Iacobus - Asensi Matilde 20 стр.


– Pero ¿y el Arca? -insistió con tozudez.

– Los siglos se encargarán de desvelar la evidencia.

– ¡Pero nosotros ya no lo veremos! -protestó mientras avanzábamos hacia la iglesia.

– Ese es el problema de no poseer la inmortalidad: nos perdemos el futuro.

Entramos en la ermita por una de las dos aberturas del claustro exterior y, circulando por su deambulatorio -también ochavado como la iglesia-, empecé a descubrir las señales inconfundibles de la tradición iniciática: en uno de los capiteles se veía la figura de un Crucificado sin cruz rodeado por catorce apóstoles; en otro, leones solares enfrentados; en otros más, rostros satánicos de cuyas bocas salían enredaderas formando laberintos o espirales, al final de las cuales, o en el centro, se encontraba siempre la figura de la piña, representación simbólica de la fecundidad y la inmortalidad. Nada de todo aquello me aportaba nueva información. Si yo hubiera sido un peregrino, y nada más que un peregrino, probablemente hubiera disfrutado contemplando aquellas imágenes, meditando sobre ellas, intentando descifrarlas y aplicando sus conclusiones a mi propia vida; pero mi vida y la de mi hijo estaban en peligro y no tenía tiempo que perder.

– Mirad, sire -Jonás se había detenido delante de una de las columnas dobles y miraba atentamente el remate-. Ésta es la única representación normal que veo en todo este extraño claustro.

Me acerqué y observé el capitel. Por uno de sus lados podía verse la escena en la que el ciego Bartimeo, sentado a la vera del camino, llamaba a gritos a Jesús, Hijo de David, suplicándole el milagro de recobrar la vista. Y por el otro, la resurrección de Lázaro, el momento en que la losa del sepulcro era descorrida y Jesús ordenaba a su amigo que saliera al exterior para asombro de los presentes. Tanto Bartimeo como Jesús exhibían minúsculas cartelas de piedra bajo sus pies con lacónicos mensajes: Fili David miserere mei, la del ciego, y Ego sum lux, la de Jesús. «Bueno -me dije-, al menos ya es algo.»

Terminado el deambulatorio del claustro, penetramos en el interior de la capilla por la puerta norte. En un largo friso que daba a la arquería, todo el programa de la iniciación secreta se exponía a los ojos de cualquiera que pasara por allí. No me sorprendió en absoluto: podía ser muy difícil interpretar los misterios inmutables sin la ayuda de un maestro, pero algunos lo habían conseguido, llegando después muy lejos en el estudio del Conocimiento mistérico. Afortunadamente, la narración del friso utilizaba la simbología críptica -las palabras sabias siempre necesitarán intérpretes-, de manera que unos, los iniciados, pudiéramos leer lo que se decía y otros pudieran llegar a leerlo si su espíritu les animaba a ello. Deduje que, de alguna manera, el Camino de Santiago, el Camino de la Vía Láctea, estaba organizado para asistir a esos seres especiales capaces de alcanzar la iniciación por sí mismos. Tarea terrible, sí, pero no irrealizable.

– ¿Qué significan todas esas imágenes?

– ¿Qué imágenes?

– Esas cabezas apoyadas unas en las otras, por ejemplo.

– Es la transmisión racional del Conocimiento del que antes te hablé. Es la primera fase de la iniciación.

– ¿Y esas quimeras y sirenas con colas de dragón?

– El dolor y el miedo del hombre ante el peligro y lo desconocido.

– ¿Y por qué los monstruos llevan una flor, en el vientre?

– Porque perder el miedo libera al hombre y le hace capaz de alcanzar la verdad.

– ¿Por qué esa figura encapuchada lleva a un niño en los brazos?

– Porque el niño acaba de nacer después de morir.

– ¿Y esa mujer desnuda enroscada en una serpiente?

– Ésa, Jonás, es la Diosa Madre del mundo, la Magna Mater, la Tierra. Recuerda que ya te hablé de ella en una ocasión.

– ¿Y qué hace una diosa pagana en un templo cristiano?

