sucedido en realidad. Me habían cambiado de vida y de identidad sin que yo me hubiese dado cuenta, sin que yo hubiese hecho otra cosa que obedecer órdenes. Me mortificaba pensar que ni a mi propia Orden parecían importarle las consecuencias que todo aquello pudiera tener sobre mí. ¿Acaso no le inquietaba a nadie que el Perquisitore se sintiera, cada día más, un freire sin comunidad? ¿ Estaría enterado el Hospital de San Juan de que uno de sus monjes había sido amenazado de muerte por esbirros del papa Juan? El conde Joffroi de Le Mans, aunque invisible, era mi pesadilla constante. No se me escapaba que era un perro fiel de Su Santidad en el sentido más estricto del término y que ni siquiera pestañearía si tuviera que incrustar el filo de su espada en el pecho de mi hijo para cumplir la orden del Santo Padre.
Aquella mañana de mediados de septiembre amanecimos por primera vez cubiertos de escarcha y con las extremidades agarrotadas por el frío. Estaba claro que el verano tocaba lentamente a su fin y que el otoño se encontraba en puertas. Los días empezaban a ser de esos en que reina un calor insoportable mientras el sol está en lo alto pero de un frío mortificante en cuanto éste cae. Ya venia yo notando el cambio del tiempo en mis viejas cicatrices, pero sobre todo en mis encallecidos pies, que se hinchaban en demasía y me entorpecían el paso. Por fortuna, en una casa en la que paramos a descansar había podido prepararme una mixtura con tuétano de vaca y manteca fresca que me aliviaba mucho la inflamación y el dolor.
El Camino del Apóstol tuerce a la izquierda a la salida de Eneriz para llegarse hasta la capilla de Eunate. Perdida en la soledad de los campos, su espadaña guiaba al peregrino a través de una vasta llanura desolada.
Conforme nos íbamos acercando, me di cuenta que Eunate podía representar para nosotros, incluso, mucho más de lo que parecía a simple vista: podía ser lo que habíamos estado esperando desde hacía semanas, podía ser un punto de partida, una esperanza de comienzo. Los latidos de mi corazón se aceleraron y tuve que hacer un gran esfuerzo para contenerme y no echar a correr hacia ella dejando a Jonás abandonado en el camino. Otra de las cosas importantes que no debía perder de vista era el control de mis emociones, pues nunca se sabe qué ojos pueden estar mirando.
– ¿Qué te dice aquella iglesia, Jonás?
– ¿Tendría que decirme algo? -preguntó despectivamente. Desde la noche anterior se había apoderado de su cuerpo el espíritu de algún emperador todopoderoso. Le pasaba de vez en cuando.
– Quiero que te fijes bien en su estructura.
– Pues veo una iglesia de proporciones simples y parco ornamento.
– Pero ¿qué forma tiene? -insistí.
Clavó su mirada en ella desde la altura de su indiferencia.
– Octogonal, parece. No lo veo bien. Y está rodeada por un claustro abierto. Lo cierto es que es raro que una iglesia tenga el claustro en el exterior y no en el interior, como es lo habitual.
– ¿Ves? Ya empiezas a observar y no sólo a mirar.
El halago surtió su efecto. Carlomagno desapareció y dejó paso al novicius.
– ¿Tiene algún sentido algo de lo que he dicho?
– Lo que has dicho significa que te encuentras frente a una iglesia de factura netamente templaria y que, acaso, en este momento, sea propiedad de mi Orden por la bula disolutoria.
– ¿Cómo lo sabéis -preguntó intrigado-, cómo sabéis que es templaria?
Para entonces, estábamos ya dando un rodeo a la edificación.
– Por su forma octogonal. Toda construcción que veas que responde a esta hechura es de alzamiento templario. ¿Recuerdas que cuando descubrimos el significado oculto de los nombres de los médicos árabes que habían asistido al papa Clemente V en Roquemaure te dije que Al-Aqsa era una mezquita situada dentro del recinto del Templo de Salomón que los templarios habían utilizado como casa presbiterial en Jerusalén?
– Sí.
– Pues deja que te cuente una historia.
Nos quitamos los sombreros y nos sentamos en el suelo, agotados por el calor con la espalda apoyada contra el muro de una casa situada al Oeste de la capilla. Nuestros cuerpos agradecieron inmensamente una sombra fresca después de tantas horas de sol.