– Todos los templos de la Tierra están consagrados a una única divinidad, la llamen como la llamen.

– ¿Y qué hace una diosa con una serpiente?

– La Serpiente es el símbolo del Conocimiento. También te he hablado sobre ello.

– Sólo hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo puede haber nacido el niño después de morir?

– Eso, Jonás, te lo explicaré en otra ocasión -dije secándome el sudor del rostro con la manga de la saya. ¡Qué manera de preguntar!-. Ahora quiero averiguar adónde lleva aquella escalera de allí.

En el lado sur de la capilla, una puertecilla entreabierta dejaba ver una escalera de caracol. Todavía nadie se nos había presentado desde que habíamos alcanzado las inmediaciones de Eunate, así que no vi inconveniente en subir por ella y comprobar adónde llevaba. No me sentí defraudado cuando alcanzamos una pequeña linterna que nos permitió contemplar un hermoso paisaje: los vastos y silenciosos campos que rodeaban Eunate estaban a nuestros pies. Un poco más allá se vislumbraban los edificios de Puente la Reina.

– Aquí debe aposentarse el vigía, como en Ponç de Riba -dedujo el muchacho.

– ¿Qué vigía, si por estos parajes no hay nadie?

– ¡Alguien tendrá que vigilar por si llegan los moros!

– ¿Y para qué crees que sirve aquel campanario que se ve en Puente la Reina, mucho más alto y más al sur?

– Pues vigilarán desde los dos puestos.

– Es posible, no digo que no -convine con él-. Pero esta linterna sirve para algo más que la vigilancia. ¿Es que no te has dado cuenta de la espléndida visión celeste que se disfruta desde aquí? En una bella noche de verano, el cielo debe poder tocarse con las manos. Sin duda, este pequeño recinto sirve de observatorio para el estudio de los astros.

– ¿Y quién va a estudiar los astros si aquí no hay nadie?

– Ten por seguro que alguien vendrá alguna vez a mirar el cielo, durante las noches o durante los solsticios y los equinoccios, y no sólo en esos momentos; hay épocas del año en que leer las constelaciones es de vital importancia. Un lugar tan bueno como éste debe ser muy frecuentado por astrólogos.

– ¿Y aquella ciudad de allá, Puente la Reina, es nuestro próximo destino? -preguntó Jonás señalando con el dedo.

– En efecto. Allí comeremos hoy, en alguna alberguería o en la casa de algún buen samaritano misericordioso.

Q uatuor vie sunt que ad Sanctum Jacobum

tendentes, in unum ad Pontem Regine, in horis Y

spanie, coadunantur… [22]

Son cuatro los caminos a Santiago que en Puente la Reina, ya en tierras de España, se reúnen en uno solo, dice Aymeric Picaud en el Codex Calixtinus. Y bien cierto es, pues si hasta entonces nuestro viaje había sido más bien solitario -apenas nos habíamos encontrado con dos o tres grupos de peregrinos y algún penitente esquivo-, en Puente la Reina nos dimos cuenta de la gran cantidad de gente que purgaba sus pecados recorriendo con esfuerzo el itinerario sagrado. Yo mismo estaba maravillado de la generosidad con que habíamos sido tratados y alimentados hasta entonces por los villanos, labriegos y monjes de los lugares por los que habíamos pasado, pero nada era comparable con la alegría y la prodigalidad con las que, ya desde Obanos, nos recibieron los navarros de aquellos pagos. ¡Qué falsas me parecían las palabras de Picaud!: «Los navarros son un pueblo bárbaro, diferente de todos los demás en sus costumbres y naturaleza, colmado de maldades, de color negro, de aspecto innoble, malvados, perversos, pérfidos, desleales, lujuriosos, borrachos, agresivos, feroces y salvajes, desalmados y réprobos, impíos y rudos, crueles y pendencieros, desprovistos de cualquier virtud y enseñados a todos los vicios e iniquidades, parejos en maldad a los Getas [23] y a los sarracenos, y enemigos frontales de nuestra nación gala. Por una moneda, un navarro o un vasco liquida, como pueda, a un francés.» Sin embargo, pocas veces en mi vida había visto tanta gente satisfecha reunida en una misma ciudad, ni una ciudad tan volcada y entregada a una sola meta: la atención al peregrino.