– Salomón fue un rey culto e inteligente que gobernó Israel unos mil años antes del nacimiento de Cristo -empecé-. Para que te hagas idea de la clase de persona que era, te diré que suyo es el hermoso Cantar de los cantares de la Biblia y también los libros de la Sabiduría, los Proverbios y el Eclesiastés. ¿Te parece suficiente como presentación? Pues bien, este rey sabio y justo quiso edificar un templo en honor de Yahvé. Si has leído el primer Libro de los Reyes recordarás que allí se detalla minuciosamente su construcción, para la cual se utilizaron los mejores materiales de los reinos de Oriente: madera de cedro, piedra, mármol, cobre, hierro y oro, grandes cantidades de oro. Fíjate bien: absolutamente todas las paredes fueron recubiertas con láminas de este metal precioso y los objetos de culto y el gran candelabro de siete brazos fueron fundidos en oro macizo. Nada era bastante hermoso para cobijar y proteger el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley que Moisés cinceló con sus propias manos en el monte Sinaí. Porque eso es lo que contenía el templo, Jonás: el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley. Para guardarlas lo mandó construir Salomón. -Me callé un momento y tomé aire-. Todo el edificio era de proporciones inmensas y también de una inmensa belleza: los querubines situados encima del Arca (de oro puro, naturalmente) eran como leones con alas y cabeza humana y las dos columnas enormes de la fachada del Templo tenían unos receptáculos de aceite encendido que la iluminaban día y noche.
El muchacho tenía el cuello torcido en su afán por no dejar de mirarme mientras le contaba aquella historia. Estaba completamente embobado.
– Pero no eran los materiales la parte más valiosa del templo -continué-. ¡Ni muchísimo menos…! Gente muy especial intervino en su diseño. Makeda, la reina de Saba [21], atraída por la renombrada sabiduría de Salomón y por su profunda espiritualidad, emprendió un largo viaje hacia el norte para conocerle y «probarle con enigmas», como dice la Biblia. Permaneció junto a él durante mucho tiempo, transmitiéndole el Conocimiento sagrado de los tiempos primigenios para que lo utilizase en la edificación del templo.
– ¿Qué Conocimiento era ése? -preguntó Jonás, intrigado.
– Un Conocimiento al que tú, muchacho, algún día podrías tener acceso sí eres digno de ello -dije, engañándole, pues, como era evidente, su iniciación ya había comenzado-. Pero calla y escucha. El templo de Salomón respondía, pues, a ciertos modelos y dimensiones procedentes de tradiciones ocultas e iniciáticas.
– ¿Qué tradiciones ocultas e iniciáticas?
Hice como que no le había oído y continué.
– Tenía tres recintos concéntricos en el interior de los cuales se encontraba el sancta sanctorum, el lugar santísimo donde se custodiaba el Arca y donde nadie podía entrar so pena de muerte, excepto el gran sacerdote, que podía hacerlo una vez al año. Cuatro siglos después, Jerusalén fue destruida por las tropas del rey Nabucodonosor II, y con ella el hermoso Templo de Salomón.
Dejé vagar mis ojos por los resecos muros de la capilla de Eunate. Tenía sed, así que bebí un largo trago de mi calabaza y Jonás me imitó.
– En lo que fue aquel triple recinto, se alza hoy día la mezquita llamada Qubbat al-Sakkra, o Cúpula de la Roca, que, curiosamente (por no tratarse de una característica de la arquitectura islámica), cuenta también con los tres recintos concéntricos. Además, su estructura, y esto es todavía más inexplicable, es octogonal. Justo al lado, también dentro de lo que fue el perímetro del templo, está la pequeña mezquita de Al-Aqsa, que los templarios utilizaban como residencia monástica, ya lo sabes. Convirtieron, pues, Al-Aqsa en vivienda y Qubbat al-Sakkra en iglesia…, en su iglesia. Numerosas ciudadelas y fortalezas templarias en Tierra Santa y en Europa presentan la estructura salomónica del triple recinto, e incontables construcciones, iglesias y capillas, como ésta de Eunate, reproducen la extraña planta octogonal de Qubbat al-Sakkra, la Cúpula de la Roca.
– ¿Así que esta pequeña capilla cristiana perdida en mitad de las tierras de Navarra debe su forma a una mezquita musulmana situada a miles de millas de aquí?
– En efecto.
Parecía impresionado.
– ¿Y qué ocurrió con el oro del Templo de Salomón?
– Desde que el pueblo de Israel supo que Nabucodonosor se preparaba para atacar, el Arca de la Alianza fue puesta a buen recaudo y el oro se escondió en un lugar seguro, así que el rey babilonio no pudo llevarse a su tierra los tesoros que esperaba. Lo cierto es que, en compensación, se llevó a los judíos como esclavos, pero ésa es otra historia. Siglos después, cuando los israelitas regresaron a Jerusalén, el templo fue reconstruido, aunque de manera más sencilla, pero del Arca, las Tablas de la Ley y las riquezas no volvió a saberse nada. Y así hasta el día de hoy. ¿Qué te parece?
– Me parece extraño -musitó caviloso-. Como también me parece extraño que los Caballeros del. Temple adoptaran el nombre del Templo de Salomón, su primera residencia. ¿No es un poco absurdo?
– Los Caballeros del Temple no se llamaban así, su verdadero nombre era el de Pobres Caballeros de Cristo, pero todo el mundo les conocía por Caballeros del Temple o templarios. Sin embargo, tienes mucha razón en dirigir tu interés hacia este punto, pues está ciertamente relacionado con lo que hablábamos. En 1118 un noble francés, Hugues de Payns, se presentó ante el rey Balduino II, rey de Jerusalén, y le pidió permiso para defender, con la ayuda de otros ocho caballeros franceses y flamencos, a los peregrinos de Occidente que viajaban hasta allí para visitar los Santos Lugares. Era un ofrecimiento generoso que venía a cubrir una necesidad urgente ya planteada por el rey, así que éste aceptó complacido. Los nueve caballeros sólo hicieron, a cambio, un simple ruego: poder instalar su residencia en los terrenos que anteriormente ocupaba el Templo de Salomon.
– ¿Eso fue lo primero y lo único que pidieron nada más llegara Jerusalén?
– A fe que sí. ¿No te parece curioso?
– ¡Desde luego! Pero no se me alcanza por qué tanto interés. ¿Para poder llamarse Caballeros del Temple o templarios?
– Pero ¿es que no lo ves, Jonás? A pesar de su ofrecimiento al rey de Jerusalén para vigilar los caminos y defender a los peregrinos, una vez obtenido el antiguo templo, los nueve caballeros se encerraron en él ¡durante nueve años!, sin salir al campo de batalla, sin enfrentarse ni una sola vez con los infieles y sin defender a ningún viajero, dedicándose exclusivamente, según, decían, a la oración y a la meditación. Piensa Jonás: nueve caballeros encerrados en el Templo de Salomón durante nueve años, sin reclutar sirvientes y sin dejar entrar o salir a nadie de él sin su consentimiento. ¿No es extraño? Acabado este período, seis de los nueve templarios regresan a Francia para conseguir la aprobación de sus estatutos en el concilio de Troyes.
– ¿Queréis decir que cuando los templarios llegaron a Jerusalén tenían algún objetivo secreto en mente?
– Los templarios buscaban algo especial cuando llegaron a Tierra Santa, no cabe duda. Quizá te haga falta saber algo más. San Bernardo de Claraval, fundador y primer abad de Claraval, doctor Ecclesiae e impulsor del Cister, de quien sin duda has oído hablar por ser una figura prestigiosa de la Iglesia -Jonás negó con la cabeza y yo suspiré, resignado-, fue el encargado de traducir y estudiar los textos sagrados hebraicos hallados en Jerusalén después de la toma de la ciudad en la primera Cruzada. Años después, publicó un polémico texto, De laude novae militiae, en el que planteaba la necesidad de unos monjes soldados que defendieran la fe por medio de la espada, lo cual era un concepto completamente nuevo por aquel entonces. San Bernardo era tío carnal de uno de los ocho caballeros que acompañaban a Hugues de Payns, de quien también era amigo personal. Así que la idea de fundar la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo fue, sin duda, de san Bernardo. Ahora ya tienes todos los datos que precisas para arribar tú solo a la conclusión lógica.
– Bueno… -titubeó-. Quizá…
– ¡Venga, rápido! ¡Piensa!
– San Bernardo encontró algo en aquellos documentos hebraicos, algo que quería conseguir, para lo cual envió a los nueve caballeros a Jerusalén. ¡Ya lo entiendo! -exclamó, de repente, alborozado-. ¡Lo que estáis intentando decirme es que el Arca de la Alianza y las Tablas de la Ley debieron permanecer ocultas en algún lugar secreto del Templo de Salomón, y que esos documentos que Bernardo tradujo decían exactamente dónde se encontraban! Por eso envió a los caballeros.
– Si los documentos hubieran señalado claramente el lugar en que se encontraba el Arca con las Tablas, los caballeros no hubieran necesitado nueve años completos para encontrarlas, ¿no te parece?
– Es verdad. Bueno, pues los documentos sólo decían dónde podían hallarse aproximadamente, en algún lugar del Templo, sin especificar.
– Eso es más sensato. Aunque también es posible que las encontraran y que, dada la importancia y la sacralidad de lo hallado, durante aquellos nueve años los primeros templarios se dedicaran a lo que decían, a orar y a meditar.
– Y si todo esto lo sabía la gente, como vos lo sabéis, ¿por qué nadie les quitó el Arca? ¿Por qué la Iglesia no se la reclamó?
– Porque los templarios lo negaron siempre y, si alguien niega algo con la fuerza y la perseverancia suficientes, resulta imposible desmentirlo si no se tienen pruebas, y pruebas nunca las hubo. Sospechas, sí; todas. Pero pruebas, ninguna.
A mi mente acudió veloz el recuerdo de aquella noche (que ahora parecía tan lejana) en que Evrard, durante su delirio de muerte en la mazmorra de la antigua fortaleza templaria del Marais, gritaba dando órdenes de evacuar Al-Aqsa y de salvar el Arca de la Alianza.
– ¿Y vos creéis, sire, que en esa capilla templaria -preguntó Jonás señalando Eunate con el mentón- encontraremos algo relativo a todo esto?
– Relativo a todo esto, no lo creo, Jonás -dije incorporándome con la ayuda del bordón-. De entre todos los secretos de los templarios, que son muchos, el del Arca es el más inviolable de todos. Pero estoy bastante seguro de que si encontraremos las primeras pistas de los escondites del resto de las riquezas templarias, las que ocultaron en el Camino antes de su disolución como Orden.