Apenas vislumbradas las primeras casas de Puente la Reina, llamé la atención a Jonás acerca de la torre de la iglesia que teníamos delante: aunque comenzaba con una contundente forma cuadrada, su final era una hermosa y delicada cúpula octogonal. El muchacho me sonrió con complicidad. Luego supimos que se trataba de la parroquia del barrio de Murugarren, la iglesia de Nuestra Señora dels Orzs [24], propiedad de los templarios hasta la disolución de la Orden. Al parecer, el rey García VI había hecho entrega de la villa a los Caballeros del Temple en 1142, con la condición de que acogieran a los peregrinos propter Amorem Dei. Esa tradición de hospitalidad seguía profundamente arraigada y viva en el lugar.

Aunque todos los peregrinos que, como nosotros, entraban en la ciudad se detenían en la parroquia de Nuestra Señora dels Orzs para rezar, Jonás y yo continuamos internándonos por las rúas peregrinas. Teníamos hambre y deseábamos descansar, así que dejamos para más tarde los rezos y las visitas obligadas y nos encaminamos hacia el otro lado del pueblo, hacia la hospedería de peregrinos, ubicada junto a uno de los dos hospitales con los que contaba la ciudad. Pasamos por delante de la iglesia de Santiago, que lucía una hermosa portada de ejecución mozárabe, y atravesamos la rúa Mayor, flanqueada por multitud de palacios y de casas con linaje -los escudos nobles podían verse sobre los portalones-. Al final de esta calle se encontraba el famoso puente que daba nombre y fama a la ciudad.

Jamás, ni en mis muchos años de vida ni en mis muchos viajes, había visto un puente de tanto mérito, tan donairoso y ligero como el de Puente la Reina. Parecía surgir de su base como por encantamiento y su imagen estaba tan perfectamente reflejada en el agua, que no se podía distinguir en qué lugar empezaba el puente real y en qué lugar el especular. Seis arcos de medio punto y cinco pilares atenuados por pequeños arcos servían para mantener la piedra flotando en el aire y facilitar el paso sobre el río Arga a los peregrinos jacobeos. Fue la reina doña Mayor, esposa de Sancho Garcés III, rey de Navarra, quien mandó levantar el hermoso puente. Pero ¿quién fue el pontífice? [25] Aunque yo jamás llegara a conocer su identidad, seguro que se trataba de un maestro iniciado. Y la sagaz perspicacia de Jonás no me defraudó.

– Lo que no comprendo -dijo con el ceño fruncido y tono aciago-, es por qué han construido esta pontana con forma de empinada colina, de manera que tenemos que ir ascendiendo hasta la cúspide sin ver nada de lo que nos espera al otro lado. ¡Con lo cansados que estamos!

– Este hermoso puente a dos vertientes es un símbolo más de los muchos que estamos encontrando en el Camino. Deberías analizar con detalle su estructura y darle una oportunidad al mensaje.

– ¿Queréis decir que pudiendo construir un cómodo puente de trazado horizontal, levantaron a propósito esta horrible rampa, castigo de caminantes?

– Bueno, sí…, ésa sería más o menos la idea.

– ¡No puedo comprenderlo de ninguna manera!

Suspiré. Este hijo mío no tenía término medio: o bien demostraba una inteligencia deslumbrante y la curiosidad de un sabio, o bien, ante las más insignificantes incomodidades físicas, se volvía zoquete y lerdo como una bestia de carga.

En la hospedería comimos hasta hartarnos asadura de cabrito con garbanzos y calabaza dulce y dormimos una buena siesta sobre cómodos jergones. A media tarde estábamos listos para visitar la ciudad.

– Creo que va a llover -comentó el muchacho, al salir a la calle, mirando el cielo cubierto de nubes.

– Quizá, pero precisamente por eso debemos acelerar el paso.

– Quisiera comentaros una cosa, sire.

– ¿Qué es ello? -pregunté distraído mientras subíamos de nuevo el extraordinario puente.

– ¿Recordáis al conde aquel que os amenazó en Saint-Gilles?

Me detuve en seco en la cúspide. A nuestros pies, la ciudad parecía ahogarse bajo la nublada luz.

– Sí. ¿Qué pasa con él?

– Nos está siguiendo desde que cruzamos Obanos.

– Nos está siguiendo desde que salimos de Aviñón -gruñí, reanudando el paso.

– Cierto, sire, pero ahora lo hace de forma más descarada. Os lo digo porque me parece que quiere volver a hablaros.

– ¡Si quiere hablar conmigo ya sabe lo que tiene que hacer! De repente mi humor estaba igual de negro que la tarde. Ya no me interesaba visitar la ciudad. La triste verdad era que no tenía una maldita pista que me condujera al oro -excepto, quizá, el insignificante capitel de Eunate, que podía no revelar nada aparte de un error del maestro cantero- y Joffroi de Le Mans lo sabía, sabía que mis manos seguían vacías. Por eso intentaba amedrentarme. Su ostentación no era más que un apremio. Pero no necesitaba sus bravuconadas para ser plenamente consciente de mi fracaso. Un trueno espantoso retumbó en el cielo y se quedó vibrando en el aire, como si hubieran partido el universo con una piedra y los pedazos se desmoronaran.

– Está a punto de empezar a llover, sire.

– Está bien. Entremos en aquella taberna -rezongué.

Sobre la puerta, una burda talla de madera pintada, colgada de un espetón, mostraba una pequeña culebra ondulante. Debajo, en letras góticas, se podía leer: «Coluver.» [26]

– El dueño debe ser francés -comenté mientras empujaba la puerta.

– El dueño y todos sus clientes -añadió Jonás, sorprendido, cuando estuvimos dentro.

Una masa intransitable de aldeanos y peregrinos francos abarrotaba el local con un estruendo espantoso. Instintivamente, me llevé la mano a la nariz y la cubrí para evitarme el desagradable olor a cocimiento de sobaquina humana.

– ¡No hay ni una maldita mesa! -grité al muchacho con la boca pegada a su oreja.

– ¿Qué decís? -me respondió también a gritos.

– ¡Que no hay una maldita mesa!

– ¡Mirad! -chilló sin hacerme caso, señalando, al fondo, un oscuro rincón. Allí, bajo una ristra de embutidos colorados puestos a secar, un brazo desnudo y escuálido se agitaba llamándonos. En un primer momento no reconocí a su propietario, pero luego los rasgos se me fueron haciendo familiares y uní, por fin, cara y nombre. Bueno, lo de nombre es un decir. Allí estaba Nadie, el anciano del hospital de Santa Cristina, saludándonos con alborozo y ofreciéndonos ocupar un lugar a su lado en aquel largo tablero abarrotado de gente.

Nos encaminamos hacia él con gran esfuerzo, abriéndonos paso a empellones. A cada paso recibíamos los gruñidos de un montón de francos borrachos.

– ¡Mi señor Galcerán! -exclamó el viejo cuando nos tuvo a su lado-. ¡García, querido muchacho! ¡Qué alegría tan grande encontraros por aquí!

– ¿Cómo habéis llegado a Puente la Reina antes que nosotros, abuelo? -le preguntó Jonás con los ojos llenos de admiración, mientras tomábamos asiento a su lado.

– Hice parte del camino en carruaje, en compañía de unos bretones que tenían prisa por llegar a Santiago. Yo me quedé aquí, en Puente la Reina, para descansar; a mi edad ya no se pueden cometer excesos.

– Pues no os vimos.

– Ni yo tampoco os vi, y eso que os estuve buscando. Los bretones de quienes os hablo gustaban de viajar también durante la noche. Seguramente, os encontraríais en el interior de algún templo cuando nos cruzamos, o durmiendo junto a la trocha.

– Es posible -convine de mala gana, dando unos puñetazos sobre la mesa para llamar la atención de la tabernera.

– ¿Habéis visto muchas cosas hasta ahora, joven García?

– ¡Oh, si, abuelo! He visto mucho y he aprendido mucho.

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